F. A. Javor
Resultaba,
resultaba realmente, y si Colin Hall hubiera sido un joven menos reconcentrado,
se hubiera frotado las habilidosas manos y hasta hubiera palmeado las amplias
espaldas de su socio, Ed West, igualmente joven, pero no tan sosegado.
El caballo que presentaban en la
exhibición de saltos, El Orgullo del Ama, nombre este último derivado de las
iniciales de la nueva compañía, Animales a Medida, un reluciente semental negro
de manos blancas y un rombo blanco en la frente, era llevado en ese momento al
borde de la pista de obstáculos.
La multitud manifestó ruidosamente su
aprobación. Los ojos de Colin se volvieron instintivamente a la pantalla de
quince centímetros cuadrados que había improvisado para observar algunos pocos
fenómenos selectos. La información procedía de docenas de microtransmisores
plantados bajo la piel, junto a los órganos, los nervios, y que en algunos
casos hasta sacaban muestras de la corriente sanguínea del animal.
La información recogida por las lentas
cintas grabadoras podía ser analizada luego por la computadora de la
universidad, si ellos, él y Ed, deseaban un análisis más completo o –lo que
importaba más– si conseguían el dinero para pagar el análisis.
Pero las formas luminosas, complejas y
móviles, de la diminuta pantalla le bastaban a Colin para saber cómo estaba
reaccionando el animal ante el público más numeroso que había visto hasta
entonces. Un público emotivo que nunca dejaba de asistir a esta exhibición,
quizá la más importante del año.
Exceso de salivación…
respuesta al dolor un poco elevada. Le dije a ese jinete que el animal
tiene la boca tierna, reflexionó Colin. Pero a pesar de todo El Orgullo del Ama
soportaba tan bien la adulación de la multitud como había soportado la de otras
menores a lo largo del país, acumulando suficientes primeros premios como para
poder presentarse en esta exhibición particular.
Él y Ed habían decidido probar suerte
aquí, movidos a la vez por la esperanza y la desesperación. Luego la prensa
trituradora del trabajo y las privaciones. La implantación cuidadosa en el
tanque embrionario de la célula que iba a ser luego aquel magnífico animal les
había parecido casi un anticlímax.
El anticlímax de la ardua tarea de trazar
el mapa genético, y de planear y preparar las soluciones químicas –de un modo
tan delicado y preciso, de acuerdo con la estructura del mapa–; pero sólo el
comienzo de este intento de salvar Animales a Medida, una asociación que
agonizaba en la matriz.
Una pila de cartas que reclamaban pagos
acababa de aparecer en el tubo neumático de la puerta. Colin mostró el aviso
rosado del banco.
–Un gene letal –le dijo a Ed con la mueca
de una sonrisa. Ed estaba sentado en el escritorio de la secretaria que nunca
habían podido tener, enderezando y torciendo un clip–. Un gene letal. Una fatal
deficiencia en la enzima formadora de clientes.
–He estado pensando en eso –dijo Ed,
mortalmente serio esta vez–. Animales a Medida es una idea básicamente buena.
Yo creo que nuestra dificultad principal es que no saben que estamos vivos
–apretó el puño–. Si pudiéramos hacer un poco de publicidad…
Colin torció todavía más la boca.
–No es ético.
Ed tiró al suelo el clip.
–No es ético –repitió como loro–. De modo
que tenemos que quedarnos aquí sentados y esperar a que llegue la hora del
reconocimiento. Mientras tanto nos moriremos de hambre. –la voz de Ed subió una
nota en la escala–. Diez segundos. Diez miserables segundos en un programa de televisión
cualquiera. Diez miserables segundos.
–Cálmate –dijo Colin–. Aunque pudiéramos
presentar ese anuncio, nos faltaría el dinero. El equipo…
Ed sacudió una mano.
–No tienes que decirme cuánto nos cuesta
el alquiler del equipo. Firmé los papeles contigo, ¿recuerdas? –Calló de pronto
y se frotó la nuca con la palma de la mano–. Lo siento, Colin –dijo–. No quiero
enojarme contigo, pero esto me sulfura. Tenemos aquí un negocio de vastas
perspectivas, pero las reglas del juego dicen que profesionales como nosotros
no pueden salir a los caminos a llamar a la gente –alzó un dedo y continuó–: un
pedido. Un pedido por lo menos mientras estamos en la brecha. Tenemos que agarrar
a alguien.
Era cierto. Aunque la compañía funcionaba
desde hacía medio año, habían recibido poco más que consultas, como la de un
médico que tenía la esperanza de que hubieran descubierto una enzima, un ácido,
cualquier cosa que hiciera que las células del muñón de un brazo se
diferenciaran y luego se rediferenciaran y crecieran hasta restaurar el miembro
amputado.
Colin tuvo que decirle, muy tristemente,
que aunque podían acortar o alargar las patas de un animal, o incluso
trasplantar una pata en pleno desarrollo, la ciencia que ellos practicaban
todavía tenía ciertos límites.
Luego, además, la inevitable lluvia de
cartas donde unos estudiantes de biología y genética les pedían que por favor
les enviaran los resultados de los últimos trabajos en el primer tubo
neumático, pues sólo les quedaba ese fin de semana para preparar y presentar
sus disertaciones.
Y luego aquel único pedido que había
mencionado Ed. De un productor de leche del centro del país. Cuatro vacas.
Idénticas entre sí e iguales al dibujo del animal que él empleaba como marca de
fábrica. La tarea no era particularmente difícil. Numerosas asociaciones y
otros interesados en cuestiones ganaderas ya habían investigado el campo,
trazando numerosos mapas de genes, así que todo se reducía a revisar trabajos
ajenos y completar luego el resto.
Producir un animal igual al de la marca de
fábrica no era difícil, pues sólo había que mirar el dibujo para saber si uno
había tenido éxito. Las cualidades intangibles eran el principal obstáculo.
En cuanto a animales idénticos, la
naturaleza los había producido durante siglos. Basta dividir el huevo una vez,
y luego dividir otra vez las dos mitades.
Colin tuvo su nueva idea mientras
recordaba el pedido de las vacas. El montón de cuentas sobre el escritorio
terminó con sus últimos escrúpulos.
–Ed –dijo–, tenemos que hacer algo para
llamar la atención.
–Eso no es difícil. Volemos el edificio
Sub-Capital.
–No bromeo. ¿Te acuerdas de la gente de
las vacas?
–Por supuesto. Nuestro único contacto con
el gran mundo del comercio más allá de los muros del laboratorio. Íbamos a
sacudirlos con nuestra inteligencia, recuerdo.
–Nos pagaron por cuatro animales que
promoverían el nombre de la compañía y las ventas del producto. ¿Verdad?
–Sí, pero ya nos gastamos el dinero, y
debemos el alquiler de… –Ed contó con los dedos– cuatro días. ¿Qué pretendes?
–Simplemente esto –y Colin habló
lentamente, cada vez más excitado–. Lo que hicimos por ellos podemos hacerlo
por nosotros.
Ed estaba desconcertado.
–¿Producir cuatro vacas?
–Por supuesto que no. Quiero decir que
podríamos producir aquí un animal que haga por nosotros lo que hicieron las
vacas por la gente de la leche. Llamar la atención del público en general y de
nuestros clientes potenciales en particular.
Ed se tironeó del labio inferior.
–Un animal para conseguir publicidad…
–levantó la cabeza–. Eh, la televisión, los servicios cablegráficos, los
comentaristas de deportes… el deporte de los…
Colin concluyó la frase.
–Exactamente, el deporte de los reyes. Un
caballo.
A Ed le brillaron los ojos.
–¡Magnífico! Produciremos el caballo de
carreras más rápido que hayan conocido las pistas desde…
–No –Colin meneó la cabeza–. No un caballo
de carreras.
Ed estaba otra vez estupefacto.
–¿No un caballo de carreras?
–No. La gente a la que queremos llamar la
atención no es aficionada a las carreras. Además –y Colin sonrió otra vez
torciendo la boca–, éticamente no podemos permitirnos algo tan obvio. Esto
tiene que parecer un trabajo por amor al arte. Produciremos un caballo que
participará en la próxima exhibición internacional del Nuevo Circo.
–Un momento –dijo Ed–. ¿No cría caballos
el hermano del decano?
Colin negó con la cabeza.
–No. Harrison Bullitt… su mujer. ¿Pero
sabes quién es presidente honorario de la sociedad de exhibición de caballos?
Esta vez fue Ed quien meneó la cabeza.
–No.
–El comodoro Joshua E. Wall.
–El comodoro Joshua E… ¿no el comodoro
Wall de la aviación naval?
Colin asintió, con una amplia sonrisa.
–Exactamente. El comodoro Joshua E. Wall,
jefe de compras de la aviación naval… y el hombre con quien hemos tratado de
relacionarnos desde que empezamos.
–El club no es tan exclusivo, Colin. El
comodoro es sólo uno de la larga fila de candidatos que no respondieron a
nuestras insinuaciones de doncella.
–Es cierto, pero si conseguimos que él nos
dé un contrato, no tendremos que preocuparnos por muchos de los otros.
Ed echó atrás la silla y se puso de pie.
–Qué esperamos entonces, empecemos…
¿Cuándo es la próxima exhibición?
–En noviembre, pero comúnmente las
inscripciones se cierran en octubre.
–¡Octubre! El tiempo justo para
desarrollar un animal adulto.
–Más justo de lo que piensas. Tenemos que
producirlo y ganar antes unos cuantos primeros premios, pues si no, no lo
aceptarán en la exhibición. Pero, dime, Ed, ¿podemos esperar al año próximo?
–Mi cabeza podría, pero mi estómago no.
Repito, ¿qué esperamos? Sólo hay cuatro días de alquiler en el analizador.
El analizador electrónico. El alquiler del
laboratorio se llevaba gran parte del dinero, pero no podían trabajar sin
instrumentos. Herederos de los primeros aparatos enviados a los planetas
vecinos para analizar nuevas formas de vida, habían ahorrado tiempo y esfuerzos
en la tarea de trazar los mapas genéticos, tarea que antes había que realizar
con trozos de papel absorbente y placas fotográficas expuestas a rayos X
difraccionados.
Podían haber usado los laboratorios de la
universidad, pero entonces hubieran sido desinteresados investigadores
universitarios, y no los fundadores de Animales a Medida, empresa comercial e
independiente.
Y ahora los meses de trabajo, de noches
sin dormir, de horas en la universidad dedicadas a la preparación de cintas
grabadoras madres, dedicadas a ganar dinero para poder vivir, pagar el traslado
de El Orgullo del Ama de feria en feria, y los servicios de jinetes
profesionales, todo parecía justificado. De acuerdo con la reacción de la
multitud ante la aparición del semental negro, era evidente que su creciente
reputación había llegado aquí antes que él, y que las inversiones iban a dar
fruto.
Sintió que le daban un codazo y oyó la
excitada voz de Eddy sobre los rugidos de la multitud.
–¡El comodoro! Allá, del otro lado de la
pista. Me parece que viene a vernos.
Había muchas figuras de brillante uniforme
azul en el extremo del estadio, pero Colin distinguió sin dificultad la cabeza
canosa y los anchos hombros del comodoro. Y parecía realmente que venía
abriéndose paso entre los grupos de oficiales. Detrás, Colin descubrió a otro
hombre, también canoso pero menudo, de estatura de jockey, que aparentemente
seguía al comodoro.
–Ese hombrecito –le dijo a Ed–, a la
izquierda del palco del jurado, viene también hacia acá. ¿Lo conoces?
–No… –dijo Ed al cabo de un rato–, pero
parece que disputa una carrera con el comodoro. Espero que sea un empate.
–¿Un empate?
–Exactamente. Si quieres vender algo es
bueno tener dos clientes que se animen uno a otro a hacer ofertas cada vez más
extravagantes. Al fin y al cabo, ¿cuál es la muchacha del pueblo con quien
todos quieren tener una cita? La más asediada, por supuesto.
El comodoro desapareció bajo el alero de
la tribuna, y casi en seguida lo siguió el hombrecito. Si venían realmente,
estarían en la cabeza de la plataforma dentro de pocos segundos. Colin hizo un
esfuerzo para apartar los ojos de la plataforma.
Y un momento después el comodoro estaba
ahí, detrás.
–¿El señor Colin Hall?
Colin volteó hacia el hombre alto y
canoso.
–Yo mismo –dijo Colin, y calló, sin
presentar a Ed.
Había algo raro en la actitud del
comodoro. El hombretón parecía turbado.
–Señor Hall –dijo–, se ha presentado una
objeción…
–¿Hall? ¿West?
La voz, no muy alta pero penetrante,
interrumpió al comodoro. Era el hombre pequeño y canoso.
–Un minuto –dijo Colin, molesto por las
maneras bruscas del hombre e inquieto por lo que había empezado a decir el
comodoro.
–¿Hablo con Hall o con West? –preguntó la
voz.
Colin se volvió en su asiento y miró de
frente al hombrecito.
–Yo soy Hall –dijo, y se sorprendió al
advertir que a pesar del ruido de la multitud tenía de pronto la impresión de
encontrarse en medio de un opresivo silencio.
–La señora Bullitt quiere verlo a usted.
Ahora…
Colin sintió un repentino fastidio y no
trató de ocultarlo.
–Amigo –le dijo al hombrecito que años
atrás podía haber sido un jockey–. No sé quién es usted, pero –Colin se
interrumpió, entendiendo de pronto las palabras del hombre–. ¿Dijo usted que la
señora Bullitt quiere verme?
El hombre asintió con un movimiento de
cabeza.
–Ahora.
Colin vaciló. El comodoro era una persona
importante para él y para Ed, y había hablado de una objeción que debía ser
bastante grave, pues había venido a verlos en un momento en que sin duda estaba
muy ocupado. Al mismo tiempo él y Ed no podían perder sus empleos en la
universidad, y la esposa del hermano del decano tenía fama de ser una mujer
impaciente e irascible.
La intervención del comodoro decidió por
el momento la cuestión. Le habló a Colin, pero mirando al hombrecito.
–La señora Bullitt presentó una objeción
acerca del origen del caballo de ustedes. Habrá una audiencia, por supuesto,
pero antes quiero que me digan algo. Este animal… –el hombre titubeó buscando
las palabras– ¿fue gestado enteramente en un tubo de ensayo?
–No –dijo Colin, perplejo–. Es un injerto.
¿Por qué?
Ciertamente no había nada de nuevo en la
técnica de extraerle una célula huevo a un cierto animal, desarrollar el
embrión en un tanque y luego injertarlo en una hembra. Él y Ed había empleado
esa técnica con El Orgullo del Ama por imperiosas razones económicas. El equipo
de técnicos y aparatos que se necesitaba para hacer crecer el embrión en una
serie de tanques era demasiado costoso. En cambio, alimentar y modificar una
yegua preñada…
–En otras palabras –dijo el comodoro–, el
animal nació naturalmente.
–Sí –dijo Colin.
El comodoro le habló directamente al
hombrecito, con una voz que a Colin le pareció innecesariamente desafiante.
–El Orgullo del Ama interviene, pues. Y
puede decirle eso a su patrona.
El hombrecito se encogió de hombros.
–Se lo diré, comodoro –dijo–. Pero me
perdonará si le recuerdo que en asuntos como éste es el comité el que decide, y
no el presidente.
Colin creyó ver que la mirada del comodoro
vacilaba.
–Un momento –dijo, bastante alterado.
Alguien, seguramente la irascible mujer de Bullitt, intentaba quitarles a él y
a Ed la última esperanza–. No pueden retirar el animal ahora. La función va a
empezar.
El comodoro apartó la mirada del
hombrecito.
–Sí –le dijo a Colin–. No tengo autoridad
para decidir en este caso, pero puedo convocar al comité, y lo haré en seguida.
–Pero la función… ya empieza.
–No, todavía no, y la retrasaré hasta que
el público no aguante más. Mientras –y el comodoro señaló al hombrecito con un
movimiento de cabeza–, será mejor que vayamos con él.
–En marcha –dijo el hombrecito, que no
parecía molesto de ningún modo por la evidente antipatía del comodoro.
Colin, furioso y embotado a la vez, fue
con los otros a la sala de propietarios, cuatro pisos más abajo de la pista, y
ocho pisos más abajo de la calle.
Entraron a un cuarto amplio y
brillantemente iluminado. En unos nichos, o colgando de las paredes de
neoplast, se amontonaban distintos trofeos: cintas, medallas, copas. Había
también fotografías de caballos, y un hombre mofletudo, de azul traje de etiqueta,
del otro lado de un estilizado escritorio de madera. Detrás, un vasto mural
fotográfico mostraba campos abiertos, vallas, grupos de edificios blancos y
animales que pastaban. En un panel lateral, en grandes mayúsculas, se leía:
CABAÑA ABBY BULLITT. El tamaño del establecimiento sorprendió a Colin. No sabía
que a la señora Bullitt le interesaran tanto los caballos ni que le hubieran
costado tanto dinero.
Y a un costado del escritorio, de pie, una
mujer golpeaba sonoramente con un dedo la superficie de madera. Era una mujer
de baja estatura y parecía algo rechoncha a pesar del elegante traje de montar,
de rayas blancas y verdes, y las ceñidas botas de montar.
Colin conocía a Harrison Bullitt por
haberlo visto en la oficina del decano en la universidad. La mujer que había volteado
hacia ellos una cara de ojos pálidos y una boca de expresión quejosa, tenía que
ser la señora Bullitt.
–¿Por qué no tocaron? –dijo la mujer sin
otro preámbulo–. Martin, ya sabe que no me gusta que entren sin tocar.
El hombrecito junto a Colin no contestó,
pero Harrison Bullitt puso una mano en el brazo regordete de su mujer.
–No estamos en casa, querida. Esto es una
oficina. Martin puede entrar aquí sin tocar.
La señora Bullitt sacudió el brazo
apartando la mano de su marido.
–No me gusta que la gente entre sin tocar.
¿Martin?
Había verdadera furia en los ojos de la
mujer, aunque el incidente había sido insignificante.
–Sí, señora –dijo el hombrecito con una
voz que parecía sincera.
Hubo un largo silencio mientras la señora
Bullitt clavaba los ojos en su empleado, un silencio suficientemente largo como
para que Colin cobrara conciencia de su propia pesada respiración. Carraspeó,
incómodo, y los ojos de la mujer se volvieron bruscamente hacia él.
–Usted –ella habló otra vez sin
preámbulos– y usted –los ojos de la señora Bullitt miraron detrás de Colin,
donde él sabía que estaba Ed, y luego se volvieron otra vez hacia Colin, con un
rápido movimiento de cabeza que de algún modo le hizo pensar a él en un lagarto
que había visto una vez y que cazaba moscas– ¿son los dos jóvenes que se hacen
llamar Animales a Medida?
Era una pregunta, pero a Colin le sonó
como una acusación.
–Sí, señora –dijo.
–Hable más alto, más alto –dijo la mujer–.
No lo oigo. Me gusta la gente que habla alto cuando habla conmigo.
–Sí, señora, somos nosotros –dijo Colin en
voz más alta, un poco molesto consigo, pues el tono brusco de la mujer le había
hecho perder la calma.
–Muy bien –dijo la mujer.
Colin se sobresaltó.
–¿Muy bien? No entiendo…
La señora Bullitt pareció impaciente.
–No hay nada que entender. Dicen que
pueden hacer animales a medida. Perfecto. Quiero que hagan uno para mí. Un
caballo… un caballo especial… y cuando lo hayan hecho quiero que rompan el
molde, o lo que usen. Quiero que sea único… sólo mío, que nadie tenga nunca
nada parecido.
La señora Bullitt hablaba ahora con los
ojos brillantes, y Colin pensó, estremeciéndose, en los señores medievales que
le cortaban las manos al artífice que había creado una obra, para que no la
superara, o le arrancaban los ojos a los arquitectos, o los mandaban a la
muerte, y así no edificarían para otro príncipe, en otro lugar, un palacio, un
castillo más grande que el de ellos, o parecido.
Ed le habló al oído, en voz baja, con un
tono de urgencia.
–Un contrato por un animal exclusivo para
la cabaña de los Bullitt. No será la aviación naval, pero de acuerdo con lo que
se ve en la foto detrás del viejo, no será tampoco una operación pequeña. No
dudes, hombre. Al fin y al cabo es dinero fácil, y hemos hecho mucho trabajo
básico con Ama.
Harrison Bullitt se inclinó hacia
adelante. Aun sentado era un hombre grande, y aunque no se parecía físicamente
a su mujer, tenía una mirada opaca, y Colin pensó brevemente que los dos,
Harrison Bullitt y su mujer Abby, eran dos seres muy desagradables.
–Animales a Medida –dijo Bullitt–. ¿Qué
hacen ustedes realmente?
Colin había respondido esa pregunta
docenas de veces. No necesitaba recurrir a analogías para hablar de cómo
trabajaban con el plasma embrionario, de la tarea fascinante y monótona de
trazar un mapa de las posiciones de los genes, de convertir las cualidades
buscadas en intrincadas estructuras donde las enzimas se modificaban
recíprocamente, de la eliminación de pesadas cargas genéticas: los genes
dañinos propios de todas las especies sexuadas.
Colin no necesitaba ninguna analogía para
describir las biosoluciones y el crecimiento del organismo en una sucesión de
tanques, o las horas de vigilancia animada y tensa hasta que la criatura podía
salir al mundo y sobrevivir sin ayuda y ser (si tenían suerte, pues la
profesión que habían elegido aún era tanto un arte como una ciencia)
exactamente como la habían proyectado.
Pero Colin empleaba sin embargo una
analogía simple:
–Piense en el cromosoma como un hilo de
cuentas microscópicamente fino, presente en todas las células, animales y
vegetales. Bien. Cada cuenta es un gene que determina o ayuda a determinar
alguna característica del animal o planta, como el color de los ojos, la
estructura de los huesos, la suavidad o aspereza de la piel, todo.
“Nuestra tarea consiste en modificar las
cuentas, reparar las defectuosas, cambiar la forma del hilo para que crezca de
acuerdo con nuestros proyectos”.
Harrison Bullitt se encogió de hombros.
–Todo arreglado de antemano, entonces.
–Supongo que sí, en teoría. Pero
trabajamos con un organismo vivo. Podemos matarlo sin querer… o puede morir.
Ocurre que a veces la temperatura es demasiado alta o demasiado baja… un rayo
cósmico inadvertido atraviesa el organismo… y todas nuestras predicciones se
derrumban. El solo hecho de ser algo vivo, me parece, basta para que no sea
siempre lo que uno esperaba.
–Una operación bastante descuidada,
entonces –dijo Harrison, y Colin no pudo decidir si el hombre le había hablado
o si sólo pensaba en voz alta sin importarle que lo oyeran.
Pero Bullitt habló otra vez:
–¿Pueden cambiar partes?
Colin pensó en las moscas de la fruta con
alas fuera de su sitio, en los animales experimentales de tres ojos, en los
perros bicéfalos. Los primeros investigadores habían producido todos estos
fenómenos, y otros más. Con las técnicas modernas y el rayo láser sería aún más
fácil. Pero por uno de esos acuerdos que puede haber entre dos hombres –que
nunca han mencionado el tema– ni él ni Ed rebajarían la profesión vendiendo al
menudeo monstruos de feria.
–Podemos hacerlo –dijo Colin– pero no
queremos.
La señora Bullitt rio brevemente.
–Qué frase tan estúpida. Joven, nunca diga
que no hará algo. No sabe cuántas cosas haría si se sintiera realmente
apretado.
Colin no pudo responder sino conteniendo
la cólera que crecía en él. No había otra respuesta para los patanes, sobre
todo cuando eran influyentes.
La señora Bullitt se dejó caer pesadamente
en el sillón plástico junto al escritorio de su marido, alzando las piernas.
Colin descubrió en las botas de la mujer
un par de espuelas puntiagudas y se sorprendió. Creía que ya nadie usaba esos
discos estrellados, y menos para montar valiosos animales.
Había otros asientos en la sala: dos
largos sofás adosados a las paredes, pero la señora Bullitt no los invitó a
sentarse. Colin, Ed y Martin se quedaron de pie a un lado del escritorio. El
comodoro seguía hundido en el mismo sillón donde se había sentado al entrar.
–Quiero un caballo –dijo la mujer– con
alas.
–Un caballo –empezó a decir Colin y se
echó atrás mentalmente–. ¿Un qué?
–Una gran idea, ¿verdad? Un caballo capaz
de volar. Nadie, pero nadie, ni en la asociación ni en el mundo, será capaz de
superar eso.
Colin se quedó mirando a la señora
Bullitt. Era evidente que hablaba en serio.
–Es imposible –logró decir Colin–. Es una
imposibilidad física.
Los ojos pálidos de la mujer se animaron,
irritados. Dio una palmada en el brazo del sillón.
–No quiero oír esa palabra –dijo–. No me
gusta. ¿Entiende? No me gusta,
–Pero es imposible –dijo Colin, y no pudo
saber si estaba rogándole a la mujer que entendiera o si preservaba su propia
cordura. Nunca en su vida se había encontrado con gente como ésta.
Detrás, Ed murmuraba entre dientes:
–Quiere un pegaso. Quiere una leyenda
griega, llameante, relinchante y volante.
–Un caballo volador es una imposibilidad
física –dijo Colin.
Harrison Bullitt parecía divertido.
–Todo es imposible… hasta que se encuentra
el precio. Muy bien –y Bullitt se enderezó en su asiento–, basta de tonterías.
¿Cuánto va a costarme?
Colin se sintió como alguien que trata de
hacer pie en arenas movedizas.
–No entiende. No es cuestión de dinero. No
es en absoluto cuestión de dinero.
Ahora Bullitt parecía enojado.
–No entiendo realmente cuál es su
problema. Dice usted que pueden cambiar partes. ¿Qué dificultad hay entonces en
ponerle alas a un caballo?
Colin sintió que forcejeaba y resbalaba en
aquellas arenas.
–Un ala no es simplemente algo que se
añade al exterior de un animal y no es tampoco un hombro muy desarrollado. Es
parte integral del esqueleto, con todo un sistema de músculos para sostenerla,
para moverla. Así –Colin extendió el brazo, abriendo los dedos, y con la mano
doblada hacia adentro–. Es como un brazo. Los huesos de los dedos son largos
–estiró los dedos de la otra mano y dio una palmada en el brazo extendido–. Los
huesos están aquí, sosteniendo los tejidos del ala misma…
–Nunca noté ningún esqueleto en el ala de
una mosca –interrumpió Harrison Bullitt, sin molestarse en ocultar un fastidio
cada vez mayor.
Ahora la arena parecía succionar a Colin.
–Sí, pero el peso de una mosca, de
cualquier insecto, es mínimo comparado con el del pájaro más pequeño. Un pájaro
–dijo Colin buscando algo que convenciera a aquellos dos de que no estaba
inventando obstáculos para sacarles de otro modo el dinero–. El pájaro más
grande. Un cóndor. Tres metros de la punta de un ala a la otra. ¿Cuánto pesa?
Veinte kilos.
“Bien. Ahora un caballo. Aun un caballo
liviano de silla pesa unos quinientos kilos, y ustedes conocen mejor que yo el
tamaño que tienen sus músculos. Sólo para que pueda caminar. Aunque
consiguiéramos… –Colin se interrumpió. Estaba empezando a pensar como esta
gente– aunque pudiéramos –corrigió–, aunque pudiéramos reformarle las
manos y convertirlas en algo parecido a unas alas, la estructura muscular
necesaria para levantar en el aire media tonelada sería tan grande que
probablemente la pobre bestia no podría soportar ese peso. Entonces tendríamos
que hacer los huesos más grandes y más fuertes y añadiríamos más peso…
¿entienden?”
Colin calló desanimadamente.
–El peso –dijo Bullitt–. No insistamos en
el peso. Justamente anoche en la TriV vimos un… una especie de dinosaurio
volador. Así que el peso…
–Un reptil –dijo Colin, y sintió la
succión de las arenas–. Un pterodáctilo. En el mayor de esos animales la
envergadura de las alas era sólo de seis metros.
Colin no había estado viendo a la señora
Bullitt, pero ahora parecía que la mujer iba a saltar del sillón.
–Ya ves –le soltó a su marido–. Te dije
que era inútil ser amable con esta gente. Sólo conocen una clase de lenguaje.
Bien, si eso es lo que piden… –los ojos de Abby Bullitt, apagados, inexpresivos
a pesar de que la cólera le asomaba en la voz, se clavaron en Colin–. Joven,
¿va-usted-a-hacerlo-para-mí? –concluyó la mujer espaciando deliberadamente las
palabras.
–Yo… yo –titubeó Colin, y entonces,
asombrado, oyó la voz de Ed.
Serena, racionalmente, Ed estaba diciendo:
–Pongamos las cosas en claro, señora
Bullitt. Usted quiere que recreemos el legendario caballo alado, Pegaso.
¿Verdad?
Colin miró fijamente a Ed. Recreemos…
legendario. ¿Qué tenía Ed en la cabeza?
Y oyó entonces la voz de la señora Bullitt.
–Legendario. ¿Quiere decir que alguien ya
tuvo una vez un caballo volador?
Los ojos de Colin se volvieron bruscamente
hacia el rostro de la señora Bullitt. La boca de la mujer parecía estar
permanentemente torcida en un gesto de petulancia, ¿pero ahora había allí otra
cosa? ¿Desencanto quizá?
La aparente locura de Ed tenía entonces
cierto método. Colin se animó. Si la señora Bullitt llegaba a creer que alguien
se le había adelantado, aun en un tiempo remoto, quizá la idea de tener un
caballo volador perdiera para ella parte de su atractivo.
Pero tenía que haber interpretado mal,
indudablemente, las intenciones de su socio.
–No exactamente quizá –dijo Ed–, pero creo
que muchas leyendas, aun las más fantásticas, tienen una base real.
La señora Bullitt aprovechó las palabras
de Ed como proyectiles.
–Ya ve –le soltó a Colin–. Su socio admite
que puede hacerse.
Pero Colin, incrédulo, miraba fijamente a
Ed.
–¿Qué dices? –casi le gritó–. ¿Qué
leyendas y qué hechos?
Ed lo miró a los ojos y explicó:
–Casi todas las leyendas… y los dichos
populares. Como “rubia y tonta” por ejemplo. Cada tanto tiempo aparece una
mujer que ha perdido uno de los pigmentos que forman enzimas. Naturalmente, no
puede ser otra cosa que rubia. Pero es también mentalmente retardada, y de un
modo grave. Alguien notó la simultaneidad de los dos fenómenos y sacó una
conclusión demasiado vasta.
Colin no podía apartar los ojos de Ed. La
enzima era la fenilalaninasa, y el retraso mental se llamaba oligofrenia
fenilpirúvica. Pero no era posible que Ed hablara seriamente de un Pegaso. ¿O
sí? Ed le decía hora:
–¿Recuerdas el zoológico aquel que criaba
animales legendarios?
–¿Animales legendarios? –preguntó Colin–.
Tomaban ganado moderno y lo modificaban activando los factores recesivos. Así
obtenían una vaca que parecía un antecesor extinto. ¿Dónde vas a conseguirme el
plasma embrionario de un semidiós para resucitar al caballo alado?
Dominándose, pues no sabía si reírse o
derribar a alguien o golpearse la cabeza contra aquellos muros abrumados de
trofeos, Colin le habló a la sala en general:
–Muchas gracias por la confianza de
ustedes en nuestro talento. Una confianza muy halagadora para nosotros, pero en
este caso bastante fuera de lugar. No podemos producir un caballo alado.
Gracias otra vez y adiós.
Colin tomó a Ed por el codo y lo sacó casi
a rastras de la sala, seguidos por la voz colérica de la señora Bullitt.
–Volverán. Prometo que volverán. Y se
acordarán entonces. No será fácil la próxima vez.
Colin apretó los dientes y cerró con
suavidad la puerta. Volteó hacia Ed.
–¿Qué mosca te picó? Sabes tan bien como
yo que no podemos darle lo que quiere. Nadie puede dárselo.
–Por supuesto que lo sé –dijo Ed–. Pero
esa mujer no es una criatura racional. Yo quería ganar tiempo. Quizá se nos
ocurriera algo, cualquier cosa. En cambio ahora, quién sabe qué hará.
–Lo… lo siento, Ed –empezó a decir Colin,
pero en ese momento se abrió la puerta de la sala.
El comodoro salió y cerró otra vez. Se
quedó allí acariciándose la canosa cabeza con la palma de la mano.
–Un caballo volador –dijo, y meneó la
cabeza–. Un caballo volador –miró a Colin–. Supongo que es imposible.
Colin no tenía ganas de empezar otra vez.
Asintió con la cabeza.
–¿Está seguro? –insistió el comodoro–. No
quiero citar un viejo dicho, pero eso de que lo difícil se hace ahora y lo
imposible tarda un poco más viene muy a propósito, me parece. Hoy hacemos
comúnmente cosas que hace un tiempo sabíamos que eran imposibles
–sonrió–. Era una verdad obvia, por ejemplo, que todo lo que subía tenía que
bajar –hizo una pausa y miró a Colin, luego a Ed y otra vez a Colin–. ¿Han
verificado últimamente la marcha de nuestros satélites?
A Colin se le ocurrió que el comodoro
estaba pareciéndose a Bullitt.
–Creo que entiendo su punto de vista,
señor –dijo, no porque entendiera sino porque sentía la arena a sus pies y
quería alejarse de eso y de la oficina de Abby Bullitt.
–No, no entiende –dijo el comodoro,
bruscamente–. Pensé en comprar el Orgullo del Ama y lo miré con atención.
Entendí entonces que si ustedes podían mejorar también el ganado, del mismo
modo había algo ahí que yo podría utilizar. Yo podría haberles ofrecido un
contrato inicial, y hubiera podido defenderlo, estoy seguro. Pero ahora que ha
intervenido Abby, con toda su influencia, no basta la buena voluntad de querer
defender las acciones de ustedes ante un comité investigador. Abby es una mujer
concienzuda y rápida –el comodoro estrechó la mano de Colin y luego la de Ed–.
Piénsenlo –dijo–. Y búsquenme cuando se saquen a Abby Bullitt de encima, ¿eh?
El viejo se alejó por la rampa dejando a
sus espaldas un tenebroso silencio.
–Bueno –dijo Ed al fin–, quizá el hombre
tenga razón.
–¿Acerca de sacarnos a la señora Bullitt
de encima? Estoy convencido.
–No, acerca de lo que es imposible.
Sabemos que un caballo no puede volar y sabemos por qué. Pero si ponemos el
problema al revés y empezamos por suponer que un caballo puede volar,
¿qué pasaría?
Pero a Colin se le había embotado la
mente. Un caballo puede volar. El virus de los Bullitt había contagiado
a Ed. Un caballo puede volar.
–Olvídalo –dijo en voz alta–. Busquemos a
Ama y vámonos.
Cuando llegaron al cuartel de los
animales, sobre la pista, el semental ya estaba en su establo.
Pisos de losas de cemento, almohadillados,
con canales para recoger los excrementos. Canales por donde corría
constantemente el agua, con sustancias líquidas inodoras. Forrajes preparados
especialmente que inhibían la acción de las bacterias productoras de gases.
Todo dedicado a reducir, eliminar, el olor característico de los desperdicios.
Eficazmente, pero –en última instancia– un establo olía aún como un establo.
Colin se había preguntado más de una vez
por qué no se eliminaba el problema en su fuente misma, por así decirlo,
alimentando a los animales de las exhibiciones de algún otro modo. Las unidades
subcutáneas estaban al alcance de todo mundo en las tiendas de productos para
laboratorio. Los concentrados no eran caros y sólo había que usarlos en las
exhibiciones bajo techo y poco tiempo antes.
La unidad para alimentar a un animal del
tamaño y el peso de un caballo podía injertarse en un área no mayor que una
mano de hombre. No había reacción dolorosa, por lo menos Colin no había logrado
detectarla, y hasta parecía que algunos animales disfrutaban con el tibio
contacto de las unidades alimentadoras subcutáneas.
Pero, suponía Colin, una práctica común en
un campo suele ser resistida en otro, tanto que a veces ni siquiera se le
menciona. Además, de acuerdo con lo que había visto en esos últimos meses,
estaba empezando a creer que a los exhibidores les gustaba realmente el olor de
los caballos. A él mismo ya no le parecía tan desagradable.
Le rascaron las orejas al animal,
aceptaron las condolencias de los ayudantes –la mala suerte había impedido que
compitieran– y mostraron los pases en la ventanilla del administrador.
El administrador era un hombre calvo,
sentado detrás de unas rejas. Recorrió con el dedo una lista de números.
–¿El señor Hall? ¿El señor West?
–preguntó. Colin asintió con la cabeza y el hombre dijo entonces:
–Hablaron para que llamen ustedes a este
número.
El administrador les alcanzó un papelito
doblado a través de la reja.
–Gracias –dijo Colin y desdobló el papel–.
El decano –le dijo a Ed–. Me pregunto qué querrá.
–Lo sospecho –dijo Ed– y no creo que me
guste.
Colin llamó a la universidad, conectando
el multiaudífono para que Ed pudiera oír.
El decano parecía turbado y habló un buen
rato del excelente trabajo de Colin y Ed. Mencionó de paso un consejo de
legatarios. Les aseguró que él personalmente los estimaba mucho, a ambos. Pero
cuando acabó de hablar, y el teléfono volvió a su sitio, no quedaba ya ninguna
duda.
La universidad ya no necesitaba a Colin ni
a Ed, inteligentes preparadores de cintas grabadoras madres. No los necesitaba
ahora ni en un futuro previsible.
–La mujer es rápida –dijo Ed–. Rápida.
–Dijo que volveríamos. Podíamos haber
pensado que iba a hacer algo, pero nunca imaginé que ella pensara en esta clase
de presiones. No… parece civilizado, de algún modo.
–Sacarle a alguien la comida de la boca
pocas veces lo es –dijo Ed–. Pero anímate, todavía tenemos una oficina con
nuestros nombres en la puerta. –Ed se rio y no era una risa agradable–. Eso si
la gente de la limpieza no le dice al dueño que hemos estado durmiendo ahí los
últimos tres meses.
La exhibición equina duraba toda una
semana, de jueves a jueves, y a Colin le sorprendió que el comité fallara en
favor de ellos. Y rechazando la objeción de la señora Bullitt acerca de los
orígenes de Ama.
–Se me ocurre –dijo Ed– que la mujer no
quería ganar el caso. Al fin y al cabo si conseguía que nos descalificaran esta
vez, en el futuro rechazarían también cualquier animal que le hiciéramos.
–Creo que la mujer piensa en una clase
especial, si no para su caballo volador, al menos para ella.
Pero Ed podía tener razón. La señora
Bullitt sólo les había cerrado el paso para darles una lección, para animarlos,
como ella misma hubiera dicho, a ver las cosas desde otro punto de vista.
Animales a Medida había triunfado en la
sala del comité; pero la victoria, como se comprobó en seguida, era meramente
académica. Cuando Colin y Ed llegaron al piso de los establos, encontraron el
aviso del auditor clavado en un travesaño de la casilla de Ama. Los acreedores
de Animales a Medida habían tropezado con alguna dificultad, principalmente el
banco. Hasta que se aclararan las cosas, todos los bienes de la sociedad,
incluido el Orgullo del Ama, quedaban embargados.
Una furia repentina, impotente, frustrada,
invadió a Colin. Ya no eran arenas movedizas. Era una sólida pared de ladrillos
y alguien lo había arrinconado contra esa pared. Colin cerró y abrió los puños
y sintió que no podía escapar.
El Orgullo del Ama movió los cascos en un
breve bailoteo, sacudió la cabeza, resopló.
–Estoy poniendo nervioso al caballo –dijo
Colin–. Vámonos de aquí.
–Sí. Vámonos –dijo Ed.
Y Colin notó que Ed estaba pálido y que
también temblaba de pies a cabeza.
La idea se le ocurrió a Colin cuando ya
habían dejado los establos y subían por la rampa que llevaba a la calle.
Tomó a Ed del brazo y lo detuvo.
–Ed –dijo–, ¿cómo sabes que un caballo es
un caballo?
Ed se libró bruscamente de la mano de
Colin.
–No estoy de humor para chistes –dijo–,
así que hazme un favor y hablemos de otra cosa.
–No estoy bromeando. ¿Cómo sabes que un
caballo es un caballo?
–Muy bien, señor interlocutor. ¿Cómo sé
que un caballo es un caballo? Porque parece un caballo. Por eso lo sé –Ed se
interrumpió–. No puedes querer decir…
–Eso exactamente quiero decir –asintió
Colin–. Da vuelta al problema. No trates de producir un caballo y hacerlo
volar. Toma en cambio una criatura que ya sepa volar y haz que parezca un
caballo.
Ed se reía. Colin creyó descubrir una nota
de histeria en la risa.
–Un… un… pájaro de quinientos kilos.
–No pesará quinientos kilos. La estructura
de un pájaro no es como la de un caballo. Huesos huecos… ¿Me oyes?
Pero Ed seguía riéndose.
–Un… un caballo con plumas.
–¿Y qué es una pluma sino un pelo
modificado… y viceversa?
Ed se enjugó los ojos.
–Huesos huecos. ¿Pesaste alguna vez los
huesos de un pavo de quince kilos? Un animal del tamaño de un caballo pesará
como un caballo. Y sigues con el problema de tener que levantar una tonelada,
no importa que sea con un músculo de caballo o con un músculo de pájaro. La
imposibilidad es la misma.
Colin pensó que Ed tenía razón. Para
llegar a donde querían tenían que partir de un punto igualmente insólito.
–Perdón –dijo–. No… no tengo la cabeza
clara.
Llegaron a la cabeza de la rampa y fueron
caminando hasta las oficinas de Animales a Medida, no muy lejos de allí. Colin
rio brevemente cuando vio el edificio.
–Es una noche fría. Espero que la señora
Bullitt no haya conseguido dejarnos afuera.
Colin pensó que estaba haciendo un chiste
demasiado amargo, pero en la puerta de la oficina, colgada del picaporte, había
una tarjetita verde. Los términos del contrato prohibían claramente usar las
oficinas como vivienda. Tendrían la amabilidad de marcharse en el término de
tres días.
–Es una bruja –dijo Ed, con los ojos fijos
en la tarjeta.
Colin golpeó con el puño la pared del
pasillo hasta que el dolor pareció calmarlo de algún modo.
–Vamos allá otra vez –dijo al fin–. Vamos
allá y firmemos el contrato. Le daremos algo a esa mujer. No sé qué, pero créeme,
parecerá un caballo… y te prometo que volará.
Encontraron a la señora Bullitt en las
oficinas de la administración del estadio, sacudiendo un puñado de papeles bajo
la nariz del hombre calvo mientras los demás empleados mostraban estar
demasiado ocupados para ver y oír lo que ocurría. Colin pensó un instante si la
mujer dormiría con aquellas espuelas.
La señora Bullitt no pareció sorprendida
al verlos ni interesada tampoco en llevárselos a sus propias oficinas. De pie
junto al administrador, con los papeles todavía apretados en la mano, alzó la
cabeza y miró a Colin y Ed.
–Volvieron –gruñó–. Les dije que
volverían.
La mujer hablaba en un tono áspero. El día
anterior Colin hubiera dado media vuelta y se hubiera ido. Ahora ese mismo
tono, por alguna perversa razón, lo animaba a aguantar a pie firme.
La calma de su propia voz lo sorprendió:
–Sí, señora Bullitt. Estamos dispuestos a
aceptar su encargo.
La mujer de la chaqueta rayada y botas de
montar hizo una seña brusca a una de las empleadas.
–Hay un sobre azul en mi escritorio.
Tráigalo –ladró.
La muchacha se escabulló.
–Sabía que volverían –les dijo la mujer a
Colin y a Ed–. Verán, es cuestión de entender a la gente. Siempre es así. La
gente nunca se da cuenta de lo que es capaz de hacer hasta que no tiene más
remedio que hacerlo o aceptar las consecuencias –la señora Bullitt sonrió con
una mueca afectada–. Yo no hago más que proporcionar las consecuencias.
Colin se mordió la lengua, pero oyó a su
lado la respiración pesada de Ed.
La empleada volvió y Abby Bullitt tomó el
sobre azul y lo arrojó en el escritorio del administrador, frente a Colin.
–Firmen –dijo, dejándole a Colin el
trabajo de sacar y desplegar la larga hoja del contrato.
Colin ignoró el desaire, pero luego de una
ojeada al formulario impreso miró a la señora Bullitt, perplejo.
–Este… este contrato es con la
universidad. No entiendo. Ayer su marido…
–El contrato de ayer era conmigo. El de
hoy es con la universidad –la mujer snrió, y durante un momento pareció que
disfrutaba enteramente de sí misma–. Ya les dije que luego no sería tan fácil.
Y de pronto Colin comprendió lo que la
mujer pretendía realmente, y se quedó sin aliento. Abby Bullitt quería tener el
animal volador y quería que se lo dieran por nada. Absolutamente nada… o las
consecuencias.
Bajo un contrato semejante ellos podían,
por supuesto, usar los equipos de la universidad y tener otras ventajas, pero
no en provecho propio. Y ni siquiera se mencionarían los nombres de él ni de Ed
si la universidad no quería sacarlos del anonimato.
Los ojos de Colin recorrieron la página.
Era el contrato impreso común de la universidad, con los comunes espacios en
blanco. Pero lo que habían puesto en esos espacios no era en verdad nada común.
–Sesenta días –jadeó Colin, y miró
incrédulo y aturdido a la mujer que sonreía, a Ed y a la mujer otra vez–. ¿Sesenta
días?
–Un pequeño incentivo para que no pierdan
el tiempo –dijo la señora Bullitt–. Sé muy bien cómo le gusta a la gente
alargar las cosas cuando cree que puede sacar impunemente alguna ventaja. Me
parece que en sesenta días podrán mostrarme algo. Ahora firmen.
Ed arrancó el contrato de los dedos enervados
de Colin y lo miró sosteniéndolo con una mano temblorosa.
–Sesenta días y garantizamos resultados –tiró
el contrato sobre el escritorio–. De acuerdo con la redacción de la cláusula
podríamos ir a la cárcel si no tenemos éxito.
Abby Bullitt estaba muy cruzada de brazos.
No dijo nada.
El silencio pesó interminablemente en el
cuarto.
Ed, de pronto arrebató la pluma sujeta con
una cadena al escritorio del administrador y garabateó su nombre al pie del
papel. Empujó hacia Colin el contrato y la pluma.
–Toma. Firma y vámonos.
Colin firmó envuelto en una niebla roja y
espesa, y dejó car la pluma.
–¿Desea el caballo de algún color
particular? –dijo amargamente, y se quedó boquiabierto al ver que la señora
Bullitt se tomaba en serio la pregunta.
–Arnold –le dijo ella al administrador
calvo–, ¿cómo se llamaba ese licor que bebimos en la cena de la cacería el
pasado miércoles?
–Chartreuse, señora Bullitt. Chartreuse.
–Exactamente –dijo la mujer y volteó hacia
Colin–: que sea chartreuse.
Y entonces, junto a Colin, Ed se rio y se
rio y parecía que nadie podría contenerlo.
–Un caballo chartreuse. Un caballo
volador, llameante, color de chartreuse.
Al aire libre, ya en la calle, Ed jadeaba
aún:
–Oh, un caballo chartreuse.
–¿Por qué no? Una bestia equina chartreuse
no es menos lógica que una bestia equina alada.
Ed tuvo otro ataque de risa.
–Lógica. Oh, no puedo más… Lógica. Ahora
habla de lógica.
Pero
lógica fue lo que usaron al principio. Lógica y la alocada idea de Colin de
comenzar con un animal viviente que ya volara.
–Es una cuestión de cosmética. No de
ingeniería. No tiene por qué ser un caballo. Basta que lo parezca.
Peso contra tamaño. Colin pensó en los
peces capaces de elevarse en el aire. Había allí tamaño considerable y poco
peso. Pensó en una camada de terriers que había visto una vez. Todos eran
sólidos, rechonchos, pesados. Todos menos uno. Del mismo tamaño pero más
liviano que los otros, tanto que al alzarlo, la mano se le había ido hacia
arriba. El cachorro había muerto, pero había sido más liviano.
Dormían en el dormitorio de la
universidad, comían en el comedor común, y trabajaban. Juntos al principio.
Luego, como el tiempo apremiaba y no había aún ninguna señal de éxito,
trabajaron separadamente para dar mayor extensión a las investigaciones.
Trabajaron con células de pájaros.
Buscando tamaño sin peso. Acelerando todo lo posible la división de las células
y estudiando las posibles prolongaciones del desarrollo en la computadora,
cuando podían programar por lo menos una estructura hipotética, en el plano de
las suposiciones, siempre más que en el de las realidades.
Cualquier cosa, cualquier cosa realmente,
que fuera grande y capaz de elevarse en el aire. Eso para empezar, y la
esperanza de poder completar el resto con trasplantes y cirugía plástica.
–Nada. Nada.
Sesenta días. La señora Bullitt. Un ajuste
de cuentas… y la suspensión temporal de la sentencia. No por pedido de ellos,
sino por intervención del cuñado de la mujer, el decano, quien había suplicado
que les alargaran el plazo.
Una suspensión de la sentencia. Una
suspensión y un nuevo contrato. El decano dejó el cuarto. No quería ver cómo
firmaban.
Sesenta días, no más. Y esta vez una multa
en efectivo. Si fracasaban tendrían que reembolsar a la universidad todo el
valor de la pérdida.
Colin y Ed apenas se veían ahora. Dormían
cuando podían, trabajaban cuando podían, comían si podían. Ed irradiaba
células. Y las sacaba de donde podía.
–Sí, ya sé, tiene la sutileza de un tiro
de escopeta –había dicho–, pero no nos sirve ninguna criatura viviente. Tenemos
que partir de algo nuevo.
–Respuesta típica del hombre dominado por
el pánico –dijo Colin.
–¿Y qué nos queda sino pánico? –quiso
saber Ed.
Y luego, una tarde nublada, en el
dormitorio, Ed sacudió a Colin y lo despertó.
–Despierta –decía Ed, excitado–. Creo que
conseguí un lagarto que quiere parecerse a un pájaro.
Colin movió la cabeza tratando de sacarse
el cansancio de los ojos.
–¿Un lagarto?
–Sí. Estuve pensando en el lejano parentesco
que une a pájaros y reptiles, así que fui a la casa de los reptiles, recogí
cuantas células pude, las traje y me puse a bombardearlas. Este me pareció
bastante liviano para su tamaño, así que lo dejé crecer. Acaba de atacarme.
Ed alzó la mano. Le sangraba el borde de
la palma.
–Corrió sobre las patas traseras y saltó
en el aire hacia mí, moviendo como loco las patas delanteras. Bueno, Colin,
pensé que había querido volar.
Era un lagarto ciertamente, de un
indefinible color castaño, del tamaño de un perro chico, que se sentaba sobre
las ancas. Y Ed tenía razón. Parecía como si quisiera volar cada vez que
saltaba hacia ellos tratando de morderles el cuello, y tropezaba en cambio con
los brazos almohadillados.
Le sacaron las células necesarias y luego
lo destruyeron, pues era evidentemente depravado.
Muchas células murieron. Esto era
previsible. Otras siguieron varios caminos y fueron destruidas. Una célula se
desarrolló bien, y los informes de la computadora parecieron promisorios.
La cabeza era delgada, de reptil. Sin
orejas. No importaba. Era fácil producir orejas e injertarlas luego. Las patas
delanteras eran ahora verdaderas alas, de garras largas y membranosas. Se
trasplantaron gérmenes de patas de otra célula en desarrollo al pecho del
animal prototipo con la esperanza de que desarrollaran allí unos músculos
capaces de sostener las alas. No había problema con la compatibilidad de los
tejidos, que eran todos del mismo animal.
El color, una característica de regalo.
Colin y Ed no trabajaron con el color, no lo planearon, pero la piel era suave,
de matices verdosos y dorados. Ed se reía.
–Ella tendrá su caballo chartreuse,
después de todo.
Y la tensión. La impía tensión. Ya fuera
del tanque, desde hacía días, el animal no comía, pero se mantenía bien con el
régimen subdérmico. Y era liviano, tan magníficamente liviano como había
predicho la computadora.
El gimnasio de la universidad. Los
trasmisores internos en su sitio, las cintas grabadoras instaladas, la pantalla
monitora lista. Una correa larga. El animal echó a correr, como su antecesor,
sobre las patas traseras, con las alas extendidas. Un planeo, no un verdadero
vuelo, un planeo. Demasiado débil aún, poco desarrollado. Esa cabeza de reptil
necesita más cirugía plástica. Los dientes también, aún son demasiado carnívoros
para un caballo. Por suerte éste es dócil, no como su papá. Testículos.
Recuerda los testículos. Al fin y al cabo se supone que es un animal macho. ¿Por
qué no comerá?
Colin y Ed trabajaban juntos ahora, pero
alborozados. Intuitivamente sobre todo, sin mapas de genes. Para trazar un mapa
genético se necesita un animal desarrollado, y estudiar en él la obra de los
genes. ¿Y si lograban producir un animal que satisficiera a Abby Bullitt para
qué necesitaban un mapa?
Más pruebas. Ahora volaba. Volaba
realmente, sin correa, y venía cuando le chiflaban o lo llamaban con la mano.
Aire libre, ya es muy grande para el gimnasio, necesita aire libre. Lo
probaremos mañana. Llama a la señora Bullitt.
Los campos de la universidad. Un día claro
y hermoso. Habían producido un animal magnífico.
El color era verde dorado. En la posición
natural de descanso se sentaba sobre las ancas, con las patas delanteras
firmemente apoyadas en el suelo. Las garras habían sido unidas entre sí y ahora
eran unos cascos muy aceptables. Las grandes alas no se plegaban contra el
cuerpo, sino que se elevaban a modo de puntas –los bordes del armazón óseo que
se curvaba graciosamente detrás de la cabeza y el alto arco del cuello– y parecían
envolverlo en una aureola.
La cola no era como la de un caballo ni
como la de un lagarto, sino chata, y el animal la usaba como timón. Una hermosa
bestia, y mientras la sostenía por la brida, Colin sentía a la vez orgullo y
miedo. Los ojos del animal lo inquietaban. Había en ellos una mirada de espera,
de expectación. ¿Dónde se metió esa mujer?
Abby
Bullitt llegó montando un caballo. Ed maldijo entre dientes y se acercó a Colin
para ayudarlo a sostener la brida. Pero el animal no se movió. Nunca había
visto antes un animal más grande que un perro de laboratorio, pero aparentemente
el caballo no le interesó mucho y siguió sentado sobre las patas traseras.
La reacción de Abby Bullitt fue distinta.
Desmontó y se quedó de pie, inmóvil, frente al animal, con las manos apretadas.
–Es hermoso, es hermoso –repetía una y
otra vez, alzando los ojos hacia la elevada cabeza.
Colin apartó la mirada de aquella luz que
había en los ojos de la mujer. Abby Bullitt parecía hipnotizada.
Y en seguida Colin sintió que el animal se
movía. Los ojos expectantes miraban ahora a Abby Bullitt y lenta,
magníficamente, las grandes alas se extendieron en un movimiento que Colin
nunca había visto antes, hacia arriba y hacia afuera, hasta parecer que
ocultaban el sol de la mañana.
–Oh –jadeó la mujer–. Oh, tengo que
montarlo.
–No –dijo Colin. Ocurría algo allí que él
no entendía, y su inquietud era cada vez mayor–. No, nunca lo han montado.
Nunca.
Pero Abby Bullitt ya había tomado la
brida.
–Apártese –dijo–. Tengo que montarlo.
–No –dijo Colin, y la mano le empezó a
sangrar donde la mujer lo había golpeado con el látigo, arrebatándole la brida.
La mujer se subió al lomo del animal,
sentándose en la cavidad que había entre las alas, y clavó las espuelas.
El animal chilló y corrió. Corrió un rato
sobre las patas traseras, como había hecho tantas otras veces, recogiendo las
delanteras, como un pájaro, y luego remontó vuelo. Chilló otra vez y ahora se
oyó también la voz de Abby Bullitt. ¿Era un grito de placer… o de terror? Colin
no pudo decirlo.
La cabalgadura y su jinete se elevaron.
Los gritos se oían menos ahora, pero el terror de Abby Bullitt era evidente. El
animal voló hacia el río y los altos acantilados, y luego desapareció junto con
los gritos. Pero mucha gente había visto pasar el animal y había oído los
gritos llevados por el viento, y ahora la multitud acudía al campo.
La voz de Ed sonó a orillas de la
conciencia de Colin.
–No te preocupes. Sabemos exactamente
dónde están. Los trasmisores. La policía puede encontrarlos mediante los
trasmisores…
Pero Colin no oía realmente a Ed. Colin
tenía los ojos clavados en el minúscula monitor. Las formas luminosas que
zigzagueaban y giraban en la superficie de la pantalla eran nuevas en este
animal, pero no desconocidas para Colin. Las había visto antes, muchas veces,
principalmente con El Orgullo del Ama, y las reconoció ahora con un horror
creciente.
En alguna parte, ávidamente, vorazmente,
la bestia de Abby Bullitt se alimentaba al fin.
Acurrucados,
envueltos en mantas, con tazas humeantes en las manos, Colin y Ed descansaban
en la cabina del bote policial que los había sacado del río. Ed sacudía aún la
cabeza.
–Nos atacó. ¿Viste cómo nos atacó?
Colin no dijo nada, pues sabía que Ed no
esperaba ninguna respuesta. Los dos habían subido al helicóptero de la policía,
con el piloto y el hombre armado. Habían rastreado al animal, estudiando las
señales emitidas por los trasmisores hasta que al fin, en la superficie rocosa
de un acantilado, cerca de la cima, vieron un resplandor: la luz del sol en la
piel de oro verde.
–¡Allí! –gritó Ed, señalando con la mano,
y el helicóptero se acercó.
La bestia estaba agachada en una saliente
rocosa, a orillas del precipicio. Las alas, desplegadas a medias, se abrían, se
cerraban, estremeciéndose.
–¿Creen que ella aún está viva? –preguntó
el hombre de la carabina, y en seguida añadió–: No dije nada.
El animal se enderezó. Los acometió en
seguida con una ferocidad que despertó en Colin la vívida imagen del menudo
predecesor de la bestia.
–¡Dé vuelta! –le gritó el hombre de la
carabina al piloto–. ¡Dé vuelta al aparato! ¡Déme espacio para disparar!
El helicóptero giró como una burbuja
suspendida en el aire y el hombre disparó. Colin vio una y otra vez cómo la
pesada carabina sacudía al hombre, pero el animal alado seguía en el aire.
Ahora estaba sobre ellos. Giraba allá
arriba, batiendo las grandes alas, recogiendo los labios y mostrando los
dientes ensangrentados.
Garras. Parece que tuviera garras en esos
pies y no cascos.
Y entonces el animal se lanzó sobre ellos.
Como la enorme bestia de presa que era. Golpeó la máquina desde arriba y desde
atrás, tan velozmente que fue imposible evitarlo, y con un silbido y un
chillido que Colin oyó o creyó oír sobre el ruido de las hélices del
helicóptero.
Y al fin el animal cayó entre las hélices
y el impacto fue tremendo. Durante un instante quedaron suspendidos en el cielo
claro, el animal y la máquina. Y luego cayeron, desde una altura de pocas
decenas de metros, a las heladas aguas del río.
Junto
a Colin, el piloto del helicóptero, estremeciéndose en sus mantas, llamó al
hombre que estaba al timón.
–¿Todavía no lo ven?
–No –respondió una voz, y el hombre que
había perdido su carabina se arrebujó en sus mantas y dijo:
–No lo verán. No puede flotar con todo el
plomo que le metí.
Estaban esperándolos en el muelle. Los
hombres de la TriV, los periodistas, los curiosos.
Y luego la pesquisa, las investigaciones,
los gritos del público y las voces más discretas de los colegas que querían
saber cómo habían producido aquel milagro, hasta que al fin Ed mismo se volvió
una mañana hacia Colin, en la nueva oficina, y le dijo, realmente descorazonado:
–Es cierto que queríamos publicidad, pero
todo tiene su medida.
Colin sonrió y sacudió el mensaje de color
azul que la secretaria acababa de sacar del tubo neumático.
–El comodoro dice gracias, pero no cree
que deba aceptar El Orgullo del Ama, no como regalo, por lo menos.
–¿Por qué no? –dijo Ed–. Es lo menos que
podemos hacer por él. Tenemos que mostrarle de algún modo cómo apreciamos los
contratos.
Colin se rio.
–Dice el comodoro que ya no tiene que
defender esos contratos. Pero no desea caer en manos de un comité dedicado a
investigar los regalos que recibe la gente del gobierno.
–Dile que se lleve el caballo y que no se
preocupe –dijo Ed, y Colin no pudo saber si hablaba o no en serio–. Si lo
despiden, una organización en marcha como la nuestra siempre puede emplear a un
especialista en trámites.
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