Abelardo Castillo
Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco
un sujeto primitivo, puro, incapaz de adaptarme al florido mundo, donde, para tranquilidad
de la hermosa gente, se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la
hipocresía y el cinismo. Pero al menos hoy he comprendido algo; lo he comprendido
después de lo que pasó esta noche: soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto,
para justificar nada. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio
lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un
miserable. Quién podría juzgarme, quién sobre la Tierra (quién en el cielo) se atrevería
a juzgarme.
Mejor vayamos por partes. Todavía estoy borracho
perdido pero trataré de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde; es decir, la tarde
de ayer, puesto que ahora deben de ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada
del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa todavía quedan restos de la
insólita fiesta. El candelabro de plata, más anacrónico que nunca en medio de la
suciedad y la pobreza que lo rodean, parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido
por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas
de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la
conciencia. Supongo que nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Había ido a dar
sabe Dios cómo a cualquier sórdido callejón del Dock, cuando, al oír un acordeón
y las risas de un cafetín del muelle, reparé en la fecha. Entonces me vi en el viejo
parque de nuestra casa. No sé explicarlo. Las luces, las esferas de colores: recordé
todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules
y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora
del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como
justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo
por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mí me apasionó
y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero que ahora es
mi casa. Con orgullo pueril, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro
labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua serenidad hacia todos
los rincones. Al principio me sentí bien; era una sensación extraña, como de paz
–un gran sosiego–, pero, poco a poco, empecé a preocuparme. Qué significaba todo
esto. Para qué lo había hecho: para quién. Podría jurar que en ese preciso instante
supe que estaba solo y, por primera vez en muchos años, necesité imperiosamente
de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de
ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y ésa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos
cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme
con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco,
siempre igual, como si formara parte de la imagen infame de la cantina, fumando
su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás
lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa
absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–;
pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible
y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos
cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo
necesitaba.
Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del
negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada
rodeaba al viejo, también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y
vea cómo es esto. Una mujer pintarrajeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna
cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las
parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas abrazaban a mujerzuelas indescriptibles
que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas dijo: “¿Quién te creés vos que
soy?”, y, adornado con un insulto brutal, le respondieron quién se creían que era.
No podía soportar aquello; por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba
un minuto más iba a vomitar, o a golpear a alguien, o a llorar a gritos, no sé.
Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo.
–Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido asombrosa; el hombre
alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:
–¿Qué dice usted, señor…?
–Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa,
a pasar una Nochebuena decente.
–Pero, cómo, yo… con usted.
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin
embargo, nos prestó atención.
Faltaba algo más de una hora para la medianoche.
El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro,
dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no
era un hombre vulgar; hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había
preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya
estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por sí misma. El hecho es que
habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una
mujer rubia cuyos ojos –fueron sus palabras– eran transparentes y azules como el
cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
–Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta
años, cuando vine a América, él apenas caminaba.
Dijo que ése era su último recuerdo. Bebió un
trago de champán y agregó:
–Pensar, señor, que ahora tiene un hijo. Qué
cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa.
Yo pensé entonces en aquel nieto. Ojos de cielo
al mediodía, pelo de trigo joven, de qué otro modo podía ser. Sólo que el viejo
Franta difícilmente iba a comprobarlo nunca.
–Pero ¿cómo supiste de ellos?
–El capitán de un barco mercante, señor, me
reconoció hace un mes.
Yo pensaba, me acuerdo, cómo era posible reconocer
en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que
dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo
un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mí también me va a quedar algo cuando, como
el viejo, tenga la mirada perdida y le diga “señor” al primer sinvergüenza bien
vestido que me hable. Pregunté:
–¿Y no intentaste volver…? ¿No trataste…? Él
me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.
–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor;
pero es… Es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–,
un mendigo borracho que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya
no cree… No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor
si allá piensan que yo también me morí hace mucho… –hizo una pausa, ahora hablaba
como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿se
da cuenta?, entonces ella se murió. Esperando. No ve que todo es una porquería,
señor.
La palabra es una caricatura miserable. Quién
puede explicar con palabras, aunque esté contando su propia vida, todo lo que induce
a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser
como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles
forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables
tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas
de humillación.
–Qué vergüenza, señor.
Eso dijo, qué vergüenza, y después agregó: No
poder matarse.
Para el viejo Franta yo era algo así como un
millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que
tengo de escribir en los tugurios y acaso el candelabro le habían hecho suponer
semejante desatino), yo era un loco con plata, en suma, que buscaba literatura en
los bajos fondos de Buenos Aires. Entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella
idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño.
Quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y
es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova
de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo,
exclusivo, inverificable, que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose
a sí mismo. El suicidio o la locura son dos formas del apocalipsis individual: la
venganza de la soledad.
Pero éste es otro asunto. Lo que quería decir
es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna,
mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente.
Y esta noche puse toda mi alma en el engaño. Él me creía rico y caprichoso, pues
bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción y, a medida que
bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañé,
pobre viejo, lo engañé y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no
puedo arrepentirme de esto. Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era
(como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por
el ojo de una aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo
y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo
llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de
quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras
improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol,
la idea aquella se gestaba cada vez más precisa y fascinante: yo haría feliz a ese
pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto, dijo:
–Pero ¿por qué, señor, por qué…?
No acabó de hablar: no se atrevió. Yo supe que
en ese instante me aborrecía con toda su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo,
hubiese tenido una parte, al menos una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía
que él pensaba esto; yo sabía que ahora sólo pensaba en una aldea lejana, en un
chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de
pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía
verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo
que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada,
yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, él también,
a ser una persona.
Volví a la mesa, sus dedos se apartaron.
–¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré
rectamente a sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de
lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
–¿Sabés lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la
mesa y, con mi cara a nivel de la suya, dije:
–Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz
que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el
tiempo, de golpe comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí secamente:
–Por eso.
–Quiere decir…
–Quiere decir que estás hablando con uno que
ya se murió. ¿Entendés? Y entonces ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como
yo va a poder resucitarme –me erguí; hablaba con voz serena y contenida–. Por eso
vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo.
El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, los que tienen derecho a
la esperanza o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado
teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
–Cállese, señor… –murmuró.
Y mi idea, súbitamente, se dio forma a sí misma.
Como un milagro.
–Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora,
por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo
para justificarse.
De pronto, en el puerto, la noche estalló como
una fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio
y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores
se abrían hacia el río, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio.
Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas
y solemnes.
–Por Dios, Franta –dije y creo que gritaba–;
por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres,
yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación
con el mundo. Vas a volver, viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas
se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta.
A nadie le importaba, es cierto, el judío recién nacido que pataleaba en el pesebre,
pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con
su prodigiosa mentira. En la tierra, bajo la Estrella, los hombres de buena voluntad
se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban
desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía
ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceó
llorando:
–No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Era un hombre: yo había cumplido
mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa. Estaba
borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición se quedó dormido. Soñaba
que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos cabellos rubios
y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado, retiré mis manos de entre
las suyas y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la
había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata.
Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto, y
sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena,
Franta. Y le aplasté el cráneo.
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