Félix J. Palma
A Juan
Bonilla, que
padeció su
primera parte.
Desde
la
terraza
no
puedo
verlo,
así
que
no
sé
qué
tamaño
tiene,
ni
de
qué
color
es.
Lo
único
que
sé
es
que
cada
noche,
encaramado
al
tejado,
maúlla
mi
nombre
a
la
Luna.
No
soy
ningún
experto
en
gatos,
pero
creo
que
debe
estar
en
celo
porque
emite
esos
maullidos
desconsolados
tan
parecidos
a
los
sollozos
de
los
niños
pequeños.
Bien
mirado,
podría
decirse
que
suena
incluso
aterrador.
Al
oírlo,
no
puedo
evitar
pensar
en
el
lamento
de
esos
seres
pálidos
que,
en
las
películas
de
terror,
siempre
encierran
en
los
sótanos.
Y
cada
vez
estoy
más
convencido
de
que
maúlla
mi
nombre.
Me gustaría
tener
una
segunda
opinión,
claro.
Alguien
a
quien
decirle:
¿Oyes,
ese
gato
no
está
llamándome?
Pero
Virginia
me
abandonó
hace
casi
dos
meses,
antes
de
que
comenzaran
los
maullidos,
con
el
mismo
sigilo
con
el
que
apareció
en
mi
vida.
Un
día
cualquiera
salió
a
comprar
sus
lechugas
para
repoblar
mi
deforestada
nevera
y
ya
no
volvió,
pese
a
que
esa
misma
mañana,
con
su
cuerpo
trenzado
al
mío,
me
había
asegurado
que
ahora
que
me
había
encontrado
jamás
me
abandonaría.
Tras
su
huida,
lamenté
que
los
dos
meses
de
pasión
que
habíamos
pasado
encerrados
en
mi
apartamento,
ajenos
al
mundo
exterior,
no
hubiesen
dejado
algo
más
útil
que
la
felicidad,
como
un
número
de
teléfono,
una
dirección,
o
unos
apellidos
que
sumar
al
nombre
que,
una
vez
desapareció,
me
apliqué
a
balbucir
a
cada
hora
como
un
hechizo
que
ya
no
la
invocaba.
Pero
ella
había
planteado
así
las
cosas:
dos
almas
desnudas,
cepilladas
de
identidades
e
impurezas
cotidianas,
ardiendo
la
una
en
la
otra.
Quería
que
me
bastase
únicamente
con
su
cuerpo,
con
sus
ojos
verdosos,
con
su
cabello
mojado,
que
nada
supiera
yo
de
lo
que
ella
era
cuando
no
estaba
conmigo.
Quería
un
amor
fuera
del
mundo,
incluso
del
tiempo,
liberado
de
la
costra
de
las
circunstancias,
un
amor
sólo
de
carne
y
huesos
y
piel
eléctrica.
Ya
habría
tiempo
para
lo
demás,
para
aquello
que
nos
volvería
mundanos,
sabidos,
otros.
Para
aquello
que
probablemente
nos
desbarataría.
Y
yo
acepté
aquellas
condiciones,
que
no
hicieron
sino
presentarla
ante
mis
ojos
como
ella
quería:
un
espíritu
del
bosque,
una
criatura
feérica,
último
pespunte
de
un
linaje
mítico
jalonado
de
hadas,
faunos
y
elfos,
y
de
la
que
lo
único
que
debía
saber
era
que
me
amaba
como
nadie
me
había
amado
nunca
y
como
nadie
lo
haría
jamás.
Aunque
de
haber
sospechado
que
un
buen
día
desaparecería,
le
hubiese
exigido
hasta
la
dirección
de
su
dentista.
Así
podría
ir
a
buscarla
a
algún
sitio
más
fácil
de
encontrar
que
un
bosque
encantado.
Virginia, la
mujer
que
nunca
me
dejaría,
se
fue
una
tarde
cualquiera
de
hace
dos
meses
Y
desde
que
se
fue
no
logro
dormir
por
las
noches.
La
oscuridad
se
estira
sobre
la
ciudad,
y
yo,
desde
mi
cama,
vigilo
el
mundo,
que a esas horas sólo emite crujidos de navío a la deriva: el bufido eléctrico del frigorífico, el eructo metálico del ascensor recorriendo clandestinamente las entrañas del edificio, un claxon solitario, lejano, como el lamento de un moribundo. Escucho todo eso con suma atención, pero, sobre todo, escucho al gato, el único ser vivo que, aparte de mí, parece estar despierto a este lado del universo. Tal vez si me llamase Evaristo, Froilán o Salustiano las cosas serían más fáciles. Es prácticamente imposible que un gato pueda maullar esos nombres. Pero me llamo Juan, como mi padre, como mi abuelo, como el Tenorio. Y el gato parece saberlo porque todas las noches, con asombrosa puntualidad, acude al tejado y me llama con desesperación, con dolor. Me llama como quien llama a su amor.
No quiero
pensar
estas
cosas
porque
temo
que
sean
el
primer
paso
para
perder
la
cordura,
pero
lo
cierto
es
que
no
puedo
evitarlo.
Paso
todo
el
día
obsesionado
con
ello,
aguardando
a
que
llegue
la
noche
y
poder
disponer
entonces
de
otra
oportunidad
para
comprobar
que
en
realidad
estoy
equivocado,
que
no
estoy
loco,
que
el
maldito
gato
no
me
llama
a
mí.
Pero
cada
vez
percho
con
mayor
nitidez
que
es
mi
nombre
lo
que
maúlla:
Juan,
Juan…
Incansable,
esperanzado.
Soy el
único
Juan
que
vive
en
el
edificio.
Lo
he
comprobado
mirando
los
buzones.
Hay
docenas
de
Antonios,
algunos
Pedros
y
Luises,
incluso
un
Froilán,
pero
ningún
Juan.
Si
el
gato
llama
a
alguien,
me
llama
a
mí. Yo
soy
a
quien
busca.
No
hay
vuelta
de
hoja.
Al
cuarto
día
de
escucharlo,
temiendo
que
el
gato
me
genere
un
insomnio
crónico,
decido
actuar,
llamo
a
algunas
puertas,
investigo;
al
parecer
nadie
oye
a
ningún
gato
maullando
desesperadamente
por
las
noches
Pero
eso
puede deberse a que soy el único vecino que vive en la última planta. Al fin, alguien me ofrece una pista: tal vez sea el gato de la nueva vecina, la muchacha que acaba de mudarse al edificio. Desde que Virginia me dejó, he vivido de espaldas al mundo, por lo que no me sorprende que tengamos un nuevo vecino y yo no lo sepa. En el estado de pura introspección en el que me hallo sumido sólo habría reparado en su llegada si hubiesen tenido que subirle un piano de cola por las escaleras. Pero la nueva vecina ha llegado sin la banda de música, envuelta en la felpa de un silencio apretado. Y desde su supuesta terraza, un gato no lo tendría excesivamente difícil para alcanzar el tejado. Hasta yo podría hacerlo. Creo que no hay dudas de a quién pertenece el minino que arruina mis noches.
Resuelto a poner fin a mi calvario, llamo a su puerta a media tarde. No logro decidir si la mujer que me abre es o
no
hermosa,
pero
parece
agradable
de
acariciar.
Delgada,
no
muy
alta,
de
esas
que
sonríen
hasta
en
los
entierros.
Por
su
indumentaria
–una
camiseta
ceñida
y
corta
que
me
permite
ver
el
piercing
que
le
adorna
el
ombligo–
y
las
amapolas
de
sudor
que
han
germinado
en
sus
axilas
deduzco
que
la
he
sorprendido
en
mitad
de
sus
ejercicios.
Tal
vez
estuviese
corriendo
en
una
cinta
o
haciendo
abdominales
en
uno
de
esos
aparatos
de
gimnasia
que
pueden
guardarse
plegados
debajo
de
la
cama,
donde
antes
se
escondía
el
orinal.
Siempre
he
admirado
a
las
chicas
capaces
de
rebañar
unas
horas
al
día
para
esculpirse
a
sí
mismas,
quizá
porque
yo
soy
de
los
que,
sencillamente,
se
dejan
erosionar
por
el
viento.
Pero
sé
que
entre
ella
y
yo
jamás
ocurrirá
nada
porque
estamos
condenados
a
empezar
con
mal
pie.
Con
suma
educación,
le
pregunto
si
tiene
gato.
Gata,
especifica
ella.
Con
más
educación
aún
le
sugiero
que
le
introduzca
un
bolígrafo
por
el
recto
porque
estoy
harto
de
oírla
maullar
todas
las
noches.
Pero
está
visto
que
vivimos
en
un
mundo
donde
uno
no
puede
expresarse
libremente.
La
mujer
pierde
la
sonrisa
y
me
contempla
como
si
acabara
de
arrojar
un
calamar
destripado
sobre
su
ajuar.
Mis
ojeras
no
parecen
conmoverla.
Con
suma
educación
me
explica
que,
a
pesar
de
que
de
buena
gana
introduciría
un
bolígrafo
o
cualquier
otro
objeto
igual
de
punzante
en
mi
recto,
no
piensa
hacerlo
en
el
de
su
gata.
Venden
tapones
para
los
oídos
en
cualquier
farmacia,
concluye,
haciendo
amago
de
cerrar
la
puerta.
Entonces aparece
el
minino.
Y
eso
lo
cambia
todo.
¿Qué
puedo
decir?
Su
aspecto
me
conmueve.
Se
trata
de
una
gata
blanca,
de
una
blancura
tan
deliciosa
que
no
puedo
evitar
pensar
que
alguien
extremadamente
habilidoso
la
ha
creado
a
partir
de
una
bola
de
nieve.
No
está
gorda
ni
famélica,
posee
un
cuerpo
flexible,
ligero.
Y
sus
ojos
son
de
un
verde
indeciso
que
se
mece
hacia
el
amarillo.
Pero
lo
que
realmente
me
sorprende
es
su
comportamiento.
La
gata
permanece
inmóvil
junto
a
la
puerta
de
la
cocina,
desde
donde
me
estudia
con
una
mezcla
de
desconfianza
y
arrobo.
Finalmente
se
decide
a
vencer
su
parálisis
y
avanza
hacia
mí
lentamente,
midiendo
cada
paso,
como
si
yo
fuese
alguna
aparición
capaz
de
deshacerse
en
cualquier
momento.
Entonces,
al
llegar
a
mí,
se
frota
contra
mis
pantalones
con
un
cariño
tan
sincero
que
me
incomoda.
Su
roce
minucioso
y
arrebatado
logra
provocarme
una
vaga
sacudida
de
excitación.
La
tomo
del
suelo
y
le
miro
a
los
ojos.
¿Por qué
me
llamas?
¿Qué
sabes
de
mí?
–le
pregunto
en
un
susurro,
intentando
que
la
mujer
no
me
oiga.
La gata
no
dice
nada.
Se
limita
a
contemplarme
con
esa
mirada
que
parece
tener
un
doble
fondo,
esconder
otra
mirada
debajo.
Quien
sí
rompe
el
silencio
es
la
muchacha.
–No puedo
creerlo
–dice,
agitando
la
cabeza
como
si
presenciara
un
milagro–,
es
la
primera
vez
que
se
comporta
así
con
un
desconocido.
Habitualmente
es
bastante
huraña.
No
deja
que
nadie
se
le
acerque,
y
mucho
menos
que
la
coja.
La devuelvo
al
suelo,
y
la
gata
continúa
mirándome
con
fijeza.
Es
como
si
quisiera
confirmar
que
he
captado
el
mensaje.
¿Pero
qué
mensaje?
¿Qué
intenta
decirme?
–¿Le apetece
un
café?
–pregunta
la
mujer,
repentinamente
amable.
Asiento y
me
invita
a
franquear
su
piso,
mientras
continúa
manifestando
su
extrañeza
ante
la
insólita
conducta
del
minino
en
una
suerte
de
soliloquio
incomprensible.
Es
cierto
que
acaba
de
mudarse,
pues
la
ruta
hacia
el
salón
se
convierte
en
una
auténtica
carrera
de
obstáculos:
cajas,
bolsas
y
archivadores
atestan
el
pasillo
y
se
remansan
en
las
esquinas.
Me
invita
a
sentarme
en
un
estrecho
sofá
ante
el
que
se
alza
una
mesa
improvisada
con
la
puerta
de
un
armario
y
unos
cuantos
ladrillos.
–Voy a
preparar
el
café
y
aprovechar
para
darme
una
ducha
–anuncia,
desapareciendo
hacia
la
cocina–.
Ponte
cómodo.
Intento obedecerla,
pero
es
difícil
ponerse
cómodo
cuando
uno
tiene
delante
una
gata
que
no
deja
de
escrutarlo
con
inquietante
fijeza.
Posee
una
mirada
capaz
de
desconcentrar
a
los
trapecistas,
de
hacer
que
los
sonámbulos
se
sientan
observados,
de
lograr
que
un
hombre
como
yo
se
pregunte
por
qué
jamás
ninguna
mujer
lo ha mirado nunca de ese modo. Me siento en el deber de corresponder a sus atenciones, pero cómo. Su dueña, entretanto, trastea en la cocina. Por la cantidad de sonidos que produce parece que preparar un café es una tarea semejante a la construcción de una pirámide. Al fin, cuando comienzo a barajar la posibilidad de aventurarme en la cocina por si necesita asistencia en tan complicada labor, oigo correr el agua de la ducha. Su gata y yo continuamos observándonos, sin saber qué decirnos. Me pregunto si el animal está inmerso en las mismas cábalas que yo, o le estoy otorgando una sensibilidad y una inteligencia que no posee. Bien mirado, no es más que un gato. ¿Pero por qué no me lo parece? ¿Por qué tengo la incómoda sensación de que para ella ser gato es sólo un papel eventual, algo así como un disfraz?
En esas
reflexiones
ando
ocupado
cuando
la
muchacha
reaparece,
envuelta
en
un
albornoz
amarillo
y
portando
una
bandejita
con
dos
tazas.
Al
caminar
hacia
el
sofá,
la
prenda
muestra
de
manera
intermitente,
descorriéndose
como
el
telón
de
un
guiñol,
un
juego
de
muslos
suaves
y
rosados.
No
sería
humano
si
el
pulso
no
se
me
alterase
al
constatar
que
lo
único
que
salvaguarda
el
resto
de
su
cuerpo
es
el
precario
nudo
con
el
que
se
ha
atado
el
albornoz,
un
nudo
fácil
de
deshacer
hasta
para
un
tipo
como
yo,
incapacitado
para
la
papiroflexia
o
la
cirugía
cardiovascular.
Comienza
a
servir
el
café
con
naturalidad,
como
si
ignorase
la
sensualidad
que
desprende
su
cabello
húmedo
y
el
olor
a
jabón
de
su
piel,
pero
yo
no
nací
ayer:
sé
que
me
está
tendiendo
una
emboscada,
que
se
me
está
ofreciendo
con
falso
descuido,
que
quiere
salvar
un
mal
día
en
la
oficina
y
necesita
mi
colaboración.
Le
doy
a
entender
que
puede
contar
conmigo
esgrimiendo
una
caricia
fugaz
y
poco
comprometedora
sobre
su
muslo
al
tomar
mi
taza.
Iniciamos
entonces
una
de
esas
conversaciones
banales
y
estúpidas
cuyo
único
fin
es
fingir
que
no
somos
animales,
un
preámbulo
de
palabras
y
risas
destinado
a
civilizar
el
inminente
encuentro
de
la
carne.
Creo
que
los
palomos
hinchan
el
buche.
Nosotros,
los
guardeses
de
la
Creación,
somos
más
refinados.
Con
calculada
despreocupación
nuestros
cuerpos
van
orientándose
el
uno
hacia
el
otro,
invadiendo
el
terreno
vecino,
brindándose
con
claridad.
Supongo
que
ella
se
esfuerza
en
no
pensar
en
otra
cosa.
En
olvidarse
del
cabrón
de
su
jefe.
O
en
las
palabras
que
usará
para
pedirme
que
me
vaya
cuando
esto
concluya.
Yo,
por
mi
parte,
intento
no
pensar
en
Virginia.
Pero,
en
realidad,
de
quien
jamás
debimos
olvidarnos
es
de
la
gata.
Todo sucede
increíblemente
rápido.
Un
maullido
espantoso
nos
sobrecoge
cuando
nuestros
labios
colisionan.
Lo
siguiente
es
un
relámpago
de
blancor
apenas
entrevisto.
Antes
de
que
pueda
comprender
qué
ha
ocurrido,
la
muchacha
se
aparta
de
mí
aullando
de
dolor,
cubriéndose
la
mejilla
con
la
mano.
Entre
la
presa
de
los
dedos
se
filtra
un
torrente
de
sangre.
Huye
al
baño
y
se
tapona
con
una
toalla
los
arañazos
que
le
marcan
la
mejilla.
Yo
la
sigo,
aturdido.
Pese
a
lo
aparatoso
de
la
sangre,
afortunadamente
no
parece
una
herida
demasiado
profunda.
La
muchacha
y
la
gata
se
miran,
midiéndose.
Desde entonces
tengo
gata.
La
muchacha
me
la
regaló,
más
o
menos.
Saca
a
ese
monstruo
de
mi
casa,
ordenó,
o
no
respondo.
Yo
abrí
la
puerta
del
piso
y
le
hice
a
la
gata
una
señal
para
que
me
siguiera,
dándole
la
oportunidad
de
elegir.
El
minino
no
se
lo
pensó
y
me
siguió
hasta
mi
apartamento.
Ahora
paso
la
mayor
parte
del
día
ante
el
televisor,
con
la
gata
ovillada
en
el
regazo.
A veces,
ella
me
lame
amorosamente
las
manos,
o
yo
acaricio
distraído
su
cuerpo
caliente
y
esponjoso.
Pero
la
mayor
parte
del
tiempo
nos
limitamos
a
mirarnos.
Permanecemos
así
durante
horas.
Es
entonces
cuando
pienso
que
equivoqué
las
preguntas.
Tendría
que
haberle
formulado
otras:
¿Quién
eres?
¿Quién
me
mira
a
través
de
tus
ojos?
No quiero
pensar
en
la
palabra
“reencarnación”
porque
nunca
he
creído
en
ese
tipo
de
cosas,
pero,
a
veces,
alrededor
de
la
tercera
o
cuarta
copa,
no
puedo
evitar
abrir
el
cajón
de
la
mesilla
y
desplegar
de
nuevo
ante
mis
ojos
la
esquela
que
encontré
en
el
periódico
al
día
siguiente
de
la
fuga
de
Virginia,
y
que
recorté
sin
saber
por
qué,
movido
quizá
por
la
coincidencia
del
nombre
y
de
la
edad.
Ahora,
cuando
contemplo
cómo
me
mira
la
gata
al
leer
la
esquela,
me
asalta
una
sospecha
delirante.
Tal
vez
el
nombre
no
sea
una
casualidad.
Tal
vez,
después
de
todo,
Virginia
muriese
mientras
regresaba
a
casa,
atropellada
por
un
coche
o
traicionada
por
su
corazón.
La
manera
no
importa.
Lo
importante
es
que,
como
dijo,
jamás
iba
a
abandonarme
ahora
que
me
había
encontrado.
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