Wilfredo Machado
Mientras
encajaba una afilada escarpia en una cuaderna mal sujeta del Arca, Noé vio
llegar un dragón arrastrándose sobre las arenas del desierto. Era diez veces
más grande que un caballo y tenía el cuerpo cubierto de escamas que
resplandecían bajo la luz del atardecer. Noé lo observó con admiración y miedo.
De sus fauces salía una columna de humo blanco que ascendía bajo los últimos
rayos de luz. Los ojos del dragón permanecían inmóviles, la mirada extraviada
en el paisaje desolado de las dunas. Notó que los ojos tenían la blancura
lechosa de la muerte y comprendió al mismo tiempo el largo y penoso camino de
la ceguera.
Entonces el dragón habló.
–He atravesado la mitad de la tierra para
conocerte, pues tu fama se ha extendido por todo el mundo. He visitado los
oráculos y las sibilas; he conocido los mapas astrales, las teralogías, las
rutas del sueño y del olvido, para llegar hasta ti, el más pequeño e
insignificante de los hombres que pueblan la tierra. En lejanos países que
nunca conocerás hay hombres que como tú sueñan con el día de la muerte, sirenas
con cabeza de pez y cuerpo de doncellas, animales que hablan el lenguaje de
Dios, vísceras donde leer el futuro como en un libro abierto, sabios que han
visto tu viaje en el brillo de Sirio, constelación de lobos en celo aullándose
a la noche. Aún es tiempo de romper los designios divinos y dejar que perezca
la raza de los hombres y de las bestias.
–Tú también morirás –le respondió Noé.
–Otra vez te equivocas como el más iluso
de los mortales. No se puede matar lo que no existe.
Noé pasó su mano por el rostro lleno de
sudor, buscando en la escasa luz una respuesta; cuando la bajó, estaba solo
frente a la mancha roja del desierto. El dragón había desaparecido con la
noche. El viento borraba las huellas en la arena. Noé vio la sombra que se
perdía detrás de las dunas cuando comenzaban a brillar las primeras estrellas.
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