Félix J. Palma
Antes
de acudir a casa de mi abuela cacé una mosca. Era un ejemplar diminuto, de cuerpo
gris metálico y ojos de un negro fulgurante. La atrapé al vuelo en la terraza, y
la sostuve entre el pulgar y el índice, como quien se dispone a enhebrar una aguja.
Así estuve un rato, aspirando el aroma de los almendros que la brisa arrastraba
hasta mi ático mientras sentía contra la yema de los dedos el rebullir de aquella
vida minúscula e insignificante que, como un dios cruel, podría truncar con sólo
una ligera presión. Hice algunos amagos de aplastarla, arrancándole acordes agónicos,
pero finalmente la encerré en un frasco y aguardé a que Sandra saliera del baño
contemplando cómo el insecto exploraba su prisión en un vuelo frenético, negándose
a aceptar que se encontraba atrapado.
Me apresuré a disimular el tarro entre los adornos de la mesita cuando oí
abrirse la puerta del baño. Sandra emergió junto a una nube de vapor y efluvios
de perfumería, envainada en un sugerente vestido de terciopelo azul que le dejaba
la espalda al descubierto y dibujaba con precisión su silueta de ánfora. Su aspecto
me agradó, pues nunca la había visto tan elegante, pero enseguida comprendí que
con semejante tributo a la sofisticación lo único que pretendía decirme era que
aquella cita era tan importante para mí como para ella. Otra vez su notorio afán
por agradar, su empeño mal disimulado por hacer que lo nuestro funcionara, que aquellos
pasos erráticos nos encaminaran hacia algún sitio. Nos habíamos conocido hacía apenas
un par de semanas, pero yo la había catalogado casi al instante. Sandra respondía
a un patrón que conocía de memoria: treinta y muchos, con más llagas en el corazón
de las que creía merecer, recelosa ante lo nuestro pero con miedo a quedarse sola,
a envejecer sin un cuerpo amigo al otro lado del colchón. Enseguida supe que bastaría
con que yo le diese pie para que me asfixiara con todo el amor que venía recolectando
desde los remotos tiempos del instituto, cuando en las últimas filas de los cines
empezó a comprender que los príncipes azules no eran más que una engañifa.
Por eso estaba convencido de que no se negaría
a acompañarme a visitar a mi abuela. Incluso había apurado el tiempo al máximo antes
de pedírselo, en un gesto temerario que no suelo practicar demasiado. Anteriormente,
durante las primeras charlas de tanteo, ya le había dicho que, tras la muerte de
mis padres y hermanos en un accidente aéreo, mi abuela era el único pariente vivo
que me quedaba. Pero no fue hasta la noche pasada, mientras destripaba con la cucharilla
mi tarta de frambuesas, cuando le hablé de lo importante que la anciana era para
mí. Los últimos años, debido a la repentina orfandad en que nos habían sumido las
líneas aéreas, habíamos forjado una relación muy especial. Sus múltiples trastornos,
y especialmente la artritis que llevaba años acechándole los huesos, la habían conminado
a recluirse definitivamente en casa, al cuidado de una enfermera, donde yo iba a
visitarla siempre que podía, por mucho que a veces ella ni siquiera llegara a reconocerme.
Cuando le pedí que me acompañara, Sandra asintió sin pensárselo, apretándome la
mano en un gesto de condolencia que tal vez me hubiese correspondido hacer a mí.
Ahora, al verla avanzar por el pasillo tan deseosa de gustarme, sentí un
prurito de remordimiento, mucho más punzante de lo habitual. Pero logré disimularlo,
busqué la cámara y le pedí que se colocara junto a la pared. Ella obedeció. Incluso
compuso una pose insinuante revolviéndose el cabello, divertida por aquella ocurrencia
que no dejaba de ser otra forma de posesión, un modo de apropiármela distinto a
como lo había hecho las noches pasadas, sobre mis sábanas de raso o mis alfombras
caras o en cualquier rincón de este ático inmenso, pero siempre herido de deseo,
de una urgencia de su cuerpo que, una vez apagado el fuego, la hacía sentirse poderosa
mientras me acariciaba distraída el pecho, dueña de aquel hombre al que parecía
haber hechizado sin saber cómo y con el que tal vez pudiese construir algo duradero.
Cuando la cámara escupió la foto, ambos bromeamos sobre su aspecto, y entonces ella
me rodeó el cuello con sus brazos y se traicionó a sí misma con solo dos palabras.
Siempre intento evitar que esto suceda, pero a veces no lo consigo. Así que hice
lo que suelo hacer en estos casos: la abracé con ternura y susurré lo mismo en su
oído, sintiendo que esta vez no mentía del todo. Sonreímos, algo azorados tras la
brusca confesión, y en parte aliviados porque no había tiempo para más. Antes de
bajar a la calle, coloqué su foto sobre la mesa, junto al tarro donde la mosca continuaba
agitándose con desesperación, sin saber que aguardaba su muerte.
Fue al subir al coche cuando empecé a ponerme triste. ¿Por qué tenía que
ser así? La compañía de Sandra me gustaba, tal vez dedicar mi vida a amarla no fuese
una tarea tan desagradable. Conduje despacio, dejando que el coche se fundiera en
la lava metálica y caliente del tráfico, y para cuando quise darme cuenta llevábamos
un rato en silencio. Ella tampoco se había atrevido a hablar; parecía estar a la
expectativa, como si se hubiese contagiado de mi mutismo o considerara que debía
respetarlo.
–¿Sabías que antiguamente se usaba la tela de las arañas para taponar las
heridas? –le pregunté, tratando de desbaratar el inoportuno silencio que nos envolvía.
–No –respondió ella, mirándome con sorpresa.
Contempló las calles un rato, atenta a la multitud que deambulaba de un lado
a otro, vociferante y tumultuosa, ansiosa por consumir otra noche de sábado más,
y luego preguntó, tal vez para que la conversación no desfalleciera:
–¿Iremos después a cenar a Giovanni?
–Iremos donde tú quieras –respondí, recibiendo su pregunta como un impacto
brusco, luchando por que la voz no me temblase demasiado.
Al poco, llegamos a la casa de mi abuela, que se encontraba en el viejo centro
de la ciudad, en una calle tranquila flanqueada de edificios antiguos y desvencijados.
Aparcamos cerca de su puerta y, antes de decidirse a entrar, Sandra contempló su
descuidada fachada con una mezcla de asombro y desasosiego. Mi abuela vivía en la
casa donde nació, que había heredado tras el fallecimiento de su madre. Era una
mansión enorme, de techos altos y habitaciones inmensas, comunicadas entre sí por
largos y sinuosos corredores que a veces describían recovecos inútiles, un trazado
absurdo que se le indigestaría a cualquier arquitecto de hoy. En aquellas mismas
estancias, que incluso habían servido de improvisada enfermería durante la guerra
civil, había contraído matrimonio con mi abuelo, un contrabandista de pieles y marfil
investido de un aura peligrosa que le había robado el corazón sin esfuerzo, un ser
impulsivo que ni siquiera había podido aguardar a que terminara el convite para
desflorarla, improvisando un tálamo sobre los sacos de harina de la despensa mientras
los invitados los buscaban para cortar la tarta. Pero ahora que la mayoría de quienes
recorrieron aquellos pasillos empuñando una copa de champán, incluido mi abuelo,
estaban tan muertos como los jóvenes republicanos que apenas unos años antes habían
abonado las alfombras con su sangre, mi abuela reinaba en un reino imposible que
costaba recorrer en un día, hecho de pasadizos y retruécanos donde nadie se molestaba
en aventurarse cuando expiraba alguna bombilla. Hacía tiempo que ella se había instalado
en el amplio salón principal, desentendiéndose del resto, e incluso yo había olvidado
hasta dónde llegaban los límites de aquella geografía nebulosa, si es que alguna
vez los había alcanzado durante las excursiones que mi hermano Alberto y yo realizábamos
de pequeños, emulando las correrías de nuestro abuelo por el corazón negro de África.
Con una sonrisa, le cedí el paso a Sandra. Sus tacones sonaron melancólicos
al atravesar el zaguán y el pequeño patio que lo precedía, un baldío cuya regia
solería se hallaba cuarteada, abierta en distintos lugares por la pujanza de los
matojos. En las sombras, entre un rebujo amorfo de somieres y muebles arrumbados,
alcanzamos a distinguir la silueta huidiza de un par de gatos, verdaderos monarcas
de aquel territorio sin dueño. Sandra me tomó de la mano cuando comenzamos a subir
la destartalada escalera de mármol que nos aguardaba al fondo. Nos envolvía un olor
pesado y desagradable, como de palomar, y un silencio absoluto, apenas mancillado
por la salmodia de una cañería que perdía agua en alguna parte. Tomé la aldaba y
ejecuté varios golpes sobre el portalón, con la misma sensación de inutilidad de
siempre. Pero aunque aquellos tañidos parecían disolverse en el aire antes de poder
llegar a oídos de nadie, el portón no tardó en abrirse, y la rocosa silueta de la
enfermera se insinuó apenas en la luz mortecina del pasillo. Más que saludarnos,
nos medimos en la penumbra con animales de monte. Mi relación con ella era de absoluta
indiferencia. Yo no recordaba su nombre, si es que alguna vez lo había sabido, y
nunca había sentido el más mínimo interés por entablar amistad con aquella criatura
enorme que ya desde el primer día se movía por la casa con un sigilo estremecedor.
Fue mi abuela quien la contrató cuando llegaron los primeros achaques –contra la
voluntad de mis padres, que pretendían arrumbarla en algún asilo– y ahora parecía
existir entre ambas un vínculo extraño, una complicidad nacida al amparo de aquella
penumbra desoladora, en aquel reducto ajeno al discurrir del universo, que yo ni
sabía ni quería interpretar. Depositaría de la pequeña fortuna amasada por los rocambolescos
viajes de su marido, en los que ella le acompañó hasta que se lo llevó un brote
de cólera, mi abuela había armado a su gusto su reducido mundo. Incluso el lugar
que yo ocupaba me había sido dado por ella, por lo que me limitaba a aceptarlo mientras
funcionara, a mantener aquella maquinaria engrasada con mi pequeña aportación mensual.
Apartándose a un lado, la enfermera nos franqueó la entrada, y apenas habíamos
esbozado unos pasos por el pasillo cuando llegó hasta nosotros, flotando en la penumbra,
el minucioso sonido de las agujas. Sandra me dedicó una mirada de interrogación,
y tuve que apaciguarla con una sonrisa. Empujándola suavemente, avanzamos por el
corredor mal iluminado, siguiendo el chirrido metálico de las agujas, hasta desembocar
en el amplio salón donde mi abuela, como un faraón egipcio, había decidido encerrarse.
Era una estancia inmensa, presidida por una claraboya de cristales polvorientos
que volcaba la claridad de la luna sobre su centro. En ese barrizal de luz se encontraba
el viejo diván donde, entre cojines enormes como peñascos, descansaba el cuerpo
indefinido de mi abuela. Llevaba puesta una bata deshilachada y estaba tapada por
una manta de un color tan ceniciento como el estampado del sofá, por lo que bajo
aquella luz cada vez me resultaba más difícil precisar sus límites, discernir si
se encontraba en los huesos o por el contrario habría engordado. Al contemplarla
me invadió nuevamente la sensación de que los años se acumulaban en ella sin segundas,
jugando a desgastarla con paciencia de artesano, tal vez con la intención de averiguar
cómo era un ser humano tronchado al máximo. Las arrugas le horadaban la piel y le
acolchaban el rostro, suavizándole la expresión autoritaria que en el pasado le
había reportado su reputación de dama resuelta y orgullosa. Como siempre hacía cuando
esperaba mi visita, con un gesto presumido había mandado a la enfermera que le liberase
el rodete, de manera que ahora, debido a que estaba concentrada en sus agujas, un
velo blancuzco le harinaba los hombros como una capa de polvo. Sobre el regazo,
se cruzaban y descruzaban los pinchos, emitiendo fríos centelleos de estilete. Las
manos de la anciana, huesudas y sarmentosas, manejaban las agujas de punto con una
habilidad extraordinaria. Pero lo que realmente atrapaba la mirada era su compás
imperturbable e hipnótico, aquella cadencia de mecanismo inexorable que sugería
que más que concentrada en su labor mi abuela parecía sumida en una especie de trance,
en un ensimismamiento o ensoñación del que únicamente despertaría si alguien detenía
las agujas, interrumpiendo la actividad de esos aguijones siniestros que con su
movimiento de dínamo parecían mantenerla viva. Para combatir la artritis, el médico
le había aconsejado que practicara punto, y ella se había consagrado día y noche
a aquella tarea, la única que por otro lado era capaz de realizar tras la merma
de facultades que padecía. Podía haber dado algún uso práctico a aquella terapia,
pero desde el principio se había negado a entretener la espera confeccionando bufandas
o jerseys, como una abuela de cuento. En su lugar había decidido mantener un duelo
privado con el tiempo, medir su paso silencioso e indiferente, reflejar su discurrir
en una urdimbre cuya longitud vendría dada por los años que le quedasen de vida.
Por eso hacía casi tres años que tejía sin interrupción, los mismos que llevaba
a cargo de la enfermera, que la proveía de lana y se encargaba de extender el encaje
por las habitaciones colindantes, fabricando una tela de araña en torno al salón
con el tejido que segregaban las manos de la anciana.
–Buenas noches, abuela. Esta es Sandra.
Al oír mi voz, alzó su cabeza trabajosamente, y me contempló con aquellos
hermosos ojos suyos que seguían conservando el mismo verde que, esquivando a mi
padre y hermanos, había decidido perpetuarse únicamente en mis pupilas. Luego miró
a Sandra, examinándola largamente de arriba abajo, y por un instante, de la misma
manera confusa que uno intuye figuras en las nubes o en las sombras del crepúsculo,
me pareció entrever en su rostro el recuerdo de la mujer severa y exigente que había
sido. Sandra soportó el escrutinio con aplomo, fascinada por las agujas, pero sobre
todo por el torrente de lana que, tras serpentear entre nuestros pies, desaparecía
en la oscuridad de un pasillo. Ambos nos sentamos en las dos butacas que se encontraban
dispuestas frente al diván de mi abuela, como reclinatorios ante la hornacina de
un santo, y, no tanto por romper el hielo como por encubrir con mi voz el tétrico
chirrido de las agujas, me esforcé una vez más en propiciar una conversación. Pregunté
a mi abuela cómo se encontraba, pero ella se limitó a encogerse de hombros con indiferencia,
dejando claro que no tenía ni fuerzas ni ganas para participar en ningún diálogo,
por lo que decidí continuar espantando al silencio contándole cómo había conocido
a Sandra. Mi abuela siguió mi explicación algo distraída, como si para ella aquello
no fuese más que un trámite cuya duración la enojaba, y sólo parecía mostrar entusiasmo
cuando Sandra, al hilo de lo que yo decía, comentaba algo. Entonces la estudiaba
con una mirada ávida, examinando con una atención brutal sus piernas, sus muslos,
el tierno relieve del pecho. Hasta que finalmente, cansada de mis estúpidas anécdotas,
me interrumpió para anunciarnos que había olvidado sus gafas.
–¿Te importaría traérmelas? –le preguntó a Sandra, dedicándole una mirada
entre afectuosa y desafiante–. Están en la cómoda, al fondo del pasillo.
Sandra dio un respingo, sorprendida por el requerimiento, por el hecho mismo
de que la anciana le hubiese dirigido la palabra, pero enseguida asintió, solícita.
Antes de que se levantara, yo me apresuré a apretar su mano con fuerza, como si
con aquel gesto quisiera absorber su calor, la suavidad de su piel, la conmovedora
fragilidad de sus huesecitos, la vida que aún le bullía dentro. Sandra me miró,
desconcertada por lo extremado de mi gesto, y quiso tranquilizarme con una sonrisa,
como diciéndome que no le importaba obedecer la demanda de mi abuela, por mucho
que su forma de pedírselo hubiese sido un tanto brusca. Entonces se levantó y, sin
poder disimular nuestra expectación, mi abuela y yo la contemplamos alisarse la
falda, orientarse en la oscura habitación y dirigirse, con un repiqueteo de tacones,
hacia el pasillo. Atravesó la estancia con la espalda erguida y el caminar elegante
de quien se sabe observada, pero era evidente que se sentía incómoda, como si de
pronto, en aquel ambiente absurdo, toda la sofisticación de su porte le resultara
excesiva, e incluso el balanceo de caderas que intentaba contener se le antojara
obsceno, aparatoso. Supuse que deseaba pararse en mitad de la habitación, dedicarnos
una mirada compasiva y abandonarnos a nuestra suerte en aquella penumbra angustiosa,
con el peculiar trato que nos profesábamos y nuestros retorcidos caprichos. Pero
la vimos perderse con valentía en el corredor, siguiendo la tela. Y pronto dejamos
de oír sus tacones.
Mi abuela y yo aguardamos en silencio, contemplándonos con gravedad y nerviosismo,
atentos a cualquier sonido que pudiera surgir del pasillo. Pero lo único que oíamos
era el fragor difuso de la ciudad, filtrándose a través de los ventanales que se
adivinaban, obstruidos por gruesos cortinajes, al fondo de la estancia. Entonces,
de repente, el hilo que surgía de las agujas comenzó a moverse, como si alguien
tirase de él desde el otro extremo. Asistimos a los estremecimientos del tejido
aguantando la respiración. Al poco, los tirones se hicieron cada vez más débiles
y espaciados, hasta que finalmente se extinguieron por completo. Su cese nos tranquilizó,
y ambos pudimos volver a respirar. Reprimiendo una mueca de asco, observé cómo en
los labios de mi abuela había empezado a cuajar una saliva brillante, que amenazaba
con derramarse por su barbilla. La enfermera apareció entonces a mi lado y me acercó
una bandeja de piara donde descansaba un sobre marrón. Mi abuela inclinó la cabeza,
invitándome a tomar lo que me pertenecía. Lo cogí con una mezcla de disgusto y resignación,
sintiéndome el ser más despreciable del mundo al guardarlo en mi chaqueta. Mi contrariada
actitud dibujó una sonrisa irónica en los labios de la anciana: ¿qué credibilidad
podían tener mis remordimientos si siempre acababa volviendo a por un nuevo sobre?
Los dos sabíamos que aquella tristeza sólo me duraría unas horas, tal vez menos.
El tiempo de arrumbar lo que había hecho en algún rincón de mi cerebro, de olvidar
la voz de Sandra, de que se extinguiesen de mi piel los rescoldos de sus últimas
caricias. El tiempo de reconocer que volvería a hacerlo porque jamás podría renunciar
a la vida que llevaba, lo cual, de alguna forma, me robaba toda capacidad de elección,
creando el consolador espejismo de que no tenía alternativa.
–Mi querido y hermoso nieto –susurró mi abuela casi con indulgencia, cartografiando
mi rostro como lo haría un ciego, dejando sobre mi piel el rastro coriáceo de sus
dedos apergaminados–. El mundo se rinde ante tu belleza.
Y así era. Mi aspecto de arcángel ocioso me permitía traerle lo mejor de
la ciudad. Y a cambio, ella dejaba que su fortuna fuera goteando en mis bolsillos,
como un riego pertinaz que me permitía vestir chaquetas caras, conducir coches de
lujo, vivir entre las nubes. Todo menos enamorarme.
Me levanté y me incliné sobre su frente para sellar la ceremonia con el tradicional
beso de despedida. Pero esta vez prolongué el roce de mis labios más de lo habitual,
sintiendo su mandíbula descansar en la concha de mis manos, percibiendo su inmensa
fragilidad, advirtiendo que bastaba con un gesto, con un movimiento casi desganado
para oír el crujido que pondría fin a todo, mientras sentía, a la altura del estómago,
la presión apenas insinuada de las agujas. Con cuanta perfección representaba aquella
postura de cariño, aquel abrazo cargado de sutiles amenazas, el delicado equilibrio
de nuestra relación. Éramos dos almas que se odiaban por el hecho de necesitarse,
dos almas atrapadas en una simbiosis sacrílega y perversa a la que ninguna se atrevía
a poner fin. Me separé de mi abuela lentamente, murmuré un adiós y me dirigí a la
salida, ansioso por abandonar cuanto antes su siniestra guarida.
El frescor de la noche me alivió. Contemplé la luna, llena y lustrosa como
una fruta confitada, mientras trataba de serenarme. Luego subí al coche y puse rumbo
hacia mi ático, pero acabé en el bar de un hotel, gastándome en alcohol una buena
parte del contenido del sobre. Llegué a casa medio borracho y, tras despejarme la
cabeza con un poco de cocaína, cogí la foto de Sandra y el tarro con la mosca y
me dirigí a la habitación cerrada con llave que se encontraba al fondo del pasillo,
en la otra ala de la casa. Se trataba de un pequeño cuarto sin apenas mobiliario,
con una ventana estrecha que arrojaba sobre el parqué un escupitajo de luna. Cerré
la puerta a mis espaldas y me acerqué a una de sus paredes, que se encontraba cubierta
de fotografías de mujeres. Las observé con nostalgia. La mayoría sonreían, divertidas
o falsamente procaces, aunque también las había que miraban la cámara con seriedad,
sumidas en una solemnidad ridícula, como si sospechasen que aquella iba a ser la
última foto de sus vidas. Todas se encontraban en mi apartamento, en la misma esquina
del salón donde había fotografiado a Sandra apenas unas horas antes. Con una mueca
de disculpa, coloqué su foto al final de la hilera y observé el mosaico como si
se tratara de una obra de arte. Natalia, Teresa, Elia, Paula, y tantas otras que
ni siquiera habían dejado en mí la impronta de sus nombres. Algunas de aquellas
muchachas habían aparecido en los periódicos, pero nadie podía relacionarme con
ellas. Mi ámbito de caza era grande, incluía desde discotecas a museos, y una vez
las hechizaba solía llevarlas a los bares más discretos y a los restaurantes menos
concurridos, e incluso les proponía pequeñas excursiones a los pueblos vecinos con
el objeto de alejarlas lo más posible del ambiente donde se movían, sembrado de
conocidos que quizá pudiesen acordarse de mi descripción si las circunstancias lo
requerían. Por eso mismo también evitaba frecuentar sus pisos, y mi ático, que coronaba
un aséptico inmueble de lujo habitado por modelos, ejecutivos y otras aves dadas
a las largas migraciones, y tan autosuficiente como un búnker, acababa convirtiéndose
en el escenario casi exclusivo donde transcurría la parte más terrenal de nuestros
romances. Pero ese cuidado extremo por no dejar la más mínima huella en sus mundos
también me había obligado a abortar algún cortejo en marcha. Más de una le debía
la vida a un amigo o familiar que se había acercado a nosotros de repente, cuando
ya la había embaucado, obligándome a formar parte de una reunión imprevista antes
de poder desaparecer con cualquier excusa, como un león que abandona la pieza herida
en mitad de la sabana porque le incomoda que los buitres lo vean comer. Pero la
experiencia no me había enseñado únicamente a ser cuidadoso. Como quien distingue
la fruta podrida sin remover demasiado el cesto, también había aprendido a diferenciar
a las muchachas que aceptarían acompañarme a visitar a mi abuela de las que no.
Tres o cuatro meses atrás, sin ir más lejos, una informática con la que llevaba
una semana acostándome se había deshecho a carcajadas ante mi propuesta. “¿Crees
que porque folles bien tengo el menor interés en conocer a tus antepasados?”, me
había dicho, no sin cierta indignación, mientras atacaba su tarta de frambuesas.
Yo la había contemplado con asco, antes de arrojar unos billetes sobre la mesa y
abandonar el restaurante a toda prisa, desesperado porque sólo quedaban un par de
horas para la cita con mi abuela. Por suerte, en el bar de al lado se celebraba
una despedida de soltera y no me resultó difícil que la más escandalosa aceptara
la aventura de echar un polvo en un caserón ruinoso del viejo centro de la ciudad.
Dejé de contemplar el mural y, jugando con el frasco, me acerqué al terrario,
donde me aguardaba el ejemplar de viuda negra que había adquirido el día en que
mi abuela y yo sellamos nuestro pacto. Aún no tenía claro el motivo de su compra.
Las veces que me interrogaba sobre ello siempre acababa respondiéndome con sorna
que la había comprado por las múltiples ventajas que los arácnidos ofrecían sobre
el resto de mascotas. Como el dueño de la tienda no había dejado de recalcar mientras
instalaba el terrario, las arañas no olían, no molestaban, y no exigían más esfuerzo
que el de alimentarlas una vez al mes. Inclinándome sobre la urna, contemplé a la
araña, que descansaba sobre el vaporoso encaje de su tela, uniformada con el negro
lustroso de las brigadas nazis. Su postura, con los cuatro pares de patas curvadas
sobre la red, permitía observar en su vientre la mancha escarlata, en forma de reloj
de arena, que distingue a su especie. Pero bañada por el fulgor de la luna, la araña
semejaba más un camafeo de azabache destinado a decorar el cuello de una dama fina
que una criatura capaz de acarrear con su picadura un barroco cuadro clínico de
temblores, vómitos, taquicardias y alucinaciones que, dependiendo de la cantidad
de veneno inoculado, podía incluso conducir a los acantilados de la muerte. Con
cautela, descorrí la tapa del terrario y liberé la mosca, cuyo jubiloso vuelo no
tardó en precipitarla contra el mortífero bordado. Al debatirse, su miedo se tradujo
en un calambre que recorrió la red, interrumpiendo el reposo de la araña, advirtiéndole
que era el último sábado del mes. Se puso entonces en movimiento, y con medidos
pasos de equilibrista se aproximó a su víctima, que no cesaba de forcejear, sin
que en su cerebro ínfimo cupiese la posibilidad de resignarse a su desdichada suerte.
Abandoné la habitación en ese instante, como hacía siempre, incapaz de asistir a
un espectáculo que se adivinaba atroz.
Me acosté decidido a olvidar aquel sábado maldito, como había olvidado todos
los anteriores. Gracias al sopor del alcohol y a la fatiga mental que sentía no
me resultó difícil conciliar el sueño. Desperté muy entrada la mañana, pero sin
fuerzas ni ganas para levantarme. Por lo general no hubiese tardado mucho en darme
una ducha y dirigirme al club, para empeñar el resto de la jornada en alguna sauna
o jugando al squash, rodeado de otros como yo, hombres de porte atlético y elástico,
mariscales modernos que dirigían la expansión de sus imperios dictando órdenes a
través del móvil mientras tomaban un martini en el bar, individuos que sin embargo
no podían concebir más maldad que la del adulterio o el soborno, aquellas mezquindades
de juguete que nada tenían que ver con las que yo conocía. Esta vez, sin embargo,
desperté envuelto en una especie de melancolía. Ni siquiera descorrí las persianas.
Apuré todo el día en la cama, como si me encontrara convaleciente de alguna intrincada
operación, y a pesar de que sólo tenía un mes para realizar una nueva conquista,
fui dejando resbalar los días sumido en aquel estado de postración e indiferencia,
sin preocuparme lo más mínimo que el tiempo se agotase. No reaccioné hasta que quedaba
una semana para el plazo. Entonces descorrí las persianas, permitiendo que la luz
del sol volviese a penetrar en mi ático, y busqué la libreta negra. Yo solía cazar
sobre la marcha, sin más plan que aventurarme en los lugares donde acudían mis presas
potenciales, pero algunos errores me habían obligado a elaborar una lista para emergencias.
En las páginas de aquella libreta figuraban varias mujeres que formaban parte del
paisanaje de mis días: camareras de los restaurantes que frecuentaba o dependientas
de los comercios donde solía comprar, que nada tenían en común más que la sonrisa
llena de promesas con la que me atendían. Fui pasando páginas, sopesando posibilidades,
hasta detenerme en una de mis últimas anotaciones. Lucía era una morena de belleza
discreta que frecuentaba mi mismo gimnasio. Nadie nos había presentado nunca, pero
las continuas miradas de soslayo que me dedicaba y el rubor que incendiaba sus mejillas
cuando nos cruzábamos en algún estrecho desfiladero de pesas no dejaban lugar a
dudas.
Esa misma noche, antes de tenerla a horcajadas sobre mí, descubrí con cierto
regocijo que su perfil se ajustaba perfectamente a mis necesidades: llevaba apenas
un par de meses en la ciudad, supliendo una plaza de profesora, por lo que aún no
habría tenido tiempo de fraguar ningún tipo de relación con nadie, vivía sola en
un piso pequeño y destartalado, su madre había muerto el año pasado y su padre,
al que parecía quedarle grande el traje de viudo, sólo la llamaba de tarde en tarde,
cuando el inmenso dolor en el que andaba sumido retrocedía como la marea, permitiéndole
recordar que tenía una hija ganándose el jornal en alguna ciudad remota. El azar,
o lo que sea eso que nos gobierna, había despojado a Lucía de la quincalla de las
amistades y los parentescos, sirviéndomela desplumada de vínculos. Al día siguiente,
durante la cena, le dije que creía que me había enamorado de ella. Se le iluminaron
los ojos, y se apresuró a tildarme de tonto impulsivo para disimular su ilusión.
Pero no se negó a conocer a mi abuela. Esa misma noche, tras amarnos sobre la desvencijada
cama de su piso, la abracé con la mayor dulzura que pueden dar los verdugos: sólo
le quedaban cinco días de vida.
El último sábado de aquel mes lo pasamos encerrados en mi ático, explorando
los límites de la pasión en un colchón más cómodo. Al caer la noche, mientras ella
se duchaba, yo tomé un cuchillo de cocina y me dirigí a la habitación que había
al fondo del pasillo. Cerré la puerta a mis espaldas, y me apoyé contra ella. Desde
allí observé el terrario, que se encontraba iluminado por un caño de luna. Apreté
aquel enorme cuchillo de matarife, sintiendo cómo la vista se me nublaba y un sudor
frío como la aguanieve me corría por la espalda. Tomé una bocanada de aire, enarbolé
el arma y, con el corazón batiéndome el pecho, me acerqué a la urna, temiendo absurdamente
que los quejidos del entarimado pudiesen alertar a la araña. Pero ésta dormía sobre
su tela, tal vez incluso soñaba. Me pregunté qué clase de sueños podría tener un
insecto. Lentamente, aguantando la respiración, descorrí la tapa del terrario. Con
un movimiento rápido, la ensarté con la punta del cuchillo, desbaratando de paso
el entramado de su red, y la aplasté con firmeza contra el suelo de grava. La araña
emitió un crujido de artefacto mecánico, de caja de música que se obtura, antes
de reventar y salpicar el cristal de una sustancia amarillenta. La contemplé durante
unos segundos, mientras recuperaba el aliento. Limpié el cuchillo con una mueca
de asco y, tras guardármelo en el bolsillo interior de la chaqueta, abandoné la
habitación dando tumbos.
Lucía me esperaba en el salón, vestida con una sencilla chaqueta, como preparada
para consumir una mañana batallando en las aulas. Me interrogó con la mirada al
verme aparecer, pálido como un fantasma, pero yo no dije nada. Me limité a coger
las llaves del coche y ordenarle que me siguiera con un gesto desabrido. Hacía una
noche fresca, preñada de aromas primaverales. Subimos al coche sin mayor dilación,
y pusimos rumbo hacia el viejo centro de la ciudad. Conduje despacio, casi absorto.
Me encontraba confundido. No sabía por qué había matado a la araña. Ni tampoco para
qué había decidido traer el cuchillo conmigo. ¿Pensaba usarlo contra mi abuela?
¿Pretendía ensartarla también con el arma? Lo cierto era que había cogido el cuchillo
obedeciendo un impulso extraño, sin un plan preconcebido, tan sólo intuyendo vagamente
que debía batirme con la araña, demostrarme que era capaz de ejecutarla. Y ahora
no sabía si debía continuar con el exterminio que tan alegremente había emprendido.
Sentía que aquella noche no podía acabar como las demás, pero no se me ocurría cómo
impedirlo. Miré a Lucía de soslayo, que permanecía muy quieta en su asiento, tal
vez intimidada o aturdida por la hosca expresión de mi rostro. Me esforcé en componer
una sonrisa tranquilizadora y traté de rebajar la tensión hablando de cualquier
cosa.
–¿Sabías que en China existen varias leyendas antiguas relacionadas con las
arañas? Se cuenta, por ejemplo, que hubo una vez dos hermanas que se transformaron
en arañas inmensas, aberrantes, que, en vez de hilar seda, elaboraban fuertes sogas
con las que ahorcaban a sus enemigos. Hasta que el dios Sun Houtzu logró vencerlas
y matarlas.
Lucía me miró con perplejidad, pero enseguida sonrió, contenta de que hubiese
abandonado mi mutismo. Comentó algo sobre el asco que le producían las arañas y
empezó a contarme una anécdota de su infancia relacionada con ello, pero me resultó
imposible seguirla porque me distrajo la presencia helada del cuchillo contra el
costado. El tráfico avanzaba a paso de procesión, como un éxodo bíblico de bestias
resoplantes, y tuve la sensación de que habían corrido siglos cuando finalmente
arribamos ante la decrépita madriguera donde se escondía mi abuela.
Como había hecho Sandra, y Natalia y Teresa y todas las que la habían presidido,
Lucía subió la castigada escalera escudriñando las sombras con recelo. Incluso se
sobresaltó y me clavó las uñas en el brazo cuando ejecuté un par de aldabonazos
sobre el portalón, que restallaron en aquel silencio rancio como descargas de fusil.
El portón se abrió con un estertor de bisagras y la mole de la enfermera se recortó
en el umbral. Por un segundo, temí que fuese a registrarme, que la extraña opacidad
de mi mirada la llevase a palparme el cuerpo con sus manos de estibador. Pero se
limitó a invitarnos a pasar meciendo con indolencia su testa y, silenciosos como
reos escoltados por su celador, atravesamos el pasillo que desembocaba en el enorme
salón donde languidecía mi abuela, envuelta en el tétrico miserere de las agujas.
Cumplida su misión, la enfermera se dejó engullir por la penumbra, arrastrando el
manchurrón de su sombra como cola de novia. Los ojos de Lucía se clavaron entonces,
atónitos, en el hilo que, tras brotar de entre las manos de aquella anciana con
apariencia de gárgola que ocupaba el diván, se perdía hacia el pasillo. Una vez
realicé las presentaciones, nos sentamos en los sillones que nos correspondían y,
como cada sábado, interrogué a mi abuela sobre su salud, para recibir la destemplada
respuesta de siempre. Pasé entonces a relatarle nuestro encuentro, mientras ella,
desentendida de mis palabras, calibraba la consistencia de la profesora sin reprimir
cierta decepción ante su magra anatomía. Turbada, Lucía se dejaba inspeccionar sin
atreverse a protestar, y yo sentía contra mi estómago la presencia cada vez más
incuestionable del cuchillo, el vigor de su hoja, la sed de su filo. Un sudor frío
empezó a derramarse por mi espalda mientras me esforzaba por no perder el hilo de
mi relato, presintiendo que mi abuela no tardaría en interrumpirlo para exigir su
tributo. ¿Y entonces?, me pregunté, notando cómo cada músculo de mi cuerpo se tensaba
violentamente, preparándose para algo. De repente, con un ademán brusco, mi abuela
atajó mi desnortado soliloquio para informarnos de que había olvidado sus gafas.
Encañonó a Lucía con una mirada entre suplicante y furibunda, y dijo:
–¿Te importaría traérmelas? Están en el primer cajón de la cómoda que se
encuentra al final del pasillo. Sólo tienes que seguir el hilo.
Me levanté como un resorte, antes de que Lucía tuviese tiempo de reaccionar.
–Yo te las traeré, abuela –me sorprendí diciendo.
Mi abuela me miró, desconcertada. Tras el sofá, en las borrosas lindes del
salón, me pareció ver tensarse a la enfermera. Volví entonces la cabeza hacia Lucía,
que permanecía en la butaca, sin entender qué estaba pasando.
–Espérame en el coche –ordené.
Lucía pareció dudar, pero la dureza de mi voz la disuadió de cualquier protesta.
Se levantó, cogió la chaqueta que había colocado sobre el respaldo del asiento,
nos observó con incredulidad, como si fuésemos un par de locos, y se dirigió hacia
la puerta. Fue entonces, al contemplarla caminar hacia la salida con su aire desvalido,
cuando comprendí por qué había dejado pasar los días postrado en la cama, sin la
menor intención de emprender una nueva conquista. Sabía que ninguna otra mujer podría
resultarme más conmovedora que Lucía, aquella muchacha insignificante y solitaria
a la que dolía escoger para cualquier sacrificio. Desde el día que la conocí supe
que ella sería la única capaz de detener aquel carrusel de víctimas, de romper el
macabro pacto que me ataba a mi abuela.
El mugido de la puerta al cerrarse retumbó en la estancia y se propagó por
toda la casa, haciendo vibrar los hilos que enmarañaban las habitaciones como cuerdas
vocales. Me llevé entonces la mano al bolsillo y exhibí el cuchillo que, al absorber
la claridad lunar que se despeñaba por la claraboya, centelleó en la penumbra con
excesiva aparatosidad. Creo que la irrupción en escena del arma me sobrecogió a
mí tanto como a ellas. Al verla, mi abuela interrumpió su labor y alzó las agujas,
apuntándome con ellas. Sin saber muy bien qué hacer, empuñé el cuchillo a la altura
del estómago, tratando de componer una postura amenazadora. Nos sostuvimos la mirada
durante un instante eterno. Era difícil descifrarle la expresión bajo los sedimentos
de las arrugas, pero sus ojos relucían feroces, indignados ante mi ridículo motín.
Quizá se estuviese preguntando si aquel era el esperado final de nuestra relación
contra natura, si todo acabaría en una vulgar reyerta a cuchilladas, si después
de haber derramado tanta sangre había llegado la hora de verter la nuestra. La disposición
de las agujas hacía pensar que mi abuela estaba decidida, si mi rebelión iba más
allá de una pataleta, a hundírmelas en el vientre sin la menor vacilación. De soslayo,
espié a la enfermera, preguntándome si también tendría que enfrentarme a ella. La
asistente poseía una complexión de Minotauro difícil de doblegar, pero por ahora
no se había movido de su sitio, tan sólo se limitaba a cambiar el tonelaje de su
cuerpo de una pierna a otra, expectante. Tragué saliva. Yo había creado aquella
situación y los tres sabíamos que a mí correspondía dar el primer paso. Lucía estaba
a salvo. Podía guardar el cuchillo, disculparme ante mi abuela y salir de allí avergonzado.
Pero sabía que si escogía ese camino acabaría volviendo en cuanto se me agotara
el dinero, trayendo del brazo una nueva víctima. Abalanzarme sobre mi abuela, por
el contrario, significaba la posibilidad de perder la vida.
Entonces clavé los ojos en el corredor por el que se perdía el hilo, y comprendí
para qué había traído el cuchillo. Siempre habíamos sospechado que mi abuela, acérrima
enemiga de los bancos, guardaba su fortuna en la cómoda que se encontraba en alguna
de las habitaciones de la casa, protegida tras el mortífero entramado de telarañas
por el que sólo ella, y tal vez la enfermera, sabían moverse sin peligro. Yo nunca
me había atrevido a aventurarme allí, en aquel neblinoso reino de donde nadie regresaba,
pero si no quería continuar viendo a mi abuela, no me quedaba más opción que tratar
de encontrar la cómoda. Apreté el cuchillo y me acerqué al pasillo. Desde allí miré
a la anciana, que me contemplaba con curiosidad, desafiándome a entrar, a enfrentar
su trampa, a resolver mi vida para siempre o entregarla en el empeño.
Aspiré una profunda bocanada de aire, intentando infundirme ánimos, y me
interné por el corredor en busca de su dinero, enarbolando el cuchillo con el pulso
tembloroso. Apenas había esbozado un par de pasos, cuando oí a mis espaldas las
estremecedoras carcajadas de mi abuela y su lacaya, que se fueron extinguiendo a
medida que me adentraba en las entrañas de la mansión. La galería por la que caminaba
no tardó en desaguar en una estancia de mediano tamaño donde el hilo, dispuesto
de una pared a otra mediante clavos y ganchos, empezaba a cobrar el aspecto de una
intrincada tela de araña, antes de perderse hacia el cuarto vecino. La crucé sin
problemas, como al parecer habían hecho todas mis conquistas, tal vez algo desconcertadas
por aquella caprichosa forma de tender el hilo, pero incapaces de adivinar que se
estaban internando en una trampa. En el siguiente cuarto, donde la penumbra se antojaba
más espesa y el entramado del hilo más tupido, mi pie tropezó con algo. El susto
hizo que el corazón se me desbocara. Aferré el cuchillo con fuerza, y con la mano
libre tanteé en el estanque de penumbra que crecía a mis pies. Rocé un objeto duro
y terso, del tamaño de una paloma. Acercándolo al resplandor de la calle que se
filtraba por una tronera próxima, pude comprobar que se trataba de un zapato de
tacón. Enseguida lo identifiqué: pertenecía a Sandra. Alcé el rostro y la descubrí
ante mí, enredada en los hilos, en una postura descoyuntada que reflejaba los infructuosos
esfuerzos que habría hecho por liberarse. Con espanto, observé que le faltaba un
brazo y que tenía el rostro desfigurado a mordiscos. La claridad de la calle parecía
cuajar como rocío en cada boquete del paisaje lunar en que las brutales dentelladas
habían convertido el hermoso rostro de Sandra. Vomité allí mismo, arrodillado a
los pies de la mujer que había pagado con una muerte atroz el haberse enamorado
de mí.
No me planteé la posibilidad de volver. Una vez repuesto, continué avanzando,
empleando el cuchillo contra la maleza cada vez más compacta de los hilos. Trastabillando,
atravesé estancias y galerías sumidas en una oscuridad amazacotada, agujereada de
tanto en tanto por una pedrada de luz proveniente de no se sabía dónde. Varias veces
tropecé con algún cuerpo todavía atrapado en la red, un irreconocible amasijo de
huesos cubierto de andrajos que se desmigó a mi paso como una figura de hojaldre.
Gimoteando de rabia y desesperación por el macabro panteón que había ayudado a construir,
seguí braceando entre la maraña, emprendiéndola a cuchilladas cada vez que quedaba
enredado, hasta que la ausencia de restos humanos me indicó que no debía estar muy
lejos de mi objetivo. Me encontraba al borde del desmayo cuando me cegó el brillo
de un objeto. Unos metros ante mí, un reloj que se me antojó tremendamente familiar
ceñía la muñeca de un esqueleto larguirucho, coronado por un cráneo formidable.
Con una mueca de cariño, constaté que mi hermano Alberto había sido quien había
llegado más lejos. No en vano nuestras correrías de niño le habían enseñado a moverse
como un felino por aquel dédalo de habitaciones. Acaricié su cráneo con ternura.
Mi hermano Alberto, como el resto de la familia, tampoco había podido sustraerse
a la codicia. Reviví entonces el terrible dolor que me había supuesto su desaparición,
mucho mayor que el que sentí por mis padres. Las piernas me fallaron, y me dejé
caer de rodillas ante el desvalido esqueleto de mi hermano, recordando cuánto había
tardado en comprender el motivo por el que, una vez mi abuela se negó a dejarse
encerrar en un asilo, los miembros de mi familia comenzaron a desaparecer, uno tras
otro, con una cadencia casi semanal, sin que sus misteriosas desapariciones produjesen
en el resto la menor pregunta, tan sólo esa mueca de resignada pesadumbre que produce
lo inevitable, todos buscaban la fortuna que mi abuela se negaba a compartir, enojada
contra aquellos conspiradores de su misma sangre que pretendían enterrarla en vida.
Tú no necesitas seguirles, me dijo la noche que irrumpí en su mansión, sospechando
que a mi hermano Alberto se lo habían tragado los túneles. Puedo darte lo que todos
buscan si hacemos un trato, sugirió, contemplando con admiración mis hermosos ojos
verdes. Fue entonces cuando supe que jamás volvería a ver al resto de mi familia,
que nadie podía regresar del interior de la mansión porque mi abuela no sólo se
había traído de África pieles y marfil, sino también una cierta afición a la que
al fin se había entregado sin el menor pudor, haciendo que su desagradecida familia
volviese a ella, que la habitara por dentro como hizo Cronos cuando le predijeron
que sería destronado por sus hijos.
Los ojos, mis hermosos ojos verdes, se me llenaron de lágrimas. Y fue entonces
cuando, a través de la bruma del llanto, distinguí la cómoda. Su descubrimiento
me dejó perplejo, debido probablemente a que nunca había creído realmente en su
existencia. Pero allí estaba, a apenas unos metros de mí, esperándome, atesorando
en sus cajones más dinero del que podría gastar. Sólo tenía que cogerlo y huir de
allí enseguida, hundiendo el cuchillo en las entrañas de quien intentara cortarme
el paso. Me levanté trabajosamente y, lanzando cuchilladas ciegas a un lado y otro,
avancé hacia el mueble. Dejando escapar un suspiro de impaciencia, noté cómo la
pierna se me enredaba en un hilo. Tanteé en la oscuridad para segarlo, consiguiendo
tan sólo que el brazo armado también quedara aprisionado en la red. Intenté soltarme,
sintiendo con desesperación cómo iba quedando cada vez más maniatado, hasta que
el cuchillo se me resbaló de las manos. Rebotó contra el suelo, alejándose de mí.
Lo contemplé desaparecer con fastidio, tragado por aquella oscuridad impenetrable,
pero no me importó porque la distancia que me separaba de la cómoda era mínima.
Extendí el brazo todo lo que pude, y sentí el roce helado del tirador del primer
cajón. Apretando los dientes, continué estirándome, sin darme cuenta que los hilos
se tensaban cada vez más alrededor de mi cuerpo, hasta que sentí la tela oprimirme
el cuello. Descubrí entonces, lleno de pánico, que me encontraba atrapado. Si continuaba
intentando desasirme sólo conseguiría estrangularme. Cuando lo comprendí dejé de
forcejear y quedé allí, inmóvil en la tela.
No sé cuánto tiempo pasé así, envuelto en aquel silencio denso y exacto.
La única prueba de que existía un mundo distinto a aquel en el que me encontraba
era la claridad ambarina de la calle, que se filtraba por un ventanuco cercano.
Lucía me esperaba allí fuera, en aquel mundo benévolo y cuerdo, sentada en el coche,
manoseando intrigada la llave que, antes de subir, yo había tenido la precaución
de dejar sobre su asiento. Era una llave pequeña, ligera. No le costaría deducir
que abría la habitación que se encontraba al final del pasillo, aquella habitación
siempre cerrada que más de una vez me había preguntado qué ocultaba. Esta noche
lo sabría, pensé. Un estremecimiento en la red me arrancó entonces de mis pensamientos.
Contemplé la vibración del encaje con horror, y comprendí que, deslizándose por
los hilos, algo venía hacia mí. No me moví, permanecí quieto, crucificado en el
encaje, aceptando mi destino con una mansedumbre inusitada en una mosca.
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