Teresa Wilms Montt
¡Caperucita Roja!
¡Pobre
muñeca rubia, cuya historia tanto hemos escuchado sin penetrar nunca la
tragedia de su alma de flor!
Como
ustedes saben, Caperucita era buena, pero curiosa. Amó demasiado la plática del
lobo en la soledad del bosque, olvidando los buenos consejos de su madre. ¡Era
tan melifluo el ladino lobo! Sabía mirar tan hondo con sus ojos encendidos como
ascuas.
Caperucita
no pudo escapar de esa red hábilmente entretejida de sutiles encantos, y murió,
triturado el corazón entre los dientes de aguja… ¡Pobre Caperucita Roja, frágil
cosita de sueño! ¡Con qué pena debemos llorar la muerte de tu alma de flor!
***
En un país
cuyo nombre no recuerdo –de esto hace mucho tiempo– vivía una señora viuda que
poseía, como inmenso y único tesoro, una hija. Era la niña tan linda, tan
blanca, tan rubia, tan suave, cual rayo de sol, cual copo de nieve; era ángel
humano cuya carne fuese hecha de raso y pétalos.
La
viuda adoraba a su hijita; ella correspondía a ese cariño con beata sumisión.
Caperucita
debía su nombre al traje que siempre vestía: una hermosa capita y gorro de
color rojo, que sentaba a las mil maravillas en sus cabellos de oro y nacarada
tez.
Cuando
Caperucita cumplió quince años, hízole saber la madre todos los peligros a que
se expone una criatura sin experiencia, y todos los agrados que trae consigo la
conducta honesta y obediente. La niña, emocionada, prometió seguir las amorosas
enseñanzas.
Como
la viuda fuese pobre, ayudábala su hija en los quehaceres domésticos, dedicando
sus momentos de recreo a las gallinas, a las cuales daba de comer migajas de
pan, y regando las flores, cuyos tallos ostentaban su frescura en las macetas
del balcón.
Caperucita,
diligente, se levantaba con el sol; la cesta bajo el brazo, ligera y
bulliciosa, salía a hacer compras. Eran sus andares rítmicos, armoniosos; había
tal gracia en la redonda carita, que provocaba el piropo a cuantos la veían.
Ella,
naturaleza humilde, bajaba los ojos ruborizada y sonreía como el más casto de
los querubines.
¡Pobre
chiquilla rubia!
Una
mañana hecha de luz, de cantos, de perfumes, Caperucita, embriagada de sol,
sintió la irresistible tentación de ir a bañar sus piececitos al río. El agua
clara era su juguete predilecto. ¡Cuántas veces hubo de amonestarla su mamá
para que retirase las manecitas casi yertas del chorro del pilón!
Caperucita
tenía la peregrina ocurrencia de formar un collar con cuentas de agua que
brillarían multicolores al sol.
Esa
tan bella mañana, no pudo la chica sustraerse al deseo de llegar hasta el río. –¿Por
qué ha de enojarse mamá –pensó– si vendré a tiempo para hacer la comida? y si
me atraso, no le diré nada.
Conforme
con su atolondrada reflexión salió, el cestito al brazo. La roja gorrita
colgada a las espaldas daba libertad a sus rubios bucles, cuyas ensortijadas
hebras flotaban desordenadas al viento.
Juguetona,
corcoveante, esta cabrita nueva despojose de sus zapatos y en un cerrar de ojos
estuvo dentro del agua hasta las rodillas.
El
río, quieto, quieto, murmuraba apenas un rezo al follaje; parecía dormido en su
urna de cristal.
¡Qué
rica, qué fresca burbujeaba el agua!
En
ansia indecible de agradecer el dulce bienestar que le regalaba la corriente,
inclinose Caperucita hasta las ondas y les ofreció sus labios.
Fue
tan musical el chasquido de aquel beso, como el ruido que al caer en el río
haría una piedra preciosa.
¿Acaso
no eran los labios de Caperucita, un corazón de paloma tallado en un solo rubí?
Inconsciente
la chica en su felicidad, no había notado dos ojos como carbunclos chispeantes,
que la observaban detrás de una barca en la orilla opuesta.
¡Qué
iba a notar ella el lobo!
Pero
la humana fiera, estaba codiciosa de la imagen que se destacaba en medio de la
brillante naturaleza, cual una esbelta flor primaveral.
De
un brinco saltó a la barca, a espaldas de ella, y acercándose sin ser notado,
la sorprendió con saludo amable impregnado de perfidias y de mieles.
–Buenos
días, Caperucita Roja. Benditos mis ojos que te ven y mi corazón, que a tu
sonrisa se adelanta.
–Buenos
días, señor –respondió azorada la niña–, ¿por dónde ha llegado usted, que no le
he visto?
–La
corriente me trajo hasta aquí; venía de pescar. ¿Te gustan los pececillos
rojos, Caperucita? Son tocayos tuyos.
–¡Oh,
sí! –respondió juntando las manecitas; y agregó tristemente– Pero no se pueden
pescar; son tan ligeros como los gusanillos de luz que echa el sol sobre el río
cuando va a morir.
–Caperucita,
¿quieres pescaditos? Yo iré a buscarlos para ti. Mañana los tendrás.
–¡Oh
sí! ¡Oh sí! –exclamó llena de júbilo–; traeré una tacita de porcelana para
llevarlos a casa.
–¿Me
prometes que vendrás –preguntó el joven tomando una de las inquietas manitas– y
no dirás nada a nadie?
–¿Por
qué no podría contárselo a mamá? ¡Se pondría tan contenta!
–No,
tontuela; mejor es ofrecérselos de improviso.
–Tiene
usted razón. Pero ya es tarde y debo marcharme. Puede notar mi madre que he
estado en el río. Adiós, señor pescador.
–Adiós
Caperucita, hasta mañana.
***
Caperucita
trabajó aquel día más contenta. El gorjeo de sus cantos subía hasta anidar en
las madreselvas que tapizaban los viejos muros de la casuca. La viuda,
embelesada, escuchaba empapando su alma en la dicha del tesoro.
No
sabía la madre el secreto que aleteaba dentro del pecho juvenil, como pajarillo
travieso que le hiciese cosquillas.
A
la mañana siguiente, Caperucita volvió al río, pero llegó a casa sin los peces.
No
obstante, continuaba en su garganta el arrullo de la alegría.
El
lobo, el terrible lobo, ya había destilado en su vida la venenosa gota verde de
la esperanza.
Sin
que lo notase la señora, volvió la chica muchas veces al río. Continuaba vacía
la tacita de porcelana que había de guardar los pececillos. Y los días pasaban,
rápidos cual flechas a través de rayos lunares. Y así transcurrió un año.
Caperucita
seguía cantando; pero un oído que fuese atento habría notado la tristeza de
esas canciones. Además, la niña palidecía.
¿Qué
tenía la dulce Caperucita? ¡Ah! estaba enferma de ese terrible mal cuyo verdugo
mata martirizando lentamente con sus garras sedosas y finas.
Caperucita
amaba…
Y
fue una noche, una noche de viento, de obscuridad, de tormenta, cuando la niña
aprovechando el sueño de la madre abandonó el hogar, sin un gesto de piedad
para ese inmenso dolor que dejaba dormido confiadamente.
El
lobo la había hechizado hasta hacerla olvidar los más sagrados sentimientos.
La
madre enloqueció de pesar al verse impotente para encontrar el perdido tesoro.
¿Y
ella? –me dirán ustedes–. ¿Ella, qué fue de la pobre Caperucita?
Cuentan
los pescadores de aquel país, que una tarde, cuando venía el río revuelto,
encontraron cerca de unos matorrales el cuerpo de la desdichada.
Estaban
desencajadas sus preciosas mejillas, y aún conservaba las manecitas
estrechamente unidas en gesto de imploración.
Una
gran herida dejaba descubierto el corazón de donde manaba sangre roja, tan roja
como sus labios que triunfaron de la muerte en un regio color de rubí.
Desde
entonces todas las mujeres llevamos el corazón cubierto por una caperucita roja
de nuestra sangre. Porque todas hemos sido heridas por el lobo de ojos
brillantes, de gestos graciosos, de palabras melifluas…
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