Félix J. Palma
Alberto
no descubrió cuánto necesitaba abrazar a alguien hasta que aquella anciana
desconocida se le abalanzó con la intención de envolverlo en sus brazos.
¿Cuánto hacía que él no tenía oportunidad de realizar aquel gesto de cariño? En
la oficina era algo impracticable, con su padre hacía mucho que resumía sus
afectos en el beso casi arzobispal que desovaba cada noche sobre su frente, y
desde que Fátima, harta de trabajos esporádicos, había decidido enfangarse en
unas oposiciones a la administración pública, sus encuentros se reducían a un
torpe intercambio de palabras en el descansillo de una escalera desvencijada,
rebozados en penumbra sucia, mientras su madre los espiaba con la puerta
entreabierta fingiendo que trasteaba en la cocina. Famélico de contacto humano,
Alberto correspondió al abrazo de la anciana sin pensárselo, como en un acto
reflejo: la estrechó entre sus brazos poniendo cuidado en no troncharle la
osamenta, que se adivinaba frágil como un entramado de barquillo, y aspiró su
aroma a piel gastada, abandonándose a la bonanza del roce, disfrutando de aquel
inesperado trato epidérmico. La apretó con firmeza, metódico y agradecido,
mientras se llenaba de ella como un cántaro, sabiendo en el fondo que aquello
no podía prolongarse mucho más, que en breve la anciana lo miraría a la cara y
comprendería que la penumbra del pasillo le había hecho confundir a algún ser
querido con el vendedor de enciclopedias.
Sin embargo, cuando al fin deshizo el abrazo para
enfrentar su mirada, los labios de la anciana no dibujaron otra cosa que una
amplia sonrisa.
–José Luis, hijo mío –exclamó
con la voz rota por la emoción–. Sabía que vendrías, que no te olvidarías de tu
madre el día de su cumpleaños.
Alberto parpadeó, sorprendido, mientras creía
distinguir en los ojos de la anciana el nubarrón de las cataratas, lo que,
sumado al mezquino resplandor que exhalaba la bombilla del pasillo, había
creado el equívoco. Iba a sacarla de su error, pero la anciana ya lo empujaba
por un pasillo de catacumba que desembocaba en una salita minúscula, abigarrada
de muebles de anticuario, la mayoría enterrados bajo una hojarasca de paños de
ganchillo. Proliferaban sobre las repisas los adornos zafios y los trastos inútiles,
que parecían reproducirse a su aire en aquella penumbra, como animalitos
noctívagos. La única nota de color la ponía la tarta de cumpleaños que, erizada
de velitas encendidas, había alunizado sobre la mesa camilla.
–Siéntate, hijo, y vamos a cortar la tarta, que
traerás hambre– ordenó la anciana, tendiéndole un birrete de papel charol
semejante al que ella misma procedió a colocarse sobre sus guedejas grises.
Inmóvil en el centro de la estancia, Alberto
contempló estupefacto a la anciana, sentada expectante a la mesa, con el rostro
suavizado por el resplandor de las velitas y la tilde del bonete redimiendo su
átona figura, y se dijo que por qué no. Llevaba todo el día peinando el
extrarradio con el abrigo abrochado hasta el cuello, cada vez más encorvado
bajo el aliento glacial de un invierno que, si había que hacer caso a los
videntes ocasionales que producía el reuma, barruntaba nieve por primera vez en
doce años. Bajo aquella perspectiva la mesa camilla, entre cuyas enaguas debía
latir un brasero, se le antojaba madriguera, útero materno, trinchera desde
donde oír sin miedo el rugido de los obuses. Nada le costaba suplantar al
desagradecido de José Luis y ofrecerle a su anciana madre unas migajas de
felicidad. Resuelto a ello, dejó el maletín en el suelo, se sentó en la
mecedora y con el gesto diligente de un cirujano curtido empuñó los cubiertos.
Reforzando su fingida desenvoltura con un canturreo bajito, procedió a cortar
el pastel, sin dejar de mirar de soslayo a la anciana, quien a su vez lo
contemplaba a él con una sonrisa complacida. Tras servir la tarta, ambos
atacaron su porción en un silencio de abadía, roto únicamente por los mugidos
de deleite con que se turnaban para halagar el virtuosismo del pastelero.
Mientras devoraba el dulce, Alberto reparó en los
dos retratos que colgaban en una de las paredes. Uno pertenecía a una mujer
morena, de tez pálida y ojos lánguidos, probablemente hija de la anciana. El
otro correspondía a un individuo flaco, de rostro elemental y nariz aguileña
que debía de ser José Luis. Tuvo que reconocer que guardaba cierto aire de
familia con el individuo al que estaba sustituyendo, aunque el tipo de la
fotografía poseía una mirada resuelta con la que él no había tenido la fortuna de
nacer. Estaba claro que José Luis pertenecía a ese grupo de personas que
encaran la vida como una competición excitante, por lo que no era difícil
imaginarlo yendo de aquí para allá con rollos de planos bajo el brazo, o
hurgando en los subterráneos de una mujer con un guante de látex, o impartiendo
órdenes a un equipo de vendedores de enciclopedias formado por hombres sin más
sangre en las venas que la imprescindible para mantenerse con vida. Resultaba
triste, de todas formas, que tuviese algo más importante que hacer el día del
cumpleaños de su madre que estar allí. Tan triste como que él no tuviese nada
más importante que hacer en algún otro lugar.
–¿Dónde ésta mi regalo? –inquirió de repente la
anciana.
La pregunta alarmó a Alberto. Contempló a su
anfitriona, sin saber qué contestarle, hasta que se acordó del regalo que esa
misma tarde, mientras deambulaba por un centro comercial, había comprado para
Fátima. ¿Por qué no, puestos a jugar, hacerlo bien?, se dijo hurgando en su
maletín. Extrajo el regalo, lo desenvolvió y se lo mostró a la anciana. Ésta
estudió la bola de cristal que anidaba en la palma de Alberto con una mirada
escéptica.
–Es un bibelot– explicó Alberto.
Lo sacudió con un movimiento seco, e
inmediatamente, sobre el pintoresco pueblecito que se alojaba en su interior,
se desencadenó una nevada. Al ver surgir de la nada aquellos copos de nieve a
la anciana se le iluminó el rostro. Lo tomó con reverencia de las manos de
Alberto y, tras un momento de duda, se atrevió a agitarlo ella misma,
conjurando de nuevo la nieve sobre aquel paisaje minúsculo. Luego, dejándolo a
un lado, como si quisiera aplazar su disfrute para cuando volviera a
encontrarse sola, dedicó a su falso hijo una mirada satisfecha.
–Es un mundo de juguete que tiene sus propias
reglas –puntualizó Alberto, señalando el bibelot con las cejas–. Ahí dentro
todo funciona de otra manera.
La anciana asintió con gravedad, pese a que
resultaba imposible que hubiese llegado a entender sus palabras. Al instante,
Alberto se reprochó el haber correspondido a la afable disposición de su
anfitriona formulando un pensamiento tan íntimo e idiota como eran las
impresiones que le había producido el bibelot. Pero ya estaba hecho. Se recordó
entonces aventurándose en aquella tienda del centro comercial sin más propósito
que el de reunir el valor suficiente para volver a encarar el frío de las
calles. Una vez dentro, había merodeado entre sus estanterías, contemplando los
abalorios sin demasiado interés, mientras un sentimiento de desdicha se iba
apoderando de él. ¿Con aquella misma desgana iría royendo el futuro,
malgastando los días rondando por bares y almacenes como un desarrapado al que
ni siquiera le quedaba el consuelo del vino para disfrazar su inútil
existencia? Pero qué podía hacer, si no se sentía con fuerzas para doblegarse
ante los elementos ni lograba encontrar un sueño que perseguir, un anhelo a
cuya consecución poder entregarse para exhibir al menos un poco de coraje. A
veces miraba a su alrededor, hacía balance del día, y encontraba una exigua
calderilla vital: el fogonazo de alegría que le había producido vender alguna
enciclopedia, la victoria de haberle robado un beso o una caricia a Fátima,
modesta gratificación a su perseverancia en la desapacible penumbra del
descansillo. Y se echaba en la cama vencido, aterrado ante la posibilidad de
que aquel mundo fuese inamovible, de que para que las cosas cambiasen fuera
necesario el concurso de su voluntad. Perdido en tan funestos pensamientos,
clavó los ojos en el bibelot que descansaba en un anaquel, en cuyo vientre el
fabricante había acomodado una aldea de cuento, formada por cuatro o cinco casitas
de madera y algunos abetos. Sin saber por qué, se imaginó viviendo allí dentro,
en una de aquellas cabañas, rodeado de vecinos que al igual que él también
habrían desertado de una realidad hostil y se afanaban en mantener en
funcionamiento aquella suerte de simulacro. Finalmente, al verse presionado por
las miradas cada vez más recelosas de la dependienta, había comprado el
bibelot, aquel mundo dentro del mundo, sometido a la regencia de un dios que lo
único que podía hacerles era espolvorearlos de tanto en tanto con una nevada
inofensiva.
–Tu hermana debe de estar a punto de llamar–
advirtió de repente la anciana, arrancando de sus pensamientos a Alberto,
quien, tras un momento de confusión, clavó los ojos en el retrato de la mujer
que había en la pared, no sin cierto temor–. Antes nunca me llamaba, ¿sabes?
Pero desde el día en que se lo reproché, no se le olvida jamás.
En ese momento, como si las palabras de la anciana
fuesen un conjuro, sonó el teléfono. Alberto dio un respingo, y buscó con la
mirada el artilugio que producía aquel sonido desabrido e impertinente. Lo
descubrió en una mesita cercana, camuflado entre cachivaches inútiles. Con
esfuerzo, la anciana se levantó, se dirigió al aparato y lo descolgó.
–Hola, hija– saludó con la voz transida de emoción–.
¿Cómo estás? ¿Hace frío en Bruselas?
Conmovido, Alberto observó a la anciana, que se
mantenía de pie junto a la mesita, oscilando levemente, como si el peso del
auricular la desequilibrara. Mientras la oía conversar, admiró su figura
desgastada, aquel compendio de años que tenía ante sí, y no pudo evitar sentir
un principio de vértigo al ser consciente de que la anciana había habitado un
tiempo distinto al suyo, que ella ya existía cuando él no era nada, tan sólo
una remota posibilidad, una hipótesis que se concretó gracias al tesón de un zapatero,
que no cejó hasta que la hija de su mejor clienta aceptó acompañarlo al baile
de Navidad. Contempló aquella criatura deteriorada con infinita ternura,
maravillado por las vivencias que debía de atesorar en sus ojos, y lamentando
que todo aquello fuese un legado sin destinatario que se perdería por el
desagüe cuando la muerte decidiera al fin quitar el tapón de su existencia.
¿Qué clase de vida le habría tocado en suerte?, se preguntó. A juzgar por el
modesto agujero donde rebañaba sus días, debía de haber tenido una de esas
existencias de abeja laboriosa, dura y anónima, que siempre parecen discurrir
al margen de la verdadera vida, cualquiera que esta sea. Junto a un marido que
debía de haber fallecido unos años atrás, y de cuyo carácter Alberto nada podía
deducir, la mujer habría criado a sus dos hijos sin escatimar coraje ni
sacrificio, y ahora era probable que contemplara el puñado de días que le
quedaba por consumir como un interminable tiempo muerto que no sabía en qué
emplear. A esas alturas de la vida, pensó Alberto, con los deberes ya hechos,
sólo cabía sentarse a reponer fuerzas, a disfrutar del cariño de los suyos, de
la satisfacción de saberse artífice en las sombras de sus logros, de haber
traído al mundo a alguien en cuyas gestas podamos constatar que el esfuerzo
mereció la pena. Aunque resultaba evidente que sus hijos le negaban el placer
de verlos construir sus vidas. La hija al menos la llamaba desde la remota
Bruselas. El tal José Luis, que al parecer permanecía en la ciudad, ni siquiera
eso. Apenado, Alberto continuó comiéndose la tarta, sin quitar oído de la
conversación, algo preocupado por los derroteros que pudiese tomar. Su
inquietud se acentuó cuando, después de unos minutos donde se había limitado a
asentir al parloteo que provenía del otro lado de la línea, la anciana dijo:
–No te preocupes por mí, hija. No estoy sola. Tu
hermano ha venido a verme.
Tenso sobre la silla, aguardando acontecimientos,
Alberto masticó despacio el bocado de dulce que acababa de llevarse a la boca.
Oyó a la mujer replicar algo, con un tono de voz repentinamente severo, que
hizo que la anciana enmudeciera un instante, como si buscase las palabras
adecuadas para responderle.
–No empieces otra vez, hija –la oyó decir–. ¿Por
qué siempre me dices lo mismo? ¡José Luis no está muerto! ¡No murió en ningún
accidente de avión! Está aquí, conmigo, comiéndose la tarta.
Alberto dejó de masticar, aturdido, y fulminó con
la mirada el retrato de José Luis. ¿Estaba suplantando a un muerto? Miró de
nuevo a la anciana, que continuaba insistiendo en que su hijo estaba vivo. Pero
la voz del otro lado no daba su brazo a torcer.
–Anda, habla con tu hermana –le ordenó de pronto la
anciana tendiéndole el teléfono–. Dile lo muerto que estás.
Alberto contempló el auricular como si se tratase
de una cobra. Porque no supo cómo negarse sin levantar sospechas en su
anfitriona, se incorporó y cruzó, algo mareado, la distancia que lo separaba
del teléfono. Empuñó el auricular sin saber qué hacer.
–Hola, hermana– dijo, con el corazón batiéndole el
pecho –. ¿Qué tal todo?
Al otro lado de la línea se hizo un silencio
sepulcral.
–¿Quién eres, hijo de puta? –oyó preguntar a la
mujer cuando se recuperó de la sorpresa.
Pese a la dureza del tono, a Alberto le pareció una
voz agradable. Observó el retrato que colgaba de la pared, y eso disipó parte
de su inquietud, como si el hecho de conocer su aspecto físico le diese algún
tipo de extraña ventaja sobre la mujer. Ésta, ante su silencio, había comenzado
a insultarlo e incluso amenazaba con llamar a la policía si no se identificaba.
–Escuche– dijo Alberto bajando la voz, tras
comprobar de soslayo que la anciana había regresado a su butaca y no podía
oírle–. Sólo soy un vendedor de enciclopedias. Su madre me ha confundido con su
hermano y yo he decidido continuar con la farsa. No voy a hacerle ningún daño,
créame, ni voy a robarle nada. Sólo le estoy ofreciendo un poco de compañía,
eso es todo. Me comeré la tarta y me marcharé.
La mujer guardó silencio durante unos instantes,
digiriendo su explicación, y Alberto, consciente de lo disparatada que sonaba
la verdad, temió que no lo creyese. Pero para su sorpresa, cuando la
desconocida volvió a hablar fue para disculparse por su actitud y agradecerle
lo que estaba haciendo por su madre.
–La pobre está muy sola –explicó la mujer en un
tono lento, divagatorio, como si reflexionase para sí misma–. Desde la muerte
de mi hermano no es la misma, ¿sabe? Se niega a creer que José Luis haya
fallecido. Ha construido un mundo donde todo sigue como antes. Le agradezco que
haya contribuido a hacerlo real. Es lo que hacemos todos.
Alberto la dejó hablar sin atreverse a
interrumpirla, consciente de que la mujer no estaba sino desahogándose. Cuando
volvió a quedarse callada insistió en que no tenía por qué agradecerle nada: la
tarta era deliciosa y él no tenía nada mejor que hacer esa tarde. La mujer dejó
escapar una risita, que a Alberto se le antojó extraordinariamente dulce. Le
resultó incongruente escuchar un sonido tan delicado y limpio en aquella
habitación desolada, sumida en la más viscosa de las tristezas, y estuvo a
punto de pedirle a la mujer que volviera a reír, que volviera a enredarle los
tímpanos con aquella mariposa de luz, pero le pareció una petición temeraria,
impropia entre dos desconocidos. Incomodados por el silencio que, una vez
aclarado todo, se había instalado entre ellos, ambos se apresuraron a
despedirse. Al colgar el teléfono, a Alberto le sorprendió saber que, en la
remota Bruselas, una desconocida estaba plagiándole el gesto. Por los
comentarios de la anciana había deducido que la mujer no estaba casada ni
parecía convivir con nadie, por lo que la imaginó sentada en un sofá, vestida
con un pijama sencillo, de esos con trazas masculinas, y el cabello moreno
húmedo y reluciente debido a la ducha que se habría regalado como colofón a una
cansina jornada laboral en algún edificio administrativo, entre cuyas sobrias
paredes se le escurría la vida sin ella saberlo. La ubicó en un apartamento
pequeño, decorado sin demasiados alardes imaginativos pero con buen gusto, tal
vez con vistas a un parquecillo alfombrado de una hojarasca crujiente, casi
musical, sobre la que la mujer solía caminar de regreso a casa bajo la trágica
luz del crepúsculo. No sabía cuánto habría de cierto en el retrato que había
improvisado. Quizá tan sólo hubiese acertado en lo del sofá, puede que en el
pijama. Pero lo que sí podía asegurar era que, ahora, en aquel preciso
instante, la mujer estaba pensando en él. Tal vez no volviese a hacerlo nunca
más, pero en aquel momento lo estaría imaginando, asignándole un físico movida
por ese acto reflejo que nos obliga a ponerle un rostro a los desconocidos que
nos llaman por teléfono. Y el hecho de que, pese a que no se conocían ni jamás
se habían visto, estuviesen pensando el uno en el otro, perfectamente
sincronizados, separados por un océano de kilómetros, le produjo una sensación
de agradable complicidad.
Alberto reparó entonces en que la anciana se había
quedado dormida. Demasiadas emociones por hoy, pensó. Se quitó el bonete, lo
dejó sobre la mesa y, tras coger su maletín, se despidió de ella con una
sonrisa. Cerró la puerta del piso sin hacer ruido y bajó las escaleras. En el
portal, antes de salir, se detuvo a estudiar los buzones, movido por la
necesidad de adjudicarle un nombre a su anfitriona. Buscó el casillero que le
correspondía y acarició la plaquita con los dedos, repasando las letras doradas
que componían la identidad de la anciana como lo haría un ciego.
–Hoy es su cumpleaños –dijo alguien a su espalda.
Sorprendido, Alberto se volvió. La vecina del bajo,
una mujer de unos cincuenta años, lo observaba desde la puerta entreabierta de
su piso, con un plato envuelto en papel de aluminio entre las manos.
–De doña Elvira, digo. Hoy cumple años. Ahora mismo
iba a llevarle unas rosquillas que le he preparado. La pobrecilla está muy
sola. ¿La conoce usted?
–Un poco –respondió Alberto, incómodo por el
escrutinio al que lo estaba sometiendo la mujer, que lo observaba recelosa,
meciendo peligrosamente el plato–. Era amigo de José Luis– se vio obligado a
añadir, esperando que aquello la tranquilizara.
–Era un muchacho estupendo –dijo la mujer,
aparentemente contenta de conocer a un amigo del difunto–. Su pérdida fue
terrible para Elvira. No sé cómo lo soporta, la verdad. Sobre todo cuando, dos
meses después del accidente de José Luis, su hermana, creyéndose culpable de su
muerte porque viajaba a Bruselas para verla a ella, se suicidó tomándose un tubo
entero de pastillas.
Alberto sintió que le faltaba el aire. La cabeza
empezó a darle vueltas y, al borde del desmayo, se despidió de la vecina con un
murmullo ininteligible y se precipitó hacia la puerta del inmueble. El aire
gélido de la noche le ayudó a recobrarse. Se apoyó en una farola, respirando
con dificultad. ¿La mujer también había muerto? ¿Con quién había hablado
entonces?, se preguntó, sintiendo cómo un sudor frío le resbalaba por la
espalda. ¿Había hablado con un fantasma? De repente, al recordar la voz de la
mujer, su risa de cascabel, sintió miedo, un miedo atroz, desmesurado, pero
también una profunda repulsa al comprender que había mantenido contacto con una
persona que no existía, con alguien que habitaba otro mundo. Pero aquello no
podía ser, se dijo, obligándose a buscar otra explicación antes de que lo
dominara el pánico. Era más racional pensar que no había hablado con la mujer
del retrato, sino con otra, tal vez con la compañera de piso de la desconocida
quien, como él, también se hacía pasar por un muerto. Quizá la anciana, sumida
en la soledad y el delirio tras la muerte de su hija, seguía marcado su número
de teléfono cada noche para reprocharle que nunca la llamase, y su antigua
compañera de piso, apiadándose de ella, había decidido suplantar a su amiga.
Aquella posibilidad, mucho más sensata, lo tranquilizó.
Más sereno, se abotonó el abrigo, haciéndose la
promesa de continuar con su papel. Acudiría allí cada año, se pondría el
birrete y cortaría la tarta, y aguardaría la llamada de aquella desconocida
para hablar con la hermana que nunca había tenido. Y pudiera ser que, mientras
su vida verdadera continuaba inmóvil, varada en el descansillo de la escalera
de Fátima, en su otra vida la desconocida viniera a verlos, a ocupar la
mecedora vacía que quedaba en la habitación, y mientras la oía hablar de
Bruselas, él podría cogerle la mano por debajo de las enaguas, sin importarle
encontrarla tan fría como debía estarlo la suya, porque qué importaba que ella
hubiese muerto ingiriendo un tubo entero de pastillas y él en una catástrofe
aérea si ahora estaban allí, todos juntos componiendo un mundo de mentira, un
mundo dentro del mundo en el que poder ser felices. Sonrió, mientras del cielo,
en ráfagas lentas y suaves, comenzaban a caer copos de nieve, como si alguien,
en alguna parte, hubiese sacudido un bibelot.
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