Fernando Iwasaki
Aquel hombre hacía muchas preguntas. Se
interesaba por nuestras fiestas, por quién era pariente de quién y hasta por
las historias que les contábamos a nuestros hijos para dormirlos. Somos un
pueblo hospitalario y por eso le invitamos a todos los bautizos, matrimonios y
entierros, adonde iba siempre con su libreta, su grabadora y sus anteojitos
redondos. Un día supimos que había conversado con los más ancianos y que les
había puesto nerviosos con unas historias de sacrificios y ritos sangrientos.
Más tarde fue lo de la procesión y cómo se emperró en aquello de los
calendarios solares y las diosas prohibidas. Pero cuando empezó a meterle sus
ideas a los más pequeños estuvo a punto de arruinar la romería. Nosotros
respetamos las costumbres de todo el mundo y sólo deseamos conservar las
nuestras. No es fácil con tantas modernidades como hay ahora. Los niños fueron
cantando hasta el altar según lo establecido, coronados de flores y vestidos de
blanco. En cambio, el antropólogo incordió hasta el final. Las diosas no le
habían elegido y para colmo estaba circuncidado. Pero mejor así, porque sabía
demasiado. Sus entrañas eran impuras.
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