Óscar Gabriel Campos
Andrés siempre ha querido
estirar el tiempo. Ahora mismo, los cinco minutos que lo separan de su casa y
de la mujer que seguramente duerme en ella le parecen los últimos centímetros
de la plataforma del bungee. Decide arrojarse al vacío, sin cuerda y sin mirar.
Se levanta con dificultad y deja en la mesa un billete que seguramente dobla el
valor de lo consumido. Mientras camina hacia la puerta, la puta que había
rechazado lo mira y él, que sólo quería beber, siente un repentino deseo de
quedarse, de aceptar la propuesta. Pero se contiene, abandona el ruido del
antro y en la calle mojada prefiere recordar a la joven con la que conversó
durante horas en otro bar.
Cada trago compartido hacía más verdes sus ojos y
más blanca su piel. Este hombre, que ha sido valiente muy pocas veces, como
aquel jueves tan diferente y lejano en que conoció a su esposa; él, que nunca
ha seducido a nadie, sabe inconscientemente que hay que bajar el volumen de las
voces para acercar el rostro al oído de la mujer y contarle secretos, hacerle
alguna confidencia o, simplemente, oler su cabello. Protegido por la certeza de
no ser visto, fue capaz de mirarla fijamente cuando ella se levantó al baño,
sin perder de vista las medias negras que cubrían esas piernas. Imaginándolas
desnudas calculó rápidamente: una copa, otro chiste, tal vez un pequeño beso y
se podrían ir. Bebió un trago más. El plan funcionaba implícito, punto por
punto, como cada semana.
Cinco horas después las cubas eran más caras, el
ron más malo y la música más estridente en el bar de Tacubaya. No faltó la
chica que se levantara de una silla de plástico blanco para ofrecerle sus
servicios, pero ya eran demasiadas mujeres para una noche: la que había amado
apenas y otra, junto a la que tendría que acostarse cuando llegara a casa. Pero
todavía le faltaban ganas de hacerlo. Muy borracho, insistía en recordar los
pequeños senos de la mujer rubia con la que había compartido un fugaz cuarto de
hotel; el alcohol obviaba su vulgaridad, el nombre que colgaba de sus orejas y
la estúpida conversación después del coito. Otra vez la necedad de las mujeres
que quieren platicar cuando el hombre quiere hacer el amor. Andrés prefería
quedarse callado y observar a la que estuviera en la cama, tratando de estirar
el tiempo para, cuando lo necesitase, recordar esos segundos como si fueran
horas. Un giro traidor de su mente lo obligó a pensar en su esposa y la
encontró idéntica a la rubia de Sanborn’s en las cosas que decían, pero
diferente porque la muchacha hacía todo como para no decepcionarlo y Rosa María
nunca finge. La música, ruido auténtico exhalado por una vieja sinfonola,
desbarataba las reflexiones al sublimar la visión de las piernas de la chica al
bajar del auto, sus dificultades para abrir la puerta del edificio y el barrido
momentáneo cuando Andrés arrancó para ir al lugar de costumbre a olvidar, a
exigirse no pensar, a perder una pequeña batalla contra sí mismo.
Andrés se imagina que las puertas de los
departamentos frente a los que pasa están llenas de barrotes, incluso cree ver
a un guardia custodiándolas. Antes de cerrar la puerta de su casa llena de aire
los pulmones para resistir la inevitable sensación de ahogo. Entre los cuadros
baratos y las sillas de madera encuentra en la mesa, junto a unos aretes con
forma de estrella, el interminable montón de estados de cuenta, promociones y
recibos. Toma uno, dirigido a Rosa María Carvajal Lozano y cegado por la borrachera
trata inútilmente de leerlo. En un arranque de furia comienza a estrujar, pero
al final sólo lo deja caer y también se derrumba su cuerpo sobre una silla,
derrotado por la pesada monotonía que ha conquistado las habitaciones.
Lentamente recuerda su vida: mujeres que lo vencen y a las que abandona;
mujeres que derrota y nunca lo dejan en paz; una mujer que le sonríe cuando lo
deja pasar a su butaca del cine un jueves, a la que aborda a la salida y se van
a tomar un café, que le empieza a llamar por teléfono para verse cada semana y
después de una elipsis de seis meses ya está viviendo con ella. Mujer de la que
se harta demasiado pronto y no se lo dice, pero que uno que otro jueves
acompaña al cine y después a un café hasta que en un arranque inaudito la
abandona en esa misma casa que hoy lo ahoga para largarse a otra ciudad y
enseñarse a respirar de nuevo.
Unas horas antes, en pleno jueves, Andrés había
elegido sentarse cerca de la puerta del bar de Sanborn’s buscando luz y aire
fresco. No había mucha gente y las mesas ocupadas estaban lejos. Antes de
comenzar a beber se ocupó en mirar sin discreción alguna a una joven de vestido
color café, hasta que ella notó su presencia. Sus ojos verdes invitaban a
desnudarla para cerciorarse de la irreal blancura de esa piel, pero todavía
estaba muy lejos. El pretexto se lo dio un tipo de traje azul que se acercó a la
chica, con la obvia intención de comenzar una plática que Andrés interrumpió
fingiendo que la conocía e invitándola a su mesa. El salto mortal acabó de pie
y sobre la red: unos minutos después Estrella y él conversaban de su gusto
compartido por el cine y la lectura, de la compatibilidad de sus signos
zodiacales y hasta de martinis y cubas. Comenzaron a bajar la voz, mirarse a
los ojos, acariciar el borde de los vasos. Andrés respiraba tranquilo cuando se
percató que el deseo por esa piel podría cumplirse. Este jueves sería recordado
cuando necesitara cauterizar la cohabitación que sin desearlo había reanudado
con su esposa poco antes, con la condición mutua de obligarse libremente a
hacer lo que fuera necesario para desearse un rato cada día, cuando menos. Bebió
un trago más y comenzó a robarse la imagen de Estrella.
Soportando el deseo de abrir la ventana para
oxigenar el cuarto, Andrés está sentado en la cama y comienza a desvestirse.
Sabe que Rosa María está dormida, y no le importa que el cuerpo de senos
pequeños y piel blanca de su esposa se mueva hacia la mesita sobre la cual está
el estuche de los pupilentes, alejándose de él. Un zapato vuela para golpear el
suelo a unos centímetros de una peluca rubia y un vestido color café, que
habían hecho ese mismo recorrido horas antes. Pensando en Estrella, recordando su
humedad y sus exclamaciones, Andrés se acuesta junto a Rosa María y, como ella,
se dispone a no pensar ni imaginar nada hasta el siguiente jueves.
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