Ken Liu
Largo
tiempo atrás, justo después de que Cielo y Tierra se separaran, Nü Wa paseaba por
la orilla del río Amarillo, disfrutando de la agradable sensación del fértil cieno
bajo la planta de los pies.
Las flores se abrían por doquier, de todos
los colores del arco iris, tan bellas como el filo oriental del cielo, donde Nü
Wa había tenido que parchar con pasta hecha de gemas fundidas el desgarrón causado
por la guerra de unos dioses mezquinos. Ciervos y búfalos corrían por las llanuras,
y carpas doradas y cocodrilos plateados retozaban en el agua.
Pero ella estaba totalmente sola. No tenía
a nadie con quien conversar, a nadie con quien compartir toda esa belleza.
Se sentó a la orilla del agua, cogió un puñado
de barro y comenzó a modelar. Al poco había creado una versión en miniatura de ella
misma: cabeza redonda; torso largo; brazos y piernas, y manos y dedos diminutos
que talló con cuidado con una afilada varilla de bambú.
Tomó la minúscula figura de barro entre las
manos, se la llevó a la boca y sopló para insuflarle el hálito vital. La figura
jadeó, se retorció en sus manos y comenzó a balbucear.
Nü Wa rio. Ya no volvería a estar sola. Colocó
la figurita en la orilla del río Amarillo, cogió otro puñado de barro y de nuevo
comenzó a modelar.
El Hombre fue por lo tanto creado a partir
de la tierra, y a la tierra retornará, siempre.
–¿Y qué pasó luego? –preguntó una voz somnolienta.
–Te lo contaré mañana por la noche –respondió
Maggie Chao–. Ahora es hora de dormir.
Maggie arropó a Bobby, de cinco años, y a Lydia,
de seis, apagó la luz del dormitorio y cerró la puerta al salir.
Se quedó inmóvil un instante, escuchando, como
si pudiera oír la corriente de fotones que atravesaba el liso casco giratorio de
la nave.
La enorme vela solar se tensó en silencio en
el vacío del espacio mientras la Espuma de Mar seguía alejándose del Sol
siguiendo una trayectoria helicoidal, que, tras años de aceleración, había desplazado
el espectro de la estrella hasta un rojo apagado, un crepúsculo perpetuo cada vez
más amortiguado.
Hay algo que deberías ver, susurró en su cabeza
Joao, oficial primero y marido suyo. Podían hablar gracias a un minúsculo chip de
interfaz óptico-neural que ambos tenían implantado en el cerebro. Los chips estimulaban
mediante impulsos lumínicos neuronas modificadas genéticamente en las regiones de
procesamiento del lenguaje de la corteza cerebral, activándolas del mismo modo que
lo habría hecho una verdadera conversación.
En ocasiones, Maggie pensaba en el implante
como en una especie de vela solar en miniatura, que generaba pensamientos gracias
al empuje de los fotones.
Joao pensaba en la tecnología en términos mucho
menos románticos. Incluso una década después de la operación, seguía sin gustarle
que pudieran entremeterse de esa manera en cabezas ajenas. Comprendía las ventajas
del sistema de comunicación, que les permitía mantener un contacto permanente, pero
le parecía burdo y alienante, como si poco a poco se estuvieran convirtiendo en
ciborgs, en máquinas. Nunca lo utilizaba a menos que se tratara de una emergencia.
Voy para allá, dijo Maggie, y se encaminó de
inmediato hacia la cubierta de investigación, más próxima al centro de la nave.
En esa zona, la gravedad simulada por el casco giratorio era menor, y los colonos
aseguraban en broma que la ubicación de los laboratorios contribuía a que los científicos
pensasen mejor al ser allí mayor el flujo de sangre oxigenada que llegaba al cerebro.
Maggie Chao había sido escogida para la misión
no sólo porque era experta en ecosistemas autocontenidos, sino también porque era
joven y fértil. Con la nave viajando a una pequeña fracción de la velocidad de la
luz, llegar a 61 Virginis les llevaría casi cuatrocientos años (según el marco temporal
de referencia de la nave), incluso teniendo en cuenta los modestos efectos de la
dilatación temporal. Este hecho requería la planificación de hijos y nietos de manera
que, un día, los descendientes de los colonos pudiesen llevar el recuerdo de los
trescientos exploradores originales hasta la superficie de un mundo extraterrestre.
Se reunió con Joao en el laboratorio. Su marido
le alargó una tableta visualizadora sin decir palabra. Siempre le dejaba que se
tomara su tiempo para alcanzar sus propias conclusiones sobre algo nuevo antes de
aportar las suyas propias. Era una de las cosas que le habían gustado de él cuando
empezaron a salir juntos años atrás.
–Increíble –comentó Maggie mientras leía el
resumen por encima–. La primera vez en una década que la Tierra trata de establecer
contacto con nosotros.
En la Tierra muchos habían pensado que la Espuma
de Mar era una locura, una jugada propagandística de un gobierno incapaz de
resolver los auténticos problemas. ¿Cómo podía estar justificado enviar a las estrellas
una misión que se prolongaría durante siglos cuando en la Tierra todavía había gente
que moría de hambre y enfermedades? Tras el despegue, la comunicación con la Tierra
había sido mínima, hasta que al cabo se había interrumpido de manera definitiva.
El nuevo gobierno no quería continuar gastando dinero en las caras antenas terrestres.
Y tal vez había optado por olvidarse de la nave de los locos.
Sin embargo, ahora estaban franqueando el vacío
del espacio para comunicarles algo.
Mientras leía el resto del mensaje, la expresión
de Maggie fue pasando de manera gradual del entusiasmo a la incredulidad.
–Consideran que el don de la inmortalidad debería
ser compartido por toda la humanidad –dijo Joao–. Incluso por los más lejanos aventureros.
La transmisión describía un nuevo tratamiento
médico. Un pequeño virus modificado –un nanoordenador molecular, para aquellos a
quienes les gusta pensar en tales términos– se replicaba a sí mismo en las células
somáticas y deambulaba arriba y abajo por las dobles hélices de las cadenas de ADN
reparando daños, suprimiendo determinados segmentos y estimulando la expresión de
otros, con lo que se conseguía detener el deterioro celular y el proceso de envejecimiento.
Los humanos ya no tendrían que morir.
–¿Podemos reproducir el procedimiento aquí?
–preguntó Maggie a Joao mirándolo a los ojos. Viviremos para pisar otro mundo, para
respirar aire sin reciclar.
–Sí. Llevará un tiempo, pero estoy seguro de
que podemos. –Y tras un titubeo añadió–: Pero los niños…
Bobby y Lydia no eran resultado del azar, sino
de la combinación de un conjunto de meticulosos algoritmos entre cuyos datos de
entrada se contaban factores como la planificación de la población, la selección
embrionaria, la salud genética, la esperanza de vida y los índices de renovación
y consumo de recursos.
Hasta el último gramo de materia a bordo de
la Espuma de Mar era tomado en consideración. Tenían lo necesario para mantener
una población estable, pero poco margen para el error. Los nacimientos de niños
tenían que planificarse de forma que los hijos contaran con tiempo suficiente para
aprender lo necesario de sus padres y así poder ocupar el lugar de sus mayores cuando
estos murieran apaciblemente, atendidos por robots.
–… serían los últimos niños que nacerían hasta
que aterrizáramos –terminó Maggie la frase de Joao.
La Espuma de Mar había sido diseñada
para una combinación concreta de adultos y niños. Las provisiones, la energía y
otros miles de parámetros estaban condicionados por la misma. Había un cierto margen
de seguridad, pero la nave no podría mantener una población compuesta en su integridad
por vigorosos adultos inmortales en el pico de sus necesidades calóricas.
–Podríamos morir y permitir crecer a nuestros
hijos –dijo Joao– o vivir eternamente manteniéndolos siempre como niños.
Maggie se lo imaginó: el virus podría utilizarse
para detener el proceso de crecimiento y maduración en los más jóvenes. Los niños
seguirían siendo niños durante siglos, sin tener hijos propios.
Y entonces por fin cayó en la cuenta:
–Por eso la Tierra ha recuperado de pronto
el interés por nosotros. La Tierra no es más que una gran nave. Si nadie va a morir,
terminarán por quedarse sin sitio para todos. Éste se ha convertido ahora en su
problema más acuciante. Tendrán que seguir nuestros pasos y lanzarse al espacio.
¿Te
preguntas por qué hay tantas historias sobre la creación del hombre? Es porque de
todas las historias verdaderas existen muchas versiones.
Deja que esta noche te cuente otra.
Hubo un tiempo en el que el mundo estaba gobernado
por los titanes, que moraban en el monte Otris. El más poderoso y valiente de todos
ellos era Cronos, que en una ocasión había encabezado su rebelión contra el tirano
de su padre, Urano. Tras matarlo, Cronos se convirtió en el rey de los dioses.
Sin embargo, con el transcurrir del tiempo,
el propio Cronos devino un tirano. Y tal vez por miedo a que le sucediera lo mismo
que él le había hecho a su padre, Cronos devoraba a sus hijos en cuanto nacían.
Rea, la esposa de Cronos, dio a luz a un nuevo
hijo, Zeus. Para salvarlo, envolvió una piedra en una manta como si fuera un bebé
y engañó con ella a Cronos, que se la tragó. Al verdadero bebé lo envió a Creta,
donde creció alimentándose de leche de cabra.
No pongas esa cara. Tengo entendido que la
leche de cabra es bastante buena.
Cuando Zeus estuvo por fin preparado para enfrentarse
a su padre, Rea dio a beber a Cronos un vino adulterado que lo hizo vomitar todos
los bebés que se había tragado, los hermanos y hermanas de Zeus. Durante diez años,
Zeus acaudilló a los olímpicos, que es como se terminaría conociendo a Zeus y sus
hermanos, en una sangrienta guerra contra su padre y los titanes. Los nuevos dioses
terminaron por imponerse a los antiguos, y Cronos y los titanes fueron arrojados
al lóbrego Tártaro.
Y los olímpicos tuvieron sus propios hijos,
puesto que así eran las cosas en el mundo. El propio Zeus engendró muchos retoños,
algunos mortales y otros no. Atenea era uno de sus favoritos, la diosa nacida de
su cabeza, de sus meros pensamientos. También hay muchas historias sobre ellos,
que te contaré en otro momento.
No obstante, algunos de los titanes que no
habían luchado al lado de Cronos fueron perdonados. Uno de estos, Prometeo, modeló
con arcilla una raza de criaturas, y se dice que a continuación se inclinó y les
susurró las palabras de sabiduría que les infundieron vida.
No sabemos qué es lo que reveló a esas nuevas
criaturas, a nosotros; pero Prometeo era un dios que a lo largo de su vida había
sido testigo de cómo los hijos se alzaban contra los padres, de cómo cada nueva
generación reemplazaba a la anterior y rehacía el mundo desde cero. Sólo podemos
conjeturar qué es lo que pudo haberles dicho. Rebélense. No hay nada permanente
excepto el cambio.
–La
muerte es la elección más fácil –dijo Maggie.
–Y la correcta –apostilló Joao.
Maggie quería debatir el asunto utilizando
los implantes, pero Joao se negó. Quería hablar con los labios, la lengua, el aliento…
a la antigua usanza.
En el diseño de la Espuma de Mar se
había prescindido de hasta el último gramo de masa superflua. Los mamparos eran
finos y las habitaciones se apiñaban bien juntas. Las voces de Maggie y Joao resonaron
por cubiertas y pasillos.
Por toda la nave, otras familias interrumpieron
las conversaciones similares que estaban manteniendo mediante sus implantes y escucharon.
–Los viejos deben morir para que los jóvenes
puedan ocupar su lugar –dijo Joao–. Cuando te enrolaste sabías que no viviríamos
para ver aterrizar a la Espuma de Mar. Los hijos de nuestros hijos, varias
generaciones en el futuro, son los que tienen que heredar el nuevo mundo.
–Podemos ser nosotros quienes aterricemos en
el nuevo mundo. No hace falta que dejemos todo el trabajo duro para nuestros descendientes
nonatos.
–A la nueva colonia tenemos que dejarle en
herencia una cultura humana viable. No tenemos ni idea de cuáles van a ser las consecuencias
a largo plazo de este tratamiento sobre nuestra salud mental…
–Pues llevemos a cabo el trabajo para el que
nos enrolamos: explorar. Averigüémoslo…
–Si cedemos a esta tentación, aterrizaremos
siendo un montón de vejestorios de cuatrocientos años con miedo a morir y con la
cabeza llena de ideas que se habrán quedado totalmente anquilosadas desde los tiempos
de la vieja Tierra. ¿Cómo podríamos enseñar a nuestros hijos el valor del sacrificio,
la importancia del heroísmo, del empezar de cero? Casi no seremos ni humanos…
–¡Dejamos de ser humanos en el momento en que
aceptamos unirnos a esta misión! –Maggie hizo una pausa para dominar la voz–. Afróntalo,
a los algoritmos de asignación de nacimientos no les importamos ni nosotros ni nuestros
hijos. No somos más que recipientes que permiten que una combinación óptima y bien
planificada de genes llegue a nuestro destino. ¿De verdad deseas que las siguientes
generaciones crezcan y mueran en esta nave, sin conocer nada más que este angosto
tubo metálico? La suya, la salud mental de ellos, esa es la que me preocupa.
–La muerte es esencial para el desarrollo de
nuestra especie. –La voz de Joao rebosaba fe, y en ella Maggie percibió su esperanza
de que fuera suficiente para los dos.
–Que tengamos que morir para conservar nuestra
humanidad no es más que un mito –aseguró Maggie mirando a su marido con el corazón
transido de dolor. Entre ambos se extendía un abismo, tan inexorable como la dilatación
del tiempo.
Maggie le habló, ahora desde el interior de
la cabeza. Y se imaginó sus propios pensamientos, convertidos en fotones, abriéndose
paso por el cerebro de él, en un intento por franquear la brecha. Dejamos de ser
humanos en el momento en que nos entregamos a la muerte.
Joao le devolvió la mirada. No dijo nada, ni
en su cabeza ni en voz alta, lo que era su manera de decir todo lo que tenía que
decir.
Y así se quedaron durante un buen rato.
En
el principio, Dios creó a los humanos inmortales, parecidos a los ángeles.
Hasta el momento en que Adán y Eva decidieron
comer del árbol del conocimiento del bien y el mal, ni envejecían ni nunca caían
enfermos. Durante el día se dedicaban a cuidar el jardín del Edén y por la noche
disfrutaban de su mutua compañía.
Sí, supongo que el jardín del Edén era un poco
como la cubierta hidropónica.
A veces los ángeles les hacían una visita y
–según Milton, que nació demasiado tarde para conformarse con la Biblia tradicional–
charlaban y especulaban sobre los más variados asuntos: ¿giraba la Tierra alrededor
del Sol o era al revés?, ¿había vida en otros planetas?, ¿mantenían relaciones sexuales
los ángeles?
No, no estoy bromeando. Puedes verlo en la
computadora.
De manera que Adán y Eva eran eternamente jóvenes,
y su curiosidad, inagotable. No necesitaban la muerte para que su vida tuviera un
objetivo, para motivarse, para aprender, para trabajar, para amar, para darle sentido
a su existencia.
Si esta historia es cierta, entonces nuestro
destino nunca fue la muerte. Y con el conocimiento del bien y del mal en realidad
lo que conocimos fue el remordimiento.
–Qué
cuentos tan raros sabes, abuelita –dijo Sara, de seis años.
–Son cuentos de antaño –respondió Maggie–.
De pequeña, mi abuela me contaba muchos, y yo también leía un montón.
–¿Quieres que viva siempre como tú, y que no
me haga vieja ni me muera un día como mi madre?
–Yo no puedo decirte lo que debes hacer, cielito.
Tendrás que decidirlo tú misma cuando seas mayor.
–¿Igual que lo del conocimiento del bien y
del mal?
–Algo así.
Maggie se inclinó y besó a la hija de la hija
de la hija… –hacía mucho que había perdido la cuenta– de su hija tan dulcemente
como pudo. Como todos los niños nacidos en el entorno de baja gravedad de la Espuma
de Mar, Sara tenía los huesos finos y delicados, como un pajarillo. Maggie apagó
la luz y se marchó.
Aunque dentro de un mes dejaría atrás su cumpleaños
número cuatrocientos, no aparentaba ni un día más de treinta y cinco años. La fórmula
para la fuente de la eterna juventud, el último regalo de la Tierra a los colonos
antes de perder toda comunicación, funcionaba a las mil maravillas.
Se detuvo y dio un respingo. Un chiquillo,
de unos diez años de edad, la estaba esperando delante de la puerta de su habitación.
Bobby, dijo. A excepción de los niños muy pequeños,
que todavía no tenían implantes, ahora todos los colonos hablaban entre sí mediante
pensamientos en lugar de pronunciando palabras. Era más rápido y privado.
El niño la miró, sin dirigirle ni palabra ni
pensamiento alguno. A Maggie le llamó la atención el gran parecido que guardaba
con su padre. Tenía sus mismas expresiones, sus mismos gestos, incluso su misma
manera de hablar al callar.
Maggie suspiró, abrió la puerta y entró en
pos de él.
Un mes más, dijo Bobby, sentándose al borde
del sofá para que no le colgaran los pies.
Todos los pasajeros de la nave llevaban la
cuenta atrás de los días. Un mes más y estarían en órbita alrededor del cuarto planeta
de 61 Virginis, su destino, una nueva Tierra.
Una vez aterricemos, ¿cambiarás de opinión
sobre… –tras un instante de indecisión, Maggie acabó la frase–: tu apariencia?
Bobby movió negativamente la cabeza y un atisbo
de malhumor infantil le cruzó el rostro. Mamá, ya tomé mi decisión hace mucho tiempo.
Déjalo. Me gusta ser como soy.
A la postre, los hombres y mujeres de la Espuma
de Mar habían resuelto dejar que cada cual tomara su propia decisión sobre la
eterna juventud.
Las frías matemáticas del ecosistema cerrado
de la nave obligaban a que, cuando alguien elegía la inmortalidad, un niño tuviera
que continuar siendo niño hasta que otro pasajero decidiese envejecer y morir, dejando
vacante una nueva plaza de adulto.
Joao eligió envejecer y morir. Maggie eligió
seguir siendo joven. Los cuatro se sentaron para mantener una reunión familiar,
sintiéndose un poco como si estuvieran a las puertas de un divorcio.
–Uno de los dos podrá crecer –dijo Joao.
–¿Cuál? –preguntó Lydia.
–Creemos que deberían decidirlo ustedes –respondió
Joao mirando de soslayo a Maggie, que asintió de mala gana.
Ella pensaba que era injusto y cruel que su
marido planteara una elección así a sus hijos. ¿Cómo podían decidir unos niños si
querían crecer si no tenían ni idea de lo que eso implicaba?
–No es más injusto que el que tú y yo tengamos
que decidir si queremos ser inmortales –había replicado Joao–. Tampoco tenemos ni
idea de lo que eso implica. Es terrible plantearles una elección así, pero decidir
en su lugar sería incluso más cruel.
Maggie tenía que reconocer que en eso tenía
razón.
Era como si estuvieran pidiendo a los niños
que tomaran partido, pero tal vez era de eso de lo que se trataba.
Lydia y Bobby intercambiaron una mirada y parecieron
llegar a un acuerdo tácito. Lydia se puso de pie, se acercó a Joao y lo abrazó,
mientras que Bobby hacía lo propio con Maggie.
–Papá –dijo Lydia–, cuando llegue el momento,
yo elegiré como tú.
Joao la estrechó entre sus brazos con más fuerza
y asintió con la cabeza.
Entonces Lydia y Bobby intercambiaron sus lugares
y volvieron a abrazar a sus padres, fingiendo que no pasaba nada.
Para quienes rechazaron el tratamiento, la
vida continuó tal como estaba planeada. Lydia fue creciendo a medida que Joao envejecía:
primero se convirtió en una adolescente poco agraciada y luego en una hermosa mujer.
Encaminó sus pasos hacia la ingeniería, tal como habían pronosticado sus tests de
aptitudes, y decidió que efectivamente le gustaba Catherine, la tímida y joven doctora
que las computadoras habían sugerido que sería una buena compañera para ella.
–¿Envejecerás y morirás a mi lado? –le preguntó
Lydia un día a una ruborizada Catherine.
Se casaron y tuvieron dos hijas, que las reemplazarían
llegado el momento.
–¿Alguna vez te has arrepentido de haber elegido
este camino? –le preguntó Joao en cierta ocasión.
A la sazón, Joao era un anciano y estaba muy
enfermo, y dos semanas más tarde las computadoras le iban a administrar las drogas
que le permitirían dormirse y no volver a despertar.
–No –respondió Lydia, cogiéndole la mano entre
las suyas–. No tengo miedo de quitarme de en medio cuando algo nuevo viene a ocupar
mi lugar.
¿Y cómo sabemos que ese “algo nuevo” no somos
nosotros?, pensó Maggie.
De cierta forma, el debate estaba siendo ganado
por su bando. Con el transcurso de los años, cada vez más y más colonos habían decidido
unirse a las filas de los inmortales. Sin embargo, los descendientes de Lydia siempre
se habían negado tercamente. Sara era la última niña en la nave que no había recibido
el tratamiento. Maggie sabía que Sara añoraría sus sesiones de cuentos nocturnos
cuando creciera.
Bobby se había quedado congelado a la edad
física de diez años. A él y a los otros niños perpetuos no les resultaba sencillo
integrarse a la vida de los colonos. Contaban con décadas –siglos, en algunos casos–
de experiencia, pero conservaban su cerebro y cuerpo infantil. Poseían el conocimiento
propio de un adulto, pero mantenían la gama de emociones y la flexibilidad mental
de un niño. Podían ser adultos y jóvenes al mismo tiempo.
Las tensiones y conflictos en relación con
el papel que debían desempeñar en la nave eran continuos y, de tanto en tanto, progenitores
que en su momento habían creído querer vivir eternamente renunciaban a su lugar
a petición de sus hijos.
Pero Bobby nunca pidió crecer.
Mi cerebro tiene la plasticidad del de un niño
de diez años. ¿Por qué voy a querer renunciar a ello?, dijo Bobby.
Maggie tenía que reconocer que siempre se había
sentido más cómoda con Lydia y sus descendientes. Aunque todos ellos habían elegido
morir, al igual que Joao, lo que podía interpretarse como una especie de recriminación
hacia la decisión tomada por ella, Maggie había descubierto que estaba en mejores
condiciones de entender su vida y ser parte de ella.
Con Bobby, por el contrario, era incapaz de
imaginar qué le pasaba por la cabeza. A veces le parecía ligeramente repulsivo,
algo que sabía que era un tanto hipócrita habida cuenta de que su hijo sólo había
tomado su misma decisión.
Pero nunca experimentarás qué es ser adulto,
ni lo que se siente al amar como un hombre en lugar de como un niño, dijo ella.
Bobby se encogió de hombros, incapaz de extrañar
lo que nunca había tenido. Puedo aprender idiomas al vuelo. No me cuesta asimilar
una visión del mundo distinta. Nunca dejarán de gustarme las novedades.
–Si allí abajo nos encontramos formas de vida
y civilizaciones nuevas –continuó Bobby, hablando ahora normalmente, y su voz infantil
se alzó henchida de entusiasmo y anhelos–, necesitaremos gente como yo, como los
niños eternos, para entenderlas y aprender sobre ellas sin miedo.
Maggie llevaba mucho tiempo sin escuchar con
atención a su hijo, y ahora se sintió conmovida. Asintió con un cabeceo, aceptando
su elección.
En el rostro de Bobby se dibujó una hermosa
sonrisa, la sonrisa de un niño de diez años que había visto más que la inmensa mayoría
de los humanos que habían existido.
“Mamá, voy a tener esa oportunidad. Vine a
decirte que recibimos las primeras imágenes con primeros planos de 61 Virginis.
Está habitado”.
Debajo de la Espuma de Mar, el planeta
rotaba lentamente. Su superficie estaba cubierta por una red de parcelas hexagonales
y pentagonales, cada una de unos mil kilómetros de ancho. Alrededor de la mitad
eran negras como la obsidiana, mientras que el resto eran de un granuloso tono ocre.
A Maggie, 61 Virginis le recordó una pelota de futbol.
Maggie
escrutó a los tres extraterrestres de pie frente a ella en el muelle del transbordador,
los tres de alrededor de un metro ochenta. Los cuerpos metálicos, segmentados y
con forma de barril, descansaban sobre cuatro piernas multiarticuladas y finas como
ramitas.
Durante la aproximación de los vehículos a
la Espuma de Mar, los colonos habían creído que eran diminutas naves de reconocimiento,
hasta que los escáneres confirmaron la ausencia de todo tipo de materia orgánica.
Entonces pensaron que eran sondas autónomas, hasta que las supuestas sondas se plantaron
frente a la cámara de la nave, sacaron las manos y dieron unos golpecitos en la
lente.
Sí, las manos. A media altura de cada uno de
los cuerpos metálicos emergían dos brazos largos y sinuosos terminados en una mano
flexible y blanda hecha de una fina malla de aleación. Maggie bajó la mirada hacia
sus propias manos. Las de los extraterrestres se parecían muchísimo: cuatro dedos
esbeltos, un pulgar oponible y articulaciones flexibles.
De cuerpo entero, los extraterrestres le recordaban
a centauros robóticos. Cada uno de los cuerpos alienígenas tenía en el extremo superior
una protuberancia esférica tachonada de varias agrupaciones de lentes de cristal,
a modo de ojos compuestos. Además de por los ojos, esta cabeza también estaba cubierta
por una densa matriz de finísimas varillas sujetas a actuadores, que se movían en
sincronía, igual que los tentáculos de una anémona de mar.
Las varillas rielaron como si una onda estuviera
atravesando la matriz. Poco a poco fueron adoptando la apariencia de unas cejas,
labios y párpados pixelados: un rostro, un rostro humano.
El extraterrestre comenzó a hablar. Sonaba
parecido al inglés, pero Maggie no conseguía entenderlo. Los fonemas, igual que
los diseños cambiantes de las varillas, parecían elusivos, ligeramente faltos de
coherencia.
Sí que es inglés, le dijo Bobby a Maggie, pero
tras siglos de deriva de la pronunciación. Está diciendo: “Bienvenidos de vuelta
a la humanidad”.
Las finas varillas del rostro del alienígena
se movieron para revelar una sonrisa. Bobby continuó traduciendo. Dejamos la Tierra
mucho después de su partida, pero éramos más rápidos y hace siglos que los adelantamos
en su tránsito. Los hemos estado esperando.
Maggie sintió que el mundo daba vueltas a su
alrededor. Miró en torno suyo; muchos de los colonos de más edad, los inmortales,
parecían anonadados.
Por el contrario, Bobby, el niño eterno, dio
un paso al frente.
–Gracias –dijo en voz alta, y le devolvió la
sonrisa.
Déjame
contarte un cuento, Sara. Nosotros, los humanos, siempre nos hemos valido de los
cuentos para controlar el miedo a lo desconocido.
Ya te he contado cómo los dioses mayas crearon
a nuestro pueblo a partir del maíz, pero ¿sabías que ese intento de creación fue
precedido por otros varios?
Primero crearon los animales: el soberbio jaguar
y el bello guacamayo, el plano lenguado y la larga serpiente, la gran ballena y
el tardo perezoso, la iridiscente iguana y el ágil murciélago (luego podemos mirar
fotografías de todos en el ordenador). Pero los animales sólo graznaban y gruñían,
y no podían pronunciar el nombre de sus creadores.
Así que los dioses modelaron una raza hecha
de arcilla. Pero los hombres de arcilla no eran capaces de mantener su forma. El
rostro se les iba descolgando, ablandado por el agua, ansiando reunirse con la tierra
de la que habían sido arrancados. No sabían hablar, sólo gorjeaban incoherentemente.
Crecían torcidos y eran incapaces de procrear, de perpetuar su propia existencia.
El siguiente intento de los dioses es el que
más nos interesa. Crearon una raza de hombrecillos de madera, parecidos a muñecos.
Las juntas articuladas les permitían mover las extremidades libremente; los rostros
tallados, parlotear y abrir los ojos. Estas marionetas sin hilos habitaban en casas
y pueblos, y pasaban su vida trajinando de aquí para allá.
No obstante, los dioses se dieron cuenta de
que los hombres de madera carecían de alma y mente, por lo que no podían alabar
a sus creadores como era debido. Enviaron una gran inundación para acabar con ellos
y pidieron a los animales de la selva que los atacaran. Para cuando la ira de los
dioses se hubo aplacado, los hombres de madera se habían convertido en monos.
Y solo entonces los dioses recurrieron al maíz.
Son muchos los que se han preguntado si los
hombres de madera se quedaron conformes tras ser desbancados por los hijos del maíz.
Tal vez todavía estén al acecho en las sombras a la espera de una oportunidad para
regresar, a la espera de que la creación revierta su curso.
Las parcelas negras hexagonales eran paneles
solares, explicó Atax, el jefe de los tres enviados de 61 Virginis. El conjunto
de paneles proporcionaba la energía necesaria para mantener el asentamiento humano
en el planeta. Las ocres eran ciudades, gigantescos conglomerados de ordenadores
en los que los humanos vivían en forma de modelos computacionales virtuales.
Cuando Atax y el resto de colonos habían llegado,
61 Virginis no era un planeta demasiado acogedor para las especies terrestres. Era
excesivamente cálido; su atmósfera, malsana; y las formas de vida extraterrestre
presentes, en su mayoría primitivos microbios, de lo más mortíferas.
No obstante, ni Atax ni ninguno de los demás
que habían hollado la superficie eran humanos, no en el sentido en que Maggie entendía
el término. En su composición había más metal que agua, y ya no estaban confinados
por los límites de la química orgánica. Los colonos enseguida construyeron forjas
y fundiciones, y sus descendientes no tardaron en diseminarse por todo el planeta.
La mayor parte del tiempo elegían pasarla integrados
en la Singularidad, la mente planetaria global que era a un mismo tiempo artificial
y orgánica, en la que los eones transcurrían en un segundo al ser procesado el pensamiento
a la velocidad de las computadoras cuánticas. En el mundo de los bits y los qubits
ellos vivían como dioses.
Aunque en ocasiones, cuando sentían la añoranza
ancestral de la corporeidad, optaban por convertirse en seres individuales y encarnarse
en máquinas, como era el caso de Atax y sus compañeros. Entonces vivían en el tiempo
pausado, el tiempo de los átomos y las estrellas.
Ya no había fronteras entre el espíritu y la
máquina.
–Este es el aspecto actual de la humanidad
–dijo Atax, girando lentamente para que los colonos de la Espuma de Mar pudieran
observar su cuerpo de metal–. Nuestros cuerpos están hechos de acero y titanio;
y nuestros cerebros, de grafeno y silicio. Somos prácticamente indestructibles.
Y ya ven, hasta podemos movernos por el espacio sin necesidad de naves, trajes ni
otras protecciones. La carne corruptible es cosa del pasado.
Atax y sus compañeros escrutaron a los atávicos
humanos que tenían en derredor. Maggie sostuvo su mirada tratando de penetrar en
esas lentes oscuras, tratando de comprender qué sentían las máquinas. ¿Curiosidad?,
¿nostalgia?, ¿lástima?
Los tornadizos rostros metálicos, una burda
imitación de los semblantes humanos, la hicieron estremecer. Desvió la mirada hacia
Bobby, que parecía extasiado.
–Pueden unirse a nosotros, si así lo desean,
o seguir siendo como son. Cuando no se ha experimentado nuestra manera de existir,
la decisión es difícil, por supuesto. Pero a pesar de ello deben escoger. No podemos
hacerlo por ustedes.
Algo nuevo, pensó Maggie.
Ni siquiera la juventud eterna y la vida eterna
parecían tan maravillosas cuando se comparaban con la libertad de ser una máquina,
una máquina pensante dotada de la belleza austera de las matrices cristalinas en
lugar de las chapuceras imperfecciones de las células vivas.
Por fin la humanidad había ido más allá de
la evolución y se había adentrado en el reino del diseño inteligente.
–No
tengo miedo –aseguró Sara.
Sara había pedido quedarse unos últimos momentos
a solas con Maggie cuando todos los demás se hubieran ido. Maggie le dio un largo
abrazo, y a su vez la pequeña la estrechó con fuerza.
–¿Crees que el abuelito Joao se hubiera sentido
decepcionado conmigo? –preguntó Sara–. No estoy eligiendo lo que él hubiera elegido.
–Sé que él hubiera querido que tú decidieras
por ti misma –dijo Maggie–. Las personas cambian, como especie y como individuos.
No sabemos por lo que él hubiera optado de haber podido elegir entre las opciones
que te han ofrecido a ti. Pero, pase lo que pase, nunca dejes que el pasado decida
por ti sobre tu vida.
Maggie besó a Sara en la mejilla antes de separarse
de ella. Una máquina llegó para acompañarla a ser transformada, la cogió de la mano
y se la llevó.
Ella es la última de los niños sin tratar,
pensó Maggie. Y ahora va a ser la primera en convertirse en máquina.
Aunque Maggie se negó a ser testigo de la transformación
de los demás, a petición de Bobby presenció cómo su hijo era reemplazado pieza por
pieza.
–Nunca tendrás hijos –dijo Maggie.
–Al contrario –replicó él, mientras flexionaba
sus nuevas manos metálicas, mucho más grandes y fuertes que las anteriores, que
eran las manos de un niño–. Tendré innumerables hijos, nacidos de mi mente –su voz
era un agradable zumbido electrónico, como la de un paciente programa didáctico–.
Tan cierto como que yo he heredado tus genes es que ellos heredarán mis pensamientos.
Y algún día, si así lo desean, les fabricaré cuerpos, tan hermosos y funcionales
como los que yo tengo a mi disposición.
Bobby alargó la mano para acariciarle el brazo,
y las frías yemas de los dedos metálicos recorrieron suavemente su piel, deslizándose
sobre nanoestructuras tan flexibles como el tejido vivo. Maggie dio un respingo.
Bobby sonrió mientras su rostro, una densa
malla de miles de finísimas varillas, ondeaba de regocijo.
Maggie se apartó de él involuntariamente.
La seriedad se apoderó de la faz ondulante
de Bobby, que se paralizó y dejó de mostrar expresión alguna.
Maggie comprendió la acusación tácita. ¿Qué
derecho tenía a sentir repugnancia? Ella también trataba su cuerpo como si fuera
una máquina, simplemente una máquina de lípidos y proteínas, de células y músculos.
Y su cerebro también estaba encerrado en el interior de un armazón, un armazón de
carne que había superado hacía mucho los años de vida para los que fue diseñado.
Ella era tan “contra natura” como él.
Lo que no impidió que llorara mientras veía
a su hijo desaparecer en el interior de un armazón de metal animado.
Él ya no puede llorar, no dejó de repetirse,
como si eso fuera lo único que los separaba.
Bobby tenía razón: a aquellos cuyo desarrollo
se había congelado en la infancia fue a quienes menos costó tomar la decisión de
ser transferidos. Sus mentes eran flexibles y, para ellos, el paso de carne a metal
no era más que una actualización de hardware.
Por el contrario, los inmortales de más edad
se tomaron su tiempo, reacios a dejar atrás su pasado, sus últimos vestigios de
humanidad. Sin embargo, también sucumbieron uno a uno.
Maggie fue durante años el único ser humano
orgánico de 61 Virginis y, tal vez, de todo el universo. Las máquinas edificaron
una casa especial para ella, aislada del calor, la ponzoña y el ruido ininterrumpido
del planeta, y Maggie ocupó su tiempo curioseando los archivos de la Espuma de
Mar, los registros del dilatado pasado muerto de la humanidad. Las máquinas
prácticamente ni hacían acto de presencia.
Un
día, una máquina pequeña, de poco más de medio metro, entró en su casa y se le acercó
vacilante. A Maggie le recordó un cachorrito.
–¿Quién eres? –preguntó Maggie.
–Tú eres mi abuela –respondió la pequeña máquina.
–Así que por fin Bobby decidió tener un hijo.
Ya le ha costado.
–Yo hago el número 5.032.322 de los hijos de
mi progenitor.
El vértigo se apoderó de Maggie. Al poco de
su transformación en máquina, Bobby había decidido llegar hasta el final y unirse
a la Singularidad. Hacía mucho que no hablaban.
–¿Cómo te llamas?
–No tengo un nombre en el sentido en que tú
lo concibes. Pero ¿por qué no me llamas Atenea?
–¿Y eso por qué?
–Es un nombre de un cuento que mi progenitor
solía contarme en mi infancia.
Maggie miró a la pequeña máquina y su expresión
se suavizó.
–¿Cuántos años tienes?
–Esa es una pregunta difícil de responder.
Nacemos en el mundo virtual, y cada segundo de nuestra existencia como parte de
la Singularidad está compuesto por billones de ciclos computacionales. En ese estado,
mis pensamientos por segundo superan los que tú has tenido en toda tu vida.
Maggie contempló a su nieta, un centauro mecánico
en miniatura, flamante y reluciente, y al mismo tiempo una criatura que podía considerarse
mucho más vieja y sabia que ella.
–Entonces ¿por qué te has puesto ese disfraz
que me hace pensar en ti como en una niña?
–Porque quiero oír tus cuentos, los cuentos
de antaño.
Sigue habiendo niños, pensó Maggie. Sigue habiendo
algo nuevo. ¿Por qué lo viejo no puede volver a ser nuevo?
Y entonces Maggie decidió transferirse también,
reunirse con su familia.
En
el principio, el mundo era un gran vacío atravesado por ríos gélidos rebosantes
de veneno. Las gotas de veneno se solidificaron y formaron el cuerpo de Ymir, el
primer gigante, y el de Auoumbla, una gran vaca de hielo.
Ymir se alimentó de la leche de Auoumbla y
fue creciendo y robusteciéndose.
Claro que nunca has visto una vaca. Pues bien,
es una criatura que da leche, como la que tú hubieses tomado de haber seguido siendo…
Supongo que es parecido a como absorbes la
electricidad, al principio un hilillo, cuando todavía eras muy joven, y con los
años en mayor cantidad, para tener energía.
Ymir creció y creció hasta que, al cabo, tres
dioses, los hermanos Vili, Vé y Odín, lo asesinaron. A partir de sus restos, los
dioses crearon el mundo: su sangre se convirtió en el mar cálido y salado; su piel,
en la tierra rica y fértil; sus huesos, en las colinas duras que destrozan los arados,
y, su cabello, en los sombríos bosques de árboles mecidos por el viento. A partir
de sus espesas cejas los dioses tallaron Midgard, el reino en el que vivían los
humanos.
Tras la muerte de Ymir, los tres dioses hermanos
caminaban por una playa. En el extremo de la misma se toparon con dos árboles que
se apoyaban el uno contra el otro. Con su madera, dieron forma a dos figuras humanas.
Uno de los hermanos insufló el hálito vital a las figuras de madera, otro las dotó
de inteligencia y, el tercero, les confirió los sentidos y el habla. Y así fue como
Ask y Embla, el primer hombre y la primera mujer, fueron creados.
¿Acaso dudas que hubo un tiempo en que hombres
y mujeres estaban hechos de madera? Pero si tú lo estás de metal. Quién sabe si
la madera no podría valer exactamente igual…
Y ahora deja que te cuente la historia que
hay detrás de esos nombres. “Ask” viene de “fresno”, un árbol cuya dura madera puede
utilizarse para hacer frotadores con los que encender fuego. “Embla” viene de “vid”,
cuya madera es más blanda y prende con facilidad. Al pueblo que narraba esta historia
le pareció que era posible establecer una analogía entre el movimiento giratorio
del frotador hasta que la yesca se inflama y el sexo, que tal vez fuera la historia
que en realidad querían contar.
Nuestros antepasados se hubieran escandalizado
de que te hablara sin tapujos de sexo. La palabra todavía es un misterio para ti,
pero carece de la fascinación que en su momento tuvo. Cuando todavía no habíamos
descubierto cómo vivir eternamente, el sexo y los hijos eran lo más parecido que
teníamos a la inmortalidad.
Al
igual que una próspera colmena, la Singularidad comenzó a enviar un continuo flujo
de colonos de 61 Virginis hacia otros planetas.
Un día, Atenea acudió a Maggie y le dijo que
estaba dispuesta a ser transferida a un cuerpo y ponerse al frente de su propia
colonia.
Sólo de pensar en que no volvería a verla,
Maggie sintió un vacío. Así que es posible amar de nuevo, incluso siendo una máquina.
¿Por qué no te acompaño?, le preguntó. Sería
bueno que tus hijos mantuvieran cierta conexión con el pasado.
Y la alegría de Atenea ante su propuesta fue
eléctrica y contagiosa.
Sara fue a despedirse de ella, pero Bobby no
apareció. Nunca le había perdonado su rechazo cuando se convirtió en máquina.
Incluso los inmortales tienen cosas de las
que se arrepienten, pensó Maggie.
De modo que un millón de mentes conscientes
se encarnaron en caparazones metálicos con forma de centauro robótico y, como un
enjambre de abejas que parte para fundar una nueva colmena, se alzaron desde el
suelo, juntaron las extremidades para adoptar la forma de gráciles lágrimas y despegaron
hacia lo alto.
Fueron subiendo más y más, atravesando el aire
acre, el cielo carmesí, hasta salir del pozo de gravedad del pesado planeta y, aprovechando
el tornadizo flujo del viento solar y la vertiginosa rotación de la galaxia, partieron
a través del mar de estrellas.
Año luz tras año luz siguieron cruzando el
vacío interestelar. Dejaron atrás los planetas en los que ya se habían establecido
colonias, ahora convertidos en mundos prósperos con sus propios conglomerados hexagonales
de paneles solares y sus propias y trepidantes Singularidades.
Y siguieron adelante, volando, en busca del
planeta perfecto, del nuevo mundo que se convertiría en su nuevo hogar.
Durante el vuelo se mantenían bien juntos para
protegerse del frío vacío que era el espacio. Inteligencia, complejidad, vida, procesos
computacionales… todo parecía minúsculo e insignificante frente al inmenso y eterno
vacío. Sintieron añoranza de los distantes agujeros negros y contemplaron el brillo
majestuoso de explosiones de novas. Y se apiñaron todavía más, buscando consuelo
en su humanidad común.
Mientras volaban en un estado entre la vigilia
y el sueño, Maggie fue narrando historias a los viajeros, entretejiendo sus ondas
de radio por la constelación de colonos como si fueran las hebras de seda de una
araña.
Existen
muchas historias sobre la Edad del Sueño, en su mayoría secretas y sagradas. Sin
embargo, un puñado de ellas sí ha sido narrado a los forasteros, y esta es una.
En el origen fue el cielo y la tierra, y la
tierra era tan plana y uniforme como la reluciente superficie de aleación de titanio
de nuestro cuerpo.
Bajo la tierra, empero, los espíritus moraban
y soñaban.
Y el tiempo comenzó a fluir, y los espíritus
despertaron de su letargo.
Emergieron a la superficie, donde adoptaron
formas animales: Emú, Koala, Ornitorrinco, Dingo, Canguro, Tiburón… Algunos, incluso
formas humanas. Su apariencia no era inalterable, sino que podían modificarla a
voluntad.
Vagaron por la tierra y la modelaron, hollando
el terreno para abrir valles y empujándolo para levantar colinas, raspando la superficie
para formar desiertos y excavándola para crear ríos.
Y parieron hijos, hijos que no podían mudar
de forma: animales, plantas y humanos. Estos hijos nacieron gracias a la Edad de
Sueño, pero no de ella.
Cuando los espíritus se sintieron cansados,
volvieron a hundirse en la tierra de donde provenían. Y dejaron a sus hijos en la
superficie con sólo vagos recuerdos de la Edad del Sueño, el tiempo que precede
a la existencia del tiempo.
¿Quién sabe si no regresarán a ese estado,
a un tiempo en el que podían cambiar de forma a voluntad, un tiempo en el que el
tiempo carecía de sentido?
Y
despertaron de las palabras de Maggie en otro sueño.
En un instante pasaron de estar suspendidos
en el vacío del espacio, todavía a años luz de su destino, a estar rodeados por
una luz brillante.
Luz no, no exactamente. Aunque las lentes engastadas
en su chasis podían ver mucho más allá del espectro visible para el primitivo ojo
humano, el campo de energía que los rodeaba vibraba en frecuencias muy por encima
y por debajo de sus límites.
El campo energético redujo su velocidad para
adaptarse al vuelo sublumínico de Maggie y el resto de colonos.
Ya no queda mucho.
El pensamiento se abrió paso por las mentes
de los colonos como una ola, como si todas sus puertas lógicas estuvieran activándose
por simpatía, y les resultó a un mismo tiempo familiar y extraño.
Maggie miró a Atenea, que volaba a su lado.
¿Oíste?, dijeron ambas al unísono. Sus hebras
de pensamiento se palparon entre sí: una caricia con ondas de radio.
Maggie alargó una de esas hebras de pensamiento
hacia el espacio: ¿Eres humano?
Una pausa que se prolongó durante una milmillonésima
de segundo, que pareció una eternidad a la velocidad a la que se estaban moviendo.
Hace muchísimo que no hemos pensado en nosotros
de esa manera.
Y Maggie se sintió inundada por una ola de
pensamientos, imágenes y sentimientos procedentes de todas las direcciones. Una
sensación abrumadora.
En un nanosegundo experimentó la dicha de flotar
sobre la superficie de un gigante gaseoso como parte integrante de una tormenta
que habría podido tragarse a la Tierra. Descubrió lo que era nadar a través de la
cromosfera de una estrella, dejándose llevar por las llamaradas y los penachos candentes
que se alzaban cientos de miles de kilómetros. Sintió la soledad de tener como patio
de recreo el universo entero, y sin embargo carecer de un hogar.
Partimos después de ustedes, pero los adelantamos.
Sean bienvenidos, antepasados. Ya no queda
mucho.
Hubo
una época en la que conocíamos numerosas historias sobre la creación del mundo.
Los continentes eran grandes y existían innumerables pueblos, y cada uno de ellos
narraba la suya propia.
Muchos de esos pueblos fueron desapareciendo,
y sus historias se olvidaron.
Esta es una de las que se conservaron. Tergiversada,
deformada, reescrita para que encajara con lo que los extranjeros querían oír, todavía
contiene, empero, algo de verdad.
En el principio, el mundo estaba vacío y no
existía la luz, y los espíritus moraban en la oscuridad.
El Sol fue el primero en despertar, hizo que
los vapores de agua se elevaran hacia el cielo y secó y endureció la tierra. El
resto de los espíritus –Hombre, Leopardo, Grulla, León, Cebra, Ñu e incluso Hipopótamo–
despertaron a continuación. Vagaron por las llanuras, hablando entre ellos llenos
de excitación.
Pero entonces el Sol se puso, y los animales
y Hombre se sentaron en la oscuridad, demasiado asustados para moverse. Y hasta
que no amaneció de nuevo no se atrevieron a continuar deambulando.
Pero a Hombre no le gustaba tener que pasar
las noches esperando la llegada del día. Una noche Hombre inventó el fuego para
disponer de su propio sol, de calor y luz sometidos a su voluntad, y eso lo distanció
de los animales esa noche y para siempre.
De modo que Hombre siempre anhelaba la luz,
la luz que le da vida y la luz a la que regresará.
Y por las noches, alrededor del fuego, se contaban
historias verdaderas repitiéndolas una y otra vez.
Maggie eligió convertirse en parte de la luz.
Se despojó del chasis que había sido su hogar
y su cuerpo durante tanto tiempo. ¿Habían sido siglos?, ¿milenios?, ¿eones? Tales
medidas del tiempo ya no tenían ningún sentido.
Transformados ahora en patrones de energía,
Maggie y los demás aprendieron a fusionarse, estirarse, titilar e irradiar. Maggie
aprendió a colgarse de las estrellas, su conciencia anudada en un lazo que se extendía
tanto por el tiempo como por el espacio.
Y atravesó rauda la galaxia de punta a punta.
En una ocasión pasó junto al ente que era ahora
Atenea. Maggie sintió a la niña como un ligero cosquilleo, como una risa.
¿A que es genial, abuelita? ¡Ven a visitarnos
a Sara y a mí algún día!
Pero ya era demasiado tarde para responder.
Atenea estaba demasiado lejos.
Echo
de menos mi chasis.
Ese era Bobby, al que encontró flotando en
las inmediaciones de un agujero negro.
Durante unos milenios lo observaron juntos
desde más allá del horizonte de sucesos.
Esto es una auténtica maravilla, dijo él, pero
a veces creo que prefiero mi viejo caparazón.
Te estás haciendo viejo, le espetó ella. Igual
que yo.
Se apretaron el uno contra el otro, y esa región
del universo se iluminó fugazmente con la risa de una tormenta de iones.
Tras de lo cual se dijeron adiós.
Bonito
planeta, pensó Maggie.
Era un planeta pequeño, bastante rocoso, cubierto
de agua en su mayor parte.
Maggie aterrizó en una isla de gran tamaño
cerca de la desembocadura de un río.
En lo alto, el sol calentaba hasta tal punto
que Maggie vislumbró vapor alzándose desde las riberas cubiertas de lodo. Con suavidad,
se fue deslizando sobre las llanuras aluviales.
El cieno era demasiado tentador. Se detuvo
y condensó hasta que los patrones energéticos fueron lo suficientemente sólidos.
Revolvió el agua y fue cogiendo puñados del rico y fértil cieno que amontonó en
la orilla. Luego modeló el montículo hasta que se asemejó a un hombre: brazos en
jarras; piernas abiertas; una cabeza redonda con ligeras hendiduras y protuberancias
para ojos, nariz y boca.
Contempló la escultura de Joao un rato, luego
la acarició y dejó secar al sol.
Al mirar en derredor, vio briznas de hierba
cubiertas de brillantes gotas de silicio y flores negras que trataban de absorber
hasta la última gota de luz solar. Vio figuras argénteas que surcaban las aguas
marrones y sombras doradas planeando por el cielo añil. Vio enormes cuerpos escamosos
moviéndose pesadamente en la distancia entre bramidos; y, más cerca, un gran géiser
brotó en las inmediaciones del río, y en la tórrida neblina se dibujaron arcoíris.
Estaba totalmente sola. No tenía a nadie con
quien conversar, a nadie con quien compartir toda esa belleza.
Oyó un susurro nervioso y buscó a su alrededor
el origen del sonido. A cierta distancia del río, unas criaturas diminutas con la
cabeza tachonada de ojos como diamantes escudriñaban desde una espesura de árboles
de troncos triangulares y hojas pentagonales.
Maggie se les fue acercando poco a poco. Se
introdujo sin esfuerzo en su interior y agarró las largas cadenas de una molécula
concreta: sus instrucciones para la siguiente generación. Realizó un pequeño ajuste
y luego las soltó.
Las criaturas lanzaron un gañido y salieron
corriendo al notar esa extraña sensación producto del retoque en su interior.
Maggie no había hecho nada radical, sólo un
ligero ajuste, un empujoncito en la dirección adecuada. El cambio produciría una
mutación, y las mutaciones se seguirían acumulando mucho después de su partida.
En unos cuantos cientos de generaciones, los cambios serían suficientes para hacer
saltar una chispa, una chispa que se alimentaría a sí misma hasta que las criaturas
comenzaran a pensar en mantener viva una porción de sol por la noche, en dar nombre
a las cosas, en contarse historias sobre el origen de todo. Y fueran capaces de
elegir.
Algo nuevo en el universo. Alguien nuevo en
la familia.
Pero ahora ya era el momento de regresar a
las estrellas.
Maggie comenzó a elevarse sobre la isla. Debajo
de ella, las olas empujadas por el mar se estrellaban una tras otra contra la orilla,
cada una atrapando y sobrepasando a la anterior, llegando un poco más lejos en la
playa. Gotas de espuma de mar flotaban por el aire y eran arrastradas por el viento
hacia destinos ignotos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario