Emilio Díaz Valcárcel
Esta mañana recibimos a tío Segundo. Lo esperamos cuatro
horas, en medio de la gente que entraba y salía por montones, sentados en uno de
los banquitos del aeropuerto. La gente nos miraba y decía cosas y yo pensaba cómo
sería eso de montarse en un aeroplano y dejar detrás el barrio, los compañeros de
escuela, mamá lamentándose de los malos tiempos y de los cafetines que no dejan
dormir a nadie. Y después vivir hablando otras palabras, lejos del río donde uno
se baña todas las tardes. Eso lo estaba pensando esta mañana, muerto de sueño porque
nos habíamos levantado a las cinco. Llegaron unos aviones y tío Segundo no se veía
por ningún sitio. Mamá decía que no había cambiado nada, que seguía siendo el mismo
Segundo de siempre, llegando tarde a los sitios, a los trabajos, enredado a lo mejor
con la Policía. Que a lo mejor había formado un lío allá en el Norte y lo habían
arrestado, que no había pagado la tienda y estaba en corte. Eso lo decía mamá mirando
a todos lados, preguntándole a la gente, maldiciendo cada vez que le pisaban las
chancletas nuevas.
Yo no había conocido
nunca a tío Segundo. Decían que era mi misma cara y que de tener yo bigote hubiéramos
sido como mandado a hacer. Eso lo discutían los grandes el domingo por la tarde
cuando tía Altagracia venía de San Juan con su cartera llena de olores y bombones
y nos hacía pedirle la bendición y después hablaba con mamá lo estirado que yo estaba
y lo flaco y que si yo iba a la doctrina y si estudiaba, después de lo cual casi
peleaban porque tía Altagracia decía que yo era Segundo puro y pinto. A mamá no
le gustaba primero, pero después decía que sí, que efectivamente yo era el otro
Segundo en carne y hueso, sólo que sin bigote. Pero una cosa, saltaba mi tía, que
no saliera yo a él en lo del carácter endemoniado, que una vez le había rajado la
espalda al que le gritó gacho y había capado al perro que le desgarró el pantalón
de visitar a sus mujeres. Y mamá decía que sí, que yo no sería como su hermano en
lo del genio volado y que más bien yo parecía una mosquita muerta por lo flaco y
escondido que andaba siempre. Y después mamá me mandaba a buscar un vellón de cigarrillos
o a ordeñar la cabra para que no oyera cuando empezaba a hablar de papá, de las
noches en que no dormía esperándolo mientras él jugaba dominó en lo de Eufrasio,
y mi tía se ponía colorada y decía que bien merecido se lo tenía y que bastante
se lo advirtieron y le dijeron no seas loca ese hombre no sale de las cantinas no
seas loca mira a ver lo que haces.
Eso era todos los
domingos, el único día que tía Altagracia venía de San Juan y se metía a este barrio
que ella dice que odia porque la gente es impropia. Pero hoy es martes y ella vino
a ver a abuela y a esperar a su hermano, porque a él le escribieron que abuela estaba
en las últimas y él dijo está bien si es así voy, pero para irme rápido. Y le estuvimos
esperando cuatro horas sentados en el banquito del aeropuerto muertos de sueño entre
la gente que nos miraba y hablaba cosas.
Ni mamá ni tía Altagracia
reconocieron al hombre que se acercó vestido de blanco y muy planchado y gordo,
que les echó el brazo y casi las exprime a las dos al mismo tiempo. A mí me jaló
las patillas y se me quedó mirando un rato, después me cargó y me dijo que yo era
un macho hecho y derecho y que si tenía novia. Mamá dijo que yo les había salido
un poco enfermo y que por lo que yo había demostrado a estas alturas sería andando
el tiempo más bien una mosquita muerta, como quien dice, que otra cosa. Tía Altagracia
dijo que se fijaran bien, que se fijaran, que de tener yo bigote sería el doble
en miniatura de mi tío.
En el camino tío
Segundo habló de sus negocios en el Norte. Mi madre y mi tía estuvieron de acuerdo
en ir alguna vez por allá, que aquí el sol pone viejo a uno, que el trabajo el calor
las pocas oportunidades de mejorar la vida… Así llegamos a casa sin yo darme cuenta.
Me despertó tío Segundo jalándome por una oreja y preguntándome si veía a Dios y
diciéndome espabílate que de los amotetados no se ha escrito nada.
Tío Segundo encontró
a abuela un poco jincha pero no tan mal como le habían dicho. Le puso la mano en
el pecho y le dijo que respirara, que avanzara y respirara, y no faltó nada para
virar la cama y tirar a abuela al piso. Le dio una palmadita en la cara y después
alegó que la vieja estaba bien y que él había venido desde tan lejos y que había
dejado su negocio solo y que era la única, óiganlo bien, la única oportunidad ahora.
Porque después de todo él vino a un entierro, y no a otra cosa. Mi madre y mi tía
abrieron la boca a gritar y dijeron que era verdad que él no había cambiado nada.
Pero mi tío decía que la vieja estaba bien, que la miraran, y que qué diría la gente
si él no podía volver del Norte la próxima vez para el entierro. Y lo dijo bien
claro: tenía que suceder en los tres días que él iba a pasar en el barrio o si no
tenía que devolverle el dinero gastado en el pasaje. Mi mamá y mi tía tenían las
manos en la cabeza gritando bárbaro tú no eres más que un bárbaro hereje. Tío Segundo
tenía el cuello hinchado, se puso a hablar cosas que yo no entendía y le cogió las
medidas a la abuela. La midió con las cuartas de arriba abajo y a lo ancho. Abuela
sonreía y se veía que quería hablarle. Tío hizo una mueca y se fue donde Santo el
carpintero y le encargó una caja de la mejor madera que tuviera, que su familia
no era barata. Hablaron un rato del precio y después tío se fue donde sus cuatro
mujeres del barrio, le dio seis reales a cada una y cargó con ellas para casa. Prendieron
unas velas y metieron la abuela en la caja donde quedaba como bailando, de flaca
que estaba. Mi tío protestó y dijo que aquella caja era muy ancha, que Santo la
había hecho así para cobrarle más caro y que él no daría más de tres cincuenta.
Abuela seguía riéndose allí, dentro de la caja, y movía los labios como queriendo
decir algo. Las mujeres de tío no habían comenzado a llorar cuando dos de sus perros
empezaron a pelear debajo de la caja. Tío Segundo estaba furioso y les dio patadas
hasta que chorreaban, y se fueron con el rabo entre las patas, chillando. Tío movió
entonces una mano hacia arriba y hacia abajo y las mujeres empezaron a llorar y
dar gritos. Tío las pellizcaba para que hicieran más ruido. Mamá estaba tirada en
el piso del cuarto, aullando como los mismos perros: tía Altagracia la abanicaba
y le echaba alcoholado. Papá estaba allí, acostado a su lado, diciendo que esas
cosas pasan y que la verdad era que la culpa la tenían ellas, que de no haberle
dicho nada al cuñado nada hubiera sucedido.
Con los gritos,
la gente fue arrimándose al velorio. A papá no le gusto que fuera Eufrasio porque
se pasaba cobrándole con la vista. Llegaron Serafín y Evaristo, los guares, y tiraron
un vellón a cara o cruz a ver quién comenzaba a dirigir el rosario. Llegó Chali
con sus ocho hijos y se puso a espulgarlos en el piso murmurando sus oraciones.
Las hermanas Cané entraron por la cocina mirando la alacena y abanicándose con un
periódico y diciéndose cosas en los oídos. Los perros peleaban en el patio. Cañón
se acercó a mamá y le dijo que la felicitaba que esas cosas, pues, tienen que pasar
y que Dios todopoderoso se las arreglaría para buscarle un rinconcito en su trono
a la pobre vieja. Tía Altagracia decía que en San Juan el velorio hubiera sido más
propio y no en este maldito barrio que por desgracia tiene que visitar. Tío Segundo
le decía a abuela que cerrara la maldita boca, que no se riera, que aquello no eran
ningún chiste sino un velorio donde ella, aunque no lo pareciera, era lo más importante.
Mamá se levantó
y sacó a la abuela de la caja. Cargaba con ella para el cuarto cuando mi tío, borracho
y hablando cosas malas, agarró a abuela por la cabeza y empezó a jalarla hacia la
caja. Mamá la jalaba por los tobillos y entonces entraron los perros y se pusieron
a ladrar. Tío Segundo les tiró una patada. Los perros se fueron, pero mi tío se
fue de lado y cayó al suelo con mamá y la abuela. Papá se ñangotó y le dijo a mamá
que parecía mentira, que a su hermano hay que complacerlo después de tantos años
afuera. Pero mamá no cejaba y entonces tío empezó a patalear y tía Altagracia dijo
lo ven, no ha cambiado nada este muchacho.
Pero siempre mi
tío se salió con la suya. Cañón estaba tirado en una esquina llorando. Las hermanas
Cané se acercaron a mi abuela y dijeron qué bonita se ve la vieja todavía sonriendo
como en vida, qué bonita, eh.
Yo me sentía como
encogido. Mi tío era un hombre alto y fuerte y yo, lo dijo mamá, según ando ahora,
no seré más que una mosquita muerta para toda la vida. Yo quisiera ser fuerte, como
mi tío, y pegarle al que se metiera en el medio. Me sentía chiquito cuando mi tío
me miraba y se ponía a decir que yo no me le parecía aunque tuviera bigote, que
ya le habían engañado tantas veces y qué era eso. Y terminó diciéndome que yo había
salido a mi padre escupío y que no se podría esperar gran cosa de mi amontonamiento.
Cañón se puso a
hablar con Rosita Cané y al rato se metieron en la cocina como quien no quiera la
cosa. La otra Cané se abanicaba con el periódico y miraba envidiosa a la cocina
y también miraba a Eufrasio de quien se dice que compró a los padres de Melina con
una nevera. Melina se había ido a parir a otro sitio y desde entonces Eufrasio no
hace sino beber y pelear con los clientes. Pero ahora Eufrasio estaba calmadito
y miraba también a la Cané y le hacía señas. Se le acercó con una botella y le ofreció
un trago y ella dijo qué horror cómo se atreven pero después se escondió detrás
de la cortina y si Eufrasio no le quita la botella no hubiera dejado una gota.
El velorio estaba
prendido y los guares seguían guiando el rosario, mirando el cuarto donde tía Altagracia
estaba acostada.
Yo estaba casi dormido
cuando me despertó la paliza que tío Segundo le dio a Cañón. Mi tío salió gritando
que qué desorden era ése que se largara sino quería coger cada uno su parte. Rosita
Cané estaba llorando. Mi tío cogió la maleta y dijo que al fin de cuentas estaba
satisfecho porque había venido al velorio de su madre y que ya no tenía que hacer
por todo aquello. Salió diciendo que no le importaba haber gastado el pasaje ni
en la caja ni en las lloronas, que miraran a ver si en todo el barrio había un hijo
tan sacrificado. Ahí está la caja, dijo, para el que le toque el turno. Y salió
casi corriendo.
Cuando me acerqué
a la caja y miré a la abuela, ya no estaba riendo. Pero noté un brillito que le
salía de los ojos y mojaba sus labios apretados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario