Carlos Fuentes
Hace
poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque
despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación
burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout
endulzado por el sudor de la cocina tropical, bailar el sábado de gloria en La Quebrada,
y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos.
Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien, pero ahora, a los cuarenta,
y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, y a medianoche, un trecho tan
largo! Frau Müller no permitió que se velara –cliente tan antiguo– en la pensión;
por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras
Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión matutino de la
terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida.
Cuando llegué, temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo
un túmulo de cocos; el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y
lo cubriéramos de lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no
le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos de Acapulco, todavía en la brisa. Hasta
Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Con el desayuno de huevos y chorizo,
abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias,
en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado en México;
cachos de la lotería; el pasaje de ida –¿sólo de ida?–. Y el cuaderno barato, de
hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas,
el hedor a vómito, y cierto sentimiento natural de respeto a la vida privada de
mi difunto amigo. Recordaría –sí, empezaba con eso– nuestra cotidiana labor en la
oficina, quizá, sabría por qué fue declinando, olvidando sus deberes, por qué dictaba
oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo”. Por qué, en fin, fue corrido,
olvidada la pensión, sin respetar los escalafones.
“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El licenciado,
amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo
al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a
los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos
en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa
hacia los compañeros –de hecho librábamos la batalla por aquellos a quienes en la
casa discutían la baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos (quizá
los más humildes) llegarían muy alto, y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las
amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así.
No hubo reglas. Muchos de los humildes quedaron allí, muchos llegaron más arriba
de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que
parecíamos prometerlo todo, quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen
extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los
que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas, modernizadas –también,
como barricada de una invasión, la fuente de sodas– y pretendí leer expedientes.
Vi a muchos, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café
que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto
del mío. No, ya no me reconocían, o no me querían reconocer. A lo sumo –uno o dos–
una mano gorda y rápida en el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo, mediaban
los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé en los expedientes. Desfilaron
los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y también todas las
omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los
dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el
arcón de los juguetes se va olvidando, y al cabo, quién sabrá adónde fueron a dar
los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera. Los disfraces tan queridos,
no fueron más que eso. Y sin embargo había habido constancia, disciplina, apego
al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? No dejaba, en ocasiones, de asaltarme el
recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte;
jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver
la vista a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil,
gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio.
Él es descreído, pero no le basta: en media cuadra tuvo que fabricar una teoría.
Que si no fuera mexicano, no adoraría a Cristo, y… No, mira, parece evidente. Llegan
los españoles y te proponen adores a un Dios, muerto hecho un coágulo, con el costado
herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar
un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… Figúrate, en cambio,
que México hubiera sido conquistado por budistas o mahometanos. No es concebible
por nuestros indios venerar a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios
al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso va a que le arranquen
el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido
cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural
y novedosa de la religión indígena. Los aspectos de caridad, amor y la otra mejilla,
en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres
para poder creer en ellos.
“Pepe sabía mi afición, desde joven, por ciertas
formas del arte indígena mexicano. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros.
Mis fines de semana los paso en Tlaxcala, o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste
relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto
que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa
de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy
a ir el domingo.
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón
en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo
al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia
para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch…!
“Hoy, domingo, aproveché para ir a la Lagunilla.
Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa,
de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra
es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque.
El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga para convencer
a los turistas de la autenticidad sangrienta de la escultura.
“El traslado a la casa me costó más que la
adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo
mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol, vertical
y fogoso: ese fue su elemento y condición. Pierde mucho en la oscuridad del sótano,
como simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharnos que le niegue la luz.
El comerciante tenía un foco exactamente vertical a la escultura, que recortaba
todas las aristas, y le daba una expresión más amable a mi Chac Mool. Habría que
seguir su ejemplo.
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto,
dejé correr el agua de la cocina, y se desbordó, corrió por el suelo y llegó hasta
el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas
sufrieron, y todo esto en día de labores, me ha obligado a llegar tarde a la oficina.
“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería.
Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.
“Desperté a la una: había escuchado un quejido
terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé
a qué atribuirlos, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a
descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.
“El plomero no viene, estoy desesperado. Del
Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el
agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos
han cesado: vaya una cosa por otra.
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto
de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer
de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar
el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a un apartamento,
y en el último piso, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero no puedo dejar
este caserón, ciertamente muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura
porfiriana, pero que es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me
daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una casa de decoración
en la planta baja.
“Fui a raspar la lama del Chac Mool con una
espátula. El musgo parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora,
y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No era posible distinguir en la penumbra,
y dar fin al trabajo, con la mano seguí los contornos de la piedra. Cada vez que
repasaba el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta.
Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso,
y la humedad acabará por arruinarla. Le he puesto encima unos trapos, y mañana le
pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.
“Los trapos están en el suelo. Increíble. Volví
a palpar al Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la piedra. No quiero escribirlo:
hay en el dorso algo de la textura de la carne, lo aprieto como goma, siento que
algo corre por esa figura recostada… Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el
Chac Mool tiene vello en los brazos.
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los
asuntos en la oficina; giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el director
tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros.
Tendré que ver a un médico, saber si es imaginación, o delirio, o qué, y deshacerme
de ese maldito Chac Mool”.
Hasta aquí, la escritura de Filiberto era la
vieja, la que tantas veces vi en memoranda y formas, ancha y ovalada. La entrada
del 25 de agosto parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando
trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible.
Hay tres días vacíos, y el relato continúa.
“Todo es tan natural; y luego se cree en lo
real… pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más,
porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si pinta un bromista de
rojo al agua… Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo
de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?… Si un hombre
atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había
estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?…
Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola
aquí, y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su gran
cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en un caracol.
Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haber borrado hoy: era movimiento
reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla
para que recordemos su poder, o la muerte que llegará, recriminando mi olvido de
toda la vida, se presenta otra realidad que sabíamos estaba allí, mostrenca, y que
debe sacudirnos para hacerse viva y presente. Creía, nuevamente, que era imaginación:
el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo,
casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas
menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar
sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche,
de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en
la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando
volví a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre.
Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz
parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.
“Casi sin aliento encendí la luz.
“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente,
ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy
pegados a la nariz triangular. Los dientes inferiores, mordiendo el labio superior,
inmóviles; sólo el brillo del casquetón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa,
delataba vida. Chac Mool avanzó hacia la cama; entonces empezó a llover”.
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue
despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del director, y rumores
de locura y aun robo. Esto no lo creí. Si vi unos oficios descabellados, preguntando
al oficial mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al secretario
de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación
darme; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, lo habían
crispado. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo,
con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia.
Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:
“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere…
un glu-glu de agua embelesada… Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las
lluvias ecuatoriales, el castigo de los desiertos; cada planta arranca su paternidad
mítica: el sauce, su hija descarriada; los lotos, sus mimados; su suegra: el cacto.
Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo
es, de las chanclas flameantes de ancianidad. Con risa estridente, el Chac Mool
revela cómo fue descubierto por Le Plongeon, y puesto físicamente en contacto con
hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y la tempestad, natural;
otra cosa es su piedra, y haberla arrancado al escondite es artificial y cruel.
Creo que nunca lo perdonará el Chac Mool. Él sabe de la inminencia del hecho estético.
“He debido proporcionarle sapolio para que
se lave el estómago que el mercader le untó de ketchup al creerlo azteca: No pareció
gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y, cuando se enoja, sus dientes,
de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano,
desde ayer, en mi cama.
“Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde
la sala en que duermo ahora, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio,
seguidos de ruidos terribles. Subí y entreabrí la puerta de la recámara: el Chac
Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; saltó hacia la puerta con las manos
arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño… Luego bajó jadeante y
pidió agua; todo el día tiene corriendo las llaves, no queda un centímetro seco
en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido no empapar la sala más.
“El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado,
dije que lo iba a devolver a la Lagunilla. Tan terrible como su risilla –horrorosamente
distinta a cualquier risa de hombre o animal– fue la bofetada que me dio, con ese
brazo cargado de brazaletes pesados. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea
original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como se domina a un juguete; era,
acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez –¿quién lo dijo?–
es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa, y se
pone las batas cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado
a que se le obedezca, por siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme.
Mientras no llueva –¿y su poder mágico?– vivirá colérico o irritable”.
Hoy descubrí que en las noches el Chac Mool
sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una canción chirriona y anciana, más
vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y cuando no
me contestó, me atreví a entrar. La recámara, que no había vuelto a ver desde el
día en que intentó atacarme la estatua, está en ruinas, y allí se concentra ese
olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta hay huesos:
huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool
para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso
mío; ha hecho que telefonee a una fonda para que me traigan diariamente arroz con
pollo. Pero lo sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable:
desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac ha
descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o
doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir
me fulminará; también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto
de sus correrías nocturnas… Como no hay luz, debo acostarme a la ocho. Ya debería
estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él
en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada, y quise
gritar.
“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse
en piedra otra vez. He notado su dificultad reciente para moverse; a veces se reclina
durante horas, paralizado, y parece ser, de nuevo, un ídolo. Pero estos reposos
sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiera arrancar algún
líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables en que relataba
viejos cuentos; creo notar un resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios
que me han puesto a pensar: se está acabando mi bodega; acaricia la seda de las
batas; quiere que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón
y lociones. Creo que el Chac Mool está cayendo en tentaciones humanas, incluso hay
algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si
el Chac se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante
y caiga fulminado. Pero también, aquí, puede germinar mi muerte: el Chac no querrá
que asista a su derrumbe, es posible que desee matarme.
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac
para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para adquirir trabajo, y
esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Necesito
asolearme, nadar, recuperar fuerza. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión
Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo el Chac Mool; a ver cuánto
dura sin mil baldes de agua”.
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise
volver a pensar en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar
coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo psicológico.
Cuando a las nueve de la noche llegamos a la terminal, aún no podía concebir la
locura de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto,
y desde allí ordenar su entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en
la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con
bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata;
su cara, polveada, quería cubrir las arrugas; tenía la boca embarrada de lápiz labial
mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
–Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…
–No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres
que lleven el cadáver al sótano.
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