Félix J. Palma
Lo
primero que hice al llegar a mi apartamento fue desplomarme heroicamente sobre el
sofá, con ese dramatismo un tanto vanidoso de quienes necesitan creer que aun estando
solos siempre hay alguien que mira, que vigila, que evita que nuestros pequeños
infortunios pasen desapercibidos en el contexto del universo. El trayecto en taxi
con la ventanilla bien abierta, a pesar de que el tráfico había resultado más fluido
de lo habitual, no había logrado mitigar el mareo que me había producido el vuelo,
aquella turbulencia a escasos minutos del aeropuerto que me había desordenado las
tripas, conminándonos a la mayoría a guardar el alma dentro de la bolsita marrón
de los asientos en una repugnante sinfonía de arcadas. El apartamento no olía a
cerrado, y supe que Berta se había tomado también la molestia de airearlo al regar
mis plantas. Dado lo poco que hoy en día cotizan en bolsa las relaciones vecinales,
una vecina como Berta era todo un lujo, quizá un guiño de Dios para que no perdiese
la fe en el género humano todavía. Me deshice con placer de los zapatos, arrojé
a un lado el maletín empachado de congreso y desde mi horizontalidad pasé revista
a lo poco de apartamento que registraban mis ojos.
Atisbé por entre la puerta entornada de la cocina un
papelito adhesivo pegado al frigorífico y sonreí, conmovido por esos pequeños detalles
que tan sigilosamente enuncian amistades enormes: debía de tratarse de la receta
que Berta había prometido pasarme para sorprender a Mónica en la cena íntima de
la noche próxima, último capítulo de un meticuloso plan de copas y conversaciones
que me permitiría adquirir ante sus ojos una dimensionalidad nueva al mostrarme
como uno de esos hombres de hoy amigos de su propia cocina (había comprado expresamente
un delantal lleno de motivos idiotas para lucirlo a la hora de servir la cena con
la certeza de que ella lo encontraría más entrañable que ridículo; cuando cumpliese
su objetivo ya lo quemaría). Cerré los ojos, convencido de que con aquel vértigo
atroz poco partido más podía sacarle al día, que empezaba a declinar tras la ventana,
y me dormí sin desvestirme, todavía con la corbata apretándome sin ganas el cuello
como un estrangulador jubilado y la mortaja de la chaqueta, como si aún no hubiese
llegado a casa, dispensado de la aburrida tarea de volver a ser yo por unas horas
más.
Cuando volví a abrirlos, ya inmerso en un sábado luminoso,
comprobé aliviado que no me quedaban secuelas del mareo. Durante la ducha fui recuperando
mi existencia, reconociendo como mío todo lo que me rodeaba, tomando mis quince
días de congreso en Boston como una excepción y no una realidad. Me puse unos vaqueros
y una camisa limpia y enfrenté al fin la nota de Berta, el desafío culinario en
el que consumiría la mayor parte de la tarde. Venco a la molinera, anunciaba en
letra de palo Berta, antes de desgranar una retahíla de ingredientes, consejos,
truquitos e incluso un par de chistes pésimos vagamente relacionados con algún paso
de la operación. ¿Venco? ¿Qué diablos sería aquello? ¿Algún tipo de pescado? Recordaba
haber convenido con ella en que era mejor un plato sencillo y efectivo que sorprender
a mi invitada con una extravagancia que me inclinara peligrosamente hacia la pedantería.
Y ahora me salía con aquello. ¿De qué había servido discutir sobre ello dos largas
horas? No me esperaba aquella puñalada por la espalda. Creía que Berta y yo estábamos
juntos en esto…
Despegué la nota de un manotazo y me encaminé hacia
su apartamento. Sobre su puerta encontré otro de esos papelitos amarillos a los
que era tan aficionada, en el que me informaba de que Eusebio, un diseñador por
el que se desvivía, la había invitado a pasar unos días fuera. Mucha suerte con
el venco, Ernesto, terminaba con sorna. Regresé a mi apartamento echando chispas,
imaginándome colocando ante la atónita mirada de Mónica aquel plato remilgado, lleno
de connotaciones que se nos escapaban, quizá un engendro complicado de tentáculos
sin blanco aparente para el cuchillo. Repasé de nuevo la receta. ¿Valdría aquel
preparado para el vulgar pollo? Comprobé que de todas formas me faltaban algunos
ingredientes, así que cogí dinero y bajé al supermercado de la esquina sintiéndome
una vez más nadando a contracorriente.
Los sábados por la mañana, los enamorados dispuestos
a asombrar a sus parejas con su destreza culinaria parecen surgir de debajo de las
piedras. Tuve que abrirme paso entre sus dubitativos carritos como un jugador de
rugby, recolectando mis ingredientes de las estanterías con precisión de carterista.
Los champiñones, las trufas, el vino blanco, la manteca, fui haciéndome con todo
hasta descubrir ante mí uno de esos congeladores enormes sobre el que colgaban como
murciélagos carteles tachonados de cifras y ofertas arropando cierta palabra que
acababa de aprender esa misma mañana. Las llamativas flechas no dejaban lugar a
dudas: aquel congelador estaba lleno de vencos. Y a muy buen precio. Me acerqué
a él despacio, lleno de curiosidad. No esperaba ese refinamiento de un sitio como
éste. Y aquello justificaba en buena medida la temeraria propuesta de Berta: probablemente
mi vecina debía de estar al corriente de que el venco no era un producto inalcanzable
para el supermercado de la esquina, tan moderno y emprendedor. Tomé una de las bandejitas
de su interior y la examiné. No era muy diferente del pollo, después de todo, quizá
más oblongo, los muñones de las patas más recios: un primo aristócrata de carne
probablemente más sabrosa. Estuve un rato decidiendo si arriesgarme con aquello
o ir de clásico con el pollo, sosteniendo el venco a la altura de la nariz, como
Hamlet su calavera. Resolví finalmente que era preferible pecar de osado que de
aburrido y eché valientemente la pieza a la cesta.
De vuelta al apartamento, desplegué todos los ingredientes
sobre la mesa de la cocina, me até los ánimos idiotas y las gallinas azules del
delantal y me puse manos a la obra bajo los auspicios de Berta. Siempre he creído
que el secreto de la cocina consiste en no ponerse nervioso, en conducirse por cada
paso del preparado con la frialdad y la calma de un cirujano curtido en mil urgencias,
sin permitir que en ningún momento ocurra ese estropicio baladí (léase derrames
involuntarios, salpicaduras irritantes, extravío momentáneo de cuchillos…) que acarrea
inevitablemente un largo rosario de infortunios, acabando por alterar el modesto
nirvana que debe sumir al cocinero. Con ese credo ataqué la guarnición: puse a calentar
la manteca en una sartén, y cuando adquirió cierta consistencia de gárgara volcánica
eché los champiñones y la cebolla trinchada. Lo sazoné a continuación con sal, pimienta
y una elegante rúbrica de jerez. Después de removerlo durante varios minutos empedré
con el resultado la fuente sobre la que, si todo seguía igual de bien, debía alunizar
el venco tras su inminente orbitaje de hornillos y transmutaciones. Mientras la
primera parte de la operación se enfriaba, embadurné las trufas de mantequilla y,
levantándole el pellejo de la pechuga, empecé a rellenarlo. Traté de dejar la piel
un poco floja según recomendaba Berta, por temor a que reventase en la cocción.
Después lo rehogué con la manteca y una vez dorado por igual lo puse a hervir con
vino blanco. Luego cuarenta minutos de horno. Lo que más tarde extraje de allí no
era para ilustrar las revistas gastronómicas. Traté de dignificarlo con lonchas
de tocino, lechuga y puerros, otorgándole un cierto aire de vedette terminal que
quizá convenciese bajo la íntima luz con que pensaba ambientar el salón.
Las dos horas que mi vecina había fijado para la operación
mi pericia las había convertido en cuatro, de manera que apenas tuve tiempo de adecentar
la mesa con la obligada pátina romántica antes de que el timbre de la puerta sonara
como únicamente sonaba cuando lo pulsaban los dedos de Mónica, emitiendo un tarareo
alegre que evocaba el estribillo de una de esas melodías que suelen anidar en la
memoria colectiva y en la punta de la lengua. Acudí a abrir con el delantal de los
pollos azules y bien perfumado de cebolla y mantequilla, como estaba previsto. Mónica
abrió mucho los ojos y apenas atinó a componer una sonrisa con la que disimular
la agradable sorpresa que le supuso mi atuendo. Conecté el piloto automático para
el beso de rigor, la copa y la puesta al día de nuestras vidas, estudiándola, calculando
el impacto que aquella inédita faceta mía estaría causando en su mente, los retoques
o notas a pie de página que estaría sufriendo mi expediente. Brindamos por el futuro,
ella probablemente por uno bien lejano que me tenía a mí como padre modelo de un
par de hermosos niños sin traumas, yo por uno muchísimo más cercano estrechamente
relacionado con la cama de mi dormitorio.
Charloteamos animadamente un rato más; luego, cuando
acabé de describirle cómo el vómito había transformado hasta extremos monstruosos
a mi vecina de asiento allí en el avión, una dulce abuelita de cuento en apariencia,
me perdí hacia la cocina en busca de mi obra magna, del ocurrente plato que me permitiría
hacerme con su alma.
–Venco a la molinera –anuncié entre solemne y misterioso
al colocarlo sobre la mesa.
–Qué original, Ernesto –comentó ella.
Dudé mientras desplegaba la servilleta sobre mis piernas.
La respuesta había sido la esperada, pero al tono le sobraba el matiz de la ironía.
Guardé silencio, observándola. Mónica me devolvió la mirada sin decir nada, entre
intrigada y divertida por mi escrutinio. Parecíamos dos actores que se hubiesen
quedado en blanco en el momento cumbre de la representación.
Bajé mis ojos con lentitud, posándolos significativamente
sobre el humeante venco. Ella echó también un vistazo a la pieza, luego volvió a
mirarme, en los labios una sonrisa saltarina.
–Venco –repetí estúpidamente.
–Sí, venco –confirmó ella.
Ladeé la cabeza. ¿Es que no iba a dejarse impresionar…?
Iba de dura, al parecer. De paladar viajero. O quizá me había equivocado. Tal vez
el venco resultaba un plato inapropiado, tal vez Mónica esperaba algo más informal
en la primera cena y aquella extravagancia había punzado un nervio de esa sensibilidad
tan singular que gastan las mujeres. ¿Qué podía esperarse en el fondo de un tipo
que se entretiene cocinando aves desconocidas, a lo peor en extinción, en estos
tiempos de psicópatas y perturbados? ¿Te acostarías con un tipo así? Era el momento
de cambiar de táctica, de reconocer mi error.
–Yo hubiese preferido pollo –me excusé, rey de la sencillez.
–¿Pollo? ¿Qué es eso, algún tipo de pescado? –preguntó.
Aquel comentario me cogió por sorpresa. Volví a mirarla
sin decir nada, perplejo. Debía de estar bromeando, culminando aquel juego que se
traía entre manos y cuyo sentido a mí se me escapaba. Pero su expresión, la barbilla
alzada, la mueca escolar de sus labios, como esperando una respuesta, resultaba
tan sincera que no parecía fingida. Mónica, actriz del método.
–¿No sabes lo que es el pollo? –pregunté, entregándome
de blanco para su risa de maraca.
–No –aseguró, encogiéndose de hombros.
Le dediqué una mirada de impaciencia. No podía creer
que no pusiese fin a aquello de una vez, que continuase estropeando nuestra noche
con su broma idiota.
–¿No sabes lo que es el pollo? –repetí con la mayor
frialdad posible, tratando de que sonase como la última advertencia para su rendición.
–He dicho que no –contestó malhumorada.
¿Qué mierda…? Nos quedamos los dos callados, sin molestarnos
en ocultar nuestra irritación ante los ridículos derroteros que había tomado la
conversación. Mónica optó al fin por atacar el venco sin mirarme, enfurruñada. La
imité con fastidio. No sabía especialmente raro ni sabroso. Comimos en un desagradable
silencio donde sobraban las velas y las flores, lanzándonos por encima del venco
miradas de ajedrecistas. Entre bocado y bocado, yo me afanaba en vano por comprender
el origen de aquella discusión o lo que fuese, por situar bajo el microscopio el
momento exacto donde la noche había empezado a torcerse, esperando todavía una carcajada
salvavidas desde el otro lado de la mesa, aquella tundra de ofuscación.
Recogí los platos hundidos en la más pura desazón, pero
regresé de la cocina dispuesto a pelear armado con una botella de champán y dos
copas largas. Ella fumaba en el sofá. Me senté a su lado y apenas llené las copas,
sentí en mi rodilla la bandera blanca de una caricia. Mónica, Mónica. Puse a Lester
Young bajito y volví al sofá un segundo antes de que ella estrechase su cuerpo cálido
contra el mío. Aquélla iba a ser nuestra noche, después de todo. Y sin embargo,
a pesar de que la luz era la adecuada, a pesar de que era el saxo del viejo Lester
el que culebreaba por la habitación, a pesar de que durante mi estancia en América,
sobrecogido por el perfil neumático de las putas del hotel, había practicado el
más estricto celibato, a pesar de que Mónica, como pronto descubrí, había escogido
para la ocasión la lencería más salvaje que le permitía su osadía, cuando mis dedos
se deslizaron por su espalda necesité de toda mi fuerza de voluntad para que la
caricia no se dispersara o estancara. Mi mente seguía reflexionando, buscándole
un sentido al diálogo que habíamos mantenido en la mesa. Si no se trataba de una
broma, era cierto que ella nunca había oído hablar del maldito pollo, y cómo podía
uno aceptar eso sin demostrar su asombro, restarle importancia con un gesto de la
mano y a continuación ponerse a hacer el amor como si tal cosa con la responsable
de tan inadmisible afirmación. A Mónica no le pasó por alto el desabrido movimiento
de parabrisas de mi mano en su espalda, la fatiga minera con que mis dedos ahondaban
en su escote, y enseguida me encontré enfrentando sus ojos inquisidores.
–¿Qué te ocurre, Ernesto? ¿No te apetece? –preguntó
con ese tono de voz arzobispal que todos manifestamos en estos casos, ese que se
esfuerza en insinuar lo importante que es no darle importancia al sexo a pesar de
su importancia.
–Dime la verdad, Mónica: ¿no sabes lo que es el pollo?
Para qué dije nada. Mónica se apartó de mí como si acabase
de proponerle la más rocambolesca de las perversiones. Enfrentó la ventana, encendió
un cigarrillo, lo fumó entre blasfemias nunca antes oídas. Estaba claro que por
las buenas no iba a conseguir nada. Qué más le daría reconocer que no servía para
las bromas, que no todo el mundo ha sido agraciado con eso que llaman vis cómica.
En fin, el orgullo, y de eso Mónica tenía para dar y regalar. Lancé un suspiro de
resignación. Pero yo era un hombre de recursos. Decidí seguirle el juego. Lester,
que debía de ser un amante incondicional del pollo, se solidarizó conmigo y me regaló
unos compases enérgicos para que yo pudiese esgrimir varios pasos de baile por la
moqueta sin sentirme excesivamente idiota. De todas formas, si yo contaba en el
edificio de enfrente con uno de esos vecinos adictos al catalejo, ésta iba a ser
sin duda su noche: di un golpecito en el hombro de Mónica, moví el esqueleto, sacudí
unas maracas invisibles, realicé un par de vueltas, alcancé la librería y sin dejar
de bailar, extraje el tomo ORNI-PROS de mi magnífica enciclopedia ilustrada para
apurar la broma hasta el final, la tomé luego del brazo, la senté junto a mí en
el sofá, pasé páginas y coloqué ante sus ojos el abismo, el terrible vacío, la imposible
ausencia entre Pollino y Pollock, Jackson, el creador del expresionismo abstracto.
Mónica sonreía, esperaba, miraba mi índice petrificado, trataba de entender el final
de mi número, de encontrarle de una vez el sentido a aquella noche loca en la que
tanto costaba follar. Cerré el libro, lo dejé sobre mis rodillas, estuve un rato
contemplando, como si lo viese por primera vez, el pescador chino de madera que
había sobre el televisor, tratando de recordar como si la vida me fuera en ello
por qué cauce había llegado hasta mí, si me lo habían regalado o lo había comprado
por mi cuenta, y en cualquier caso qué caprichoso motivo escondía tal acto, si tan
necesario era para mi supervivencia que yo tuviese aquella cosa sobre el televisor,
sintiendo en la mejilla derecha y parte del cuello, con la indiferencia de un suicida
que al introducirse en la boca el cañón del arma percibiese de pronto unas misteriosas
punzadas en el costado, los voluntariosos picotazos, el cada vez menos entusiasta
goteo de besos con los que Mónica insistía en salvar la noche, hasta que, tras un
portazo, ya no hubo labios a los que preocupasen mi destino. Me levanté al poco
rato, usando toda la pericia de mis piernas para afianzarme al suelo, como esos
gimnastas que salen disparados de las anillas. Volví a colocar el libro en su estante
y fue entonces cuando miré el último tomo, el del lomo marcado con TAO-Z, y llevado
por una intuición, por un sexto sentido que tomaba las riendas ahora que los cinco
de siempre me volvían la espalda, lo extraje con reverencia, lo abrí preso de temblores,
pasé sus páginas y lo vi, allí, como si me esperase, ilustrado a todo color, entre
Vencido y Venda. La definición lo tildaba de cría de ave y, en particular, de la
gallina, plato de mesa habitual, fuese frito o asado, y el dibujo me lo mostraba
en un corral atiborrándose de pienso, el plumaje de un inesperado azul suave, las
patas gruesas y cortas y la cola rematada por una llamativa pluma naranja. Aquél
era el aspecto natural de lo que, un poco más abajo, mi estómago se afanaba en digerir.
Atravesando una realidad cóncava, como vista a través de una mirilla, entré en la
cocina y examiné el delantal que colgaba tras la puerta, las gallinas azules, rematadas
por plumas naranjas, de su estampado. Regresé al sofá con la intención de reflexionar,
si antes no me desmayaba.
De repente, por muy imposible que resultase, nadie parecía
tener noticias del pollo por los alrededores. Podía engañarme pensando que Mónica
bromeaba, pero suponer que mi enciclopedia de doce tomos formaba también parte del
complot era ir demasiado lejos. El pollo no existía ahora, al parecer nunca había
existido; en su lugar, aunque menos discreto, había algo llamado venco, aquello
que Berta, respetando mis ruegos de simplicidad, me había recomendado cocinar. Aceptar
eso suponía, sin embargo, admitir que aquella realidad no era la mía, que me encontraba
en otro mundo, quizá en una de esas dimensiones paralelas tan de moda en la televisión,
una réplica exacta en todos sus detalles, salvo en el ya mencionado. Pero, ¿desde
cuándo habitaba en un mundo que no era el mío? ¿Cuándo había tenido lugar el trasvase?
El pollo era mi único referente con la realidad perdida. Hice memoria: ¿cuál había
sido la última vez que lo había comido? En el aeropuerto americano, recordé, en
espera de la salida del vuelo, pollo en salsa de arándanos o como diablos se llamara
aquella cosa viscosa que lo cubría. ¿Y a partir de ahí…? Recordé entonces la turbulencia
del avión, la cara de desconcierto de las azafatas, la cortísima vibración de turmix
que experimentamos antes de aquella especie de salto mortal sobre nosotros mismos,
aquel desagradable desprendimiento del alma, que durante escasísimos segundos voló
sola, para volver a nosotros de inmediato con fidelidad de boomerang. Recordé cómo
la había sentido agitarse en mi pecho durante un instante de vértigo, como buscando
la postura, antes de que empezaran las arcadas. Aquél debió de ser el momento de
nuestro trapicheo dimensional. El resto del viaje transcurrió ya en la dimensión
contigua, sin duda; la nuestra debía de haberse desfondado justo por aquel sitio,
arrojándonos sin remisión a la realidad vecina, aquella realidad sin pollos en la
que ahora me encontraba atrapado.
Me acerqué a la ventana y escruté la ciudad, todo luces
intensas, bocinazos y ajetreo, un disfraz de normalidad que sabía a conspiración
a gran escala, ¿pero a qué escala, Dios? No podía quedarme allí, tenía que bajar
a mezclarme con ellos, a confirmar mis sospechas, a buscar detalles que le dieran
la razón a mi enciclopedia ilustrada. Cogí la chaqueta y abordé el pasillo con urgencia,
ávido de conocimiento. Estuve a punto de caer de bruces al tropezar con una de las
muchas maletas que obstruían el corredor. Berta me sonrió desde la puerta a medio
abrir de su apartamento.
–Hola, Ernesto –saludó con su entusiasmo habitual.
–Berta –respondí, cauteloso, colocándome bien la chaqueta
y la expresión.
–¿Que tal el venco?
No contesté. Me limité a mirarla, sintiendo cómo una
sonrisa de extrema ternura me florecía a traición en los labios. Berta, repetí,
mientras cruzaban por mi mente los mejores momentos de nuestra relación con el trote
alegre de los potrillos, aquellas charlas sinceras hasta bien entrada la madrugada,
con una copa en una mano y el alma en la otra, aquellos consejos, aquellas lágrimas
de desamor con que nos regábamos los hombros cada cierto tiempo, todas aquellas
veces en que mi mano había querido expandir sus caricias por zonas que el compañerismo
no contemplaba, todos aquellos besos sacrificados en favor de una amistad como las
que ya no quedan. Berta, mi querida vecina, y sin embargo, aquélla no era Berta,
no la Berta que yo conocía y quería, con la que tantos secretos había compartido
repantigados ambos en la alfombra, dando buena cuenta de un pollo asado y unas cervezas.
Me descubrí sorteando desmañadamente las últimas maletas, abalanzándome sobre ella
y estrechándola en un avaricioso abrazo, los ojos llenos de lágrimas, el corazón
deshecho. Berta, hubiese querido decirle, si las cosas no se hubiesen torcido tanto,
tú estarías ahora preguntándome por el pollo, porque existe un mundo, querida amiga,
un mundo distinto a éste, muy muy lejos, dónde tú y yo somos todavía más vecinos
y la gente es feliz y come pollo con la mayor naturalidad, a todas horas, en cualquiera
de sus variedades.
También a aquella Berta la alarmó mi exhibición afectiva,
y una vez deshicimos el abrazo me interrogó con la mirada, pero yo ya me fugaba
escaleras abajo. Fuera, la dura realidad, la ciudad toda confabulada contra mí.
Lo primero que hice fue correr hacia el Palacio del Pollo que se encontraba a dos
calles de allí, al que solía recurrir las noches en que prepararme la cena se me
antojaba una empresa demasiado cuesta arriba. Estuve un rato absorto ante su fachada,
llorando en silencio, leyendo y releyendo las verdosas letras de siempre a través
de las lágrimas, que esta noche decían Palacio del Venco, y contemplando el simpático
dibujito azul de la puerta, de las paredes, de las tartanas, de las bamboleantes
bolsas que salían de su interior, aquel venco sonriente, que me saludaba con el
ala levantada. Inicié entonces un descorazonador periplo que fue a dar con mis huesos
al banco de una plaza, tomada por escandalosos rebaños de adolescentes consumidores
de cerveza, de esos que existen en todas las dimensiones. Cada paso hasta concluir
allí me había resultado una puñalada entre las costillas, una espina más que buscaba
su hueco en el alfiletero que ya semejaba mi corazón. Había examinado con avidez
de mendigo el menú de todos los restaurantes y bares con los que me había cruzado,
siempre con la vana esperanza de encontrar la palabra pollo impresa en alguna parte,
y certificando una y otra vez para mi mayor abatimiento que el venco podía comerse
con patatas fritas, asado, empanado, con tomate, con arroz, con verduras, con salsa
rosa, en pincho, en cazuela o incluso en ridículas cajitas de papel con regalos
de la película de moda.
Aunque, a excepción del venco, la realidad en que había
naufragado parecía tan idéntica y habitable como la realidad a la que había pertenecido
hasta tomar aquel maldito avión, yo sentía el alma untada de un emplaste agrio donde
se mezclaban la épica melancolía de los extranjeros y exiliados, la profunda convicción
de no estar viviendo mi vida y una suerte de rabia sin destinatario concreto. Podía
encogerme de hombros y claudicar, renegar del pollo y aceptar a su azulado sustituto
con una sonrisa divertida, acaso con una práctica resignación, pero nunca lograría
desprenderme de la desazón de saberme en un lugar equivocado y ajeno, extraño a
pesar de las apariencias. Me inundó entonces un miedo desmesurado al considerar
la posibilidad de que tal vez el venco no fuese la única anomalía de aquel mundo,
de que quizá sólo fuese la punta de un iceberg aterrador que me sería revelado sin
prisas, al abrir una puerta, al descolgar un teléfono, al bajar la cremallera de
una falda, al detener la mirada en cualquier insignificancia. Nunca podría estar
seguro de que aquello fuese todo y viviría en una incertidumbre constante, esquizofrénica,
acechado las veinticuatro horas del día por algo larvado en la rutina, siempre dispuesto
a eclosionar y mostrarme el fondo del abismo. Viviría aterrado, receloso, incomprendido
y solo, irremediablemente solo.
Vapuleado por tales pensamientos, saqué el coche del
parking y estuve un rato conduciendo sin rumbo por la ciudad, tratando de no fijarme
más que en los colores cambiantes de los semáforos, con las manos como enjabonadas
sobre el volante y un gusto a cicuta caliente en la boca. Me detuve, súbitamente
inspirado, ante la redacción de un periódico. Entré. Salí. Reanudé la marcha más
enfurecido si cabe. A pesar de que tan sólo faltaban un par de horas para que amaneciera,
no quería regresar a mi apartamento: la zozobra y el sueño mejor no juntarlos. Pronto
me descubrí circulando sigilosamente por el extrarradio, como un camello en busca
de clientes, hasta que salí definitivamente de la ciudad con un volantazo brusco
y malhumorado: tampoco aquellas calles desoladas me parecían un escenario adecuado
para mi drama. Por un tiempo no hubo más que pinos en formación, gasolineras sonámbulas,
campos engominados y casuchas dispuestas de cualquier manera sobre las lomas, hasta
que las luces del coche justificaron tan loca huida iluminando por fin aquello que
yo había estado buscando sin saberlo, una modesta y silenciosa granja, con su establo
para las bestias y su corral para las aves.
Frené en seco, bajé del coche y me aproximé sin hacer
ruido al destartalado gallinero. Necesitaba verlos. Necesitaba verlos con mis propios
ojos. Tocarlos, qué sé yo. Me miraron con indiferencia a través de los alambres.
El ridículo plumaje azul lucía bajo el fulgor de la luna con una dignidad casi mitológica,
como de animal atisbado por entre la niebla de alguna droga visionaria. Me llené
de pienso el cuenco de la mano, abrí la desvencijada puertecita del corral y me
arrodillé ante ellos ofreciéndoles el inesperado refrigerio. Tardaron un poco en
vencer su recelo ante los extraños. Primero se aproximó una pequeña comitiva de
audaces, que empezó a picotear vigorosamente mi mano intempestiva, hasta que pronto
me encontré cálidamente cercado por el grueso del corral. Extendí la mano libre
hacia el más cercano, conmovido, pensando que así debió de sentirse Adán ante las
primeras bestias, y repasé el plumaje celeste del ave que hacía que mi presencia
allí fuera una errata, acaricié la cresta del animal que con toda seguridad a partir
de mañana poblaría mis pesadillas, seguí con dedos cada vez más crispados la larga
pluma naranja que remataba aquella alucinación que en lo más profundo de mí mismo
me negaba a aceptar como real. Fue sumamente fácil romperle el cuello. Mucho más
difícil me resultó atrapar un nuevo ejemplar tras la consiguiente desbandada. Cacé
otro al tercer o cuarto intento, tras mucho resbalar sobre el húmedo albero, y lo
estrellé a modo de maza contra la rejilla, acompañando el gesto con un salvaje rugido.
El venco se deshizo con un crujido seco, soltando un lírico remolino de plumas azules
que envolvió momentáneamente la matanza. Desde el establo vecino me llegaron mugidos
solidarios, que surcaron la noche como salvas. Atrapé otro venco por las patas,
y pugnaba por doblegarlo como quien forcejea con un paraguas vuelto del revés por
el viento, cuando oí el disparo y contemplé astillarse la madera de la puerta, un
par de palmos a la derecha de mi resoplante nariz. Al mirar por encima del hombro,
pude distinguir a la entrada de la casa una corpulenta silueta que hacía puntería
con una escopeta. Salí del corral en un tumulto de vencos enloquecidos y corrí hacia
el coche dando bandazos, oyendo sus perdigonadas silbar cerca de mis orejas. Una
vez en su interior, giré la llave del contacto y aplasté con fiereza el acelerador.
El vehículo irrumpió bruscamente en la carretera, encabritado, y mientras me hacía
con el volante, pude ver aliviado cómo el dueño de la granja, que sacudía su arma
como un indio iracundo, menguaba en el espejo retrovisor.
Enfilando resueltamente hacia la ciudad, con el amanecer
extendiéndose por el cielo como confitura, ya más calmado, traté de disculpar mi
arrebato, aquel abandono casi lujurioso a la rabia con que el día me había ido sedimentando
el corazón, considerándolo como un desahogo necesario y terapéutico, un breve acto
de rebeldía para la posteridad, antes de aceptar dócilmente las nuevas condiciones
de mi existencia.
A aquellas horas tan tempranas, no me resultó difícil
aparcar en mi propia calle. Bajé del coche sacudiéndome las plumas azules que me
cubrían los hombros, y me dirigí con una sonrisa llena de optimismo hacia el quiosco
de prensa. El periódico conservaba todavía esa calidez de pan recién hecho. Busqué
directamente las páginas de contactos y allí encontré el anuncio que había puesto
apenas unas horas antes, al filo del cierre de la edición. Había tenido que discutir
acaloradamente con el encargado de la sección por palabras, pero finalmente allí
estaba mi llamada, mi grito de socorro, mi deseo de mantener correspondencia con
amantes del pollo para intercambiar recetas, que si bien harían encogerse de hombros
a todos los consumidores de venco, encogería el corazón de los pasajeros y el equipo
de aquel avión traidor, a los que suponía tan perdidos y temerosos como yo. La invitación
al consuelo mutuo ya estaba hecha y ahora sólo restaba esperar. Al subir a mi apartamento
pasé junto a la puerta de Berta, tras la que reverberaban los habituales sonidos
del desayuno, que esta vez se me antojaron terriblemente misteriosos, pertenecientes
a acciones inquietantes cuyo fin se me escapaba. Me senté junto al teléfono, recordando
a la anciana que me había acompañado durante el vuelo, a la que no me costaba imaginar
ahora abocada a la senectud por la crueldad de un mundo sin pollos, a las curvilíneas
azafatas a las que pronto me atarían lazos indestructibles. Nos imaginé reencontrándonos
en mi casa con lágrimas en los ojos, forjando de inmediato una complicidad de antiguos
compañeros de clase, una hermandad de náufragos, una solidaridad de exalcohólicos.
Nos imaginé ayudándonos a sobrevivir, aceptando las circunstancias o formando un
comando itinerante que pretendiera cambiarlas, no importaba qué mientras permaneciéramos
juntos, unidos siempre, manteniendo vivo el recuerdo del pollo. Todo eso y más imaginé
sentado junto al teléfono, esperando la primera llamada, mirando fijamente al pescador
chino de madera colocado sobre el televisor y rogando por que aquella figura, que
no recordaba haber comprado, no anunciase el principio del fin.
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