William J. Camacho S.
Cuando el doctor Loza dictaminó
que el himen de Facunda estaba intacto, las señoras que presenciaron el examen cayeron
postradas ante ella. Agarrando alguna parte de su pollera o su blusa, rezaban, en
medio de sollozos, avemarías y padrenuestros. Y la noticia corrió tan rápido que
en menos de diez minutos la casa de los Loza estaba atestada de gente, todos ansiosos
por ver y tocar a la negrita Facunda. El párroco, anoticiado de tal prodigio, inmediatamente
dispuso el traslado de Facunda a la iglesia, arguyendo que dada la cantidad de gente,
la construcción corría riesgo de derrumbarse; pero en realidad el padre Julián olió
que de eso, milagro o no, se podía sacar un buen dinero.
En la iglesia, el padre Julián organizó las cosas
de la mejor manera posible: ayudado por siete sacristanes hizo que la gente formara
una fila y uno por uno iban ingresando a la oficina parroquial, previo depósito
“voluntario” de diez pesos en la alcancía, para rezar y pedir favores a la virgen
negra. Después de tres días, la gente comenzó a exigir que a Facunda se la ubicara
en un altar. Luego de algunas discusiones con el cura, se determinó que el mejor
lugar sería el que ocupaba San Vicente, pues nadie tenía en la memoria que dicho
santo haya cumplido algún favor. Todo habría seguido ese curso, de no mediar la
intervención del doctor Loza, quien, a duras penas, logró hacerles ver que Facunda
necesitaba permanecer en su casa por lo menos hasta después del parto. Así, la negrita
fue trasladada en medio de una procesión hasta la casa de los Loza.
Facunda, que no había pronunciado palabra desde que
comenzara todo el alboroto, parecía extraviada en otro mundo. Seguramente no comprendía
nada de lo que le estaba pasando y prefería buscar en su memoria recuerdos que la
distraigan, como los días en que ayudaba a su madre en la cocina, cuando apenas
tenía cuatro años. Esos fueron los mejores momentos de su vida, pero no durarían
mucho, pues una tuberculosis llevaría a su madre al cementerio y ella quedaría al
cuidado de su padre, un negro mañudo, comerciante de alcoholes y coca. El negro
Isidro, tal era su nombre, tuvo que empezar a realizar sus viajes cargando, además
de la coca y el alcohol, a su Facunda. Así pasaron unos cinco años, hasta que un
malentendido, que terminó en cruce de cuchillos, determinó que su padre se desangre
por la yugular, allí en Lomas Verdes. Ya que eran los más pudientes del pueblo,
los Loza recogieron a Facunda y le dieron un hogar. La negrita se fue ganando el
cariño no sólo de su nueva familia, sino también de todos los vecinos del lugar,
con sus travesuras inocentes, su carácter comedido y su aplicación en la escuela.
Años más tarde, mientras Facunda estaba lavando ropa en el río, en medio de malestares
y dolores en el vientre, sintió la sangre caliente que salía de su entrepierna.
Se asustó y pensó que se iba a morir. Corriendo se fue a la iglesia y llorando se
puso a rezarle a San Vicente: “San Vicente, por favor, te ruego que me cures, no
me quiero morir como mis papás, has que pare de sangrar, que ya no me duela. Yo
me porto bien, siempre te dejo velitas, por favor, cúrame.” Y con tanto fervor rogaría
Facunda, que el sangrado cesó en el acto y nunca más volvió a tener otra menstruación.
Sin embargo, tal vez por no haber divulgado el favor del santo, a los tres meses,
su vientre comenzó a crecer. “Con quién te has revolcado, ¡negra mañuda!” Así fue
interrogada Facunda por la señora Loza, y como ella respondía, entre sollozos y
visibles muestras de perturbación, “con nadies, con nadies”, presumieron que había
sido violada. Algunas vecinas, ansiosas de chismes, los visitaron, dizque para consolar
a la familia, de tal suerte que pudieron presenciar el examen que le realizó a Facunda
el doctor Loza. De esa manera, perdida en sus recuerdos, la virgen negra se encontraba
recluida en su cuarto, viendo como día tras día su vientre crecía.
Al séptimo mes de embarazo Facunda fue atacada por
la viruela, y aunque pudieron controlar la enfermedad, fue necesario practicarle
una cesárea. El sietemesino, tan negrito como su madre, nació muerto. “Menos mal,
feo hubiera sido un Jesús negro”, comentó alguna desubicada. Sin embrago, Facunda
no por eso dejó de ser virgen, por lo cual, a pesar de las protestas y argumentos
científicos del doctor Loza, la instalaron en el antiguo altar de San Vicente. Dado
que no le dieron el tiempo de reposo necesario, el débil cuerpo de Facunda comenzó
a cederle paso a la muerte, de tal forma que ésta llegaría dos semanas después.
Obviamente, los pobladores de Lomas Verdes, decidieron que se la debía embalsamar
de la mejor manera posible, y devolverla a su altar, pero antes la velaron en capilla
ardiente durante una semana. Casi novecientas personas estuvieron en el primer día
del velorio, esa cantidad se fue reduciendo hasta que el quinto día sólo quedaron
la señora Loza y unas cuantas vecinas, las cuales, naturalmente vencidas por el
sueño, nada pudieron hacer para impedir que el Opapeño, un demente que vivía en
el monte como un animal, en un acto necrofílico, desflorara a la difunta. Si no
fuera por sus ágiles piernas y su habilidad de ocultarse en la maleza, el Opapeño
hubiera sido despellejado vivo por una turba enardecida, que intentó hacer justicia
al enterarse del nefasto suceso.
“Si ya no es virgen, ya no merece el altar”, dijo
el cura, y muchos compartieron su opinión, pero otros pensaban que a pesar de la
contingencia, no perdía su condición de casta. Los debates al respecto se prolongaron
tres meses, y hubieran durado más, de no advertir alguno de los que seguían visitando
el embalsamado cuerpo de Facunda, que su vientre comenzaba a crecer. Inmediatamente,
el cura organizó las cosas. Se instaló el cuerpo de Facunda en el altar y se inició
una serie diaria de misas y oraciones hasta el noveno mes del nuevo embarazo. Como
no había otra forma, el doctor Loza tuvo que practicar una nueva cesárea. El bebé,
menos negro que su hermano muerto, nació sano y llorando. “Este mulatito me va a
sacar de la pobreza”, pensó el cura. A una mujer, cuya hija había muerto a los pocos
días de nacida, se le encomendó la lactancia del nuevo ocupante del altar. Se le
exigió, so pena de lapidación, que no descuidara al niño ni un minuto, y ella, en
parte por temor, en parte por devoción, aceptó sin reclamar. Así comenzó otra ronda
de debates, la polémica se centraba ahora en cuál debía ser el nombre del niño.
Facundo, Isidro, Mateo, Marcos, Juan, Lucas y hasta Jesús, fueron los nombres sugeridos,
y habría sido una discusión que probablemente hubiera terminado en muertes, de no
ser porque la nodriza, urgida por su acostumbrado desagüe de media noche, dejó solo
al niño en el altar, momento que aprovechó el Opapeño para recoger a su hijo y llevárselo
al monte, de donde nunca más volvería a salir, para pesar de los bolsillos del cura.
Después de la lapidación, la gente retornó a sus actividades
diarias. Pero a los pocos días una lluvia, acompañada de vientos huracanados, comenzó
a derrumbar casas. La gente temió que fuera un castigo de Dios por haber querido
imponer una nueva Virgen, por lo que se instalaron en la iglesia, los que cabían,
y en medio de cánticos y oraciones imploraban el perdón divino. Uno de los que no
pudo entrar a la iglesia, fue a dar la vuelta para tratar de ingresar por el traspatio,
y ahí, tirada, con rastros de sangre seca en los ojos, encontró la efigie de San
Vicente. Emocionado, levantó al santo y gritando a la gente: “San Vicente ha llorado
sangre, por eso Dios nos castiga”, lo metió hasta la iglesia. De mala gana, el cura
organizó las cosas. Limpiaron el embarrado cuerpo del santo y luego de oficiar una
misa en su nombre, lo entronaron nuevamente en su altar, momento en el cual comenzó
a amainar el temporal. A los pocos días, mandaron a hacer una plaqueta en bronce,
la cual permanece hasta la fecha en el segundo altar de la izquierda de la iglesia
de Lomas Verdes y que a la letra reza: “San Vicente, santo de los verdaderos milagros”.
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