Fritz Leiber
Siempre desaprobé enérgicamente la costumbre de castrar a los gatos o esterilizar
a las gatas (con base en que tales acciones disminuyen la fortaleza, invaden la
individualidad y son un insulto contra el derecho de todo ser para procrear)
hasta que empecé a cuidar una casa y tres gatos castrados en Summerland, en el
sur de California. Era una casa maravillosa situada en la seca y abrupta falda
de una colina.
No tardé en empezar a comprender a mis tres eunucos.
Mi esposa se pasaba la mayor parte del tiempo en cama.
Estaba enferma y sentía una gran afición por el alcohol, los libros y las
suaves luces de la chimenea.
Yo alimentaba a los tres gatos: Braggi, un macho enorme,
suave, desaseado, con los ojos y el pelo rojos; Fanusi, una pequeña gata beige,
con las costumbres de un ser inquieto; y la Gran Duquesa, blanca, con manchas
negras, tortuosa y fuerte, que parecía una criatura capaz de cabalgar (aunque
no sé muy bien sobre qué corcel) al mando de una tropa de caballería del Oeste.
Braggi era muy cariñoso. Se acercaba a mí y se tendía
sobre mis zapatos… un gran gesto de afectividad.
Fanusi era una neurótica, a pesar de su inquieto
comportamiento básico. Aun cuando estuviera galanteando con uno, siempre estaba
nerviosa y dispuesta a echar a correr.
La Gran Duquesa no perdía nunca su frialdad, aunque era
la más pequeña –si bien la más tuerte– de los tres.
Lo que más me sorprendía de ellos, al cabo de una semana
de convivencia, era que todos eran unos asesinos. Traían ratoncillos muertos, e
incluso ratas, pájaros y ardillas, que no se comían, sino que arrojaban a mis
pies. Creía que eran unos ejemplos perfectos de los deportes sangrientos. De
hecho, me di cuenta de que la Gran Duquesa llevaba a cabo cada día una
expedición regular de caza, esperando unos pocos minutos en cada uno de los
lugares que elegía para matar.
Me preguntaba cómo se las arreglarían para comer, pues,
al parecer, nunca se comían a sus presas… Se limitaban a mostrármelas, mientras
que su dueña, que era la propietaria de la casa, cuando los puso estrictamente
a mi cuidado, me aseguró que cada uno de ellos sólo tomaba dos cucharadas,
pequeñas, de comida enlatada para gatos al día. Una afirmación que me dejó
inmediatamente asombrado.
No tardé en encontrar la solución a través de mi esposa,
que suele comprender a la gente mucho mejor que yo. Cada uno de los tres gatos
seguía una ruta regular hacia cuatro casas condescendientes situadas en el
vecindario, donde conseguían buenas provisiones de las mesas de los seres
humanos.
Entonces, me di mucha más cuenta de la existencia de un
jardín bastante grande, situado al pie de la colina donde se encontraba la
casa, y del que mi esposa y yo nos habíamos comprometido a cuidar, junto con
los tres gatos cazadores desexualizados (¡qué terrible palabra esa de
desexualizar!). Se entregaban a menudo al juego sexual entre ellos mismos; la
castración no es un desastre tan grande para la actividad sexual como muchos
piensan. Aquellos tres felinos disfrutaban los unos con los otros.
Me sentí aún más interesado por el jardín situado al pie
de la casa, desde donde, por las noches, me llegaban los maullidos de los gatos
como si se tratara de las toses suaves de los leones.
El jardín era una verdadera jungla. No, peor que una
jungla. Era algo muy parecido al caos.
Así pues, comencé primero por intentar arreglar lo peor.
Se trataba de una mala hierba que tenía puntas negras, con un aspecto parecido
a las primeras agujas de fonógrafo de bambú, pero que mostraba diminutos erizamientos
negros en los extremos. Se enganchaban muy decididamente a mis calcetines y
pantalones. Pero seguí librándome de ellas con la ayuda de mi esposa.
Entonces llegué a unos pequeños matorrales erizados,
marrones y circulares. No tuve tanto problema para desembarazarme de ellos. La
parte posterior del jardín empezó a adquirir el aspecto de algo que yo fuera
capaz de conquistar.
Empecé a cortar toda clase de maderas muertas. Había
matorrales que contenían bayas rojas, situados en el centro del jardín. Una vez
serrada toda la madera inferior, gris, seca y muerta, descubrí bajo ella una
simple fuente de cemento. Me imaginé que ni la dueña de la casa que habíamos
alquilado –junto con sus tres gatos– estaría al corriente de la existencia de
aquella fuente, pues la única atención que había prestado a aquella zona desde
hacía cinco años había sido regar el terreno durante media hora cada tarde.
Nunca descubrí cómo funcionaba aquella fuente.
Por aquella época mi esposa sufrió un leve ataque al
corazón, pero encontramos a un médico que le hizo mucho bien y tanto ella como
yo continuamos manteniendo nuestras solitarias formas de vida: ella en su
habitación, y yo ante mi máquina de escribir, en mi estudio, pasando siempre de
una a tres enérgicas y sudorosas horas en la parte trasera del jardín.
Limpié las superficies bajas, ahora que había quitado los
matorrales más molestos, primero con un machete, y después con una segadora de
mano.
Empecé a acercarme entonces a los árboles y al elevado
límite de vegetación. Aquello significaba que encontraría mucha más madera seca
y muerta. Demasiado para nuestras carretillas. Llenaría el coche de cajas de
cartón, en las que colocaría mis grises y muertos desechos vegetales, y lo
llevaría todo al basurero de la ciudad, un enorme valle sombrío situado detrás
de las colinas que daban al mar, pero rodeado siempre de chillonas aves
marinas. Hacer aquello me produjo una extraña sensación, como si estuviera
enterrando a mi esposa… o uno, o todos los gatos que tanto ella como yo
estábamos cuidando.
Aproximadamente por esta misma época, Braggi comenzó a
visitarme mientras yo trabajaba en el jardín de la colina. Me observaba desde
muy cerca y cuando me sentaba sobre el borde de la fuente de cemento para
descansar un poco y enjugarme el sudor de la frente, se restregaba lleno de
afecto contra mis tobillos. Yo lo acariciaba.
Mi esposa leía sus libros y tomaba sus buenos vasos de
licor en nuestra habitación. Cuando miraba hacia abajo desde la amplia ventana,
lo hacía como queriendo darme a entender su compañía, su afecto y su
preocupación por mí. Yo la saludaba con la mano.
Estaba fascinado por las cosas que iba poniendo al
descubierto mi trabajo de desbrozar maleza. Mientras trabajaba bajo las ramas
grises y muertas de dos aguacates, descubrí toda una “placentera bóveda”
hemisférica, como se dice en el poema de Coleridge, una bóveda que se elevaba
sobre mi cabeza con enormes hojas verdes y grandes frutos igualmente verdes
caídos sobre tierra. Aquella noche, mi esposa y yo nos comimos una enorme
ensalada.
Durante los días que siguieron, entregamos a los amigos
que nos visitaron un buen número de estos maravillosos frutos de piel
granulada.
Por esta época, las dos gatas “alteradas” –la neurótica
Fanusi y la majestuosa Gran Duquesa– empezaron a observarme ocasionalmente,
mientras Braggi lo seguía haciendo desde cierta distancia, mientras yo
trabajaba en el jardín.
Entonces, me lancé al ataque del seto de cinco metros del
jardín, todo él verde y vigoroso y cubierto de matas de pequeñas y extrañas
bayas amarillas. Quedé extrañado de mis descubrimientos al cortar esta feroz
vegetación; tres pequeños árboles de hoja perenne que crecían lateralmente, en
su intento de librarse de esta enorme prisión verde y alcanzar el sol; dos
hermosas ramas de rosas suavemente amarillentas, que estaban floreciendo; y un
pequeño naranjo que mostraba frutos diminutos.
Aquella noche, mi esposa y yo colocamos un hermoso
florero en nuestra mesa. Yo experimentaba una gran sensación de triunfo al
haber conquistado el jardín.
Pero aquella misma noche, aunque algo más tarde, todo fue
horrible. Me desperté de un sueño ligero y deslizándome muy despacio fuera de
la gran cama con objeto de no despertar a mi esposa, me puse un batín y me
dirigí hacia la parte trasera del jardín.
Cada una de las cosas que yo había cortado estaba
creciendo ahora a una velocidad sobrenatural, aunque no sé qué dios o diosa
tenía el poder suficiente para hacer aquello.
Me quedé perplejo por un momento… el tiempo suficiente
para darme cuenta de que Braggi, Fanusi y la Gran Duquesa me estaban observando
desde uno de los lados de la colina, silueteados por la luz de la Luna.
Parecía claro que toda la vegetación –hierbas, hierbajos,
matojos, matorrales, parras y árboles– estaba decidida a rodearme y
estrangularme hasta causarnos la muerte a mí y a mi esposa y enterrar la casa.
Me di cuenta de que no había dominado aquello para darle
vida, sino que aquello me estaba dominando a mí para darme la muerte. Aunque
este pensamiento me planteó la paradoja de que al tratar de dar vida al jardín
–liberándolo–, había puesto en marcha sus fuerzas contra mí.
Eché a correr colina arriba y subí las escaleras. Mi
esposa se despertó instantáneamente. Cogí una botella de licor para ella. Sin
empacar nada, nos dirigimos rápidamente hacia nuestro automóvil, pasando junto
a matorrales y hierbas que crecían amenazadoramente y que nos cubrían las
piernas. Saltamos al auto y lo pusimos en marcha, abriendo la puerta de atrás y
gritando:
–¡Fanusi! ¡Gran Duquesa! ¡Braggi! ¡Salten adentro!
Para mi propio alivio y máxima extrañeza, así lo hicieron
con rapidez: Fanusi casi con un ataque de histerismo; Braggi tan cariñoso como
siempre (de hecho, acomodándose sobre mi esposa), y la Gran Duquesa mirando
hacia atrás, sobre su hombro blanco manchado de negro, con una actitud
orgullosa, observando la vegetación que parecía estar persiguiéndonos.
Días más tarde, envié algunas cartas.
Tres meses después recibí noticias de la pareja
propietaria de la casa.
Los puntos principales eran que estaban muy agradecidos
por habernos llevado a los tres gatos –que habían sido una molestia para ellos
durante mucho tiempo–, pero sin mostrarse dispuestos a recuperar a sus animales
domésticos. ¿Y cómo es que había dejado el jardín de atrás en un estado tan
desordenado, cuando había prometido arreglarlo? Y además, ¿nos habíamos llevado
todos los aguacates?
En vista de todo lo cual, mi ruego de que se nos pagara
un poco más por haber cuidado la propiedad parecía ridículo.
Mi esposa y yo nos miramos el uno al otro, mientras que
Braggi, Fanusi y la Gran Duquesa nos contemplaban desde los lugares asignados
junto a la chimenea que brillaba con luz parpadeante, roja, ondulante y
misteriosa, y nos sonreían con sus sonrisas de Cheshire.
No hay comentarios:
Publicar un comentario