William Faulkner
I
Yo ya sé lo que decían. Decían que no me escapé de
la casa, sino que me llevó con triquiñuelas un zafado que, si no lo hubiera
matado yo, me habría matado en menos de una semana. Pero si hubieran dicho que
las mujeres, las buenas mujeres de Jefferson, habían echado al tío Willy del
pueblo y que yo me había ido tras él porque sabía de sobra que el tío Willy esa
vez estaba en las últimas, que era su última correría, y que esa vez cuando lo
atraparan sería la definitiva, no les habría faltado razón. Y es que no me
llevó él, además de que el tío Willy no estaba loco, ni siquiera después de
todo lo que le habían hecho pasar. No tuve por qué ir; no tuve por qué irme con
él, así como tampoco tuvo el tío Willy por qué invitarme, en vez de dar por
sentado que yo tenía unas ganas locas de ir con él. Si me fui fue porque el tío
Willy era el mejor de los hombres que he conocido, y es que ni siquiera las
buenas mujeres pudieron con él, porque muy a pesar de todas ellas terminó por
vivir divirtiéndose sólo por el hecho de estar vivo, y murió haciendo lo que
más le divertía de todo, porque además estuve yo a su lado para echarle una
mano. Y eso es algo que la mayoría de los hombres y también de las mujeres no
suelen lograr ni de lejos, ni siquiera las mujeres a las que tanto divierte
entrometerse en las vidas ajenas.
No es que fuera tío de nadie,
sino que lo era de todos nosotros, y también los adultos lo llamaban tío Willy,
o pensaban en él por ese apelativo. No tenía más parentela que una hermana que
vivía en Texas y que se había casado con un millonario del petróleo. Vivía por
su cuenta en una casita aseada, vieja, la misma en que había nacido, en las
afueras del pueblo, y allí vivía junto con un viejo negro al que llamaban Job
Wylie, que aún era más viejo que él, y que le cocinaba y se ocupaba de la casa
y era el recadero de la tienda que había montado el padre del tío Willy y que
el tío Willy había llevado sin más ayuda que la del viejo Job, y durante doce o
catorce años (lo que llevábamos vivido nosotros, los niños y los chicos),
mientras se dedicó solo a consumir drogas lo vimos muy a menudo. Nos gustaba ir
a su tienda porque siempre se estaba fresquito, a la sombra, en silencio, y es
que nunca limpiaba las ventanas; contaba que la razón de que así fuera es que
así no se tomaba la molestia de poner cortinas, porque nadie iba a ver el
interior, y tampoco el calor se iba a colar allí dentro. Y nunca tenía más
clientes que los campesinos que iban a comprar medicamentos ya embotellados, o
en frascos, y los negros que le compraban las cartas y los dados, porque nadie
le había dado ocasión de preparar una receta en unos cuarenta años, calculo yo,
y nunca hizo negocio vendiendo helados y refrescos, porque era el viejo Job el
que lavaba los vasos y mezclaba los jarabes y preparaba los helados ya desde
que el padre del tío Willy montó el negocio en mil ochocientos cincuenta y
tantos, así que a estas alturas el viejo Job no veía gran cosa, y eso que papá
decía que no le parecía que el viejo Job también le diera a las drogas, sino
que era sólo porque respiraba a diario, y también de noche, el aire que acababa
de salir de los pulmones del tío Willy.
Pero a nosotros el helado nos
sabía bien bueno, sobre todo cuando íbamos a la tienda acalorados después de un
partido de beisbol. Jugábamos en una liga de tres equipos del pueblo y era el
tío Willy quien daba el premio, una pelota, un bate o una careta de cácher en
cada uno de los partidos, y eso que nunca venía a vernos jugar, de modo que al
terminar cada partido los dos equipos y a veces el tercero íbamos a la tienda a
ver cómo daba el premio al ganador. Y allí nos comíamos los helados y todos
pasábamos luego a la trastienda, donde la vitrina de los medicamentos, y
veíamos al tío Willy encender la parrilla de alcohol y llenar la jeringa y
remangarse y veíamos asomar la miríada de puntos azulados que tenía en la cara
interna del brazo y que hasta se le escondían debajo de la camisa. Y al día
siguiente era domingo y nos sentábamos a esperar cada cual en su parcela y nos
acompasábamos a su paso, según iba pasando por delante de cada una de las
casas, y con él íbamos a la catequesis, el tío Willy con nosotros, en la misma
clase que nosotros, sentado con nosotros mientras recitábamos el catecismo y
las demás lecciones. El señor Barbour, el que impartía la catequesis, nunca lo
hacía salir a la pizarra. Terminábamos entonces la lección y hablábamos de beisbol
hasta que sonaba la campana y el tío Willy seguía sin decir ni mu, seguía
sentado todo aseado, bien vestido, con un cuello de camisa bien limpio, sin
corbata, con unos cuarenta kilos de peso y los ojos tras los cristales de los anteojos,
unos ojos en los que todo se le mezclaba, como los huevos rotos. Luego íbamos
todos a la tienda y nos zampábamos el helado que hubiera sobrado del sábado y
pasábamos a la trastienda, donde la vitrina de los medicamentos, y lo volvíamos
a ver: la parrilla y su mejor camisa, la de los domingos, remangada; la aguja
que se introducía lentamente en la vena del brazo azulado, y alguien que decía:
“¿Y eso no le duele?”, y él que contestaba: “No, qué va. A mí me gusta”.
II
Luego lo obligaron a dejar la droga. Llevaba
cuarenta años consumiéndola, nos lo dijo una vez, y ya tenía sesenta, así que
como mucho le quedaban diez por delante, sólo que eso no nos lo dijo, porque a
los chicos de catorce años no hace ninguna falta decirles una cosa así. Pero lo
obligaron a dejarla. No les costó mucho. La cosa empezó un domingo por la
mañana y estaba más que terminada al viernes siguiente; nos habíamos sentado en
el aula y el señor Barbour había dado comienzo a la lección cuando de buenas a
primeras el reverendo Schultz, el párroco, allí apareció y se agachó acercando
la boca a la oreja del tío Willy y ya lo había levantado de su pupitre,
llevándoselo a rastras y hablando en ese tono en el que hablan los predicadores
con los chicos de catorce años, ese tono que ni los más bobos ni los maricas se
terminan de creer: “A ver, hermano Christian: ya sé que mucho te fastidia dejar
a medias la lección que imparte el hermano Barbour, pero ahora vamos a ir tú y
yo a reunirnos con el hermano Miller y con los demás, a ver qué nos sabe contar
sobre este pasaje tan hermoso y tan edificante, tan reconfortante”. Dicho lo
cual el tío Willy seguía tratando de quedarse en el aula y nos miraba con los
ojos nublados, pestañeando, y diciendo a las claras justo lo que estaba
pasando: “¿Qué es esto? Compañeros, díganme, ¿qué es esto? ¿Qué es lo que
piensan hacerme?”.
Tampoco lo sabíamos nosotros.
Terminamos la lección; ese día no hablamos de beisbol; pasamos por delante del
cuarto en el que se reunían los hombres con el señor Miller para estudiar los
pasajes de la Biblia, el reverendo Schultz sentado en medio de todos ellos,
como todos los domingos, como si fuera uno más, normal y corriente, como todos
ellos, aunque era como si sobresaliese, como si abultara en medio de los demás
y no tuviera que mover un dedo ni decir palabra para recordarles que de normal
y de corriente no tenía ni un pelo; siempre me acordaba del Día de los
Inocentes de aquel año en que la señorita Callaghan pasó lista y bajó del
estrado y dijo: “Hoy voy a ser yo una alumna más”, y se sentó en uno de los
pupitres que estaban libres y llamó a varios alumnos y les indicó que subieran al
estrado, donde estaba su mesa, y que dieran ellos la lección, y eso habría
tenido su gracia siempre y cuando uno recordara que era el Día de los Inocentes
y que al día siguiente ya no lo sería. Y el tío Willy estaba sentado junto al
reverendo Schultz y parecía más menudo que nunca, y no sé por qué, pero me
acordé de un día del verano anterior, cuando se llevaron al manicomio a un
campesino que se apellidaba Bundren, al manicomio de Jackson, aunque no es que
estuviera demasiado zafado, y en todo momento supo a dónde se lo llevaban, allí
sentado junto a la ventanilla del tren, esposado a un ayudante del alguacil que
era muy gordo y que iba fumando un puro.
Se terminó entonces la
catequesis y salimos a esperarlo, a que viniera para ir a la tienda a tomarnos
un helado. Pero no salió. No salió hasta que terminó el servicio en la iglesia,
y fue la primera vez que estuvo en la iglesia, al menos que supiéramos nosotros
o que supiera nadie, según me dijo papá, y salió más tarde con la señora
Merridew a un lado y el reverendo Schultz al otro, que lo seguía sujetando por
el brazo mientras él nos buscaba con la mirada y decía, con más desesperación
que antes, “Compañeros, ¿qué es esto? Compañeros, ¿qué está pasando aquí?”, y
el reverendo Schultz lo metió de un empujón en el coche de la señora Merridew y
ésta dijo en voz alta y clara: “Ahora, señor Christian, me lo voy a llevar a mi
casa y allí le voy a preparar un bonito vaso de limonada fresca y luego nos
vamos a comer un pollo bien rico y después se va a echar usted una bonita
siestecita en mi hamaca y entonces vendrán el hermano y la hermana Schultz e
iremos todos a tomarnos un helado bien rico”, a lo que el tío Willy decía: “No,
no, señora, ¡espere! ¡Espere un momento, que tengo que ir a la tienda a
preparar una receta! ¡Lo tengo prometido desde esta mañana!”.
Lo metieron en el coche a
empujones y allí nos quedamos nosotros; así desapareció de nuestra vista,
sentado junto a la señora Merridew en su coche, como desapareció Darl Bundren
con el ayudante del alguacil en el tren, y para mí que lo llevaba ella sujeto
por la muñeca, y eso que no le hizo falta esposarlo, y el tío Willy nos lanzó
una única mirada de pasmo, de desesperada desesperanza.
Y es que ya pasaba de largo una
hora de la hora de su inyección y esa tarde cuando por fin se escabulló de las
garras de la señora Merridew eran cinco las horas que pasaban, por eso ni pudo
siquiera meter la llave en la cerradura, así que la señora Merridew y el
reverendo Schultz lo vieron y esta vez ni dijo nada ni miró a nadie: sólo
intentó escaparse como intenta escaparse un gato medio asilvestrado. Se lo
llevaron a su casa y la señora Merridew mandó un telegrama a su hermana, la de
Texas, y el tío Willy no apareció por el pueblo en tres días, porque la señora
Merridew y la señora Hovis se turnaron para estar con él a todas horas, en la
casa, de día y de noche, hasta que llegara la hermana de Texas. Entonces
estábamos de vacaciones y el partido de beisbol lo jugamos el lunes y esa tarde
la tienda seguía cerrada a cal y canto y hasta el miércoles por la tarde no
vimos al tío Willy, que apareció corriendo a todo correr.
No llevaba camisa y no se había
afeitado y no hubo forma de que metiera la llave en la cerradura, y entre
jadeos y gimoteos acertó a decir: “Por fin se ha dormido, por fin se ha
dormido”, y así hasta que uno de nosotros tomó la llave y le abrió la puerta.
También tuvimos que prenderle la parrilla y llenarle la jeringa, que esa vez no
entró despacio en la vena de su brazo, pues pareció que intentase clavársela
hasta el hueso. Después no regresó a su casa. Dijo que no necesitaba nada para
echarse a dormir y nos dio el dinero y nos dejó salir por la puerta de atrás y
compramos unos bocadillos y un frasco de café en el café y allí lo dejamos
tendido.
Al día siguiente fueron la
señora Merridew y el reverendo Schultz y otras tres señoras; el ayudante del alguacil,
a sus órdenes, hizo saltar la cerradura, y la señora Merridew sujetó al tío
Willy por el cuello y lo sacudió y le habló en susurros que se oían
perfectamente: “¡Serás desgraciado! ¡Serás desgraciado, enano! ¿Cómo se te
ocurre escaparte de mí, bruto?”, y el reverendo Schultz decía: “A ver, a ver,
hermana; domíneseme”, mientras las otras tres señoras gritaban a voz en cuello
“señor Christian” y “tío Willy” y “Willy”, según la edad que tuvieran o según
el tiempo que llevaran viviendo en Jefferson. No les costó mucho.
Esa misma noche llegó la hermana
de Texas y cuando pasamos por delante de la casa vimos a las señoras en el
porche de la entrada, o entrando y saliendo por la puerta, y el reverendo
Schultz era como si sobresaliera, como si abultara en medio de todas ellas,
como en el cuarto donde el señor Miller comentaba los pasajes de la Biblia, y
atinamos a colarnos por el seto y los oímos hablar por la ventana, oímos llorar
y despotricar al tío Willy, lo oímos intentar por todos los medios levantarse
de la cama, y oímos a las señoras decir: “Vamos, vamos, señor, Christian;
vamos, vamos, tío Willy”, y también: “Vamos, Bubber”, porque allí también
estaba su hermana; y oímos al tío Willy llorar y rezar y despotricar y
maldecir. Y así llegó el viernes y se rindió. Los oímos a todos sujetarlo en la
cama; digo yo que debió de ser su última intentona, su última correría, porque
nadie tuvo tiempo entonces de decir ni pío; y al cabo lo oímos a él, con una
vocecilla floja, sin resuello, jadeando.
–Esperen, esperen –decía–.
¡Esperen un momento! Se los voy a pedir por última vez. ¿Quieren hacer el favor
de dejarme en paz? ¿Quieren largarse de una vez? ¿Quieren hacerme el favor de
irse todas al infierno y dejarme a mí tranquilo, que ya iré yo cuando
buenamente pueda?
–No, señor Christian –dijo la
señora Merridew–. Sepa usted que esto lo hacemos para salvarlo.
Durante un minuto no oímos nada.
Luego oímos al tío Willy desplomarse de nuevo en la cama, dejarse caer como un
fardo.
–De acuerdo –dijo–. De acuerdo,
como quieran.
Fue como uno de esos corderos
que se sacrificaban en la Biblia. Fue como si hubiera subido él solito al altar
y se hubiera dejado caer patas arriba y ofreciera el cuello y dijera: “Muy
bien, adelante, vengan por mí y acabemos de una vez. Que me degüellen cuanto
antes y que me dejen en paz sobre el fuego”.
III
Estuvo enfermo mucho tiempo. Se lo llevaron a
Memphis y dijeron que se iba a morir. La tienda quedó cerrada a todas horas, y
al cabo de unas cuantas semanas ni siquiera mantuvimos en marcha los partidos
de la liga. No eran sólo los bates y las pelotas, no era eso. Pasábamos por
delante de la tienda y veíamos el candado grande y viejo y veíamos aquellas
ventanas por las que no se podía ver nada, no alcanzábamos a ver el interior,
donde comíamos tantos helados y le contábamos quién había ganado y quiénes habían
hecho buenas jugadas y él seguía allí sentado en su taburete, con la parrilla encendida
y la droga hirviendo y burbujeando y la jeringa esperando en su mano,
mirándonos con aquellos ojos que no dejaban de pestañear, nublados y diluidos
tras los cristales de los anteojos, tanto que no se sabía dónde tenía las
pupilas, al contrario de lo que sucede con tantos otros ojos. Y los negros y
los campesinos que comerciaban con él también acudieron a ver qué pasaba y se
encontraron el candado, y nos preguntaron qué tal estaba y cuándo iba a volver
a abrir la tienda, porque ni siquiera después de que se abriera de nuevo la
tienda quisieron comerciar con el dependiente que habían puesto la señora
Merridew y el reverendo Schultz en la tienda. La hermana del tío Willy dijo que
lo de la tienda era lo de menos, que se podía quedar cerrada, porque ella se
ocuparía de cuidar al tío Willy si es que se ponía bien. Pero la señora
Merridew dijo que no, que no sólo se había propuesto curar al tío Willy, sino
que además le iba a procurar un renacer completo, no sólo para que ingresara en
la cristiandad verdadera, sino también en el mundo de las cosas prácticas,
donde habría un sitio esperándolo para que pudiera ir por la vida con la cabeza
bien alta, no sólo con honor, sino también con orgullo, entre sus congéneres
los hombres; dijo que al principio sólo tuvo la esperanza de arreglar el
desaguisado para que no tuviera él que dar la cara ante el Creador siendo esclavo
en cuerpo y alma de la morfina, pero que ahora que estaba bastante más fuerte
de lo que nadie hubiera creído posible iba a encargarse ella en persona de que
ocupara el lugar en el mundo al que su apellido lo hacía acreedor ya desde
antes de que lo deshonrase.
Fue ella quien, con el reverendo
Schultz, encontró al dependiente. Llevaba en Jefferson unos seis meses. Tenía
cartas de recomendación para la iglesia, pero nadie, salvo el reverendo Schultz
y la señora Merridew, nadie sabía nada de él. Es decir, que lo nombraron ellos
dependiente de la tienda del tío Willy; nadie más sabía lo que se dice nada de
él. Pero los clientes y proveedores antiguos del tío Willy no quisieron
comerciar con él, ni comprarle ni venderle nada. Y nosotros tampoco. No es que
le hubiéramos generado nosotros muchas ganancias, pero no contábamos, desde
luego, con que nos invitase a tomar un helado, y tampoco creo que hubiéramos
aceptado de él un helado en el supuesto de que nos lo hubiera ofrecido. Y es
que él no era el tío Willy, y en poco tiempo ni siquiera el helado era el
mismo, porque lo primero que hizo el dependiente después de limpiar las
ventanas fue despedir al viejo Job, sólo que el viejo Job se negó a dejar el
empleo. Se quedó merodeando alrededor de la tienda a pesar de los pesares,
murmurando, y el dependiente lo echaba en cuanto lo veía por la puerta, y el
viejo Job se le colaba entonces por detrás, y el dependiente volvía a
encontrarlo y lo maldecía entre susurros, insultaba al viejo Job y lo regañaba por
más cartas de recomendación que tuviera para la iglesia; fue a que le emitieran
una orden de alejamiento y el alguacil le dijo al viejo Job que tendría que
permanecer lejos de la tienda. El viejo Job se plantó entonces en la acera de
enfrente. Se pasaba el día entero sentado en el bordillo, justo allí donde veía
de frente la puerta de la tienda, y cada vez que el dependiente se asomaba el
viejo Job se ponía a gritar: “¡A tos se lo vía decí! ¡A tos se lo digo yo!”. Y
hasta nosotros dejamos de pasar por la tienda. Alcorzábamos por la esquina para
no tener que pasar por delante, por las ventanas relimpias, y no cruzarnos con
la clientela que tenía –vendía mucho a la gente de la parte nueva del pueblo–
al salir y al entrar, y nos parábamos sólo lo justo para preguntarle al viejo
Job por el tío Willy, y eso que ya teníamos noticias llegadas de Memphis a
diario, acerca de él, y sabíamos que el viejo Job no tendría nada nuevo que
contarnos, no llegaría a enterarse bien del todo aunque alguien se lo contara
con pelos y señales, puesto que nunca se llegó a creer que el tío Willy
estuviera enfermo, sólo creía que la señora Merridew se lo había llevado quién
sabe a dónde, por la fuerza, y que lo tenía sujeto a otra cama en otra parte,
para que no pudiera levantarse y volver; y el viejo Job se pasaba el día
sentado en el bordillo de la acera y nos guiñaba el ojo, los ojillos acuosos y
enrojecidos que tenía, como hubiera hecho el tío Willy, y decía: “¡A tos se lo
vía decí! ¡Por la fuerza lo tienen sujeto allá lejo, mientraste botarate mierda
se queda por la jeta con la tienda del señó Hoke Christian! ¡Se lo vía decí a
tos!”.
IV
El tío Willy no murió. Un buen día volvió con la
piel del color de la cera y con cerca de sesenta kilos de peso, y con los ojos
como los huevos rotos, solo que huevos muertos, huevos que llevaban tanto
tiempo rotos que ya ni olor despiden, hasta que uno los mirara a fondo y viera
que cualquier cosa podían ser, cualquier cosa del mundo, salvo una cosa que
bien muerta estuviera. Eso fue después de que nos volviera a conocer. No quiero
decir que se hubiera olvidado de nosotros exactamente. Era como si aún nos
tuviera aprecio por ser chicos, pero como si no nos hubiera visto nunca, y tuvo
que volver a aprenderse los nombres y las caras y a qué nombre correspondía qué
cara. Su hermana regresó a Texas, porque era la señora Merridew quien iba a
cuidar de él hasta que estuviera recuperado del todo y completamente sanado.
Sí. Sanado.
Recuerdo la primera tarde en que
volvió a vérsele por el pueblo y fuimos a pie a la tienda y el tío Willy miró
las ventanas relimpias, que ahora se veía todo a través de ellas, y miró a la
clientela, a todos los que nunca quisieron comprarle ni venderle nada, y el
dependiente le dijo: “Usted es mi dependiente, ¿entendido?”, y el dependiente
se puso a hablar de la señora Merridew y del reverendo Schultz y el tío Willy
dijo: “De acuerdo, de acuerdo”, y también él se tomó entonces un poco de helado
de pie en el mostrador, del mismo lado que nosotros, como si fuera un cliente
más, mirando todo lo que tenía alrededor en la tienda mientras se tomaba el
helado, y eso que esos ojos no estaban ni mucho menos muertos, y dijo aquella
vez: “Pues, a lo que se ve, le ha sacado usted más partido que yo al vejestorio
de mi maldito negro”, y algo empezó a decir el dependiente sobre la señora
Merridew y el tío Willy le dijo “De acuerdo, de acuerdo; encuéntreme ahora
mismo a Job y dígale que cuento con verlo aquí todos los días, y que quiero que
la tienda esté en adelante tal como está ahora”. Fuimos a la trastienda, donde
estaba la vitrina de los medicamentos, donde el tío Willy también se quedó
mirándolo todo, asombrado de que el dependiente lo hubiera limpiado tanto y de
que hubiera un candado nuevo, grande, en la vitrina donde se guardaban las
drogas y demás, mirándolo y remirándolo con aquellos ojos de los que nadie en
su sano juicio diría que los tenía muertos, igual me da quién fuera, y dijo
“Sal ahí y le dices a ese pájaro que quiero mis llaves”. Pero no estaban ni la
parrilla ni la jeringa. La señora Merridew los había hecho añicos aquel mismo
día. Pero tampoco debió ser eso, porque el dependiente volvió y se puso a decir
no sé qué de la señora Merridew y el reverendo Schultz, y el tío Willy lo
escuchaba y decía “De acuerdo, de acuerdo”, y eso que hasta entonces nunca lo
habíamos visto reír y la cara ya no le cambiaba de color, pero nosotros bien
sabíamos que por dentro se estaba mondando de risa. Salimos entonces. Él dio vuelta
nada más llegar a la plaza por la Calle Los Negros y se fue derecho a la tienda
de Sonny Barger y fui yo quien cogió el dinero y le compré un refresco de
jengibre de Jamaica y luego salí de la tienda de Sonny y los alcancé y fuimos
todos a casa del tío Willy y nos sentamos en la hierba de la entrada mientras
él se tomaba el refresco de jengibre de Jamaica y volvía a repetir uno por uno
los nombres de todos nosotros.
Y esa noche nos reunimos con él
en donde nos había dicho. Llevaba la carretilla y la palanqueta y saltamos la
cerradura de la puerta de atrás y luego la vitrina, con el candado nuevo y
todo, y sacamos la lata de alcohol y la llevamos a casa del tío Willy y la
escondimos en el granero. Casi tres galones tenía y él se pasó cuatro semanas
sin aparecer por el pueblo y volvió a enfermarse y la señora Merridew entró
como un torbellino en la casa y se puso a abrir uno por uno todos los cajones y
a vaciar todos los armarios y el tío Willy estaba en cama y la miraba con esos
ojos que muy lejos estaban de ser ojos muertos. Pero nada pudo encontrar porque
ya no quedaba nada, además de que no tenía ni idea de qué estaba buscando,
porque estaba buscando una jeringa. Y la noche en que el tío Willy volvió a
levantarse de la cama y volvió a la tienda y fuimos a la vitrina y vimos que ya
estaba abierta y el taburete del tío Willy estaba junto a la puerta y había un
frasco de alcohol de un cuarto de galón que se veía nada más entrar y eso fue
todo, no hubo más. Y supe entonces que el dependiente sabía quién se había
llevado el alcohol la otra vez, pero no supe por qué no se lo dijo a la señora
Merridew hasta que pasaron un par de años.
Yo al menos no lo supe hasta que
pasaron un par de años, y a lo largo de un año al tío Willy le dio por ir a
Memphis todos los sábados en el coche que su hermana le regaló. Escribí la
carta mientras el tío Willy me miraba por encima del hombro y me iba dictando,
la carta en la que contaba que iba mejorando bastante de salud, aunque no tan
deprisa como parecía querer el médico, y contaba que el médico había dicho que
no sería bueno que fuera a pie a la tienda y que por eso necesitaba un coche,
pero no un coche de los caros, sino un coche pequeño, normalito, que él mismo
pudiera manejar, o a lo mejor encargar a un negro joven que lo manejara,
siempre y cuando su hermana pensara que no era de veras bueno que fuera a pie
hasta la tienda: y ella le mandó el dinero y él se buscó a un negro de cabeza
revuelta, más o menos de mi talla, que se llamaba Secretary, y que se encargaba
de manejar su coche y llevarlo a donde quisiera. Es decir, que Secretary dijo
que sabía manejar; es seguro que tanto él como el tío Willy aprendieron a manejar
en los viajecitos nocturnos que hacían por la zona montañosa, cuando iban a
comprar whisky de maíz, y Secretary aprendió rápidamente a manejar por Memphis,
pues de allí volvían todos los lunes por la mañana con el tío Willy anestesiado
del todo en el asiento de atrás, con un olor en la ropa que era como ese olor
cuyo origen no iba a descubrir yo de primera mano hasta que pasaran unos
cuantos años, y dos o tres botellas medio vacías, y una libreta llena de
números de teléfono y de nombres como Lorine y Billie y Jack. Dos años tardé en
saberlo, hasta que un lunes por la mañana llegó el alguacil y cerró a cal y
canto, con un candado, todo lo que quedaba de las existencias del tío Willy, y
cuando quisieron dar con el dependiente ni siquiera llegaron a saber en qué
tren se había largado del pueblo; fue una calurosa mañana de julio y el tío
Willy iba hecho una piltrafa en el asiento de atrás, y en el del pasajero,
junto a Secretary, iba una mujer el doble de grande que el tío Willy, con
sombrero rojo y vestido rosa y un abrigo de piel blanca bastante sucio y dos
maletas de mimbre en las defensas, y tenía el pelo del color de una boca de
riego nuevecita, y las mejillas maquilladas, con un polvillo que se le había
resquebrajado por el sudor.
Aquello fue peor que si hubiera
vuelto a las andadas con la droga. Cualquiera diría que había traído la viruela
al pueblo. Me acuerdo que la señora Merridew llamó por teléfono a mamá aquella
misma tarde, porque se le oía incluso desde fuera de la casa, pese a estar la
cocina de por medio: “¡Se ha casado! ¡Se ha casado! ¡Con una meretriz! ¡Con una
meretriz, una meretriz!”, maldiciéndola igualito que los insultos con que
martirizaba el dependiente al viejo Job, y es posible, claro, que la Iglesia
pueda llegar a esos extremos, y es posible que los ciudadanos que a la Iglesia
pertenecen sean los que mejor saben o más derecho tienen a decir cuándo se
desconecta uno de la religión durante un minuto o dos. Y papá también maldijo,
aunque no maldijera ni insultara a nadie en particular; yo desde luego supe que
no estaba despotricando contra el tío Willy, ni contra la mujer con la que
acababa de casarse el tío Willy, igual que supe que me entraron unas ganas
locas de que la señora Merridew estuviera allí delante y lo oyera alto y claro.
Sólo que no creo que, de haber estado allí, hubiera oído nada de nada, porque
dijeron que aún iba con la bata cuando fue a buscar al reverendo Schultz y lo
metió a empujones en el coche y se dirigió a casa del tío Willy, donde aún
estaba en cama, como siempre que fuera lunes o martes, y la mujer con la que se
casó echó con cajas destempladas a la señora Merridew y al reverendo Schultz,
esgrimiendo el certificado matrimonial como si hubiera sido una pistola o un
cuchillo. Y me acuerdo de que aquella tarde –el tío Willy vivía en una
bocacalle muy tranquila, en donde el resto de las casas eran pequeñas, casas de
campesinos que se mudaron a la ciudad a lo largo de los quince años anteriores,
y eran carteros o dueños de pequeños comercios–, de que aquella tarde salieron
de aquella calle tan tranquila, enojadísimas y alborotadas, con las capotas
para protegerse del sol, las señoras con los niños a rastras, y las chicas ya
crecidas con ellas, todas derechas al despacho del alcalde y a la casa del reverendo
Schultz, y me acuerdo que los jóvenes y los chicos que no trabajaban y algunos
de los hombres que sí trabajaban se dedicaron a pasar en coche una y dos y tres
y más veces por delante de la casa del tío Willy para verla sentada en el
porche, fumando cigarros y bebiendo algo en un vaso alto; y me acuerdo que al
día siguiente fue al pueblo a comprar, esta vez con un sombrero negro y un
vestido de rayas rojas y blancas, que parecía un pirulí tres veces más grande
que el tío Willy, al pasar por la calle a la vez que los hombres asomaban la
jeta en la puerta de las tiendas para verla pasar, igual que si fuera caminando
por una hilera de trampas de resorte, y por detrás, por los dos lados del
cuerpo, algo le subía y le bajaba por dentro del vestido, y así hasta que
alguien echó la cabeza para atrás y dio un alarido, un “¡Yiiiipiiiii!”
alborozado, tal cual, y a ella se le meneó aún más el trasero sin detenerse
siquiera, y entonces sí que se oyeron alaridos por todas partes, vaya que sí.
Y al día siguiente llegó un
telegrama de la hermana de Texas, y papá en calidad de abogado y la señora
Merridew en calidad de testigo, creo yo, fueron a visitarlos, y la mujer del
tío Willy les mostró el certificado matrimonial y les dijo a la cara que más
les valía no tomárselo a broma, que con mucho Manuel Street o sin nada de nada
estaba ella casada y bien casada, tanto o más que cualquier zorra, de las más encopetadas
de Jefferson, o de donde fuera, y mientras papá decía: “Vamos, vamos, señora
Merridew; vamos, vamos, señora Christian”, y a la mujer del tío Willy le
explicó que el tío Willy estaba en bancarrota, y que no sería de extrañar que
perdiera incluso la casa, y la mujer le dijo que qué pasaba con la hermana de
Texas, que si papá pensaba decirle que el negocio de los pozos de petróleo
también estaba en bancarrota o qué, y que no la hiciera reír. Así que mandaron
un nuevo telegrama a la hermana de Texas y llegaron los mil dólares y encima
hubo que darle el coche a la mujer del tío Willy. Se volvió para Memphis
aquella misma tarde, atravesando la plaza al volante del coche, con las dos
maletas de mimbre y esta vez un vestido negro, de encaje, sudorosa de nuevo
bajo el maquillaje que se acababa de poner, porque aún hacía calor, aunque
antes hizo un alto donde esperaban los hombres a que abriese la oficina de
correos en el horario de la tarde, y allí les dijo: “Vengan ustedes a verme a
Manuel Street alguna vez, que yo les enseñaré qué se pueden hacer ustedes solos
y también los unos a los otros en este poblachón lleno de pazguatos”.
Y esa misma tarde la señora
Merridew volvió a instalarse en la casa del tío Willy y papá dijo que la carta
que le escribió a la hermana del tío Willy tenía once páginas, porque papá dijo
que nunca perdonaría al tío Willy haberse declarado en bancarrota. La oímos
protegidos desde el seto:
–Está usted loco, señor
Christian; loco de remate. Por todos los medios he intentado salvarle, he
intentado hacer algo de usted, además de la mala bestia que es, pero ha
terminado usted por agotar mi paciencia. Le voy a dar una última oportunidad.
Lo voy a llevar al Keeley, y si eso no da resultado lo pienso llevar yo misma a
casa de su hermana, y a ella la obligaré a internarlo en un manicomio.
Y la hermana mandó desde Texas
los papeles por los que se declaraba la incapacidad mental del tío Willy y se
nombraba a la señora Merridew su tutora y custodia legal, y la señora Merridew
se lo llevó al Keeley de Memphis. Y no hubo más.
V
Mejor dicho: calculo que ellos creyeron que no hubo
más, que esta vez el tío Willy seguro se iba a morir. Y es que hasta papá pensó
que estaba loco de remate, porque hasta papá dijo que de no haber sido por el
tío Willy no me hubiera escapado yo, y que por eso mismo yo no me escapé, sino
que me llevó con trucos un zafado; no fue papá, sino que fue el tío Robert el
que dijo que de zafado nada, que loco no podía estar, porque cualquier
individuo capaz de vender una propiedad en Jefferson y cobrarla en metálico
mientras estaba encerrado en un Instituto Keeley no podía estar ni loco ni
borracho. Y es que ni siquiera se llegaron a enterar de que había salido del
Keeley, ni siquiera se enteró la señora Merridew hasta que pasaron dos días y
no lo pudieron localizar. No lo encontraron nunca, ni tampoco se llegó a saber
cómo se había largado, y yo no me enteré hasta que recibí aquella carta suya en
la que me decía que acudiera en el autobús de Memphis un determinado día, y que
él saldría a recogerme a la parada que había en las afueras de Memphis, al sur.
Ni siquiera me di cuenta de que llevaba entonces dos semanas sin ver a
Secretary ni tampoco al viejo Job. Pero él no me llevó con ningún truco. Si fui
fue porque quise, porque era el mejor de los hombres que he conocido, porque se
divirtió a lo grande durante toda su vida a pesar de lo que quisieron hacerle,
a pesar de lo que se empeñaron en hacer de él, y porque tuve la esperanza de
que si pudiera pasar con él un rato al menos a lo mejor aprendería a hacer lo
mismo, para poder seguir divirtiéndome cuando fuera viejo. O a lo mejor es que
supe algo más aunque fuera sin saberlo, como supe que haría cualquier cosa que
él me pidiera, igual que cuando lo ayudé a entrar en la tienda por el alcohol y
él dio por sentado, sin preguntármelo siquiera, que lo haría, e igual que
cuando le ayudé a esconderlo de la señora Merridew. A lo mejor supe incluso qué
iba a hacer el viejo Job. No lo que hizo, sino lo que haría cuando se presentara
la ocasión, e igual supe que ésa había ser la última correría del tío Willy, y
que si no estaba yo a mano, a nadie tendría para enfrentarse a todo el viejo,
aterrado, timorato aferrarse al aliento apagado y plegado a las reglas que era
Jefferson para él y que, por más que hubiera escapado de Jefferson,
representaba aún el viejo Job.
Así que aquella semana me
dediqué a cortar algo de césped y junté casi dos dólares. Tomé el autobús el
día que me dijo y él me estaba esperando a las afueras de la ciudad, en un Ford
que no tenía capota y en cuyo parabrisas aún se leía el letrero de gis, “$85 al
contado”, y con una tienda de campaña nuevecita, a estrenar, doblada en la
parte de atrás, y el tío Willy y el viejo Job en el asiento, y el tío Willy
estaba estupendo con una gorra de cuadros, quitando una gran mancha de aceite,
con la visera para atrás y unas gafas de aviador sobre la frente y el cuello de
celuloide recién lavado y sin corbata y con la nariz quemada y pelada por el
sol y los ojos iluminados tras las gafas. Con él hubiera ido al fin del mundo;
volvería a hacerlo también ahora, sabiendo incluso lo que iba a pasar. No
tendría ni que pedírmelo, como tampoco me lo pidió entonces. Así que trepé encima
de la tienda y no fuimos hacia el centro de la ciudad, sino que salimos en
dirección contraria. Pregunté a dónde íbamos, pero me dijo que esperara a la
vez que aceleraba el cochecito como si tuviera una prisa loca por llegar, y por
su tono de voz me di cuenta de que todo iba perfecto, de que aquello era lo
mejor, mucho mejor de lo que a nadie se le hubiera ocurrido, y el viejo Job iba
agazapado en el asiento del pasajero, sujetándose con ambas manos y gritándole
al tío Willy para que no corriera tanto. Sí. A lo mejor supe incluso entonces,
por el viejo Job, que el tío Willy a lo mejor había escapado de Jefferson, pero
que en el fondo sólo lo había esquivado, que aún no se había librado del todo.
Llegamos entonces al rótulo
indicador, a la flecha que señalaba “Al aeropuerto”, y por allí dimos vuelta y yo
dije: “¿Qué es, qué es?”, pero el tío Willy sólo me dijo: “Espera y verás”, y
lo dijo como si él también se muriera de ganas de verlo, encorvado sobre el
volante con el cabello canoso y despeinado por debajo de la gorra, con el
cuello duro tan desencajado que se le veía el cuello entre el cuello de la
camisa y la camisa misma, y el viejo Job diciendo (ya lo creo, lo supe incluso
entonces): “Lo tiene, caramba si lo tiene. A lo hecho, pecho. Yo ya se lo dije.
Pero da igual. Yo ya le avisé”. Y llegamos al aeropuerto y el tío Willy se
detuvo en seco y la señaló sin bajarse del coche y dijo: “Mira”.
Era una avioneta que volaba
trazando círculos y el tío Willy echó a correr de un lado al otro por el borde
de la pista, agitando el pañuelo, hasta que lo vio el piloto y descendió y
aterrizó y vino rodando a donde estábamos, una avioneta pequeña con un motor de
dos cilindros. Era Secretary, que llevaba otra gorra de cuadros y gafas de
aviador como las del tío Willy, y me contaron que el tío Willy también había
comprado una gorra y unas gafas para el viejo Job, pero que el viejo Job no
quiso ponérselas. Y esa noche nos quedamos en un campamento que había a dos
millas de allá, y para mí también había comprado una gorra y unas gafas de
aviador; y entonces supe o mejor dicho entendí por qué no habían conseguido
localizar al tío Willy, y me contó que había comprado la avioneta con parte del
dinero que cobró por la venta de su casa después de que su hermana la salvara,
porque la hermana también había nacido allí, aunque el capitán Bean, el del
aeropuerto, no le quiso enseñar a pilotar porque le haría falta un permiso de
un médico (“Válgame el cielo –dijo el tío Willy–, maldita sea si todos esos
republicanos y demócratas con todas sus siglas de la ABC a la XYZ de aquí a
nada no van a meter el hocico hasta en el sitio donde tira uno de la cadena”) y
él no podía ir al médico porque el médico a lo mejor prefería ponerlo otra vez
de patitas en el Keeley o decir a la señora Merridew dónde estaba. Así que
prefirió que fuera Secretary quien aprendiera a pilotar y Secretary llevaba ya
dos semanas pilotando, casi catorce días más de los que practicó con el coche
antes de que se pusiera a manejar. Así que el tío Willy compró el coche y la
tienda de campaña el día anterior, y al día siguiente íbamos a emprender viaje.
Iríamos primero a un sitio llamado Renfro, donde nadie nos conocía y donde
había una pradera enorme de la que el tío Willy tuvo noticia y allí íbamos a
pasar una semana, mientras Secretary enseñara al tío Willy a pilotar la
avioneta. Luego íbamos a ir más al oeste. Cuando se nos acabara el dinero que
había cobrado por la venta de la casa pasaríamos por una ciudad para ofrecernos
a tomar pasajeros y así costearnos la gasolina y la comida y llegar a la ciudad
siguiente, el tío Willy y Secretary en la avioneta, el viejo Job y yo en el coche;
y el viejo Job estaba sentado en una silla, el respaldo apoyado en la pared,
pestañeando ante el tío Willy con los ojillos acuosos y enrojecidos que tenía,
y el tío Willy recostado en el catre con la gorra y las gafas de aviador, el
cuello de celuloide sin corbata (no lo llevaba sujeto a la camisa: sólo se lo
había abotonado al cuello), unas veces de lado y otras veces incluso se le
quedaba para atrás, como el de un presbítero episcopaliano, y los ojos
brillantes tras las gafas de aviador, y su voz resonante y bella.
–Y para Navidad estaremos en
California –dijo–. ¡Imagínense, California!
VI
Y entonces ¿cómo pudieron decir que a mí me llevó
un zafado engañándome por medio de sus triquiñuelas? ¿Cómo es posible? Supongo
que ya supe entonces que aquello no podía salir bien, que era todo demasiado
bonito para ser verdad. Digo que incluso entendí cómo iba a terminar la cosa,
lo supe por el humor sombrío con que se comportaba Secretary siempre que el tío
Willy hablaba de aprender a pilotar él la avioneta, tal como lo supe por el
modo en que el viejo Job miraba al tío Willy, no es por lo que hiciera, claro
que no, sino por lo que haría si surgiera la ocasión. Y es que por algo era yo
el otro blanco. Yo era blanco, por más que tanto el viejo Job como Secretary
fueran los dos mayores que yo, así que la cosa no saldría mal; ya me encargaría
yo de que la cosa no saliera mal. Era como si supiera incluso entonces que daba
lo mismo qué le pasara, porque no iba a morir, y por eso pensaba que si al
menos pudiera aprender a vivir como vivía él, lo mismo daría qué me pasara,
porque tampoco había de morir yo.
Así que emprendimos viaje al día
siguiente, al amanecer, porque había otra regla para lelos y era que Secretary
tenía que permanecer a la vista del aeropuerto en todo momento, en el aire,
hasta que le dieran el permiso para pilotar. Llenamos la avioneta de gasolina y
Secretary despegó como si fuera a realizar otro vuelo de práctica. Entonces el
tío Willy nos hizo subir al coche deprisa, porque dijo que la avioneta era
capaz de hacer sesenta millas por hora, así que Secretary llegaría a Renfro
mucho antes que nosotros. Pero cuando llegamos a Renfro resulta que Secretary
no estaba allí, y armamos la tienda y almorzamos y aún no apareció y el tío
Willy comenzó a despotricar y llegó la hora de la cena y cenamos y Secretary
seguía sin aparecer y el tío Willy vaya si despotricaba y maldecía para
entonces. No llegó hasta el día siguiente. Lo oímos llegar y salimos corriendo
y lo vimos volar por encima de nosotros, viniendo por la dirección contraria a
Memphis, muy deprisa, y nos pusimos a darle gritos y a hacerle señas. Pero él
siguió su rumbo mientras el tío Willy daba saltos y agitaba los puños y despotricaba,
y en un abrir y cerrar de ojos cargamos la tienda de campaña en el coche y
tratamos de darle alcance cuando volvió. Esta vez no le oímos, y vimos la
hélice, porque no daba vueltas, y pareció que Secretary ni siquiera iba a
aterrizar en el prado, sino entre unos árboles que había justo al fondo. Pero
los salvó por los pelos y fuimos corriendo y nos lo encontramos aún sentado en
la avioneta con los ojos cerrados y la cara del color de la ceniza y dijo
entonces “Capitán, si me hace el favor de decirme cómo encuentro Ren…”, antes
incluso de abrir los ojos y ver quiénes éramos. Dijo que el día anterior había
aterrizado siete veces y que nunca llegaba a Renfro y que cada vez que le
decían cómo llegar a Renfro allá iba él todo decidido pero tampoco era Renfro
el pueblo en el que aterrizaba y que había dormido en la avioneta pero que no
había comido nada desde que salió de Memphis porque tuvo que gastarse los tres
dólares que le dio el tío Willy en gasolina y que si no se le hubiera terminado
la gasolina nunca nos habría encontrado.
El tío Willy quiso que fuera yo
al pueblo a comprar más gasolina para que pudiera él empezar a aprender a
pilotar sobre la marcha, pero Secretary dijo que no. Se negó en redondo. Dijo
que la avioneta era del tío Willy y supuso que él también era del tío Willy, al
menos hasta que volviéramos a casa, claro que sí, pero que ya había volado todo
lo que podía volar durante una temporadita. Así que el tío Willy tuvo que
empezar su aprendizaje al día siguiente.
Pensé durante un buen rato que
iba a tener que tirar por tierra al viejo Job, que iba a tener que sujetarlo
para que dejara de gritar “¡No se suba a ese trasto!”, y seguía gritando “¡A
tos se lo vía decí! ¡Se lo vía decí a tos!”, mientras mirábamos la avioneta en
la que iban Secretary y el tío Willy, cuando más o menos despegó de un bote y
luego cayó como si el tío Willy quisiera tomar un atajo para llegar cuanto
antes a China y volvió a remontar de un bote y al fin pareció que iba bastante
derecha y volaba alrededor de la pradera y luego descendió a tierra y el viejo
Job no dejaba de desgañitarse gritando al tío Willy y llegaron unos aparceros
de los otros campos y llegó gente en carretas y a pie, parados todos en la
carretera para verlos y la avioneta bajaba y bajaba hasta pasar por delante de
nosotros con el tío Willy y Secretary el uno junto al otro, como si fueran
igualitos; no quiero decir de cara, sino iguales como son iguales las dos púas
de una horca de hortelano, igualitas antes de clavarse en la tierra; vimos los
ojos muy abiertos y la boca muy abierta de Secretary, tanto que casi se le oyó
decir “¡Oooooh!”, y las gafas de aviador relucientes que llevaba el tío Willy y
el pelo todo despeinado bajo la gorra y sobre el cuello de celuloide que lavaba
todas las noches antes de irse a dormir, y sin corbata, y los vimos pasar
veloces, y el viejo Job no dejaba de dar alaridos: “¡Salga de ahí ahora mismo!
¡Salga de ese trasto!”, y también oímos a Secretary: “¡Suelte, tío Willy!
¡Suéltelo!”, y la avioneta seguía su vuelo, remontando en un momento y cayendo
al siguiente, con un ala más alta que la otra y esa misma ala más baja que la
otra al momento siguiente, y luego volaba de lado y a lo mejor se iba a
estrellar de lado y eso pasó la primera vez, con una especie de crujido seco y
una polvareda que se levantó justo antes de que la avioneta rebotara y cobrara
altura y Secretary chillaba: “¡Suelte, tío Willy! ¡Suéltelo!”, y de noche, en
la tienda de campaña, al tío Willy aún le brillaban los ojos y estaba demasiado
excitado para dejar de hablar e irse a dormir y no creo que ni siquiera se
acordara de que no había tomado un solo trago desde el momento en que se le
ocurrió la idea de comprar la avioneta.
Ah, sí, ya sé lo que se dijo a
propósito de mí cuando todo hubo terminado, sé lo que dijo papá cuando llegó
aquella mañana con la señora Merridew, sé que se dijo que yo era el blanco y
que ya casi era un hombre, y que Secretary y el viejo Job eran sólo dos negros
irresponsables, aunque en realidad fueron el viejo Job y Secretary los que
trataron de pararle los pies. Y es que así fue la cosa; eso fue precisamente lo
que no supieron entender. Me acuerdo de la última noche, de Secretary y del
viejo Job tratando de hacerlo entrar en razón, cuando el viejo Job por fin
logró que Secretary le dijera alto y claro al tío Willy que era sencillamente
imposible que aprendiera a pilotar la avioneta, y el tío Willy dejó de hablar y
se puso en pie y miró muy despacio a Secretary.
–¿Y no aprendiste tú en dos
semanas? –dijo. Secretary dijo que sí–. ¿No aprendiste tú, que eres un maldito
mentecato, un negro ignorante que no vale nada, un cabeza revuelta? –y
Secretary dijo que sí–. ¿Y de verdad crees que yo, licenciado en una
universidad, al frente de un negocio que vale quince mil dólares durante
cuarenta años, te crees que yo no voy a aprender a llevar una maldita avioneta
que vale mil quinientos dólares? –y entonces me miró a mí–. ¿Tú no crees que la
pueda yo pilotar? –dijo. Y yo lo miré y le dije que sí, que creía que era capaz
de hacer cualquier cosa que se propusiera.
VII
Y ahora no se lo puedo decir a nadie. No lo puedo
decir. Papá una vez me dijo que si lo sabes es que lo puedes decir, alguien se
lo había dicho a él. Pero es que a lo mejor el que lo dijo no contaba con los
chicos de catorce años. Y es que yo me tuve que dar cuenta de que sabía qué iba
a suceder. Y el tío Willy también tenía que saberlo, tenía que saber que
llegaría el momento. Fue como si los dos lo supiéramos y ni siquiera se nos
hubiera ocurrido poner en común nuestras impresiones, decirnos el uno al otro
que lo sabíamos: él no tuvo necesidad de decir aquel día en Memphis “Ven
conmigo, quiero que estés a mano cuando te necesite”, y yo no tuve necesidad de
decir “Déjeme ir con usted, para poder estar a mano cuando usted quiera”.
Y es que el viejo Job llamó por
teléfono a la señora Merridew. Esperó a que estuviéramos todos dormidos y se
escabulló y se largó, e hizo a pie todo el camino hasta la ciudad y la llamó
por teléfono; no tenía nada de dinero, y es probable que nunca en su vida hubiera
llamado por teléfono a nadie, pero fue él quien la llamó por teléfono, y a la
mañana siguiente apareció a todo correr con el rocío del alba (la ciudad, el
teléfono, quedaba a cinco millas) justo cuando Secretary estaba arrancando el
motor y entonces supe o entendí qué había hecho justo antes de que estuviera
cerca y me llegaran sus gritos, que no dejaba de dar a la vez que corría y
trastabillaba por el prado, vociferando “¡Sujétalos! ¡Sujétalos! ¡Que no se
vayan! ¡Llegarán en cualquier momento! ¡Tú sujétalos aunque sea diez minutos,
que no tardarán en llegar!”, y eché a correr para salirle al paso y sí que lo
sujeté a él, que se debatió y llegó a atizarme sin dejar de dar gritos al tío
Willy, que estaba en la avioneta. “¿Llamaste por teléfono? –le dije–. ¿A ella
la llamaste por teléfono? ¿A ella? ¿Le dijiste dónde está él?”. “Sí –dijo a
gritos el viejo Job–. Y ma dicho que va a por tu papito ahora mismo y que
llegarán a eso de las seis”, mientras yo lo sujetaba; fue como sujetar un
puñado de palitos secos, y me llegó el trajín afanoso de su respiración en sus
pulmones y le noté el latir del corazón, y el viejo Job se puso a gritarle a
Secretary: “¡Sácalo de ahí! ¡Ya vienen! ¡Llegarán en cualquier momento, tú
sujétalo!”, y Secretary dijo: “¿A cuál? ¿A cuál?”, y el viejo Job a gritos le
dijo que sujetara la avioneta y Secretary echó a correr y quise sujetarlo por
la pierna pero no pude y vi que el tío Willy nos miraba y que Secretary iba
corriendo hacia la avioneta y me puse de rodillas y le hice un gesto con el
brazo y me puse a chillar yo también. No creo que el tío Willy me oyera, porque
estaba parado junto al motor. Pero sí puedo decir y digo que no tuvo necesidad
de oírme, porque los dos lo sabíamos, lo sabíamos los dos, así que allí me
quedé arrodillado, sujetando al viejo Job en el suelo, y vimos arrancar la
avioneta, cuando Secretary aún seguía corriendo tras ella, y la vimos despegar
de un salto y caer de golpe y remontar el vuelo y fue de pronto como si se
hubiera quedado parada en el aire, justo por encima de los árboles donde
pensamos que Secretary iba a aterrizar el primer día, ante de verla
precipitarse por detrás de los árboles y la perdimos de vista y Secretary
seguía corriendo como un loco y por eso sólo tuvimos que levantarnos y echar a
correr el tío Job y yo.
Vaya que sí. Sé lo que dijeron
sobre mí; lo supe y lo entendí de sobra durante toda la tarde, cuando volvíamos
a casa con el coche fúnebre delante de nosotros, y Secretary y el viejo Job en
el Ford, detrás, y papá y yo los últimos, y Jefferson cada vez más cerca, cada
vez más cerca; y de golpe me eché a llorar. Y es que morir no era nada, era una
cosa que sólo te tocaba por fuera, una cosa que se llevaba por comodidad y por
pura conveniencia, como se hace con la ropa: era por las viejas prendas que no
valían nada, las prendas que nos habían traicionado, o al menos a uno de
nosotros, y el traicionado fui yo, y papá con el otro brazo me rodeaba por los
hombros y me decía “Vamos, vamos, no he querido decir eso. Tú no fuiste. Nadie
te echa la culpa de nada”.
¿Lo ves? Así fue la cosa. Yo
ayudé al tío Willy. Él sabe que lo ayudé. Sabe que sin mí no lo podría haber
hecho. Sabe que lo ayudé; ni siquiera tuvimos que mirarnos uno al otro cuando
se marchó. Eso es así.
Y ahora resulta que ellos nunca
lo entenderán, ni siquiera papá, y ya sólo quedo yo para intentar contárselo,
¿y cómo voy a contárselo, cómo voy a lograr que alguna vez lo entiendan? ¿Cómo?
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