Abelardo Castillo
Me matarán; ellos no perdonan. Ya se habrán dado cuenta
de que los traicioné, no sé a qué llamo traición, es cierto, porque todo
empieza ahora, ahora y aquí mismo y se reduce a esto, al recuerdo de una carrera
sangrienta bajo la luna, y a saber que ellos, los que no conozco, vendrán y me
matarán. A tiros. Como a un perro.
Él escapó –yo escapé– durante la noche.
Durante toda la noche corrió desesperadamente entre las piedras, largos
pedregales sin color, y breñas. Los pies estaban hechos pedazos. Corrió durante
la noche con los pies sangrantes y llegó al amanecer. Erika, porque ella
entonces se llamaba Erika, lo había mirado con sus ojos hermosos y cansados.
Ella tenía ahora los ojos cansados y se llamaba Erika. Siempre su mismo rostro
de niña, el rostro que tanto amo, pero todo era distinto: más viejo.
Terriblemente fatigado y viejo. Ella dijo:
–No te atreviste.
Pero no era un reproche: ella también sabía
de antemano que yo, que él no se atrevería. Y él cayó a los pies de Erika, se
abrazó al amado cuerpo de muchacha buena, a su maldito cuerpo, y había llorado.
–No pude, Erika: no soy capaz. Soy cobarde.
Ella acarició sus cabellos finos, demasiado finos, como los de una mujer y
dijo:
–Niño, mi pequeño niño.
Su voz no tenía expresión, o sí. Creo que
era triste, llena de una tristeza profunda e inexpresiva, como la tristeza.
–Debemos escapar, Erika: ellos vendrán, ya
deben de estar en camino, vendrán con sus largos rifles y me matarán a mí, a
los dos, pero también a mí, y yo no podré recordarte. A tiros. Sé que ha de ser
a tiros, como a los perros, ¡perra! Debemos irnos, perra, amor mío, mujer única.
Te amo.
Pero él no podía dar un paso; sus pies eran
dos guiñapos dolorosos y sanguinolentos, sobre todo, dolorosos. De pronto ya no
estaba junto a ella, sino en el camastro; tirado sobre el camastro y sin poder
moverse, Erika, Erika.
–¡Erika!
Ella, en otro sitio, dice:
–Él necesita un caballo, tiene lastimados
los pies, lastimados y debe irse.
El muchacho la miró, el muchacho que tiene
otro pelo distinto del mío, un pelo ondulado y fuerte, de muchacho, la miró y
dijo:
–No podrás pagármelo –y sonreía, y estoy
seguro de que pensaba por qué es tan blanco el cuerpo de ella, de Erika. Erika
va a decir algo monstruoso. Lo dice:
–Bien sabés que puedo –dice, y ni siquiera
ella se asombra del tono silbante, íntimo, de reptil silbante, que tomó de
pronto su voz de diablo.
El muchacho era muy joven, apenas tendría
dieciséis años, joven y fuerte y bestial, pero de pronto perdió todo su aplomo:
su rostro, bello rostro moreno es moreno y el mío pálido, el del hombre que
está tirado en el camastro y odia, es pálido, no como el rostro moreno del muchacho
bestial que ahora se sonroja estúpidamente y parece más niño y más hermoso. Se
acercó a Erika, a su vestido de verano y aire, y dijo:
–Si quisieras. Robaré un caballo, no
importa si luego el patrón me mata a palos.
Erika sonrió triunfante, pero no debió
sonreír, estúpida, no ve que los rasgos del muchacho se endurecen. Erika, debes
sonreír triunfante, aunque los rasgos de él se endurezcan, yo te amo, sonríe,
sonríe así, pero los rifles son tan largos. Y yo no podré recordarte luego, y
este dolor y el miedo. Acércatele, antes de que sea tarde, acércatele o todo está
perdido. Ella sonríe sin darse cuenta de lo que va a decir el muchacho: yo lo
sé, el hombre tirado en el camastro lo sabe y, por eso, el muchacho lo dice:
–Y por qué no se lo pides al otro, al
Patrón. Me quieres engañar, como siempre, luego me despreciarás como siempre.
El Patrón, él te da cosas, yo te he visto abrazada con él, y ahora quieres
caballo para salvar al pequeño.
Erika golpeaba impaciente el suelo con su
pie, y el pequeño, el hombre de los pies deshechos, sabe lo que piensa, piensa
al Patrón no más, nunca más, a esa bestia lujuriosa y puerca.
Mentiras. Ella sabe que el Patrón nunca
volverá a darle nada, perra mentirosa, ni collares ni monedas amarillas, nada,
nunca te dará más nada. Dijo:
–No le pido porque no, porque no quiero.
El muchacho la miró, miró su vestido de
aire y de verano, liviana Erika de los pájaros, y el muchacho dijo:
–Te lo llevaré a la cabaña aunque me mate a
palos.
Ella dijo:
–Pronto. Tiene que ser pronto.
Juntos mientras el muchacho viene, mientras
ellos vienen también por las piedras, con los largos rifles y la muerte.
–¿Cómo te sientes ahora? –pregunta Erika.
–Debemos irnos –dice él–: ahora mismo.
–Después. Pronto traerán un caballo y nos
iremos.
Él dice:
–Erika, sabes, tengo la cabeza llena de
fuego y fuego. Erika muchacha de las guirnaldas, amor, sabes, esto no es más
que un sueño. ¡Ríete!, porque esto es solamente un sueño, despertaré,
despertarás mañana, y los dos estaremos en la aldea, en la aldea donde hay
casas de paja y amarillo tibio, muchacha mía, pequeña de andar entre las flores
cantando, mañana, oye, despertarás y yo despertaré en la aldea.
–No grites –dice Erika.
Él grita, me duele la garganta de gritar,
él grita y camina por el cuarto con piso de madera, duelen los pies deshechos.
Grita:
–Un sueño, Erika. Una pesadilla, nada más
que sombras que dan miedo, pero mañana seremos niños, casi niños, y yo volveré
a encontrarte junto al estanque, en el claro donde las hojas de los ceibos son
verdes y hay flores rojas, muy rojas, y entre el follaje se ve el agua azul.
Erika, sabés, hubo un tiempo en el que aún no tenías catorce años y yo te
amaba, catorce años cuando nos quedamos dormidos, entre las guirnaldas y los
pájaros.
Ella lo mira con sus ojos selváticos, es
bella, bella como una estampa viejísima y ajada pero bella, igual a sí misma,
hermosa como sólo ella puede serlo y luego dice:
–Catorce años, sí, cuando nos quedamos
dormidos, amor, y yo te amaba.
–Yo iba, Erika, lo recuerdas, iba por las
noches al borde del agua, y te encontraba allí, y sabía canciones. Tú no las
sabías, yo sí, y te enseñaba entonces todas las cosas, y por eso mañana
despertaremos en la aldea.
–Despertaremos, sí, despertaremos hace
mucho.
–Ahora entiendes, verdad que entiendes, no
hubo huida sobre las piedras grises, ni habrá hombres con la muerte en los
rifles, buscándome por tu culpa, perra, cuerpo de diablo. Erika pequeña de los pájaros,
amor, Erika, porque mañana despertaremos y seremos niños. Yo te traeré aquel
libro, sabés, el libro mío, el nuestro de las estampas.
–Te ríes, me haces sonreír. Estás hermoso.
Él ríe, ambos ríen largamente. De pronto
los ojos de él, mis ojos arden y él tiene miedo, siente odio mientras ella
recupera una expresión casi olvidada de sentirse indefensa, y él grita:
–¡El libro! Dónde está, quiero mi libro, el
libro mío de imágenes, ¡ahora mismo! No, no, ahora o después pero no tengas esa
mirada de cansancio, y triste, esa mirada no, sonríe, ya no quiero el libro, yo
lo buscaré, quietecita, quieta como un animalito, como la perra que eres, que
serás siempre, muchacha de los ceibos, amor. Te amo.
Pero ella ha buscado en un rincón y trae el
libro. Es un libro azul, yo lo recuerdo ahora, encuadernado con piel azul y
perfumada. Es bello como un libro. Él ríe a carcajadas, pero acaso no ríe,
porque dice:
–Nuestro libro, Erika, nuestro hermoso
libro. Se han sentado en el suelo y lo hojean, como quienes acarician un libro
de imágenes y ella dice:
–Mirá. Mirá ésta.
–Ésta, sí. Todas, tuyas y mías. Ruido de
cascos.
Son ellos, pienso, ellos que vienen a
matarme y me he puesto de pie, tiemblo, debemos huir y se lo digo:
–¡Es necesario huir!
Sé que ella dirá lo que dirá, que tendrá
otra vez los ojos tristes y dirá:
–Mi pequeño miserable, amor.
Pero quien llega es el muchacho moreno,
llega con su caballo, mi caballo de huir. No. Tal vez hay tiempo todavía, no.
Pero ella tiene ahora la mirada grave y vieja y secular y maternal que él teme.
Erika dirá, lo dice:
–Debo pagarle.
Él solo en el cuarto contiguo. Ya no le
arde la cabeza y todo está muy claro: no despertarán mañana. Dios mío. Necesito
decir Dios mío, preguntar, Dios, por qué todo, por qué yo aquí, solo. Capillas
hubo. Santos de palo tallados por manos de leñadores, antes, mucho antes de esto.
Esto que no sé qué es, dónde es, ni sé cómo, en qué sitio. Ella y el muchacho
hablando. Puedo saber de qué hablan, pero no quiero, porque antes hubo
despedidas al crepúsculo que no fueron así pero pudieron serlo: la muchacha,
ella, que ahora se llama Erika, corría hacia el lago.
Corre hacia el agua y sube a una
embarcación pequeña, y tan chata, que, mientras se aleja, parece la muchacha
flotar sobre el agua azul. Él la ve desde la boca del cántaro, pues el follaje
siempre es así, como la boca de un cántaro verde y con flores rojas, y desde
allí, se ve el lago con muchacha. Ella rema con un remo largo y fino como un
remo de junco, y el agua es tan azul que da miedo.
¡La puerta! ¡Ella ha abierto la puerta! Qué
quiere, por qué abre la puerta cuando yo pienso en Erika de los crepúsculos,
perra Erika de ahora, amor de siempre, no abras, no.
Ella abrió la puerta y entró en este
cuarto.
–Escuchame –ha dicho su voz triste de
Erika, y ha entrado con sus ojos tristes y antiguos de Erika y su cansancio–.
Escuchame, no temas nada, amor pequeño, muchacho del libro azul y las
canciones. No es la primera vez. No. No es la primera vez que lo hago.
Él no piensa cuando dice lo único que no
debió decir. Pero ya la puerta se cerraba nuevamente. Y dijo:
–Ya lo sé –y se da cuenta de que es cierto–.
Ya lo sabía.
Y ahora la espiaré. Yo voy a espiarte
ahora, puerca, yo de rodillas ante la puerta, yo, mientras una Erika sin cara
desprende hábilmente ropas de muchacho que tiene miedo, pero no sólo tiene
miedo sino que la desea, hipócrita, y se siente, ha de sentirse superior, eso,
mejor que la mujerzuela de los sapos, ramera de lagartos, único amor mío que se
le entrega. Él, el hombre arrodillado detrás de la puerta, puede entrar como el
viento y hacerlo marchar a bofetadas, puede entrar como sólo una vez, esta vez,
y únicamente él puede entrar y matar. Y el hombre de rodillas ante la puerta
sabe, yo he comprendido, sé que él podría utilizar su noche irrevocable –ésta–,
pavorosa pero suya, como sólo una vez en la vida, en el sueño, dónde, a todos
está dado utilizarla, a mí, para justificarse o fulminar el universo con un
gesto, o –como a él, ahora– para ponerse de pie y ser, de pronto, parecido al
viento, hijo del viento, igual al estallido de un astro y a una tempestad
tumbando, descuajando. Y entrar entonces. Matarlo a bofetadas. Pero qué más da;
ella solamente paga. Sin embargo él intuye, yo conozco lo que ocurrirá, nadie
puede evitarlo desde que llegó corriendo con los pies deshechos de correr entre
las piedras, sabe que ella, de pronto, tendrá un rostro extraño, un rostro
feliz que no será el cansado rostro de Erika, puerca, te entregas de verdad, no
pagas, víbora de pantano, me engañas, amor, no ves que me engañas a mí, que te
amo, a mí, grandísima perra, que me quedo solo amándote como en el tiempo de
las aldeas y el crepúsculo.
Es necesario esconder la cara entre las
manos.
Erika y él, nuevamente solos. El muchacho
se ha ido. Erika, sin moverse del camastro, espera que él llegue a su lado, él,
que tiene los pies hechos pedazos. Qué triste estás, muchacha.
Ella dice:
–Tu caballo está afuera. Puedes irte.
Él la mira, pero ella no lo mira. El
caballo está afuera, el caballo que dejó el muchacho moreno. Por la ventana de
la cabaña se ve el desierto de las piedras, no se ve la aldea. Él, arrastrando
los pies, sus guiñapos, llega y se sienta al borde del camastro.
–No –dice ella–. Afuera hay un caballo.
Debes irte. Qué triste estás, muchacha, amor.
–Erika –dice él–. Erika de los pájaros.
–No. Afuera hay un caballo.
Él tiende una mano hacia la mujer, hacia su
frente, y dice:
–Debo matarte, Erika.
Ella asiente con los ojos cerrados.
–Debo matarte porque mañana no
despertaremos en la aldea, y no podré enseñarte mis canciones, ni te irás por
el agua. Ayúdame, Erika, porque debo matarte.
Erika tomando las manos del hombre las
abrió sobre su garganta donde las manos se quedaron quietas, y ella dijo:
–Lo he dado todo, sabés.
–Todo, qué es todo. Ayúdame.
–Todas las cosas.
–Es necesario que te odie, Erika.
Lejos se pueden escuchar ladridos. Ladridos
que vienen por las piedras. Ellos, los hombres de los largos rifles, vienen con
sus perros ladradores. Vendrán, abrirán la puerta y nos matarán.
–Debes irte, amor. El caballo es veloz y
ellos están fatigados, no podrán encontrarte.
–Voy a matarte ahora, Erika.
–Sí.
–Ayúdame.
Ella no lo mira, tiene los ojos cerrados.
Ella dice:
–Voy a ayudarte, pequeño cobarde, sucio
bicho de los albañales, sabandija de los rincones, también le he dado nuestro
libro, tu hermoso libro azul de imágenes, el libro que me enseñabas a mirar
junto al estanque de la aldea, todo, también tu bello libro de piel perfumada, todo,
infame rata, pequeña rata temerosa de los sótanos, el muchacho moreno se llevó
tus estampas y te amo.
–Gracias, Erika.
Y él apretó, y ella mientras tanto sonreía.
Las manos de él se juntaron una con otra al apretar su garganta y ella sonreía.
Ella, Erika de los pájaros.
Luego él levantó el cuerpo de Erika. Y
salió de la cabaña en dirección a las piedras, a los largos rifles, a los
perros.
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