Donald Ray Pollock
Me
desperté creyendo que había vuelto a mearme en la cama, pero no era más que una
mancha pegajosa de cuando Sandy y yo habíamos follado la noche antes. Son las típicas
cosas que te pasan cuando bebes como yo: que te cagas en los pantalones en el Wal-Mart
y terminas viviendo a expensas de una adicta al crack y de sus padres hundidos en
la miseria. Levanté un poco la manta y reseguí con el dedo el tatuaje de KNOCKEMSTIFF,
OHIO que Sandy se había hecho en el culo flaco como si fuera un letrero de carretera.
Jamás llegaré a entender por qué hay gente a la que le hace falta tinta para acordarse
de dónde es.
Rodeándola con los brazos, la apreté contra
mí y le solté el mal aliento en la nuca. Ya me estaba preparando para volver a tirármela
cuando su padre empezó otra vez desde su habitación al final del pasillo, llorando
con esa voz baja y triste con que lloraba siempre desde su derrame cerebral. Aquello
me cortó el rollo de golpe. Sandy gimió, se dio la vuelta hacia el otro lado de
la cama y se cubrió la cabeza rubia con una almohada llena de bultos y embadurnada
de fluidos secos y babas.
Me quedé mirando al cielo y oí cómo Mary, la
madre de Sandy, pasaba cansinamente por delante de la puerta de camino a ver cómo
estaba Albert. Los tablones fríos del suelo crujían y crujían como témpanos de hielo
bajo sus piernas gordas. En la casa todo estaba viejo y gastado, incluida Sandy.
De ella podía decirse lo mismo que mi viejo decía siempre de mi madre después de
que ella se fuera: “Si todo lo que le han metido le saliera ahora parecería un pinche
puercoespín”. Aquello podía aplicarse también a Sandy: prácticamente no había chavo
del municipio de Twin que no se la hubiera jodido alguna vez.
A través de las finas paredes oí que Mary le
decía a su marido inválido:
–No, todavía no se ha levantado.
Desde que Sandy me había llevado a su casa
una noche del otoño anterior, yo había estado ayudando a cuidar de Albert. Todas
las mañanas, antes de que Mary abriera su primera botella de vino, yo iba al cuarto
del viejo y lo afeitaba, lo lavaba y le cambiaba el pañal. Era una mera cuestión
de horarios. Si a Albert no le dabas el desayuno a las diez en punto, empezaba a
ver soldados muertos colgados de sus paracaídas en el manzano que había al otro
lado de la ventana. Aquello implicaba levantarse temprano, pero yo no paraba de
pensar que si trataba bien al viejo tal vez algún día alguien me devolvería el favor.
Me levanté y miré el reloj de la cajonera.
Me puse los jeans y eché un vistazo a algunos de los dibujos a lápiz de Sandy que
había tirados por el suelo. Siempre estaba trabajando en retratar a su Novio Ideal.
A veces se fumaba una pipa de crack, se encerraba en la habitación y se pasaba dos
o tres noches como una moto y practicando distintas partes del cuerpo. Debajo de
la cama guardaba páginas y más páginas de sus fantasías. Ni uno solo de aquellos
malditos dibujos se parecía a mí en nada, y supongo que debería haber dado las gracias.
Todos tenían la misma cabeza diminuta y los mismos hombros como balas de cañón.
Al final salía dando tumbos de la habitación con ampollas en los dedos de tanto
estrujar el lápiz y con costras alrededor de la boca de tanto fumar aquella porquería.
Albert empezó a chasquear los labios blancos
y despellejados en cuanto entré en la habitación. Salvo por un temblor constante
en la mano izquierda, de pecho para abajo estaba más muerto que mi abuela. Mary
ya se había retirado a la sala de estar, pero había dejado una palangana de agua
tibia y una toalla gastada en la mesilla de al lado de la cama de hospital. Encima
de la cajonera había un paquete de Gillettes y una navaja. Le apliqué la espuma
y encendí un cigarro para calmarme. Examiné el mapa de venas de su nariz morada
mientras me sonreía a través de la espuma.
Cuando me disponía a rasurarle el cuello, Mary
entró a toda prisa con una botella de Wild Irish Rose. A Albert le empezó a temblar
la cabeza en cuanto sus ojos amarillos enfocaron el vino.
–Son casi las diez, Tom –dijo Mary con voz
jadeante–. ¿Terminaste?
–Casi –contesté, echando la ceniza al suelo–.
Tal vez tendrías que darle un poco ya. Si se pone a dar botes puedo cortarlo.
Mary negó con la cabeza.
–Hasta las diez nada –dijo en tono inflexible–.
Si empezamos así, la cosa se irá adelantando más y más. Y ya me tiene hecha polvo
tal como está ahora.
–Pero todavía tengo que cambiarlo –señalé,
apretando la palma de la mano contra la frente sudorosa del viejo para mantenerlo
quieto–. ¿Qué pasa con su medicación? Quizá deberías probar a dársela alguna vez.
–Su medicación es ésta –dijo Mary, agitando
la botella–. Carajo, sin ella no duraría ni un día.
En la mesilla de noche había un cajón lleno
de pastillas, pero en todos los meses que llevaba viviendo allí, el único que se
había tomado algo recetado por el médico era yo.
Terminé de afeitar a Albert y luego le limpié
la cara con un paño húmedo y le pasé un peine por el pelo gris y quebradizo. Bajando
las ásperas mantas, le dije:
–¿Estás listo, socio?
Retorció la cara mientras intentaba farfullar
unas palabras, pero finalmente desistió y asintió con la cabeza. El viejo odiaba
que lo cambiara, pero eso era mejor que pasarse el día tirado encima de su porquería.
Le desabroché el pañal de papel y respiré hondo; a continuación le levanté las piernas
huesudas con una mano y se lo saqué de debajo. Estaba empapado de pringue marrón.
Lo tiré a la papelera y le limpié el culo con un paño. Luego le puse un pañal nuevo
de la caja de Adult Pampers que había tirada en el suelo. Para cuando lo tuve listo
ya estaba berreando otra vez.
En cuanto lo envolví con las mantas de nuevo,
Mary abrió el precinto de la botella y me la dio. Metí un extremo de una pajita
en el cuello de la botella y el otro en la boca de Albert. El reloj de la pared
marcaba las 9:56. Cuatro minutos más y se nos habría vuelto a Corea. Sostuve la
botella y me fumé otro cigarro mientras el viejo sorbía su desayuno. La voz aguda
y lastimera de Sandy cruzó el pasillo y se metió en la habitación del enfermo. Estaba
cantando aquella canción suya sobre un pájaro que era azul pero quería ser rojo.
–¿A dónde fueron ustedes dos anoche? –me preguntó
Mary.
–Al bar de Hap –respondí, limpiando un hilo
de vino de la barbilla de Albert.
–Me lo tendría que haber imaginado –dijo ella,
y salió de la habitación.
Aparte del bar de Hap, el único otro negocio
que sobrevivía en Knockemstiff era la tienda de Maude Speakman. Hasta la iglesia
había caído en desgracia. Ya nadie tenía lealtad. Todo el mundo quería irse al pueblo
a trabajar y forrarse en la planta papelera o en la fábrica de plástico. Preferían
hacer la compra y rezar en Meade porque allí los precios eran más bajos y las iglesias
más grandes. Me imaginaba que Hap Collins no tardaría mucho en vender su licencia
de licores al mejor postor y cerrar lo único que valía la pena en la hondonada.
Después de que Albert se quedara dormido, me
acabé los dos dedos de posos que había dejado en la botella, fui a la cocina y me
serví un café. Desde la ventana de atrás pude ver todo Knockemstiff. Había nevado
un poco por la noche y ahora salía humo de las chimeneas de las angostas casas de
una planta y de las caravanas herrumbrosas que había en el camino de grava de más
abajo. En algún lugar de Slate Hill arrancó una motosierra. Me comí una tostada
fría mientras miraba cómo Porter Watson llenaba el depósito del camión en la tienda
de Maude, cruzaba el estacionamiento dando tumbos, ataviado con todo su acolchamiento
de camuflaje, y entraba en el local.
Contemplando la otra punta de la hondonada
pude distinguir el morro helado del coche del Búho sobresaliendo de la ladera de
la colina enfrente del bar de Hap. Era un Chrysler Newport de 1966 abandonado, pero
la gente del lugar lo llamaba “el buga del Búho”, “el castillo del Búho” y yo qué
sé qué más del Búho. Nadie tenía ni idea de quién había sido el primer propietario
del vehículo, pero Porter Watson se encargaba de que nadie en el pinche condado
se olvidara de la lechuza que había anidado en el asiento delantero el verano después
de que el coche apareciera misteriosamente, sin tapones y con el motor descompuesto,
estacionado en mitad de la colina. Parecía que fueran primos, de tanto que hablaba
Porter de aquel bicharraco estúpido.
Lavé la taza, entré en la sala y me dejé caer
en el sofá hundido. Pegados con chinches a las paredes había un montón de bonitos
paisajes arrancados de calendarios viejos; parecían ventanas a otros mundos. También
había guías de la Triple A desparramadas por todas partes. Aunque Mary nunca había
tenido coche, sí tenía una guía para cada estado. Siempre estaba fingiendo que iba
a hacer algún viaje.
–Está chiflada –me había dicho Sandy la primera
noche que fui a su casa. Acabábamos de echar uno y estábamos tumbados en la cama,
bebiéndonos la última cerveza–. La otra mañana me puso una puta piedra en la cama
y me dijo que la había encontrado en el Gran Cañón. No paraba de meterme el rollo
de que había querido traerme algo especial.
–¿Y qué?
–¿Y qué? Que yo acababa de ver cómo la recogía
en la entrada de coches. Joder, esa vieja guarra no ha salido en su vida del estado
de Ohio, Tom.
No dije ni pío y me tragué los posos del fondo
de la botella. Mi mujer me había echado y necesitaba desesperadamente un sitio donde
quedarme.
–Y además –había dicho Sandy, levantándose
y poniendo rumbo al cuarto de baño–, ¿a quién se le ocurre regalar una piedra vieja
y sucia?
Nos pasamos todo aquel día de invierno viendo
la tele, fumando cigarros y comiendo galletas saladas de queso directamente de la
caja. Como la casa estaba encima de una loma, la tele podía captar cuatro canales,
o sea que siempre había algo que ver. Pese a todo, había veces en que me habría
gustado tener cable. Durante los anuncios, Sandy seguía trabajando en otro dibujo
del Novio Ideal y Mary hojeaba un libro sobre Florida. De vez en cuando me levantaba
para echar un vistazo a Albert y le daba más vino con pajita para mantener la guerra
a raya.
Luego, justo después de que se hiciera oscuro,
a Mary se le acabaron los cigarros. Miré por el rabillo del ojo cómo revolvía los
cajones y buscaba debajo de los cojines. Por fin se irguió y se alejó por el pasillo
hablando sola. Cuando regresó, llevaba en la mano un billete arrugado de veinte
dólares y nos pidió que fuéramos a comprarle un cartón. Sandy agarró el dinero,
se levantó de un salto y volvió corriendo a su dormitorio.
–La tienda está a punto de cerrar –le gritó
Mary–. No hace falta que te arregles para ir a donde Maude.
Me di cuenta de la que se avecinaba en cuanto
Sandy regresó pavoneándose a la sala. Se había pintado los labios, se había puesto
sus vaqueros más apretados y se había peinado las greñas. El olor amargo de la colonia
que le había regalado por Navidad cortaba el aire rancio. A Mary se le nublaron
los ojos de preocupación, pero no podía hacer nada. Hacía una eternidad que no bajaba
la colina y no podía estar sin sus cigarros. Me puse el abrigo y seguí a su hija
a la oscuridad invernal. Era la primera vez que salíamos en todo el día.
–Así deben sentirse los vampiros –comenté,
levantando la vista para mirar las estrellas a través de las ramas desnudas de los
árboles.
–¿Eh? –dijo Sandy mientras echaba a trotar
colina abajo por delante de mí.
–No corras tanto –la grava estaba helada allí
donde los coches habían aplastado la nieve–. ¿Qué prisa tienes?
–Tengo sed.
–Oye, yo no tengo dinero.
Se dio la vuelta, se sacó el billete de veinte
del bolsillo y lo agitó delante de mis narices.
–Yo sí –dijo, riendo.
–¿No crees que tendríamos que llevarle los
cigarros a tu madre?
–Tú no te preocupes por eso. Además, fuma demasiado.
Siempre supe que lo nuestro no duraría demasiado,
pero cuando salí del baño del bar de Hap y me encontré con que Sandy había desaparecido
se me hizo un nudo en el estómago. Llevábamos un par de horas bebiendo la cerveza
de barril más barata y escuchando sus temas favoritos de Phil Collins cuando me
dejó. Salí y me puse a buscarla por el estacionamiento; luego volví y me senté en
la barra al lado de Porter Watson.
–¿Sabes adónde fue Sandy? –le pregunté a Wanda,
la camarera, con la voz quebrada. Encendí el último cigarro con manos temblorosas.
Wanda me puso otra jarra de cerveza delante.
–En cuanto te fuiste al meadero, salió por
la puerta con el leñador que estaba allí. Joder, llevaban mirándose desde que entraron.
–El Novio Ideal.
–¿El novio qué? –preguntó Porter, volviéndose
hacia mí. La barba poblada le olía a ácido estomacal.
–Nada –respondí, contemplando la jarra de cerveza.
Hice el amago de cogerla, pero luego la empujé hacia Wanda–. No tengo dinero.
–Ya la serví.
–Yo lo invito –le dijo Porter, tirando un billete
de cinco sobre la barra.
Y me quedé allí sentado hasta la hora de cerrar,
bebiendo a cuenta de Porter y oyéndolo hablar sin parar del coche del Búho. La primera
vez que lo oías hablar de aquello te daba la impresión de que estaba como una puta
cabra, pero la verdad era que sólo intentaba aferrarse a algo que llenara sus días
para no tener que pensar en el pinche desastre en que había convertido su vida.
A la mayoría nos pasa lo mismo; puede que olvidar nuestras vidas sea lo mejor que
hagamos nunca.
–Aun así me gustaría saber la historia de ese
coche –le dije, solamente para demostrarle que todavía lo estaba escuchando.
–¿La historia? –dijo Porter con un soplido
de burla–. Caray, ese coche es como parte del paisaje. Es como la pinche naturaleza.
–No. O sea, ¿cómo crees que llegó hasta ahí?
–Aterrizó ahí.
–¿Aterrizó? –Me lo quedé mirando. Sus ojos
inyectados en sangre miraban fijamente el espejo ondulante que había detrás de la
barra–. ¿Quieres decir que…?
–Joder, sí. Y tenemos la pinche suerte de que
así fuera –añadió, mientras empezaba a emerger un sollozo de las profundidades de
su garganta.
Unos minutos más tarde Wanda gritó:
–¡Última ronda!
Eché un vistazo al reloj-anuncio de cerveza
Miller que había encima de la puerta. Y entonces me acordé de los cigarros de la
vieja. No podía volver a casa sin unos cuantos Marlboro. Carajo, lo más seguro era
que no me dejara entrar. Esperé a que Wanda se pusiera a apagar las luces y le gorreé
dinero a Porter para comprar un paquete, confiando en que aquello apaciguara a Mary
hasta la mañana.
–¡Última ronda! –volvió a gritar Wanda, y metí
ocho monedas de veinticinco centavos en la máquina de cigarros.
Cuando por fin volví a casa de Sandy, la luz
gris de la tele seguía brillando a través de las láminas de plástico engrapadas
a las ventanas. Llamé a la puerta y miré por el cristal cómo Mary se levantaba con
esfuerzo del sillón abatible y cruzaba lentamente la sala. La bata de peluche azul
envolvía su cuerpo redondo como si fuera un capullo. En los bolsillos le abultaban
los montones de kleenex usados. Cuando abrió la puerta se puso a buscar con la mirada
en la oscuridad detrás de mí.
–¿Dónde está Sandy?
–No estoy seguro –dije. Me castañeaban los
dientes de frío–. Se fue.
–¿Y mis cigarros?
–Te he traído un paquete –respondí, acercándolos
a la luz del porche–. Sandy tiene el resto.
–Ay, esa chica… –dijo, abriendo la puerta mosquitera–.
No tiene seso ni para echar arena por una ratonera.
Entré en la minúscula sala y me quité el abrigo
con un movimiento de los hombros. En la tele estaban dando Vacaciones en el mar.
–Carajo. La de tiempo que hace que no veo esa
serie.
Era una de las favoritas de mi madre, aunque
a mí aquello de que todo el mundo se enamorara y consiguiera lo que quería en el
final feliz siempre me había parecido una jalada.
Nos quedamos de pie en medio de la sala, viendo
la tele.
–Daría lo que fuera por hacer un crucero de
ésos –comentó Mary, mientras abría el paquete de cigarros.
–¿Dónde es eso?
En la pantalla todo se veía hermoso: los sensuales
biquinis, el color azul resplandeciente del agua y hasta el capitán calvo con su
esmoquin.
–Hawái. Éste lo he visto docenas de veces.
¿Ves a esa mujer que está plantada delante de la barandilla? La pobre no sabe que
su marido está en el barco con su nueva novia.
Mary se dejó caer en el sillón abatible y encendió
un cigarro. La punta del Marlboro empezó a brillar como una luz de freno en medio
de su cara arrugada.
–¿Son esos dos? –le pregunté.
Había un par de estrellas de cine en decadencia
paseando por la cubierta, cogiéndose por la cintura, con las caras sonrientes levantadas
hacia el sol.
–Sí. Está a punto de armarse la de Dios es
Cristo.
Al cabo de unos minutos Mary se quedó dormida
en el sillón. Le cogí uno de los cigarros del paquete que le había traído y entré
en la cocina. Me quedé junto a la ventana, fumando y preguntándome si Sandy y su
leñador estarían cogiendo en alguna parte en aquel mismo momento, con sus corazones
batiendo el uno contra el otro como mazos mientras que el mío apenas registraba
latidos. De pronto me acordé de Albert. Saqué un litro de Rose de la nevera y fui
por el pasillo para echarle un vistazo. Aunque iba contra las reglas de Mary, supuse
que no le vendría mal echar un trago. Una lamparilla de noche enchufada en un tomacorriente
por encima de él brillaba sobre su cara como una estrella pálida. Sentado a su lado,
destapé la botella.
–Eh, viejo –le dije en voz baja–. Tomémonos
una copa.
Llegué a meter la pajita dentro de la botella
antes de darme cuenta de que estaba muerto. Debía de ser la primera vez en su vida
que rechazaba un trago. Me quedé sentado a su lado un rato, dando sorbos de la botella
y pensando en Sandy. En algún momento del día siguiente volvería a casa y yo ya
había tomado la decisión de que no quería estar presente. A fin de cuentas, mi trabajo
allí ya había terminado. Encendí la lámpara y rebusqué en el cajón de las pastillas
hasta encontrar el frasco de Demerol. Luego me incliné sobre Albert y, tan suavemente
como pude, le cerré los párpados secos y rosados con los pulgares.
Regresé a la sala, me puse el abrigo y me metí
la botella de vino en el bolsillo. Mientras me dirigía a la puerta principal, bajé
la vista y vi uno de los dibujos de Sandy tirado en la mesita de café. Había escrito
se busca en mayúsculas encima de la cabeza diminuta del tipo. Me lo guardé en el
otro bolsillo y a continuación fui de puntitas hasta el sillón de Mary y, con cuidado,
le quité el paquete de cigarros de la mano, dejándole tres en el cenicero.
Me quedé un momento delante de la vieja casa
y por fin eché a andar. Mientras el aire frío se me filtraba rápidamente debajo
del abrigo, me di cuenta de que aquella noche ya no iba a salir de la hondonada.
Todo Knockemstiff estaba dormido, hasta los perros, y yo no tenía dónde ir. Para
cuando llegué al edificio de hormigón del bar de Hap, ya casi me había congelado.
Me quedé temblando en medio del camino, intentando decidir qué hacer, y por fin
salté por encima de la zanja de desagüe y trepé por la ladera. Los brezos y los
matorrales me rasgaron la piel y me hicieron jirones la ropa, pero al final llegué
al coche del Búho.
Abrí la puerta oxidada y me metí en el Newport.
Prendí el encendedor y miré a mi alrededor. Había plumas grises y sucias por todas
partes; el suelo de tela descolorido estaba cubierto de cagadas blancas y secas.
Por debajo de mis botas oí un crujido como de ramas secas. Sosteniendo el Zippo
cerca de mis pies, vi que el suelo estaba lleno de huesecillos finos y blancos de
animales. Se me ocurrió que tal vez pertenecieran a las víctimas del Búho. Cerré
tanto como pude las ventanillas rebeldes y me acurruqué en el asiento, dejando solamente
los ojos por encima de la salpicadera rota.
Después de terminarme la botella de Albert
y tragarme dos de sus pastillas de Demerol, me tumbé como pude en el asiento delantero.
Cerré los ojos y me hundí más y más en ese mundo solitario que sólo conoce la gente
que duerme en vehículos abandonados. Mientras pasaba un coche traqueteando por el
camino de más abajo, me acordé de la historia de cómo el tío de Sandy, Wimpy Miller,
se había muerto de congelación dentro de un contenedor detrás del Sack N’ Save,
con el cuerpo sepultado bajo lechugas caducadas. Luego pensé en Hawái y traté de
invocar la arena caliente de una playa tropical y las cálidas noches de seda del
paraíso.
El viento volvió a levantarse, meciendo el
viejo coche de un lado para otro. Los copos de nieve entraban por las ventanillas
mal cerradas y se arremolinaban encima de mí. Estiré el brazo y cogí del suelo el
minúsculo cráneo de un pobre pajarillo. Lo sostuve un buen rato en la mano. Daba
la impresión de que todo lo que había hecho en mi vida, lo bueno y lo malo, estaba
allí. A continuación me lo metí, fino y frágil como un huevo, en la boca.
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