Elena Garro
Nacha
oyó que llamaban en la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron
a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un
dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blanco
quemado y sucio de tierra y sangre.
–¡Señora!… –suspiró Nacha.
La señora Laura entró de puntillas y miró
con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la
estufa y miró su cocina como si no la hubiera visto nunca.
–Nachita, dame un cafecito… Tengo frío.
–Señora, el señor… el señor la va a matar.
Nosotros ya la dábamos por muerta.
–¿Por muerta?
Laura miró con asombro los mosaicos
blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas
y se quedó pensativa. Nacha puso a hervir el agua para hacer el café y miró de
reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la
cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste.
–¿Sabes, Nacha? La culpa es de los
tlaxcaltecas.
Nacha no contestó, prefirió mirar el agua
que no hervía.
Afuera la noche desdibujaba a las rosas
del jardín y ensombrecía a las higueras.
Muy atrás de las ramas brillaban las
ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo
por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.
–¿No estás de acuerdo, Nacha?
–Sí, señora…
–Yo soy como ellos: traidora… –dijo Laura
con melancolía.
La cocinera se cruzó de brazos en espera
de que el agua soltara sus hervores.
–¿Y tú, Nachita, eres traidora?
La miró con esperanzas. Si Nacha compartía
su calidad traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la
entendiera esa noche.
Nacha reflexionó unos instantes, se volvió
a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y
el aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona.
–Sí, yo también soy traicionera, señora
Laurita.
Contenta, sirvió el café en una tacita
blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la
señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos.
–¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos
tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó
la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero
nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente
blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes
que le dan miedo los caminos vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un
coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé
en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas
blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron
a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos para convertirse en
miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El
tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y
luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el lago de
Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el
sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los
pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese
momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No
me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante, también recordé la
magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró
alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del
automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en
piedras irrevocables como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un
dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se
olvida sólo por un tiempo. En aquel entonces también las palabras me parecieron
de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se
solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el
tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?
Nacha reflexionó unos instantes, luego
asintió convencida.
–Así eran, señora Laurita.
–Lo terrible es, lo descubrí en ese
instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la
orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre
los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos
brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos
negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera
evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del
coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de
polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía
negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme
que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría
la suya. Andaba malherido, en busca mía.
–La culpa es de los tlaxcaltecas –le dije.
Él se volvió a mirar al cielo. Después
recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
–¿Qué te haces? –me preguntó con su voz
profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay
cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
–¿Y los otros? –le pregunté.
–Los otros salieron vivos andan en las
mismas trazas que yo –vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé,
pensando en la vergüenza de mi traición.
–Ya sabes que tengo miedo y que por eso
traiciono…
–Ya lo sé –me contestó y agachó la cabeza.
Me conoce desde chica, Nacha.
Su padre y el mío eran hermanos y nosotros
primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el
puente yo tenía vergüenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un
pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo
siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no
es traidor. Me cogió la mano y me la miró.
–Está muy desteñida, parece una mano de
ellos –me dijo.
–Hace tiempo que no me pega el sol –bajó
los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la
sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz.
Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía
guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor
son uno solo.
–¿Y mi casa? –le pregunté.
–Vamos a verla –me agarró con su mano
caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. Lo
perdió en la huida, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaban en la luz de
Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad
que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy
cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una
piedra y me tapé la cara con las manos.
–Yo no camino… –le dije.
–Ya llegamos –me contestó. Se puso en
cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició mi vestido blanco.
–Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas –me
dijo quedito.
Su pelo negro me hacía sombra. No estaba
enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo,
pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello
y lo besé en la boca.
–Siempre has estado en la alcoba más
preciosa de mi pecho –me dijo. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de
piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó
hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
–Somos tú y yo –me dijo sin levantar la
vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
–Ya falta poco para que se acabe el tiempo
y seamos uno solo… por eso te andaba buscando –se me había olvidado, Nacha, que
cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para
entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo
miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero
ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También
es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor… soy muy cobarde.
Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la
mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi
cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza
para hacerme un tejadito.
–Este es el final del hombre –dije.
–Así es –contestó con su voz encima de la
mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba
hasta su ladera? ¿O una estrella que me lanzaba a escribir señales en el cielo?
Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado
con un tigre rojo y blanco.
–A la noche vuelvo, espérame… –suspiró.
Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.
–Nos falta poco para ser uno –agregó con
su misma cortesía.
Cuando se fue, volví a oír los gritos del
combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el
coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.
–¿Qué pasa? ¿Estás herida? –me gritó
Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y
señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra que se había metido en
mis cabellos. Desde otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos
muertos.
–¡Esos indios salvajes!… ¡No se puede
dejar sola a una señora! – dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a
auxiliarme.
Al anochecer llegamos a la ciudad de
México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no pude creerlo! A las doce del día
todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban
escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no
quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste
tú. ¿Te acuerdas?
Nacha asintió con la cabeza. Era muy
cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra
habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la
recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes
de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se
callaran. Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el
señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo:
–¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta
recordar lo malo? La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido
y le hizo una seña como diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!”. La señora
Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor
volvió a hablar del presidente López Mateos.
–Ya sabes que ese nombre no se le cae de
la boca –había comentado Josefina, desdeñosamente.
En sus adentros ellas pensaban que la
señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor presidente y de las
visitas oficiales.
–¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca
había notado lo que me aburría con Pablo hasta esa noche! –comentó la señora
abrazándose con cariño las rodillas y dándoles súbitamente la razón a Josefina
y a Nachita.
La cocinera se cruzó de brazos y asintió
con la cabeza.
–Desde que entré en la casa, los muebles,
los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo
que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi
primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando
estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras.
Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De
pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos
caídos. “Este marido nuevo no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada
día”.
–Tienes un marido turbio y confuso –me
dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se
turbó y como estábamos tomando el café se levantó a poner un twist.
–Para que se animen –nos dijo, dizque
sonriendo, porque veía venir el pleito.
Nosotros nos quedamos callados. La casa se
llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. “Se parece a…”, y no me atreví a decir su
nombre, por miedo a que me oyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece,
Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran al cielo
por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a
saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: ¿En qué piensas? Mi
primo marido no hace ni dice nada de eso.
–¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es
fregón! –dijo Nacha con disgusto.
Laura suspiró y miró a su cocinera con
alivio. Menos mal que la tenía de confidente.
–Por la noche, mientras Pablo me besaba,
yo me repetía: “¿A qué horas vendrá a buscarme?”. Y casi lloraba al recordar la
sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar los brazos
cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo
de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó
nada y si no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca
lo hubiera sabido.
Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina
con su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo
dio: “¡Cállate! ¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeron nuestros gritos por
algo sería!”. Pero, qué esperanzas, Josefina apenas entró a la pieza de los
patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.
–¡Señora, anoche un hombre estuvo espiando
por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos y gritamos!
–No oímos nada… –dijo el señor asombrado.
–¡Es él…! –gritó la tonta de la señora.
–¿Quién es él? –preguntó el señor mirando
a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después.
La señora asustadísima se tapó la boca con
la mano y cuando el señor le volvió a hacer la misma pregunta, cada vez con más
enojo, ella contestó:
–El indio… el indio que me siguió desde
Cuitzeo hasta la ciudad de México.
Así supo Josefina del indio y así se lo
contó a Nachita.
–¡Hay que avisarle inmediatamente a la
policía! –gritó el señor.
Josefina le enseñó la ventana por la que
el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el
alféizar había huellas de sangre casi frescas.
–Está herido… –dijo el señor Pablo
preocupado. Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer.
–Era un indio, señor –dijo Josefina
corroborando las palabras de Laura.
Pablo vio el traje blanco tirado sobre una
silla y lo cogió con violencia.
–¿Puedes explicarme el origen de estas
manchas?
La señora se quedó sin habla, mirando las
manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el
puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo
vio y lo oyó Josefina.
–Sus gestos son feroces y su conducta es
tan incoherente como sus palabras.
–Yo no tengo la culpa de que aceptara la
derrota –dijo Laura con desdén.
–Muy cierto –afirmó Nachita.
Se produjo un largo silencio en la cocina.
Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el pozo
negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a
servirle un café calientito.
–Bébase su café, señora –dijo compadecida
de la tristeza de su patrona.
¿Después de todo de qué se quejaba el
señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.
–Yo me enamoré de Pablo en una carretera,
durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien yo no
recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que
iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad.
Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de
todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta
del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces
arma pleitos en los cines y en los restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En
cambio mi primo marido, nunca, pero nunca, se enoja con la mujer.
Nacha sabía que era cierto lo que ahora le
decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró en la cocina
espantada y gritando: “¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está
golpeando a la señora!”, ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.
La presencia de su madre calmó al señor
Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo de indio, porque ella no lo
había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que podían
ver todos.
–Tal vez en el lago tuviste una
insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que
llevábamos el coche descubierto –dijo casi sin saber qué decir.
La señora Laura se tendió boca abajo en la
cama y se encerró en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra
discutían.
–¿Sabes, Nachita, lo que yo estaba
pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo me besaba? Y tenía ganas
de llorar. En ese momento me acordé de que cuando un hombre y una mujer se aman
y no tienen hijos están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía
mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la
que dormíamos mi primo marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho
ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y
de Margarita y no eran sino tonterías. “Lo voy a ir a buscar”, me dije. “Pero
¿a dónde?”. Más tarde cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos
de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: “¡Al café de Tacuba!”. Y ni
siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.
Nacha recordó a la señora como si la viera
ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en
ese momento en la cocina.
–¡Por Dios, Laura, no te pongas ese
vestido! –le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas,
se puso un suéter blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la
calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a
venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.
–En el café de Tacuba no había nadie. Es
muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó el camarero. “¿Qué le sirvo?”. Yo
no quería nada, pero tuve que pedir algo. “Una cocada”. Mi primo y yo comíamos
cocos de chiquitos… En el café un reloj marcaba el tiempo. “En todas las
ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos.
Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas
dibujadas se volverán una sola y yo habitaré la alcoba más preciosa de su pecho”.
Así me decía mientras comía la cocada.
–¿Qué horas son? –le pregunté al camarero.
–La doce, señorita.
A la una llega Pablo, me dije; si le digo
a un taxi que me lleve por el periférico, puedo esperar todavía un rato. Pero
no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me
hizo un polvo brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera
estaba mi primo, se me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo
rato.
–¿Qué haces? –me preguntó con voz
profunda.
–Te estaba esperando.
Se quedó quieto como las panteras. Le vi
el pelo negro y la herida roja en el hombro.
–¿No tenías miedo de estar aquí solita?
Las piedras y los gritos volvieron a
zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas.
–No mires –me dijo.
Puso una rodilla en tierra y con los dedos
apagó mi vestido que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.
–¡Sácame de aquí! –le grité con todas mis
fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la
casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos
muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla
hincada en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en
sus brazos. Con su mano caliente me tapó los ojos.
–Este es el final del hombre –le dije con
los ojos en su mano.
–¡No lo veas!
Me guardó contra su corazón. Yo lo oí
sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el
tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano
que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban,
pero yo estaba a salvo bajo su pecho.
–Duerme conmigo… –me dijo en voz muy baja.
–¿Me viste anoche? –le pregunté.
–Te vi…
Nos dormimos en la luz de la mañana, en el
calor del incendio. Cuando recordamos, se levantó y agarró su escudo.
–Escóndete hasta el amanecer. Yo vendré
por ti.
Se fue corriendo ligero sobre sus piernas
desnudas… Y yo me escapé otra vez Nachita, porque sola tuve miedo.
–Señorita, ¿se siente mal?
Una voz igual a la de Pablo se me acercó a
media calle.
–¡Insolente! ¡Déjeme tranquila!
Tomé un taxi que me trajo a la casa por el
periférico y llegué…
Nacha recordó su llegada: ella misma le
había abierto la puerta. Y ella fue la que le dio la noticia. Josefina bajó
después, desbarrancándose por las escaleras.
–¡Señora, el señor y la señora Margarita
están en la policía!
Laura se quedó mirando asombrada, muda.
–¿Dónde anduvo, señora?
–Fui al café de Tacuba.
–Pero eso fue hace dos días.
Josefina traía el Últimas Noticias.
Leyó en voz alta: “La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el
siniestro individuo de aspecto indígena que la siguió desde Cuitzeo, sea un
sádico. La policía investiga en los estados de Michoacán y Guanajuato”.
La señora Laurita arrebató el periódico de
las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y
Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama
y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así
se lo dijeron después en la cocina: “Para mí, la señora Laurita anda enamorada”.
Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.
–¡Laura! –gritó. Se precipitó a la cama y
tomó a su mujer en sus brazos.
–¡Alma de mi alma! –sollozó el señor.
La señora Laurita pareció enternecida unos
segundos.
–¡Señor! –gritó Josefina–. El vestido de
la señora está bien chamuscado.
Nacha lo miró desaprobándola. El señor
revisó el vestido y las piernas de la señora.
–Es verdad… también las suelas de sus
zapatos están ardidas. Mi amor, ¿qué pasó?, ¿dónde estuviste?
–En el café Tacuba –contestó la señora muy
tranquila.
La señora Margarita se torció las manos y
se acercó a su nuera.
–Ya sabemos que anteayer estuviste allí y
comiste una cocada. ¿Y luego?
–Luego tomé un taxi y me vine para acá por
el periférico.
Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la
boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en
cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.
–¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde
estuviste dos días?… ¿Por qué traes el vestido quemado?
–¿Quemado? Si él lo apago… –dejó escapar
la señora Laura.
–¿Él?… ¿El indio asqueroso? –Pablo la
volvió a zarandear con ira.
–Me lo encontré a la salida del café
Tacuba… –sollozó la señora muerta de miedo.
–¡Nunca pensé que fueras tan baja! –dijo
el señor y la aventó sobre la cama.
–Dinos quién es –preguntó la suegra
suavizando la voz.
–¿Verdad, Nachita, que no podía decirles
que era mi marido? – preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.
Nacha aplaudió la discreción de su patrona
y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama, había
opinado:
–Tal vez el indio de Cuitzeo es un brujo.
Pero la señora Margarita se había vuelto a
ella con ojos fulgurantes para contestarle casi a gritos:
–¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!
Después, en muchos días no dejaron salir a
la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de
la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora
para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre
el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero ¿quién podía callar a
Josefina?
–Señor, al amanecer, el indio estaba otra
vez junto a la ventana – anunció al llevar la bandeja con el desayuno.
El señor se precipitó a la ventana y
encontró otra vez la huella de sangre fresca.
La señora se puso a llorar.
–¡Pobrecito!… ¡pobrecito!… –dijo entre
sollozos.
Fue esa tarde cuando el señor llegó con un
médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.
–Me preguntaba por mi infancia, por mi
padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál
padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la conquista de
México. ¿Tú me entiendes verdad? –preguntó Laura con los ojos puestos sobre las
cacerolas amarillas.
–Sí, señora… –y Nachita, nerviosa, escrutó
el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver
entre sus sombras. Recordó la cara desganada del señor frente a su cena y la
mirada acongojada de su madre.
–Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia…
de Bernal Díaz del Castillo, dice que es lo único que le interesa.
La señora Margarita había dejado caer el
tenedor.
–¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!
–No habla sino de la caída de la Gran
Tenochtitlán –agregó el señor Pablo con aire sombrío.
Dos días después, el médico, la señora
Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con
el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus
responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su
mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía
acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente.
Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su
casa, la señora Laurita se encerraba en su cuarto para leer la conquista de
México de Bernal Díaz.
Una mañana la señora Margarita regresó del
Bosque de Chapultepec sola y desamparada.
–¡Se escapó la loca! –gritó con voz
estentórea al entrar en la casa.
–Fíjate, Nacha, me senté en la misma
banquita de siempre y me dije: “No me lo perdona. Un hombre puede perdonar una,
dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no”. Este
pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de
vainilla; yo no quise, entonces ella se metió al automóvil a comerlo. Me fijé
que estaba tan aburrida de mí, como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen
y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo mirándome. Vi el
heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió
tan triste como esos árboles. “Ellos y yo hemos visto las mismas catástrofes”,
me dije. Por la calzada vacía se paseaban las horas solas. Como las horas
estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la
ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de
cosas que no existían, recordé el olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado
de sus pasos. “Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento
de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza
para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas”… Andaba en esos tristes
pensamientos cuando oí correr al sol y las hojas secas empezaron a cambiar de
sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi
sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté
los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por
respeto yo esperaba sus palabras.
–¿Qué te haces? –me dijo.
Vi que no se movía y que parecía más
triste que antes.
–Te estaba esperando –contesté.
–Ya va a llegar el último día…
Me pareció que su voz salía del fondo de
los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de vergüenza, bajé
los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo
volví a guardar. Él siguió quieto, observándome.
–Vamos a la salida de Tacuba… Hay muchas
traiciones.
Me agarró de la mano y nos fuimos
caminando entre la gente, que gritaba y se quejaba. Había muchos muertos que
flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba
mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban
corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin
querer verlo. Las canoas despedazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza.
El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró
alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. Él no tenía miedo. Después me miró a
mí.
–Ya sé que eres traidora y que me tienes
buena voluntad. Lo bueno crece junto a lo malo.
Los gritos de los niños apenas me dejaban
oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día.
Parecía que era la última vez que iban a llorar.
–Son las criaturas… –me dijo.
–Este es el final del hombre –repetí,
porque no se me ocurría otro pensamiento.
Él me puso las manos sobre los oídos y
luego me guardó contra su pecho.
–Traidora te conocí y así te quise.
–Naciste sin suerte –le dije. Me abracé a
él. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos
acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de
los guerreros, las piedras y los llantos de los niños.
–El tiempo se está acabando… –suspiró mi
marido.
Por una grieta se escapaban las mujeres
que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después
de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe
los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba
resonando mucho rato después de su muerte.
Faltaba poco para que nos fuéramos para
siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó ramas y me hizo una
cuevita.
–Aquí me esperas.
Me miró y se fue a combatir con la
esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a las
gentes que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los
muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a contar los frutitos
que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos y cuando los tocaba con los
dedos, la cáscara roja se les caía. No sé por qué me parecieron de mal agüero y
preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego
empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los
colores de otras tardes, pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como
si de pronto fuera a reventar y supe que se había acabado el tiempo: si mi
primo no volvía, ¿qué sería de mí? Tal vez que ya estaba muerto en el combate.
No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el
miedo. Cuando llegue y me busque… No tuve tiempo de acabar mi pensamiento
porque me hallé en el anochecer de México. Margarita ya se debe haber acabado
su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado… Un taxi me trajo por
el periférico. ¿Y sabes, Nachita?, los periféricos eran los canales infestados
de cadáveres… por eso llegué tan triste… Ahora, Nachita, no le cuentes al señor
que me pasé la tarde con mi marido.
Nachita se acomodó los brazos sobre la
falda lila.
–El señor Pablo hace ya diez días que se
fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación –explicó
Nachita satisfecha.
Laura la miró sin sorpresa y suspiró con
alivio.
–La que está arriba es la señora Margarita
–agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina.
Laura se abrazó las rodillas y miró por
los cristales de la ventana a las rosas borradas por las sombras nocturnas y a
las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.
Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la
mano y la comió golosa.
–¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la
coyotada! –dijo con la voz llena de sal.
Laura se quedó escuchando unos instantes.
–Malditos animales, los hubieras visto hoy
en la tarde –dijo.
–Con tal de que no estorben el paso del
señor, o que le equivoquen el camino –comentó Nachita con miedo.
–Si nunca los temió, ¿por qué había de
temerlos esta noche? – preguntó Laura molesta.
Nacha se aproximó a su patrona para
estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas.
–Son más canijos que los tlaxcaltecas –le
dio en voz muy baja.
Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha
devorando poco a poco otro puñito de sal. Laura escuchando preocupada los
aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y
le abrió la puerta.
–¡Señora!… Ya llegó por usted… –le susurró
en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.
Después, cuando Laura se había ido para
siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes,
que entraron en su siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró
con sus ojos viejísimos, para ver si todo estaba en orden: lavó la taza de
café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios,
guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz.
–Yo digo que la señora Laurita no era de
este tiempo, ni era para el señor –dijo en la mañana cuando le llevó el
desayuno a la señora Margarita.
–Ya no me hallo en casa de los Aldama. Voy
a buscarme otro destino –le confió a Josefina. Y en un descuido de la
recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.
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