Rossi Vas
Detrás del rayado espejo
de forma elíptica que Mirella tenía en las manos, un reflejo desconocido se
movió como si hubiera alguien a sus espaldas. Otra persona, o quién sabía qué
era lo que asustó a la joven para que lo soltara de repente. El espejo se cayó
en el suelo rompiéndose en unos grandes trozos irregulares. Del grito de horror
que la chica soltó, sus padres entraron preocupados en la habitación,
preguntándole qué había ocurrido. Ella no respondió, solo miraba atemorizada su
pie sangrante. Su madre le limpió la herida y recogió los restos del espejo.
Los tiró a la basura en el patio, y todos se olvidaron de ello.
Una hora más
tarde, ya estaban cenando, conversando vivazmente en el amplio comedor de la
vieja vivienda, la que alquilaron para la fiesta. Por el motivo del aniversario
de la boda de los padres de Mirella, decidieron lanzarse en una aventura
buscando algo especial para la celebración. Se fueron lejos de casa llevándose
consigo a su hija, quien en el mismo día cumplía dieciséis años. Al inicio,
ella no quiso venir porque se mareaba en el coche durante los viajes. Al final
se llevó unas pastillas y se fue también. La convencieron sus padres
tranquilizándola de que el cambio le vendría bien, ya que últimamente estaba
molesta por unas pesadillas muy repetitivas.
Alquilaron la
casa con la ayuda de un amigo, dueño de una inmobiliaria, quien les aseguró que
aquella zona montañosa era lo ideal para una velada tan especial. Era una de
aquellas divertidas mansiones encantadas que recientemente la inmobiliaria
había dejado a una empresa de eventos. No les cobró nada, pero a cambio tenían
que limpiarla y prepararla, por eso los tres llegaron un par de días antes.
De primeras,
el lugar les fascinó, y unidos, limpiaron con entusiasmo los cristales,
quitaron el polvo de los muebles y fregaron el suelo. Una vez hecha la
limpieza, tras las cortinas olientes a suavizante, desde la calle se veían las
llamas de las velas en los candelabros, encima de la mesa festiva. Por la
noche, a la hora de dormir, la madre y la hija estaban preparando las camas,
mientras tanto el padre salió a buscar la leña que les habían traído. En la
planta de abajo, la hoguera oscura se veía al fondo como un hueco vacío y
apagado. De improviso, la silla mecedora de enfrente se balanceó, y un suspiro
agudo se escuchó llegando hasta los rincones: se paró allí, como si buscara
dónde albergarse. Entrando con una radio en la mano, el padre de Mirella no lo
oyó porque la música se sobreponía ante todo. Dejó la leña en la caja de madera
al lado de la hoguera y subió a la planta de arriba. Sin embargo, no se dio
cuenta de que los trozos del espejo roto se hallaban en el fondo de la caja.
Abatidos por la limpieza, los tres enseguida cayeron en un sueño profundo.
Sobre las tres
de la madrugada, cuando los gallos en la lejanía empezaron a cantar ansiosos,
la puerta del dormitorio de Mirella se abrió, y el crujir sordo resonó
inquietante en la mansión durmiente. La joven se removió en la cama sin
despertarse. Dormía desnuda, y la sábana marcaba dulcemente las formas de su
cuerpo. Una sombra se le asomó encima, luego abrió con precaución el armario.
En aquel dormitorio que evidentemente conocía, bajo la escasa luz de la luna
tras las ventanas, buscaba algo con la certeza de encontrarlo. De entre la
ropa, sacó frenéticamente un espejo, igual al que se había roto. Se lo acercó
al rostro oscurecido y abrió la boca, sin producir un grito: el reflejo resaltó
en la superficie, mudo y estremecido. Del susto, repentinamente dejó caer el
espejo, y los trozos se le clavaron en los pies.
El grito que
prosiguió fue de Mirella. Se había despertado entre sudores y, aterrorizada,
encendió la luz. La pesadilla había pasado. Solo un espejo roto brillaba en el
suelo, reflejando un rostro desfigurado.
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