Aleksandr Grin
1
La carretera del bosque que une la orilla del río
Ruanta con el grupo de lagos entre Concaíb y Ajuan-Scap, construida con el esfuerzo
de toda una generación, es, como todas las carreteras de este tipo, tacaña para
las perspectivas rectas y más cómoda para las aves que para las personas que la
usan muy de vez en cuando. El cartero, un hombre de unos treinta y cinco años, casado
y bien formado, cabalgaba por esta carretera una mañana, pero se encontró con un
obstáculo inesperado.
Su caballo ensillado
caminaba tranquilo por el camino bañado por el sol, arrancando con sus labios las
hojas de acacia silvestre. La cola del animal se movía constantemente de un muslo
a otro, espantando las moscas, las cuales ya habían estudiado perfectamente el ritmo
de este movimiento: levantaban el vuelo y se posaban sin ningún peligro. El sol
descansaba en la espesura del bosque. Reinaba el silencio ardiente de las hojas
inmóviles sumergidas en el calor del mediodía.
En el camino, boca
abajo, como si observara por debajo del brazo la vida del bosque, yacía el cadáver
de un hombre, con una rotura difícil de notar en el paño de la chaqueta en su espalda.
El revólver se había caído de los dedos abiertos de su mano derecha. La gorra plana,
con su visera recta de lona, estaba delante de la cabeza con la parte hueca hacia
arriba; un escarabajo la cruzaba.
Encima del cadáver
había una nube de moscas atraídas por el olor a carne cruda que salía de debajo
de este denso, pesado cuerpo, donde la tierra todavía estaba húmeda y pegajosa.
Al lado de la montura,
con cada paso del caballo, se sacudía la tapa abierta de la bolsa, de donde, deslizándose
uno sobre otro y dando vueltas sobre el borde de cuero, caían los sobres cerrados.
Los cascos los pisaban de vez en cuando y los convertían en unas rosetas deformes.
Arrancando ramitas
con su boca el caballo se acercaba más y más al cuerpo. Al ver al tendido pareció
recordar el alboroto de hacia un rato, relinchó, luego caminó hacia atrás, colocando
las patas traseras con inseguridad y sacudiendo la cabeza como si tuviera un puño
delante de los ojos. Un ronquido fuerte salió de sus fosas nasales. Dio un brinco,
luego quedó quieto, aguardando con la cabeza gacha y el ojo izquierdo extraviado.
En este momento,
desde el bosque, separando las ramas con un movimiento directo y fuerte de ambos
brazos, salió y puso un pie en la carretera un hombre. Vestía un chaleco de piel
de carnero con el cuero hacia afuera, por encima de una camisa de satén estampado,
un sombrero gris y unas botas montañesas altas. Llevaba varios días sin afeitar,
era de mirada rápida y cara delgada e indiferente. Al ver lo que tenía delante dio
la vuelta y desapareció como un muelle, con la misma rapidez de su llegada.
Por un rato su
cara blanca e inmóvil permaneció mirando desde la penumbra del bosque. El hombre
observó y esperó.
Luego, de nuevo
se estiró la mano separando la enredadera verde, el hombre volvió a salir y miró
con cautela a su alrededor. No había peligro. El caballo se alejó y siguió arrancando
hojas.
Dos cartas más
cayeron desde la bolsa de la montura.
En la nuca del
cadáver había una mancha del sol.
2
El desconocido se acercó al muerto, se agachó y apoyó
el dorso de la mano en su frente, observándole la cara.
–Es por eso que
hubo disparos por acá –dijo, levantándose–. Guenisser ya no repartirá más correo.
Seguro que llevaba dinero y no lo entregó vivo. ¡Pobre de tu mujer, Guenisser!
Meneó la cabeza,
suspiró y realizó una breve investigación, como lo hubiera hecho cualquiera que
pasara por allí: rodeó el cadáver, recogió el revólver y comprobó que le faltaba
una sola bala. El cartero logró disparar sólo una vez.
El respeto a la
muerte provocó en el desconocido un minuto de meditación. El hombre ensombreció,
chasqueó los dedos, luego empezó a recoger las cartas hasta llenar la mano.
De vez en cuando
le daba vuelta a algún sobre leyendo nombres conocidos y desconocidos con el interés
de una persona a la que le sobra el tiempo libre.
Levantó otra carta
y de pronto retrocedió manteniéndola frente a los ojos, luego dejó caer todas las
cartas recogidas menos la última y, buscando con la mirada en el aire alguna indicación
de cómo proceder en este caso inesperado, se puso muy nervioso. Una preocupación
fija y pesada se instaló en su cara. El filo estrecho de la vergüenza estaba enfrentando
con dolor a otro sentimiento, que era el más fuerte de todos los que lo habían visitado
alguna vez.
Las circunstancias
de este caso podrían llevar al pecado hasta a una personalidad menos impulsiva.
El instinto le ordenaba abrir la carta. El desconocido era hombre de instinto. Después
de una corta lucha cedió a la inconcebible tentación y rompió el sobre con el movimiento
inseguro del primer delito.
Al leer la hoja
escrita con la letra apurada de un hombre, con cuidado introdujo la carta al sobre,
lo guardó en el bolsillo y le dio una palmada como si afirmara y cerrara con este
movimiento el hecho con toda su poderosa claridad. Cuando volvió en sí notó una
piedra y se sentó.
–Bueno –dijo con
fuerza y se dispuso a pensar.
Al bajar la cabeza
entrelazó los dedos y apoyó los codos en las rodillas separadas. En esta posición
quedó sentado un rato, sacudiendo a veces las manos apretadas y repitiendo su “bueno…”
cada vez con la voz más baja, más reflexiva, hasta que el proceso de sus pensamientos
e impresiones culminó en la evidente necesidad de actuar.
Sacudiendo las
manos una vez más, estirándose un poco, el hombre levantó la cabeza y se incorporó.
Parecía que había vivido algo agradable porque salió a la carretera sonriendo. Era
una sonrisa involuntaria y extraña. Conservándola empezó a perseguir al caballo
lanzándole su amplío chaleco de piel a la cabeza. Después de varios intentos fallidos
al fin agarró las riendas, subió a la montura y orientó la cabeza del terco animal
en dirección de Concaíb.
El caballo caminó
hacia atrás, luego hacia adelante. Un golpe en el costado acabó de quitarle el equilibrio
y, después de agitar las crines con violencia, empezó a producir un rápido “ta-ra-pa-tá”,
“ta-ra-pa-tá” a lo largo de las ramas que volaban hacia sus ojos.
El jinete no se
conformó con esta carrera, aunque respiraba el agudo viento del espacio latigante.
Insultó al caballo con unos comentarios rabiosos y le exprimió toda la velocidad
a la que puede ser capaz un animal sano de tres años y buena sangre.
3
Cabalgó así un par de horas, a veces enfurecido, por
lo que el caballo, al que ya le pesaban las cuestas, las vencía con un ronquido,
estirándose como una cuerda en su último esfuerzo. En los declives el jinete y el
caballo se convertían en un solo animal loco que se desplazaba con la rapidez de
la caída. Los delgados puentecitos colgados sobre algunas grietas o corrientes,
brincaban flexionándose como si los cascos estuvieran golpeando un cuerpo vivo.
A veces una piedra salía volando al chocar con la herradura. Cuando se acabó el
declive del bosque y empezaron los pastos con un terreno suave, el galope se volvió
más pesado, pero con los golpes de las piernas en un apasionado arranque de todas
las fuerzas del hombre, el caballo recibió la orden de convertir su esfuerzo en
una hazaña. Lo hizo. En sus ojos se reflejaba el vapor de sus pulmones ardiendo.
Su cuello estaba estirado en un esfuerzo demente. La imagen de un viejo techo entre
las cañas lo atrajo como una meta falsa, corrió unos cien pasos, pasó a trote, luego,
trepidando como si hubiera sido herido por una bala, se desplomó cubierto de espuma,
agonizando, batiendo el aire con sus cascos.
El jinete no se
inclinó sobre él ni un solo instante.
Saltó a tierra,
como si el caballo fuera un tronco oscilante, con tal rapidez y seguridad como si
todo estuviera previsto y por ello no podía provocar demoras y cavilaciones. Corrió
al borde de la orilla del río sobre el cual se movía, apareciendo y desapareciendo,
una gorra de piel rojiza. Allí, de pie en un bote, un viejo tostado por el sol estaba
clavando una estaca en el fondo del río; al levantar la cabeza vio a un hombre en
el borde del precipicio con un revólver apuntando a la sien.
La escena era como
una visión.
La mano con el
revólver tembló de un golpe corto, el sonido del disparo desmoronó la silueta del
tirador, quien inclinó la cabeza y cayó para atrás.
El viejo, entornando
los ojos, dejó caer el martillo de madera y, con un grito que expresó un brusco
cambio en sus pensamientos, llegó a la orilla en tres remazos.
Agarrándose con
las manos a los terrones de tierra del despeñadero, el viejo subió rápido, como
una ardilla, y ya estaba cerca del cuerpo cuando el suicida, súbitamente recobrando
el sentido, se tiró para abajo, se apoderó del bote y zarpó en el mismo momento
que los dedos del viejo, menos ágiles que el trabajo febril de los remos, sin alcanzar
la borda por una sola pulgada, quedaron extendidos hacia el bote fugitivo.
–¡Ort Ganuver!
–dijo el viejo parado en el agua hasta las rodillas–. Te reconocí. Ya te atraparán.
¡Te atraparán! –repitió, y saliendo lentamente a la orilla escuchó la sombría respuesta:
–Necesitaba este
bote.
4
El viejo no respondió, dio una patada en el suelo
y corrió a la casa. Decidido a castigar al ladrón, tomó la escopeta y subió al techo
de la casa por una escalera de mano.
Ganuver navegaba
corriente abajo con la rapidez de una carrera. El bote, oscilando como un cascarón
vacío, saltaba con cada toque de los remos por los movimientos acompasados y amplios;
cuando el remero dobló la curva, su silueta inclinándose y enderezándose se divisó
en la brillante superficie del agua.
Al lado del viejo
estaba un niño de unos ocho años, sombrío, con la cabeza rubia, mirando con aire
diligente por debajo de la mano. Había subido al tejado con un pedazo de pan entre
los dientes.
–Túmbalo ahí mismo
–aconsejó la criatura al padre con la boca llena de comida.
En la línea del
tiro el remero levantó el remo para proteger la cabeza con su pala y se agachó involuntariamente
cuando la bala, después de sacudir el remo, se perdió en las cañas. Enseguida empezó
a remar más fuerte, casi saliendo del espacio peligroso a la protección de la orilla
izquierda, pero sonó un segundo disparo; la bala hizo chillar al tolete y se llevó
su dedo meñique.
Todavía sin sentir
dolor, el remero miraba aturdido su mano izquierda mutilada, de la que corría por
el remo un fino chorro de sangre que goteaba en el agua. Más adelante, después de
pasar otra curva, se vendó rápidamente la mano con un pañuelo y miró al sol.
El sol indicaba
casi las cinco de la tarde.
–Una milla más
–dijo, volviendo a remar con la misma tenacidad y sacudiendo la cabeza para quitarse
el sudor que le corría a los ojos. El pañuelo en su mano se cubrió de manchas negras;
allí estaba latiendo el dolor, dominante como una quemadura.
–No vale la pena
devolver este bote –masculló, mirando al sol una y otra vez–, no podré comprarme
otro meñique ni por cien botes como este.
Al fin se divisaron
los oscuros cobertizos, los jardines, el aserradero, el molino, la plaza y los anuncios.
Ort Ganuver entró por debajo de los pilotes del muelle, se dejó caer a la arena
de la orilla y, sin pensar más en el bote, se dirigió apurado al otro lado de la
ciudad.
5
A estos dos centenares de tejados se podía echar un
vistazo desde la altura de mástil de barcaza con un solo movimiento de pestañas.
Como cualquier habitante del lugar, Ganuver podría decir de antemano qué espectáculo
vería doblando cualquier esquina de cualquier calle. Pero él se encontraba en una
situación especial cuando un poblado conocido se medía solamente con la escala de
su pulso, oprimido por el peligro, cuando la familiaridad aparente de este lugar
no era nada ante lo desconocido: qué aspecto tomaría el primer encuentro casual.
Sin embargo, Ort Ganuver había puesto sus manos a la obra que le exigía olvidarse
de sí mismo. Al ver las puertas del hotel abiertas de par en par no trató de esquivarlas
porque apreciaba cada minuto. Corriendo frente al hotel observó a varias personas
que estaban allí de pie y, por la expresión de un pensamiento inesperado con la
que algunas de ellas movieron el cigarro de una esquina de la boca a la otra, mirándolo
abiertamente de frente, comprendió que lo habían reconocido. Si Ganuver hubiera
volteado para mirar, habría visto a través del polvo y rayos del sol que todas las
miradas lo habían seguido. Asimismo lo sabía, aun sin volverse.
Estaba acalorado,
exaltado por su loco viaje, por esta razón pensaba en la inevitable persecución
solamente a través de la visión de aquella casa, de la puerta que se apresuraba
a abrir, ahora más que media hora antes, porque oyó el primer sonido de la sirena
del vapor. Cuando él, al fin, abrió esta puerta, salió a su encuentro una anciana
de aspecto huraño e, inclinando la cabeza, lo miró por encima de los lentes. Lo
reconoció. Cualquier aparición odiada la llenaba de un riguroso silencio. Su cara
asumió una expresión categórica de un candado, mientras su mano amarilla con cólera
le indicó la puerta de una habitación donde una voz de mujer entonaba una canción
sobre las flores primaverales.
Recobrando el aliento,
escondiendo detrás de la espalda la mano herida, Ganuver se presentó ante una mujer
joven que lo miró con un gran asombro. Su cara se ruborizó de pronto, pero sin sonreír,
sin animarse: con un seco rubor de enojo.
Por lo visto, ella
estaba haciendo maletas, terminando de recoger las cosas pequeñas. Una maleta grande
estaba en el piso, abierta.
Ganuver dijo solamente:
–No tenga miedo,
Fen, soy yo.
Sus ojos buscaron
en el rostro de la muchacha una opinión sobre sí mismo, pero no la encontraron.
En silencio le tendió la carta.
Como recompensa
recibió una mirada larga, interrogante y despiadada. Con un gesto brusco ella tomó
la carta, la leyó y perdió la serenidad. Toda ella, todo su ser se había rebelado
contra el impacto, todavía sin saber qué decir, cómo y a dónde dirigirse, pero Ort,
al ver su cara, también se puso nervioso y retrocedió, preparando una gran cantidad
de palabras, las cuales en la confusión nunca llegaría a pronunciar.
La joven se sentó,
cubriendo sus ojos con su pequeña y fuerte mano, pero suspirando volvió a guardar
las lágrimas.
–¡Mejor me hubiera
matado a mí, Ort! –dijo ella–. Y además leyó esta carta. ¡¿Cómo llamarlo?!
–Si no, no estuviera
aquí –objetó Ganuver rápidamente–. Óigame, Fen. Yo no sabía, le juro, qué lugar
ocupa en su vida este Fitzroy. Si lo supiera, quizás le hubiera perdonado una buena
mitad de lo que él me había dicho. Son cosas del pasado: estábamos borrachos los
dos, todo sucedió bajo el letrero de la taberna “Los tres osos”. Una palabra tras
otra. Su última palabra era que soy un canalla, su último movimiento fue tirarme
un vaso. Fue cuando apreté el gatillo, usted también lo hubiera hecho en mi lugar.
Es verdad, por culpa de otras historias como esta tuve que salir huyendo de aquí,
pero ¿acaso uno recuerda esto cuando le está hirviendo la sangre? Ya lo ve, Fitzroy
está herido, está vivo y la llama. Tenía que apurarme, para llegar antes de que
usted abordara el vapor. Me enteré por la misma carta de que usted se tiene que
ir hoy. No he perdido tiempo. Aunque me toca toda la vergüenza, me alegro de que
usted se haya enterado de todo a tiempo.
–¿Al fin me dirá
cómo esta carta llegó a sus manos?
–Se lo diré. La
recogí en la carretera. Estaba cruzando la carretera. No sé quién acabó con Guenisser,
pero todo su negocio estaba esparcido en un espacio de veinte o treinta pasos. Guenisser
estaba muerto. Un asunto feo, no sé quién lo asaltó. Cuando me puse a recoger las
cartas vi su nombre… En otras circunstancias yo no… no leería la carta. Pero entonces…
Quiso decir que
había cedido a la sugestión de las coincidencias –la rareza del suceso, recortado
por un golpe terrible– pero no encontró palabras apropiadas para esto, calló y se
recostó en la pared, arrepentido y alarmado, mirando a la joven.
–¡¿Abrir una carta?!
–dijo ella golpeando la mesa con la palma de la mano– ¡Diablos! ¡No le conocía esta
faceta, Ort!
–Arma de dos filos
–objetó él un poco molesto–. De lo contrario usted no se hubiera enterado de la
situación.
–¡Si, pero usted
lo hizo!
–¡Ay de mí! Y ahora
que el círculo se ha cerrado, júzgueme como quiera.
–Va a tener que
responder por Guenisser –dijo Fen después de un momento de silencio–. Y por todo
lo demás.
–No fui yo quien
mató a Guenisser –respondió Ganuver–, ya se lo dije.
Se enfurruñó y
se apoyó en la pared empujando sin querer la mano escondida detrás de la espalda.
–¿Qué es esto?
–preguntó ella desconfiada, señalando la venda.
–Nada –respondió
Ganuver, apretando con los dientes y con la mano derecha la tela que se había aflojado–.
Adiós, Fen. Dígale… Dígale a Fitzroy que lo siento… Yo…
La miró con timidez
y agitando el sombrero se dirigió a la salida.
–¿Por qué lo hizo?
–oyó desde el umbral. La voz había sonado lo más seco que pudo.
–Ya lo expliqué
–dijo Ganuver volviéndose con un sentimiento doloroso–, todas estas ofensas…
–No se haga el
tonto, Ort. No es esto lo que le pregunto.
–B… bueno –dijo
él, escogiéndose de hombros y tartamudeando–, porque la amo, Fen, y usted lo sabe
bien. No valía la pena preguntar.
–No valía la pena…
–repitió ella pensativa–. ¿Alguien lo vio?
–Debe ser.
–Por si acaso,
lo dejaré salir por otra puerta, luego que pase lo que pase.
La siguió por un
pasillo corto hasta la puerta abierta que enmarcaba el cuadro del cantero y del
perro que miraba estirando la cadena, con los ojos encendidos de sangre, al hombre
del chaleco de piel. Sabía que lo que se abría detrás de esta puerta no era la vida
sino el cuadro de la vida que él pudiera evocar en su memoria antes de ir a la horca.
La sensación de peligro lo llenó de pronto.
Al salir miró para
atrás y vio cómo una mano de mujer cerró firmemente la puerta.
Ort Ganuver se
había dirigido a la puerta de la verja, pero cambió de opinión, dobló para el lado
contrario, brincó una pared de piedra no muy alta y pasó por un costado del huerto
vecino para salir a la otra calle. Estaba insólitamente tranquilo e indolente, aunque
media hora antes ansiaba volcar y apartar todo lo que se oponía a la entrega de
la carta. La reacción era tan fuerte como la rigurosa e inclemente tensión del encuentro.
Sintió que perdía la capacidad de razonar.
Se detuvo indeciso,
aunque estaba consciente del peligro de la demora. Al fin se movió, cruzó la calle
y se dirigió hacia el río.
6
La tarde del día siguiente el redactor del “Heraldo
del Sur” recibió del compaginador una serie de galeradas y las ojeó murmurando para
sí. “Terremoto en Zurbagan”, “Funciones de la compañía del circo de Backelberg”,
“Una recepción más en la bolsa”, “El arresto de Ganuver”…
Separó el artículo,
tomó un lápiz y leyó:
“Ort Ganuver fue
detenido esta tarde en una calle de la ciudad Knay; sus asuntos, como debemos señalar,
no van nada bien. Se le acusa de asaltar y matar al cartero. Además, las viejas
fechorías de este caballero de carácter explosivo forman un majestuoso cuadro de
salvaje desenfreno, por esta razón…”
Lo demás era del
mismo género y, después de leer en silencio el final, el redactor escribió encima
de la columna:
“El arresto de
Ganuver”.
“El asaltante del
correo tendrá un castigo merecido”.
“Severo pero necesario
ejemplo tendrán todos los enemigos de la sociedad y del orden”.
–Así es –dijo entregando
la columna corregida al empleado–. Lo demás también va a la máquina.
El empleado, después
de revisar el material, se acercó a la mesa del redactor.
–¿Cuál artículo
va? –dijo–. Tengo dos artículos sobre Ganuver.
–¿A ver…?
–Éste y aquí este,
el que le digo.
El segundo artículo
estaba redactado así:
“El arresto de
O. Ganuver provocó en nuestra ciudad muchos comentarios e interpretaciones. Lo acusan
de matar y robarle al cartero. Sin embargo, está comprobado mediante la entrega
al equipo de investigación policial de una prueba irrefutable, que O. Ganuver se
presentó en Knay para entregarle a una persona una carta que encontró en el camino.
No sabemos cómo repercutirá este acontecimiento en el veredicto del juicio, pero
consideramos como un asunto de justicia determinar por medio de la prensa la inocencia
de Ganuver en este horrible y triste suceso”.
–¿Quién lo mandó
a incluir esta nota? –preguntó el redactor–. ¿Debe ser usted, Zicus?
–Si. Porque usted
no estaba.
–¿Quién firmó el
original?
–Está firmado…
Pronunciando estas
palabras, el joven, pelirrojo como una zanahoria, buscó en la mesa y entregó el
trozo de papel firmado: “F. O’Teron”.
–Suena un poco
íntimo, un poco frívolo –dijo el redactor, sin dirigirse a nadie y mirando uno tras
otro los dos artículos–. Un juicio es un juicio. Un periódico es un periódico. Creo
que el primer artículo es más ventajoso. Incluya este. En lo que concierne a la
carta de F. O’Teron, la redacción le responderá en privado.
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