Abilio Estévez
La primera vez que vimos al hombre, mi madre y yo
íbamos al cementerio. Desde la muerte de mi padre íbamos todas las tardes. Ya
habíamos salido por el portón, cuando apareció, extraño, con la ropa de trabajo
empapada en sudor, el sombrero de yarey echado hacia atrás y una guataca
recostada al hombro. Al vernos, la sorpresa lo detuvo. Yo sé que entrecerró los
ojos y que mostró la hilera de sus dientes tan blancos que parecían de mentira.
Sus ojos, de un gris afilado, brillaban como la punta de un cuchillo. Era muy
alto y la ropa le quedaba pequeña: el pantalón, desgarrado en los bajos, dejaba
libre un pedazo de la piel de sus piernas por encima de unas botas enfangadas y
sin abrochar. La camisa tenía un color más oscuro debajo de las axilas y como
la llevaba abierta, podía verse en su pecho la oscuridad de los vellos.
Un segundo lo
miró mi madre y trató de abrir la sombrilla, que no se abrió. Comenzó a buscar
algo en el bolso y me llamó varias veces por mi nombre completo como nunca
hacía.
El hombre dejó
la guataca en el suelo y se acercó. Escuchamos el golpe de las botas en la
calle, y no fue difícil saber que estaba ahí, a dos pasos, era precisa su
respiración agitada y penetrante el olor a manigua.
Sentí la mano
de mi madre apretando la mía.
–Me da un poco
de agua –pidió él con voz que seguro hizo temblar las ramas de los árboles.
Ella no
escuchó, no hizo caso, huyó conmigo calle abajo y doblamos por la primera
cuadra y cruzamos casi corriendo el puente de la zanja.
Comenzaba a
hacer frío y los árboles se veían negros en plena tarde. Las calles estaban
mojadas aunque no había llovido y las casas permanecían cerradas a cal y canto.
Los perros (tantos perros) no ladraban. Tampoco volaban los pájaros, ni se oían
los gritos del hijo loco de la vieja Sana, ni las campanas de la iglesia
hicieron nada por espantar aquel silencio como era su deber.
–¿Quién es ese
hombre? –pregunté a mi madre cuando estuvimos lejos.
–El diablo –respondió.
Volvimos a encontrarlo al día siguiente.
Llegamos al
cementerio que tenía una gran puerta desde donde unos ángeles grandes nos
miraban sin darnos importancia. Abrimos la verja que siempre daba un alarido, y
entramos a la calle de contornos pintados de blanco con las tumbas grises que
tenían floreros de colores vivos.
Mi madre
suspiró (siempre lo hacía) y cerró la sombrilla y se arregló el pelo. Como era
hábito, deambulamos por entre las tumbas. Ella leyó las inscripciones de todas
y se acarició algunas tapas y cruces, allí donde decía que estaba su amiga
Adela y la otra amiga y la otra, tantos muertos que nos recuerdan, hijo, que
polvo somos y en polvo nos convertiremos. Sus ojos no estaban quietos y
brillaban; por momentos detenía en sus labios una leve sonrisa.
En la tumba de
mi padre, quitó las flores mustias y deshizo los pétalos sobre la tierra.
Descubrimos al
hombre en el momento en que mi madre me mandaba por agua limpia; estaba bajo un
angelito de mármol, tan de mármol él como el angelito, mirándonos, mirándola
fijamente.
–No lo mires tú
–me ordenó ella.
No me gustó la
forma angustiada en que lo dijo, pero ninguna pregunta me atrevía a hacerle: la
vi bajar la cabeza, hundirse en sí misma, tranquila, intranquila, sentada en un
banco.
Fui como pude,
evadiéndolo, a la bomba de agua y llené los recipientes de cristal. Pero al
regresar, el hombre me detuvo, no sólo con sus manos, también con sus ojos de
acero que estaban tan llenos de cruces como el cementerio. Sonrió.
–¿Qué quiere? –pregunté
sin miedo, aunque con miedo bajando los ojos porque sabía que no debía mirarlo.
Mostró un papel
doblado, amarillo, un papel viejo.
–Dale a ella.
Dile que es un recado.
Pero como yo,
mis manos, se resistían, se inclinó hacia mí desde su altura y agregó:
–Es un recado
que manda tu padre.
–Mi padre está
muerto –riposté quizá ofendido, aunque sin saber por qué.
–Lo sé –respondió–,
es un buen amigo que no tiene secretos para mí.
¿Cómo culparme
de volver con el recado si se trataba de un aviso que mi padre nos mandaba?
Mi madre leyó
el papel sin demostrar que lo leía. Lo guardó entre los senos y no colocó las
flores en los floreros, dijo que el agua sola resultaba buena para los muertos,
y más tarde ocultó la cara entre las manos noté que sus párpados se agitaban.
¿Estás llorando o estás riendo? Nada, hijo, nada, se secó los ojos y se puso de
pie.
–Vamos, ya es
de noche.
¿De noche? No
dije no, pero el sol aún se veía.
Salimos del
cementerio. Él ya no estaba o se había escondido, y eso que los ojos de ella
iban iluminando las esquinas y se perdían de tan lejos que miraban.
Regresamos en
silencio. Ella no hablaba como cuando había un pensamiento que la torturaba. Yo
la conocía bien. Y como la conocía bien, corté un jazmín y se lo regalé para
que adornara su escote.
Al llegar a
casa, no encendió la luz. Se tiró en la cama y me pidió que echara fresco,
pero, por favor, no me hables, mira que no me gusta que me hablen cuando quiero
pensar.
–¿En quién?
Hubo un
silencio, después escuché la respuesta cansada:
–En tu padre.
En toda una semana, día tras día, estuvo el hombre
pasando frente a nuestra puerta. Ella había cerrado las ventanas y cuando
escuchaba las botas, apretaba los ojos y se tapaba los oídos. A veces lloraba.
Lloraba en silencio, tanto, que parecía que no lloraba.
Dejamos de ira
al cementerio, para no verlo, porque ese hombre es Satanás, hijo, es de otro
mundo y los hombres de otro mundo nada tienen que hacer en este.
Algunas tardes
él tocaba a la puerta. Ella huía a la cocina y se hacía la que estaba
revolviendo la sopa; pero qué sopa, si nada había en los calderos.
Así ocurrió
hasta una tarde en que él no pudo más y tocó mucho, hasta cansarse y ella
tampoco pudo más y aunque no deseaba abrir, abrió la puerta igual que si tomara
una decisión. Se enfrentó a las pupilas afiladas del hombre. Se desearon los
buenos días de modo bastante raro porque no hubo sonrisas.
Él no esperó
para decir:
–Le traigo un
regalo.
Alargó una
jaula blanca, de metal, con un pájaro blanco que no debía ser de metal, volaba
y revolaba con chillidos extraños.
Ella tomó la
jaula y se mostró muy agradecida, si quiere sentarse.
Él pasó a la
sala y me guiñó un ojo cono si yo debiera saber algo que él suponía que yo
supiera. Esta vez iba vestido de limpio, con pantalón de kaki y guayabera
blanca almidonada. Tenía un pañuelo en las manos y se secaba el sudor de la
frente. Olía a agua de colonia.
Mi madre se me
acercó. Acarició mi cabeza.
–Mi hijo –dijo.
Pensé que la
seguridad había vuelto a ella después de haberla abandonado. Estaba hermosa.
Comenzó a moverse con soltura. Trajo un vaso con agua y una taza de café. Por
último, hasta sonrió. Conversaron del invierno, qué bueno el invierno, en
diciembre uno suspira, porque lo que es en agosto…
Cuando él se
marchó ella abrió las ventanas y encendió todas las luces de la casa. No le
importó que fuera tarde para limpiar con insistencia y mucha agua los pisos que
brillaron como cristales.
Más tarde
preparó un baño con agua hirviente con gotas de perfume. Salió del baño y olía
más que un jardín. Se ocultó entre las sábanas de la cama y me pidió que
tampoco hoy la molestara, hijo, quiero pensar.
Al otro día no se vistió de negro. Amaneció con un
vestido blanco que tenía lazos azules y la vi mucho rato frente al espejo
pasando las manos por su cintura, mirándose contenta.
–Hoy vamos a
tener noticias de tu padre –me anunció.
Puso colorete
en sus mejillas y tiñó la boca de un rojo vivo. Las cejas se arquearon con
rayas negras. Levantó el pelo y lo sostuvo con peinetas.
Sacó de una
gaveta una vieja caja de bombones forrada con papel dorado y envuelta en cintas
verdes donde guardaba las fotografías. Zafó con cuidado las cintas y rio mucho
de verse de nuevo tan joven, como en aquellos tiempos. También rio de ver a los
parientes y los iba nombrando y los saludada, repetía las mismas anécdotas, las
mismas historias. Dispuso las fotos sobre el suelo como si compusiera un
rompecabezas. Ponía un dedo sobre cada foto y decía los nombres sin
equivocarse.
Después llenó
la casa con búcaros repletos de flores y hojas de espárrago.
A la noche se
preparó mejor y vistió un traje más elegante y me llamó:
–¿Cómo ves a tu
madre?
Le dije la
verdad, que estaba más bella que nunca, como una actriz de cine, y su
agradecimiento fue un beso que dejó su boca en mi frente.
Trajo fundas
limpias y sábanas limpias y vistió su cama no sin dejar caer unas gotas de
perfume en la almohada.
–El hombre que
viene del otro mundo –dijo– trae un recado de tu padre.
No pregunté si
podía quedarme. Ella oyó la pregunta sin que yo la hubiera dicho y contestó con
el índica levantado igual que cuando daba consejos:
–Oye bien: no
puedes quedarte. El hombre que viene del otro mundo no podrá hablar si te
quedas. Dentro de unos minutos te irás. Volverás muy tarde.
La vi estirar
las sábanas, pasar las manos sobre ellas, acariciarlas, la cama fue quedando
mejor tendida que nunca. Después dio vueltas de un lado a otro hasta que
decidió calmarse encendiendo un cigarro. Fue hasta la ventana. Me gustó verla
fumar, lo hizo como si se tratara de la cosa más importante del mundo.
Entrecerró los ojos y se vio joven, bella. Fumó olvidada de mí, sonrió a la
ventana, al jardín, a la noche.
Escuchamos
entonces los cascos del caballo. Ella corrió para descolgar el retrato de mi
padre que estaba en la pared, sobre la cabecera de su cama y me lo tendió:
–Es necesario
que lo lleves. Pídele que nos ayude.
Salí y sin que
ella me viera me llevé además la jaula, el pájaro blanco. El pueblo estaba
oscuro como el fin del mundo pero yo me alegré de que estuviera así con la
única vida de algunos postes iluminados. Las calles, muertas, las calles por
donde yo corría con mis gritos, con los chillidos del pájaro, feliz de llevar
el retrato de mi padre y sobre todo de tener noticias. Yo, en realidad, siempre
había esperado un mensaje. Aunque un día vi a mi padre encerrado en una caja
negra, yo sospechaba que con tanto que él me quería, no iba a abandonarnos, y
por eso esperaba, a lo mejor el día menos pensado va y nos da la sorpresa. Y mi
madre lo repetía, hijo con este mundo nunca se sabe.
Llegué a la
Madama que son unas ruinas del tiempo de la colonia, y sobre una piedra puse la
foto de mi padre y la jaula del pájaro. Hablé con la foto y le dije por favor,
queremos saber cómo estás allá tan lejos de nosotros y dinos si volveremos a
verte. No respondió pero fue como si respondiera. Quedé tranquilo, contento.
Abrí la puerta de la jaula y le dije al pájaro que si deseaba ser libre podía
salir, y por supuesto salió porque deseaba ser libre. Se fue volando y el golpe
de sus alas parecieron palabras de agradecimiento. Me tiré en la hierba, cerré
los ojos y me dormí, no, no me dormí, pero sí, estaba dormido porque iba
soñando, por el aire, sobre el campanario de la iglesia y el pájaro en mi
hombro…
Cuando el sueño
se acabó, sentí el peso de la noche, y decir el peso de la noche, es decir una
palabra como miedo, y regresé.
Mi casa se veía iluminada, toda iluminada, las
ventanas abiertas dando luz. Al entrar, me molestó en los ojos el brillo de las
lámparas.
Llamé a mi
madre.
Nadie
respondió, lo que no tenía importancia, yo sabía que ella estaba allí, volví a
llamar. En el comedor vi la mesa puesta con el mantel de frutas bordadas que mi
madre reservaba para las grandes noches y los platos con las hacinas sonrientes
en el fondo. Fui rincón por rincón buscándola a ella que estaba oculta para
darme un susto. Vi su cuarto tan vacío como el pueblo. Madre, madre, sé que
estás en la casa. Sentí que la puerta se abría no porque la sintiera, no, más
bien fue una brisa fría que inundó la casa y un olor a árboles y a campo, como
si se tratara del hombre.
No era el
hombre, claro; mi madre entró muy hermosa, con el pelo suelto sobre los hombros
y la bata larga de tela suave. Tenía la bata llena de hojas e iba descalza con
los pies enfangados. Reía entre suspiros.
Hijo, ven, y se
arrodilló para abrazarme y darme miles de besos. Con mis manos ordenó su pelo.
–¿Qué ha dicho
mi padre? –pregunté.
Cerró los ojos,
tan satisfecha que echó la cabeza hacia atrás, todo el júbilo no cabía en su
pecho.
–Es feliz –dijo–.
Tu padre es feliz allá donde está y quiere que nosotros también lo seamos. Dice
que le olvidemos, que no vayamos al cementerio, que vivamos otra vida.
–¿Y el hombre?
–Es su amigo.
Él lo envía para que nos cuide.
Entonces
salimos al jardín porque mi madre me explicó que necesitaba sentir el frío de
la noche, el invierno al fin, y cantar para que mi padre la oyera allá donde
estaba, reír sin motivo, reír y ríe tú, hijo, tu padre es feliz y nosotros lo
seremos.
El pueblo
despertó con nuestra alegría. A nuestras voces se abrieron las ventanas. Por
sobre nuestras cabezas volaba y revolaba el pájaro blanco y, cuando al fin
desapareció, dejó en el cielo un punto brillante que simulaba una estrella.
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