Patricia Highsmith
Sharon
jamás se consideraría, y nunca se había considerado, una mojigata. Se
consideraba sencillamente respetable. Su madre siempre le había dicho: “Sé pura
en todo”, y cuando Sharon alcanzó la adolescencia, su madre resaltó la
importancia de llegar virgen al matrimonio. “¿Qué otra cosa puede ofrecer una
mujer a un hombre?”, era la pregunta retórica de su madre. Así lo hizo Sharon,
y dio la casualidad, o puede que fuese un destino inevitable, de que su marido,
Matthew, también llegó virgen al matrimonio. Cuando Sharon lo conoció, Matthew
era un estudiante muy aplicado de derecho.
Ahora, Matthew era un abogado muy trabajador, y él
y Sharon tenían tres hijos, Gwen, Penny y Sybille, de edades comprendidas entre
los veinte y los dieciséis. Sharon siempre les había dicho a sus amigas: “Las
llevaré vírgenes al altar, aunque sea lo último que haga”. Algunas de las
amigas pensaban que Sharon estaba anticuada, otras pensaban que sus esperanzas
eran vanas en los tiempos que corrían. Pero ninguna tuvo el valor de decirle a
Sharon que estaba malgastando sus energías, o incluso que quizá estaba
condenada a la decepción. Después de todo, la actitud de Matthew y Sharon era
asunto suyo, y la verdad es que sus hijas eran unas jovencitas modélicas. Eran
educadas, atractivas y buenas estudiantes.
–Sabe, las vírgenes son un rollo –le dijo el novio
de Gwen a Sharon, aunque en tono respetuoso.
Toby era un joven brillante y laborioso que
estudiaba medicina. Tenía veintitrés años y asistía a la misma universidad que
Gwen, a setenta kilómetros de allí. Había traído dos recortes de revistas
femeninas, pensando que impresionarían a la madre de Gwen (a quien,
acertadamente, suponía el origen de los escrúpulos de Gwen). También había
traído un recorte de periódico sobre el mismo tema escrito por un sociólogo.
Los autores de estos argumentos tenían puestos de responsabilidad en los
negocios y en las profesiones liberales, no eran simples progres, señaló Toby.
–Verá, no hay razón para que una chica tenga que
llevarse una desagradable sorpresa cuando se casa. Debería aprender algo antes,
y el muchacho también. De lo contrario, si ambos son vírgenes, puede resultar
una experiencia difícil y hasta embarazosa para los dos.
Sharon permaneció en silencio, horrorizada, durante
más de un minuto. Su primer impulso fue decirle a Toby que se fuera. Puso los
recortes a un lado, en una mesita, como si hasta el papel en que estaban
impresos fuese asqueroso. Era evidente para Sharon que lo único que Toby quería
era eso, pese a que hasta ahora le había hablado de matrimonio a Gwen. Incluso
había hablado con Matthew, y aunque no habían anunciado el compromiso en los
periódicos, Sharon y su marido lo consideraban oficial. La boda se celebraría
el próximo mes de junio, después de que Gwen acabara sus estudios. Sharon
consiguió sonreír levemente.
–Supongo que después de que te hayas… aprovechado
de mi hija, no te interesará casarte con ella, ¿verdad?
Toby se inclinó hacia adelante, deseando ponerse en
pie, pero no lo hizo.
–Estoy seguro de que usted lo cree así, pero está
muy equivocada. Si alguien no quiere casarse, puede que sea Gwen… pero tiene
perfecto derecho a saber con quién se casa. Podría ser que yo no le gustara. Es
mejor que lo descubra antes, ¿no?
No, pensó Sharon. Cásate y aguántate y saca el
mayor partido que puedas, ese era su credo. Era rebajar sus normas… No
encontraba las palabras precisas, aunque estaba segura de tener razón.
–Creo que quizá Gwen no sea la chica adecuada para
ti –dijo finalmente.
La cara de Toby se ensombreció de aturdimiento.
–Muy bien. No discutiré más. Lamento haberlo
discutido.
Recogió cuidadosamente sus recortes.
Gwen se había quedado en el jardín, discretamente,
durante esta entrevista. A la hora de la cena tenía la cara larga. Era verano,
y las tres hijas estaban en casa. No se mencionó el asunto. Toby no volvió a la
casa en las dos semanas que quedaban de vacaciones, pero Sharon supuso que Gwen
seguía viéndolo. Cuando llegaron las vacaciones de Navidad y Gwen volvió de la
universidad, le comunicó a su madre que había perdido la virginidad con Toby.
Gwen estaba radiante, aunque ocultaba su felicidad lo mejor que podía porque no
quería mostrarse groseramente rebelde.
Sharon se puso pálida y casi se desmaya.
–Pero nos vamos a casar, dentro de unos seis meses,
mamá –dijo Gwen–. Ahora es más seguro que nunca. Sabemos que nos gustamos.
Sharon se lo contó a Matthew. Matthew se puso
torvo. No sabía qué decirle a Gwen, y, por lo tanto, se quedó callado.
Lo más grave fue que Gwen se lo dijo a sus
hermanas, que la habían estado interrogando respecto al cambio de actitud de
sus padres hasta que ella se los contó. Después de todo, pensó Gwen, una
hermana tenía dieciocho años y la otra dieciséis; es decir, las dos tenían edad
suficiente para estar casadas, si lo hubieran deseado. Las dos hermanas de Gwen
se quedaron fascinadas, pero Gwen se negó a contestar a sus preguntas. Para
Penny y Sybille, esto prestaba aún mayor hechizo a la experiencia de Gwen.
Decidieron hacer igual que ella, porque bien sabe
Dios que sus respectivos novios las asediaban con la misma petición. Los
espantosos golpes cayeron sobre Matthew y Sharon aquella Navidad. Primero
Penny, y luego la pequeña Sybille, llegaron a casa a las dos de la madrugada en
vez de a medianoche, que era la hora del toque de queda, dos fines de semana
sucesivos. Penny se defendió de las preguntas de sus padres, pero Sybille le
soltó a su madre con franqueza que le había dicho que sí, según se expresó, a
Frank, que tenía dieciocho años.
–Ustedes dos –les dijo Sharon a sus hijas Penny y
Sybille–, ¡no vuelvan a traer a Peter ni a Frank a esta casa! ¿Me oyen?
Entonces, Sharon se vino abajo. Eso sucedió la
tarde del día en que Sybille le había dado la noticia. Llamaron al médico. Hubo
que darle un sedante. El médico de la familia convenció a Matthew, que casi
había pegado a Sybille en su presencia, de que se dejara poner también una
inyección sedante. Pero Matthew no se derrumbó como Sharon.
–¡Ustedes no saldrán de casa hasta que yo les dé
permiso para hacerlo! –fulminó Matthew a las chicas, antes de subir las
escaleras, tambaleándose, hacia su dormitorio, que estaba separado del de su
mujer.
–Todas, todas han tirado lo único que podían
ofrecerle a un marido –le dijo Sharon a Matthew; y luego hizo venir a sus
rubias hijas a su dormitorio para decirles lo mismo.
Las hijas bajaron la cabeza y parecieron
arrepentidas, pero interiormente no lo estaban, y cuando salieron del
dormitorio de su madre, la hermana mediana, Penny, le dijo a la hermana mayor,
en presencia de la pequeña Sybille:
–¿No tenemos al mundo entero de nuestra parte?
Las tres hermanas estaban felices porque era su
primer amor.
–Sí –dijo Gwen con convicción.
Mientras tanto, Sharon, aún en la cama, le
murmuraba a Matthew, que había entrado a visitarla:
–Todos nuestros esfuerzos desperdiciados. El Gran
Tour de Europa… Las clases particulares de francés, las lecciones de piano… la
civilización…
Hacía dos años habían llevado a sus hijas a
Florencia, París y Venecia.
El médico tuvo que intervenir otra vez con
sedantes, aunque le aconsejó a Sharon que tratara de andar un poco.
Entonces vino el verdadero golpe. Sybille tuvo el
valor de preguntarle a su padre si Frank, su novio, podía venirse a vivir a
casa. Los padres de Frank estaban de acuerdo, si Matthew aceptaba. Matthew no
podía creer lo que oía. Y mientras, Frank seguiría yendo al colegio de la
ciudad, dijo Sybille.
–¿Y qué demonios pensarían los vecinos? –dijo su
padre–. ¿No se te ha pasado por la cabeza?
–¡El novio de Estelle está viviendo en su casa! –contestó
Sybille, antes de salir corriendo del despacho de su padre. Se refería a los
Thompson, que vivían en la misma calle.
Pero ¿de qué valían esos carcas? Eran como para
hacer que cualquiera se marchase de casa. Su padre probablemente ni siquiera
había oído hablar de la píldora.
–Me dan ganas de tirarles cubos de agua –dijo
Sharon desde su cama, refiriéndose a los novios de sus hijas.
Se acordaba de las veces que había echado cubos de
agua a los gatos callejeros que asediaban a su gata siamesa, pero eso no sirvió
para protegerla, ya que su hijo bastardo todavía pertenecía a la casa.
Matthew estaba intentando todo lo que podía para
mantener a la familia unida.
–Hay algo bueno –decía–. Ninguna de nuestras hijas
está embarazada. Y Gwen se va a casar.
Pensaba en la familia de Estelle Thompson, en la
misma calle, que tenían al novio viviendo en casa. No podía contárselo a su
mujer, la mataría. Aquello le había hecho una profunda mella al propio Matthew.
Pero ¿no sería mejor ceder un poco que quedar completamente derrotado?
–No será igual –replicaba Sharon, volviendo la cara
hacia otro lado, con tristeza–. Gwen ya no es pura.
Comprendiendo que traer a Frank a su casa haría
mucho daño a sus padres, Sybille se fue a vivir con Frank. Esto destrozó a
Matthew, le temblaban las manos, y no fue a su oficina durante un par de días.
Le daba vergüenza hasta de que lo vieran en la calle. ¿Qué estarían pensando
los vecinos?
En realidad, a los vecinos ya no les escandalizaban
estas cosas y algunos pensaban que contribuían a dar estabilidad a los jóvenes.
Penny, la mediana, compartía ahora un apartamento
con Peter en la ciudad donde estudiaban, y ambos iban mejor en sus estudios.
Esto fue en enero y febrero.
También en enero, Sharon se enteró de que su
pequeña Sybille se había trasladado a casa de Frank. Se lo dijo la asistente.
Matthew nunca hubiera podido contarle a su mujer semejante cosa. Sharon seguía
en la cama. Naturalmente, había echado de menos a Sybille unos diez días antes,
y Matthew le dijo que Sybille había hecho su maleta y se había ido a casa de la
hermana de Sharon en la ciudad, y que continuaba yendo al colegio. Pero la
asistente comentó con una alegre risa y sin venir a cuento:
–Ya sé que Sybille se ha marchado a casa de su
novio. ¡Ya es una mujercita!
La asistente creía que Sharon estaba enterada.
Sharon, drogada por los sedantes, pensó que la
asistente le estaba gastando una broma cruel.
–No es momento para risas… ni cuentos graciosos,
Mabel.
–¡Pero si es verdad! –dijo Mabel.
Entonces comprendió que Sharon no sabía nada.
–¡Sal de mi casa! –gritó Sharon con toda la energía
que le quedaba.
–Lo siento, señora –dijo Mabel, y salió de la
habitación.
Sharon se levantó de la cama con dificultad,
pretendiendo bajar a hablar con Matthew, que estaba en casa otra vez. En lo
alto de las escaleras, Sharon perdió su asidero en la barandilla y se cayó,
rodando los treinta y cinco terribles escalones que, aunque alfombrados, la
dejaron horriblemente magullada. Matthew la encontró al pie de la escalera y
llamó al médico inmediatamente.
–Está representado el derrumbamiento de su hogar –dijo
el médico, que era un poco siquiatra y se creía inteligente.
–¿Pero qué gravedad tienen las lesiones? –preguntó
Matthew.
No se había roto nada, pero ahora tuvo que
permanecer en cama. Se fue quedando cada vez más débil. Y lo mismo le ocurrió a
Matthew, como por contagio. Dejó de trabajar. Afortunadamente podía
permitírselo. Él y Sharon envejecieron rápidamente en los meses siguientes. Sus
hijas prosperaron. Gwen dio a luz un niño pocos meses después de su matrimonio.
Sybille obtuvo una beca por sus buenas notas en química. Penny, soltera, seguía
viviendo con Peter, y a los dos les iba muy bien. Estaban estudiando sociología
y lenguas orientales con intención de hacer trabajo de campo. Todas tenían un
objetivo en la vida. Para Sharon la vida había perdido su sentido, porque su
objetivo principal había fallado. Para ella sus hijas eran vagabundas, putas
enmascaradas; y, sin embargo, Penny y Sybille (aunque no Gwen) seguían recibiendo
dinero de casa. Matthew estaba atrapado entre la espada y la pared. Veía que a
sus hijas les iba bien, pero él era como su mujer: no aprobaba su conducta.
Después de todo, él se había mantenido casto hasta el matrimonio. ¿Por qué no
podía hacer lo mismo todo el mundo, especialmente sus hijas? Fue a ver a un sicoanalista,
cuyas palabras parecieron dividir a Matthew más aún, en lugar de integrarlo.
Además, las cartas de su hija Gwen implicaban que la actitud de él era un tanto
ordinaria. Matthew deseó suicidarse, pero no lo hizo, porque siempre había
pensado que el suicidio era una cobardía. Murió mientras dormía, a la edad de
setenta años.
Sharon sobrevivió hasta una edad increíblemente
avanzada: noventa y nueve años. Hacía mucho tiempo que había prohibido a sus
hijas pisar su casa. Tenía ya cuatro bisnietos, y nunca había visto ni a los
nietos ni a los bisnietos. En su senilidad, Sharon regresó al pasado y sus
palabras de moribunda fueron: “Las llevaré vírgenes al altar… al altar…”
Tuvieron que atarla a la cama. Era preferible a que se cayera otra vez por las
escaleras.
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