Agustín Cadena
Natalia se detuvo ante la
puerta del billar y esperó a que un muchacho pasara cerca.
El muchacho entró y, después de un momento, salió
con el hermano de Natalia, que llevaba el taco en la mano.
Su hermano hizo un gesto con los labios y
moviendo la cabeza.
Natalia se recargó en la pared y levantó los
ojos, como pidiendo ayuda a las ventanas altas de la casa de enfrente. El sol
la lastimó y ella no tuvo fuerzas para sostenerse en lo alto; su mirada cayó
hasta el suelo como una moneda sin música.
“No llega”, pensó después de casi tres horas de
estar ahí. El sol de otoño, sin calentarla, le picaba en los brazos desnudos.
Descansó una mano sobre el vientre de cinco meses de preñez. Si no fuera por
eso, apostada ahí como estaba, parecería una puta. “Rafael…” Las horas seguían
transcurriendo y él no llegaba. Natalia tenía mucha hambre y le dolía la
cintura. Era adolescente, fea como su hermano. Hasta ahí oía las voces de los
hombres en el billar, confusas; el rumor de la televisión que tenían para ver
el futbol, el chocar incesante de las bolas.
Su hermano salió a asomarse y le dijo:
Pero Natalia siguió ahí, esperando, esperando.
Sólo al crepúsculo decidió irse. Mañana volvería. Quiso hablarle a su hermano y
dejarle algún recado para Rafael, pero no pasaba nadie y no quiso esperar más.
Adentro todos los hombres, incluso Rafael,
despreciaban a su hermano.
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