Felipe Trigo
Leía yo, acostado, tratando
de dormirme, El Imparcial. De pronto, sobre el cielo raso sonoro como el
parche de un tambor –¡oh estas casas nuevas de ladrillo y de hierro!– sentí los
pasos menuditos. Aquella noche me intrigaron más. Por la tarde había sostenido este
diálogo con la camarera de la fonda:
–¿Quién
duerme arriba?
–La
inglesita.
–¿Qué
inglesita?
–Una
joven que ocupa dos habitaciones. La contigua para su institutriz.
–No
la conozco.
–Come
en su cuarto. Sin embargo, ha debido usted de verla en la playa todas las mañanas.
–¿Guapa?
–La
mar.
Dejé
caer el periódico, y me quedé fijo en el techo.
¡Si
fuese de cristal! Las maniobras de siempre. Mi habitación tenía la cama en un ángulo
del fondo. Igual estaría colocada la cama en la de encima, y allá se habían dirigido
los pasos: la inglesita levantaría el embozo… Después sentí el dulce y picado taconeo
hacia el rincón opuesto. ¿El tocador?… Ella, frente al espejo, se quitaría las peinetas,
las sortijas, el leve abrigo de sedas con que habría vuelto acaso de oír en el bulevar
los conciertos de orfeones… Se despojaba. Media hora. La niña se extasiaba con su
imagen. Era, pues, cuando menos, lo menos coqueta que puede ser una joven cuando
no es tonta, aunque sea inglesa.
Vagó
en seguida por la alcoba. Mis ojos la seguían con toda precisión en el techo… ¡Ah,
si fuese el techo de cristal! No muy alta, ni muy gruesa, sin duda, a juzgar por
el peso leve de sus pasos; aunque sí nerviosa y vivaracha. Cruzaba de uno a otro
lado con ese mariposeo de toda mujer bien vestida al desnudarse; por consecuencia,
un dato más: elegante.
Volvió
al centro, y un roce indefinible me hizo adivinar su vestido y su enagua cayendo
a sus pies. Habría jurado que la estaba viendo, toda recta aún en el ruedo de estas
ropas por el suelo, desenlazarse el corsé: doblarse después a recogerlo todo y llevarlo
a la percha taconeando más ligera… en camisa, no sin lanzar de vuelta una caricia
de mimo a su escote, en el espejo… Y ¡qué estupidez!… he aquí una cosa que yo no
veía bien: cómo tendría los senos una joven inglesita; ¿anchos, semiesféricos, de
amplia base, como las españolas? ¿Separados y rebotantemente movibles, como las
francesas? ¿De media toronja, como las indias de aquel Ceilán de mis ensueños de
un día?…
Tornaba,
tornaba la inglesita a mi vertical; es decir, a su lecho, que chirrió al sentarse
ella en el borde. Iba a descalzarse. Un golpe seco: una bota al suelo. Una bota
pequeña, dulcísima, que habría dejado al aire un pie calentito, cubierto por una
media de seda tensa como un guante, y azul Luzbel, de seguro. Una pierna sobre la
otra… ¡Oh, cómo miraba yo de abajo arriba y cómo la virgínea miss no supondría
que era el techo de cristal!
La
otra bota al suelo. Y la cama volvió a crujir inmediatamente, en gemidos amorosos
del sommié al recibir el cuerpo. Mas ¿era entonces que se acostaba con
medias?
Nada…
al poco. Ella que fantasearía supiese Venus qué cielos de juventud, y yo en mi solitario
cuarto, con El Imparcial sobre la colcha, con los ojos fijos en aquel techo
blanco que no tenía un escotillón por donde yo… ¡bah, qué idiotas hosteleros y qué
techos tan estúpidos! Me quedaba la imaginación proponiéndome problemas. Recorría
el desorden delicioso del cuarto aquel de mi extranjera vecina con el vestido en
la butaca, con el corsé a medio colgar del niquelado clavo de la percha, dejando
caer sus broches de las ligas sobre el blanquísimo pantalón orlado de encajes; con
aquel aire oliente a perfumes de tocador y de chiquilla bonita, con aquella cama
en que ella al fin dormiría derramando por la almohada su caballera de oro británico,
y abandonando sobre la cubierta cielo sus desnudos brazos delgados y flexibles…
¡Dios!
¡Gran Dios! ¡El oro británico! ¡El oro famoso inglés que yo no conocía ni en libras
esterlinas, ni en amorosos rincones!… Porque hay tremendos detalles en que la imaginación
se pierde: por ejemplo, la mía, sobre las laxas y lisas y doradas cabelleras inglesas,
no podía concebir los rizados breves… ¡sí, sí, lo que fuera horrible en una corta
laxitud!… ¡Horrible!, ¡horrible!
***
La imaginación
es una solemnísima embustera y una infeliz inocente.
Aquella
vez tan solo no me había engañado en que la niña era preciosa y delgada y adorable.
Pero ni el tocador estaba a la izquierda de la puerta, ni ella dormía nunca con
los brazos fuera del embozo, ni se sentaba en la cama para descalzarse jamás, ni
sus medias eran azul Luzbel… sino negras, caladas.
¡Ah!,
y además no debe uno aventurar temerarias deducciones sobre la laxa y lisa cabellera
de las dulces inglesitas.
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