Abelardo Castillo
Me atrevo a contarlo ahora porque ha pasado el tiempo y
porque Hernán, lo sé, aunque haya hecho muchas cosas repulsivas en su vida, nunca
podrá olvidarse de ella: la ridícula señorita Eugenia, que un día, con la mano
en el pecho, abrió grandes los ojos y salió de clase llevándose para siempre su
figura lamentable de profesora de literatura que recitaba largamente a Bécquer
y, turbada, omitía ciertos párrafos de los clásicos y en los últimos tiempos
miraba de soslayo a Hernán. Quiero contarlo ahora, de pronto me dio miedo
olvidar esta historia. Pero si yo la olvido nadie podrá recordarla, y es
necesario que alguien la recuerde, Hernán, que entre el montón de porquerías
hechas en tu vida haya siempre un sitio para ésta de hace mucho, de cuando
tenías dieciocho años y eras el alumno más brillante de tu división, el que podía
demostrar el Teorema de Pitágoras sin haber mirado el libro o ridiculizar a los
pobres diablos como el señor Teodoro o hacerle una canallada brutal a la
señorita Eugenia que guardaba violetas aplastadas en las páginas de Rimas y
leyendas y olía a alcanfor.
Ella llegó al Colegio Nacional en el último
año de mi bachillerato. Entró a clase y desde el principio advertimos aquella
cosa extravagante, equívoca, que parecía trascender de sus maneras, de su voz,
lo mismo que ese tenue aroma a laurel cuyo origen, fácil de adivinar, era una bolsita
colgada sobre su pecho de señorita Eugenia, bajo la blusa. Ella entró en el
aula tratando de ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le
causábamos, cuarenta muchachones rígidos, burlonamente rígidos junto a los
bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para
encontrar sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que
buscaba ser una amiga para nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos
señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz alta –lo bastante alta
como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–,
se asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que
todavía fuera señorita y los demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los
pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar los ojos se
encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las
manos, como quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que
debía insinuarnos “pueden sentarse”, nosotros ya estábamos sentados y ella reparó
por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso, se había quedado
de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron
muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta: acaso fue por
aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la
señorita Eugenia dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos,
cuando se lo dijeron ya lo sabía. “Me parece que la vieja…”, le dijeron, y
Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había
adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro
y su cara triste de mujer sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba
cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en voz baja, íntima,
como si la recitara para ella.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da
por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que
leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un color azulado, y
la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas
acerca de la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en
el fondo era mucho más juvenil que esas muchachas que andan por ahí,
tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a Hernán
de un modo tan extraño que me dio asco–, lo que es peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta,
recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre surgió, repentina
y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio
de ese regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier
costo porque después, más adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más
aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como Hernán, aquel Hernán
brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o
componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se
atrevería –como realmente se atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo
aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos, pasó delante de todos
y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron
para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que
pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente, hacia el
pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado
muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no las olvide.
Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer
año había venido siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer
versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un escrito de Historia. Pero aquella
primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más
precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita
Eugenia apareció por fin la primera respuesta, escrita con su letra pequeña,
redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre la i) fue una obra
maestra de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento
escribiste durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé
entre las páginas de las Lecciones de Literatura Americana un segundo
antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel cuyo origen
era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia,
junto al crucifijo con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen
los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora,
lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer, extrañada,
levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba
por favor, lea usted esto, y después de unos segundos se llevó temblando la
mano a la cara; pero en los días que siguieron, cuando encontraba sobre el
escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y
entonces empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del
amor, hasta que el propio Hernán se asustó un poco. Sí, porque al principio fue
como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se volvió real y,
una tarde, estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo
Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club
Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella lo miraba.
Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una
mueca significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de
que todo podía complicarse o, acaso, al oír que ella hablaba de las cosas imposibles
(“hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da cuenta”) pensó
que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía
echarse atrás, aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita
Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un inaudito vestido, un jumper, sobre
su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a
dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la
infeliz aquella salía disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a
alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a alguno:
–Prestame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa
cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí que alguien
pronunciaba mi nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la
apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba. Como me acuerdo de todo lo que
ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de
todo lo que ocurrió al otro día, en el Nacional, cuando ante la admirada
perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente hacia el pizarrón apretando
entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo. Y me
acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos
pintados ridículamente de azul que se abrieron espantados, dolorosos, como de
loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la pizarra, había
quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.
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