sábado, 11 de mayo de 2024

El triunfo de Pegaso

F. A. Javor

 

Resultaba, resultaba realmente, y si Colin Hall hubiera sido un joven menos reconcentrado, se hubiera frotado las habilidosas manos y hasta hubiera palmeado las amplias espaldas de su socio, Ed West, igualmente joven, pero no tan sosegado.

El caballo que presentaban en la exhibición de saltos, El Orgullo del Ama, nombre este último derivado de las iniciales de la nueva compañía, Animales a Medida, un reluciente semental negro de manos blancas y un rombo blanco en la frente, era llevado en ese momento al borde de la pista de obstáculos.

La multitud manifestó ruidosamente su aprobación. Los ojos de Colin se volvieron instintivamente a la pantalla de quince centímetros cuadrados que había improvisado para observar algunos pocos fenómenos selectos. La información procedía de docenas de microtransmisores plantados bajo la piel, junto a los órganos, los nervios, y que en algunos casos hasta sacaban muestras de la corriente sanguínea del animal.

La información recogida por las lentas cintas grabadoras podía ser analizada luego por la computadora de la universidad, si ellos, él y Ed, deseaban un análisis más completo o –lo que importaba más– si conseguían el dinero para pagar el análisis.

Pero las formas luminosas, complejas y móviles, de la diminuta pantalla le bastaban a Colin para saber cómo estaba reaccionando el animal ante el público más numeroso que había visto hasta entonces. Un público emotivo que nunca dejaba de asistir a esta exhibición, quizá la más importante del año.

Exceso de salivaciónrespuesta al dolor un poco elevada. Le dije a ese jinete que el animal tiene la boca tierna, reflexionó Colin. Pero a pesar de todo El Orgullo del Ama soportaba tan bien la adulación de la multitud como había soportado la de otras menores a lo largo del país, acumulando suficientes primeros premios como para poder presentarse en esta exhibición particular.

Él y Ed habían decidido probar suerte aquí, movidos a la vez por la esperanza y la desesperación. Luego la prensa trituradora del trabajo y las privaciones. La implantación cuidadosa en el tanque embrionario de la célula que iba a ser luego aquel magnífico animal les había parecido casi un anticlímax.

El anticlímax de la ardua tarea de trazar el mapa genético, y de planear y preparar las soluciones químicas –de un modo tan delicado y preciso, de acuerdo con la estructura del mapa–; pero sólo el comienzo de este intento de salvar Animales a Medida, una asociación que agonizaba en la matriz.

Una pila de cartas que reclamaban pagos acababa de aparecer en el tubo neumático de la puerta. Colin mostró el aviso rosado del banco.

–Un gene letal –le dijo a Ed con la mueca de una sonrisa. Ed estaba sentado en el escritorio de la secretaria que nunca habían podido tener, enderezando y torciendo un clip–. Un gene letal. Una fatal deficiencia en la enzima formadora de clientes.

–He estado pensando en eso –dijo Ed, mortalmente serio esta vez–. Animales a Medida es una idea básicamente buena. Yo creo que nuestra dificultad principal es que no saben que estamos vivos –apretó el puño–. Si pudiéramos hacer un poco de publicidad…

Colin torció todavía más la boca.

–No es ético.

Ed tiró al suelo el clip.

–No es ético –repitió como loro–. De modo que tenemos que quedarnos aquí sentados y esperar a que llegue la hora del reconocimiento. Mientras tanto nos moriremos de hambre. –la voz de Ed subió una nota en la escala–. Diez segundos. Diez miserables segundos en un programa de televisión cualquiera. Diez miserables segundos.

–Cálmate –dijo Colin–. Aunque pudiéramos presentar ese anuncio, nos faltaría el dinero. El equipo…

Ed sacudió una mano.

–No tienes que decirme cuánto nos cuesta el alquiler del equipo. Firmé los papeles contigo, ¿recuerdas? –Calló de pronto y se frotó la nuca con la palma de la mano–. Lo siento, Colin –dijo–. No quiero enojarme contigo, pero esto me sulfura. Tenemos aquí un negocio de vastas perspectivas, pero las reglas del juego dicen que profesionales como nosotros no pueden salir a los caminos a llamar a la gente –alzó un dedo y continuó–: un pedido. Un pedido por lo menos mientras estamos en la brecha. Tenemos que agarrar a alguien.

Era cierto. Aunque la compañía funcionaba desde hacía medio año, habían recibido poco más que consultas, como la de un médico que tenía la esperanza de que hubieran descubierto una enzima, un ácido, cualquier cosa que hiciera que las células del muñón de un brazo se diferenciaran y luego se rediferenciaran y crecieran hasta restaurar el miembro amputado.

Colin tuvo que decirle, muy tristemente, que aunque podían acortar o alargar las patas de un animal, o incluso trasplantar una pata en pleno desarrollo, la ciencia que ellos practicaban todavía tenía ciertos límites.

Luego, además, la inevitable lluvia de cartas donde unos estudiantes de biología y genética les pedían que por favor les enviaran los resultados de los últimos trabajos en el primer tubo neumático, pues sólo les quedaba ese fin de semana para preparar y presentar sus disertaciones.

Y luego aquel único pedido que había mencionado Ed. De un productor de leche del centro del país. Cuatro vacas. Idénticas entre sí e iguales al dibujo del animal que él empleaba como marca de fábrica. La tarea no era particularmente difícil. Numerosas asociaciones y otros interesados en cuestiones ganaderas ya habían investigado el campo, trazando numerosos mapas de genes, así que todo se reducía a revisar trabajos ajenos y completar luego el resto.

Producir un animal igual al de la marca de fábrica no era difícil, pues sólo había que mirar el dibujo para saber si uno había tenido éxito. Las cualidades intangibles eran el principal obstáculo.

En cuanto a animales idénticos, la naturaleza los había producido durante siglos. Basta dividir el huevo una vez, y luego dividir otra vez las dos mitades.

Colin tuvo su nueva idea mientras recordaba el pedido de las vacas. El montón de cuentas sobre el escritorio terminó con sus últimos escrúpulos.

–Ed –dijo–, tenemos que hacer algo para llamar la atención.

–Eso no es difícil. Volemos el edificio Sub-Capital.

–No bromeo. ¿Te acuerdas de la gente de las vacas?

–Por supuesto. Nuestro único contacto con el gran mundo del comercio más allá de los muros del laboratorio. Íbamos a sacudirlos con nuestra inteligencia, recuerdo.

–Nos pagaron por cuatro animales que promoverían el nombre de la compañía y las ventas del producto. ¿Verdad?

–Sí, pero ya nos gastamos el dinero, y debemos el alquiler de… –Ed contó con los dedos– cuatro días. ¿Qué pretendes?

–Simplemente esto –y Colin habló lentamente, cada vez más excitado–. Lo que hicimos por ellos podemos hacerlo por nosotros.

Ed estaba desconcertado.

–¿Producir cuatro vacas?

–Por supuesto que no. Quiero decir que podríamos producir aquí un animal que haga por nosotros lo que hicieron las vacas por la gente de la leche. Llamar la atención del público en general y de nuestros clientes potenciales en particular.

Ed se tironeó del labio inferior.

–Un animal para conseguir publicidad… –levantó la cabeza–. Eh, la televisión, los servicios cablegráficos, los comentaristas de deportes… el deporte de los…

Colin concluyó la frase.

–Exactamente, el deporte de los reyes. Un caballo.

A Ed le brillaron los ojos.

–¡Magnífico! Produciremos el caballo de carreras más rápido que hayan conocido las pistas desde…

–No –Colin meneó la cabeza–. No un caballo de carreras.

Ed estaba otra vez estupefacto.

–¿No un caballo de carreras?

–No. La gente a la que queremos llamar la atención no es aficionada a las carreras. Además –y Colin sonrió otra vez torciendo la boca–, éticamente no podemos permitirnos algo tan obvio. Esto tiene que parecer un trabajo por amor al arte. Produciremos un caballo que participará en la próxima exhibición internacional del Nuevo Circo.

–Un momento –dijo Ed–. ¿No cría caballos el hermano del decano?

Colin negó con la cabeza.

–No. Harrison Bullitt… su mujer. ¿Pero sabes quién es presidente honorario de la sociedad de exhibición de caballos?

Esta vez fue Ed quien meneó la cabeza.

–No.

–El comodoro Joshua E. Wall.

–El comodoro Joshua E… ¿no el comodoro Wall de la aviación naval?

Colin asintió, con una amplia sonrisa.

–Exactamente. El comodoro Joshua E. Wall, jefe de compras de la aviación naval… y el hombre con quien hemos tratado de relacionarnos desde que empezamos.

–El club no es tan exclusivo, Colin. El comodoro es sólo uno de la larga fila de candidatos que no respondieron a nuestras insinuaciones de doncella.

–Es cierto, pero si conseguimos que él nos dé un contrato, no tendremos que preocuparnos por muchos de los otros.

Ed echó atrás la silla y se puso de pie.

–Qué esperamos entonces, empecemos… ¿Cuándo es la próxima exhibición?

–En noviembre, pero comúnmente las inscripciones se cierran en octubre.

–¡Octubre! El tiempo justo para desarrollar un animal adulto.

–Más justo de lo que piensas. Tenemos que producirlo y ganar antes unos cuantos primeros premios, pues si no, no lo aceptarán en la exhibición. Pero, dime, Ed, ¿podemos esperar al año próximo?

–Mi cabeza podría, pero mi estómago no. Repito, ¿qué esperamos? Sólo hay cuatro días de alquiler en el analizador.

El analizador electrónico. El alquiler del laboratorio se llevaba gran parte del dinero, pero no podían trabajar sin instrumentos. Herederos de los primeros aparatos enviados a los planetas vecinos para analizar nuevas formas de vida, habían ahorrado tiempo y esfuerzos en la tarea de trazar los mapas genéticos, tarea que antes había que realizar con trozos de papel absorbente y placas fotográficas expuestas a rayos X difraccionados.

Podían haber usado los laboratorios de la universidad, pero entonces hubieran sido desinteresados investigadores universitarios, y no los fundadores de Animales a Medida, empresa comercial e independiente.

Y ahora los meses de trabajo, de noches sin dormir, de horas en la universidad dedicadas a la preparación de cintas grabadoras madres, dedicadas a ganar dinero para poder vivir, pagar el traslado de El Orgullo del Ama de feria en feria, y los servicios de jinetes profesionales, todo parecía justificado. De acuerdo con la reacción de la multitud ante la aparición del semental negro, era evidente que su creciente reputación había llegado aquí antes que él, y que las inversiones iban a dar fruto.

Sintió que le daban un codazo y oyó la excitada voz de Eddy sobre los rugidos de la multitud.

–¡El comodoro! Allá, del otro lado de la pista. Me parece que viene a vernos.

Había muchas figuras de brillante uniforme azul en el extremo del estadio, pero Colin distinguió sin dificultad la cabeza canosa y los anchos hombros del comodoro. Y parecía realmente que venía abriéndose paso entre los grupos de oficiales. Detrás, Colin descubrió a otro hombre, también canoso pero menudo, de estatura de jockey, que aparentemente seguía al comodoro.

–Ese hombrecito –le dijo a Ed–, a la izquierda del palco del jurado, viene también hacia acá. ¿Lo conoces?

–No… –dijo Ed al cabo de un rato–, pero parece que disputa una carrera con el comodoro. Espero que sea un empate.

–¿Un empate?

–Exactamente. Si quieres vender algo es bueno tener dos clientes que se animen uno a otro a hacer ofertas cada vez más extravagantes. Al fin y al cabo, ¿cuál es la muchacha del pueblo con quien todos quieren tener una cita? La más asediada, por supuesto.

El comodoro desapareció bajo el alero de la tribuna, y casi en seguida lo siguió el hombrecito. Si venían realmente, estarían en la cabeza de la plataforma dentro de pocos segundos. Colin hizo un esfuerzo para apartar los ojos de la plataforma.

Y un momento después el comodoro estaba ahí, detrás.

–¿El señor Colin Hall?

Colin volteó hacia el hombre alto y canoso.

–Yo mismo –dijo Colin, y calló, sin presentar a Ed.

Había algo raro en la actitud del comodoro. El hombretón parecía turbado.

–Señor Hall –dijo–, se ha presentado una objeción…

–¿Hall? ¿West?

La voz, no muy alta pero penetrante, interrumpió al comodoro. Era el hombre pequeño y canoso.

–Un minuto –dijo Colin, molesto por las maneras bruscas del hombre e inquieto por lo que había empezado a decir el comodoro.

–¿Hablo con Hall o con West? –preguntó la voz.

Colin se volvió en su asiento y miró de frente al hombrecito.

–Yo soy Hall –dijo, y se sorprendió al advertir que a pesar del ruido de la multitud tenía de pronto la impresión de encontrarse en medio de un opresivo silencio.

–La señora Bullitt quiere verlo a usted. Ahora…

Colin sintió un repentino fastidio y no trató de ocultarlo.

–Amigo –le dijo al hombrecito que años atrás podía haber sido un jockey–. No sé quién es usted, pero –Colin se interrumpió, entendiendo de pronto las palabras del hombre–. ¿Dijo usted que la señora Bullitt quiere verme?

El hombre asintió con un movimiento de cabeza.

–Ahora.

Colin vaciló. El comodoro era una persona importante para él y para Ed, y había hablado de una objeción que debía ser bastante grave, pues había venido a verlos en un momento en que sin duda estaba muy ocupado. Al mismo tiempo él y Ed no podían perder sus empleos en la universidad, y la esposa del hermano del decano tenía fama de ser una mujer impaciente e irascible.

La intervención del comodoro decidió por el momento la cuestión. Le habló a Colin, pero mirando al hombrecito.

–La señora Bullitt presentó una objeción acerca del origen del caballo de ustedes. Habrá una audiencia, por supuesto, pero antes quiero que me digan algo. Este animal… –el hombre titubeó buscando las palabras– ¿fue gestado enteramente en un tubo de ensayo?

–No –dijo Colin, perplejo–. Es un injerto. ¿Por qué?

Ciertamente no había nada de nuevo en la técnica de extraerle una célula huevo a un cierto animal, desarrollar el embrión en un tanque y luego injertarlo en una hembra. Él y Ed había empleado esa técnica con El Orgullo del Ama por imperiosas razones económicas. El equipo de técnicos y aparatos que se necesitaba para hacer crecer el embrión en una serie de tanques era demasiado costoso. En cambio, alimentar y modificar una yegua preñada…

–En otras palabras –dijo el comodoro–, el animal nació naturalmente.

–Sí –dijo Colin.

El comodoro le habló directamente al hombrecito, con una voz que a Colin le pareció innecesariamente desafiante.

–El Orgullo del Ama interviene, pues. Y puede decirle eso a su patrona.

El hombrecito se encogió de hombros.

–Se lo diré, comodoro –dijo–. Pero me perdonará si le recuerdo que en asuntos como éste es el comité el que decide, y no el presidente.

Colin creyó ver que la mirada del comodoro vacilaba.

–Un momento –dijo, bastante alterado. Alguien, seguramente la irascible mujer de Bullitt, intentaba quitarles a él y a Ed la última esperanza–. No pueden retirar el animal ahora. La función va a empezar.

El comodoro apartó la mirada del hombrecito.

–Sí –le dijo a Colin–. No tengo autoridad para decidir en este caso, pero puedo convocar al comité, y lo haré en seguida.

–Pero la función… ya empieza.

–No, todavía no, y la retrasaré hasta que el público no aguante más. Mientras –y el comodoro señaló al hombrecito con un movimiento de cabeza–, será mejor que vayamos con él.

–En marcha –dijo el hombrecito, que no parecía molesto de ningún modo por la evidente antipatía del comodoro.

Colin, furioso y embotado a la vez, fue con los otros a la sala de propietarios, cuatro pisos más abajo de la pista, y ocho pisos más abajo de la calle.

Entraron a un cuarto amplio y brillantemente iluminado. En unos nichos, o colgando de las paredes de neoplast, se amontonaban distintos trofeos: cintas, medallas, copas. Había también fotografías de caballos, y un hombre mofletudo, de azul traje de etiqueta, del otro lado de un estilizado escritorio de madera. Detrás, un vasto mural fotográfico mostraba campos abiertos, vallas, grupos de edificios blancos y animales que pastaban. En un panel lateral, en grandes mayúsculas, se leía: CABAÑA ABBY BULLITT. El tamaño del establecimiento sorprendió a Colin. No sabía que a la señora Bullitt le interesaran tanto los caballos ni que le hubieran costado tanto dinero.

Y a un costado del escritorio, de pie, una mujer golpeaba sonoramente con un dedo la superficie de madera. Era una mujer de baja estatura y parecía algo rechoncha a pesar del elegante traje de montar, de rayas blancas y verdes, y las ceñidas botas de montar.

Colin conocía a Harrison Bullitt por haberlo visto en la oficina del decano en la universidad. La mujer que había volteado hacia ellos una cara de ojos pálidos y una boca de expresión quejosa, tenía que ser la señora Bullitt.

–¿Por qué no tocaron? –dijo la mujer sin otro preámbulo–. Martin, ya sabe que no me gusta que entren sin tocar.

El hombrecito junto a Colin no contestó, pero Harrison Bullitt puso una mano en el brazo regordete de su mujer.

–No estamos en casa, querida. Esto es una oficina. Martin puede entrar aquí sin tocar.

La señora Bullitt sacudió el brazo apartando la mano de su marido.

–No me gusta que la gente entre sin tocar. ¿Martin?

Había verdadera furia en los ojos de la mujer, aunque el incidente había sido insignificante.

–Sí, señora –dijo el hombrecito con una voz que parecía sincera.

Hubo un largo silencio mientras la señora Bullitt clavaba los ojos en su empleado, un silencio suficientemente largo como para que Colin cobrara conciencia de su propia pesada respiración. Carraspeó, incómodo, y los ojos de la mujer se volvieron bruscamente hacia él.

–Usted –ella habló otra vez sin preámbulos– y usted –los ojos de la señora Bullitt miraron detrás de Colin, donde él sabía que estaba Ed, y luego se volvieron otra vez hacia Colin, con un rápido movimiento de cabeza que de algún modo le hizo pensar a él en un lagarto que había visto una vez y que cazaba moscas– ¿son los dos jóvenes que se hacen llamar Animales a Medida?

Era una pregunta, pero a Colin le sonó como una acusación.

–Sí, señora –dijo.

–Hable más alto, más alto –dijo la mujer–. No lo oigo. Me gusta la gente que habla alto cuando habla conmigo.

–Sí, señora, somos nosotros –dijo Colin en voz más alta, un poco molesto consigo, pues el tono brusco de la mujer le había hecho perder la calma.

–Muy bien –dijo la mujer.

Colin se sobresaltó.

–¿Muy bien? No entiendo…

La señora Bullitt pareció impaciente.

–No hay nada que entender. Dicen que pueden hacer animales a medida. Perfecto. Quiero que hagan uno para mí. Un caballo… un caballo especial… y cuando lo hayan hecho quiero que rompan el molde, o lo que usen. Quiero que sea único… sólo mío, que nadie tenga nunca nada parecido.

La señora Bullitt hablaba ahora con los ojos brillantes, y Colin pensó, estremeciéndose, en los señores medievales que le cortaban las manos al artífice que había creado una obra, para que no la superara, o le arrancaban los ojos a los arquitectos, o los mandaban a la muerte, y así no edificarían para otro príncipe, en otro lugar, un palacio, un castillo más grande que el de ellos, o parecido.

Ed le habló al oído, en voz baja, con un tono de urgencia.

–Un contrato por un animal exclusivo para la cabaña de los Bullitt. No será la aviación naval, pero de acuerdo con lo que se ve en la foto detrás del viejo, no será tampoco una operación pequeña. No dudes, hombre. Al fin y al cabo es dinero fácil, y hemos hecho mucho trabajo básico con Ama.

Harrison Bullitt se inclinó hacia adelante. Aun sentado era un hombre grande, y aunque no se parecía físicamente a su mujer, tenía una mirada opaca, y Colin pensó brevemente que los dos, Harrison Bullitt y su mujer Abby, eran dos seres muy desagradables.

–Animales a Medida –dijo Bullitt–. ¿Qué hacen ustedes realmente?

Colin había respondido esa pregunta docenas de veces. No necesitaba recurrir a analogías para hablar de cómo trabajaban con el plasma embrionario, de la tarea fascinante y monótona de trazar un mapa de las posiciones de los genes, de convertir las cualidades buscadas en intrincadas estructuras donde las enzimas se modificaban recíprocamente, de la eliminación de pesadas cargas genéticas: los genes dañinos propios de todas las especies sexuadas.

Colin no necesitaba ninguna analogía para describir las biosoluciones y el crecimiento del organismo en una sucesión de tanques, o las horas de vigilancia animada y tensa hasta que la criatura podía salir al mundo y sobrevivir sin ayuda y ser (si tenían suerte, pues la profesión que habían elegido aún era tanto un arte como una ciencia) exactamente como la habían proyectado.

Pero Colin empleaba sin embargo una analogía simple:

–Piense en el cromosoma como un hilo de cuentas microscópicamente fino, presente en todas las células, animales y vegetales. Bien. Cada cuenta es un gene que determina o ayuda a determinar alguna característica del animal o planta, como el color de los ojos, la estructura de los huesos, la suavidad o aspereza de la piel, todo.

“Nuestra tarea consiste en modificar las cuentas, reparar las defectuosas, cambiar la forma del hilo para que crezca de acuerdo con nuestros proyectos”.

Harrison Bullitt se encogió de hombros.

–Todo arreglado de antemano, entonces.

–Supongo que sí, en teoría. Pero trabajamos con un organismo vivo. Podemos matarlo sin querer… o puede morir. Ocurre que a veces la temperatura es demasiado alta o demasiado baja… un rayo cósmico inadvertido atraviesa el organismo… y todas nuestras predicciones se derrumban. El solo hecho de ser algo vivo, me parece, basta para que no sea siempre lo que uno esperaba.

–Una operación bastante descuidada, entonces –dijo Harrison, y Colin no pudo decidir si el hombre le había hablado o si sólo pensaba en voz alta sin importarle que lo oyeran.

Pero Bullitt habló otra vez:

–¿Pueden cambiar partes?

Colin pensó en las moscas de la fruta con alas fuera de su sitio, en los animales experimentales de tres ojos, en los perros bicéfalos. Los primeros investigadores habían producido todos estos fenómenos, y otros más. Con las técnicas modernas y el rayo láser sería aún más fácil. Pero por uno de esos acuerdos que puede haber entre dos hombres –que nunca han mencionado el tema– ni él ni Ed rebajarían la profesión vendiendo al menudeo monstruos de feria.

–Podemos hacerlo –dijo Colin– pero no queremos.

La señora Bullitt rio brevemente.

–Qué frase tan estúpida. Joven, nunca diga que no hará algo. No sabe cuántas cosas haría si se sintiera realmente apretado.

Colin no pudo responder sino conteniendo la cólera que crecía en él. No había otra respuesta para los patanes, sobre todo cuando eran influyentes.

La señora Bullitt se dejó caer pesadamente en el sillón plástico junto al escritorio de su marido, alzando las piernas.

Colin descubrió en las botas de la mujer un par de espuelas puntiagudas y se sorprendió. Creía que ya nadie usaba esos discos estrellados, y menos para montar valiosos animales.

Había otros asientos en la sala: dos largos sofás adosados a las paredes, pero la señora Bullitt no los invitó a sentarse. Colin, Ed y Martin se quedaron de pie a un lado del escritorio. El comodoro seguía hundido en el mismo sillón donde se había sentado al entrar.

–Quiero un caballo –dijo la mujer– con alas.

–Un caballo –empezó a decir Colin y se echó atrás mentalmente–. ¿Un qué?

–Una gran idea, ¿verdad? Un caballo capaz de volar. Nadie, pero nadie, ni en la asociación ni en el mundo, será capaz de superar eso.

Colin se quedó mirando a la señora Bullitt. Era evidente que hablaba en serio.

–Es imposible –logró decir Colin–. Es una imposibilidad física.

Los ojos pálidos de la mujer se animaron, irritados. Dio una palmada en el brazo del sillón.

–No quiero oír esa palabra –dijo–. No me gusta. ¿Entiende? No me gusta,

–Pero es imposible –dijo Colin, y no pudo saber si estaba rogándole a la mujer que entendiera o si preservaba su propia cordura. Nunca en su vida se había encontrado con gente como ésta.

Detrás, Ed murmuraba entre dientes:

–Quiere un pegaso. Quiere una leyenda griega, llameante, relinchante y volante.

–Un caballo volador es una imposibilidad física –dijo Colin.

Harrison Bullitt parecía divertido.

–Todo es imposible… hasta que se encuentra el precio. Muy bien –y Bullitt se enderezó en su asiento–, basta de tonterías. ¿Cuánto va a costarme?

Colin se sintió como alguien que trata de hacer pie en arenas movedizas.

–No entiende. No es cuestión de dinero. No es en absoluto cuestión de dinero.

Ahora Bullitt parecía enojado.

–No entiendo realmente cuál es su problema. Dice usted que pueden cambiar partes. ¿Qué dificultad hay entonces en ponerle alas a un caballo?

Colin sintió que forcejeaba y resbalaba en aquellas arenas.

–Un ala no es simplemente algo que se añade al exterior de un animal y no es tampoco un hombro muy desarrollado. Es parte integral del esqueleto, con todo un sistema de músculos para sostenerla, para moverla. Así –Colin extendió el brazo, abriendo los dedos, y con la mano doblada hacia adentro–. Es como un brazo. Los huesos de los dedos son largos –estiró los dedos de la otra mano y dio una palmada en el brazo extendido–. Los huesos están aquí, sosteniendo los tejidos del ala misma…

–Nunca noté ningún esqueleto en el ala de una mosca –interrumpió Harrison Bullitt, sin molestarse en ocultar un fastidio cada vez mayor.

Ahora la arena parecía succionar a Colin.

–Sí, pero el peso de una mosca, de cualquier insecto, es mínimo comparado con el del pájaro más pequeño. Un pájaro –dijo Colin buscando algo que convenciera a aquellos dos de que no estaba inventando obstáculos para sacarles de otro modo el dinero–. El pájaro más grande. Un cóndor. Tres metros de la punta de un ala a la otra. ¿Cuánto pesa? Veinte kilos.

“Bien. Ahora un caballo. Aun un caballo liviano de silla pesa unos quinientos kilos, y ustedes conocen mejor que yo el tamaño que tienen sus músculos. Sólo para que pueda caminar. Aunque consiguiéramos… –Colin se interrumpió. Estaba empezando a pensar como esta gente– aunque pudiéramos –corrigió–, aunque pudiéramos reformarle las manos y convertirlas en algo parecido a unas alas, la estructura muscular necesaria para levantar en el aire media tonelada sería tan grande que probablemente la pobre bestia no podría soportar ese peso. Entonces tendríamos que hacer los huesos más grandes y más fuertes y añadiríamos más peso… ¿entienden?”

Colin calló desanimadamente.

–El peso –dijo Bullitt–. No insistamos en el peso. Justamente anoche en la TriV vimos un… una especie de dinosaurio volador. Así que el peso…

–Un reptil –dijo Colin, y sintió la succión de las arenas–. Un pterodáctilo. En el mayor de esos animales la envergadura de las alas era sólo de seis metros.

Colin no había estado viendo a la señora Bullitt, pero ahora parecía que la mujer iba a saltar del sillón.

–Ya ves –le soltó a su marido–. Te dije que era inútil ser amable con esta gente. Sólo conocen una clase de lenguaje. Bien, si eso es lo que piden… –los ojos de Abby Bullitt, apagados, inexpresivos a pesar de que la cólera le asomaba en la voz, se clavaron en Colin–. Joven, ¿va-usted-a-hacerlo-para-mí? –concluyó la mujer espaciando deliberadamente las palabras.

–Yo… yo –titubeó Colin, y entonces, asombrado, oyó la voz de Ed.

Serena, racionalmente, Ed estaba diciendo:

–Pongamos las cosas en claro, señora Bullitt. Usted quiere que recreemos el legendario caballo alado, Pegaso. ¿Verdad?

Colin miró fijamente a Ed. Recreemoslegendario. ¿Qué tenía Ed en la cabeza?

Y oyó entonces la voz de la señora Bullitt.

–Legendario. ¿Quiere decir que alguien ya tuvo una vez un caballo volador?

Los ojos de Colin se volvieron bruscamente hacia el rostro de la señora Bullitt. La boca de la mujer parecía estar permanentemente torcida en un gesto de petulancia, ¿pero ahora había allí otra cosa? ¿Desencanto quizá?

La aparente locura de Ed tenía entonces cierto método. Colin se animó. Si la señora Bullitt llegaba a creer que alguien se le había adelantado, aun en un tiempo remoto, quizá la idea de tener un caballo volador perdiera para ella parte de su atractivo.

Pero tenía que haber interpretado mal, indudablemente, las intenciones de su socio.

–No exactamente quizá –dijo Ed–, pero creo que muchas leyendas, aun las más fantásticas, tienen una base real.

La señora Bullitt aprovechó las palabras de Ed como proyectiles.

–Ya ve –le soltó a Colin–. Su socio admite que puede hacerse.

Pero Colin, incrédulo, miraba fijamente a Ed.

–¿Qué dices? –casi le gritó–. ¿Qué leyendas y qué hechos?

Ed lo miró a los ojos y explicó:

–Casi todas las leyendas… y los dichos populares. Como “rubia y tonta” por ejemplo. Cada tanto tiempo aparece una mujer que ha perdido uno de los pigmentos que forman enzimas. Naturalmente, no puede ser otra cosa que rubia. Pero es también mentalmente retardada, y de un modo grave. Alguien notó la simultaneidad de los dos fenómenos y sacó una conclusión demasiado vasta.

Colin no podía apartar los ojos de Ed. La enzima era la fenilalaninasa, y el retraso mental se llamaba oligofrenia fenilpirúvica. Pero no era posible que Ed hablara seriamente de un Pegaso. ¿O sí? Ed le decía hora:

–¿Recuerdas el zoológico aquel que criaba animales legendarios?

–¿Animales legendarios? –preguntó Colin–. Tomaban ganado moderno y lo modificaban activando los factores recesivos. Así obtenían una vaca que parecía un antecesor extinto. ¿Dónde vas a conseguirme el plasma embrionario de un semidiós para resucitar al caballo alado?

Dominándose, pues no sabía si reírse o derribar a alguien o golpearse la cabeza contra aquellos muros abrumados de trofeos, Colin le habló a la sala en general:

–Muchas gracias por la confianza de ustedes en nuestro talento. Una confianza muy halagadora para nosotros, pero en este caso bastante fuera de lugar. No podemos producir un caballo alado. Gracias otra vez y adiós.

Colin tomó a Ed por el codo y lo sacó casi a rastras de la sala, seguidos por la voz colérica de la señora Bullitt.

–Volverán. Prometo que volverán. Y se acordarán entonces. No será fácil la próxima vez.

Colin apretó los dientes y cerró con suavidad la puerta. Volteó hacia Ed.

–¿Qué mosca te picó? Sabes tan bien como yo que no podemos darle lo que quiere. Nadie puede dárselo.

–Por supuesto que lo sé –dijo Ed–. Pero esa mujer no es una criatura racional. Yo quería ganar tiempo. Quizá se nos ocurriera algo, cualquier cosa. En cambio ahora, quién sabe qué hará.

–Lo… lo siento, Ed –empezó a decir Colin, pero en ese momento se abrió la puerta de la sala.

El comodoro salió y cerró otra vez. Se quedó allí acariciándose la canosa cabeza con la palma de la mano.

–Un caballo volador –dijo, y meneó la cabeza–. Un caballo volador –miró a Colin–. Supongo que es imposible.

Colin no tenía ganas de empezar otra vez. Asintió con la cabeza.

–¿Está seguro? –insistió el comodoro–. No quiero citar un viejo dicho, pero eso de que lo difícil se hace ahora y lo imposible tarda un poco más viene muy a propósito, me parece. Hoy hacemos comúnmente cosas que hace un tiempo sabíamos que eran imposibles –sonrió–. Era una verdad obvia, por ejemplo, que todo lo que subía tenía que bajar –hizo una pausa y miró a Colin, luego a Ed y otra vez a Colin–. ¿Han verificado últimamente la marcha de nuestros satélites?

A Colin se le ocurrió que el comodoro estaba pareciéndose a Bullitt.

–Creo que entiendo su punto de vista, señor –dijo, no porque entendiera sino porque sentía la arena a sus pies y quería alejarse de eso y de la oficina de Abby Bullitt.

–No, no entiende –dijo el comodoro, bruscamente–. Pensé en comprar el Orgullo del Ama y lo miré con atención. Entendí entonces que si ustedes podían mejorar también el ganado, del mismo modo había algo ahí que yo podría utilizar. Yo podría haberles ofrecido un contrato inicial, y hubiera podido defenderlo, estoy seguro. Pero ahora que ha intervenido Abby, con toda su influencia, no basta la buena voluntad de querer defender las acciones de ustedes ante un comité investigador. Abby es una mujer concienzuda y rápida –el comodoro estrechó la mano de Colin y luego la de Ed–. Piénsenlo –dijo–. Y búsquenme cuando se saquen a Abby Bullitt de encima, ¿eh?

El viejo se alejó por la rampa dejando a sus espaldas un tenebroso silencio.

–Bueno –dijo Ed al fin–, quizá el hombre tenga razón.

–¿Acerca de sacarnos a la señora Bullitt de encima? Estoy convencido.

–No, acerca de lo que es imposible. Sabemos que un caballo no puede volar y sabemos por qué. Pero si ponemos el problema al revés y empezamos por suponer que un caballo puede volar, ¿qué pasaría?

Pero a Colin se le había embotado la mente. Un caballo puede volar. El virus de los Bullitt había contagiado a Ed. Un caballo puede volar.

–Olvídalo –dijo en voz alta–. Busquemos a Ama y vámonos.

Cuando llegaron al cuartel de los animales, sobre la pista, el semental ya estaba en su establo.

Pisos de losas de cemento, almohadillados, con canales para recoger los excrementos. Canales por donde corría constantemente el agua, con sustancias líquidas inodoras. Forrajes preparados especialmente que inhibían la acción de las bacterias productoras de gases. Todo dedicado a reducir, eliminar, el olor característico de los desperdicios. Eficazmente, pero –en última instancia– un establo olía aún como un establo.

Colin se había preguntado más de una vez por qué no se eliminaba el problema en su fuente misma, por así decirlo, alimentando a los animales de las exhibiciones de algún otro modo. Las unidades subcutáneas estaban al alcance de todo mundo en las tiendas de productos para laboratorio. Los concentrados no eran caros y sólo había que usarlos en las exhibiciones bajo techo y poco tiempo antes.

La unidad para alimentar a un animal del tamaño y el peso de un caballo podía injertarse en un área no mayor que una mano de hombre. No había reacción dolorosa, por lo menos Colin no había logrado detectarla, y hasta parecía que algunos animales disfrutaban con el tibio contacto de las unidades alimentadoras subcutáneas.

Pero, suponía Colin, una práctica común en un campo suele ser resistida en otro, tanto que a veces ni siquiera se le menciona. Además, de acuerdo con lo que había visto en esos últimos meses, estaba empezando a creer que a los exhibidores les gustaba realmente el olor de los caballos. A él mismo ya no le parecía tan desagradable.

Le rascaron las orejas al animal, aceptaron las condolencias de los ayudantes –la mala suerte había impedido que compitieran– y mostraron los pases en la ventanilla del administrador.

El administrador era un hombre calvo, sentado detrás de unas rejas. Recorrió con el dedo una lista de números.

–¿El señor Hall? ¿El señor West? –preguntó. Colin asintió con la cabeza y el hombre dijo entonces:

–Hablaron para que llamen ustedes a este número.

El administrador les alcanzó un papelito doblado a través de la reja.

–Gracias –dijo Colin y desdobló el papel–. El decano –le dijo a Ed–. Me pregunto qué querrá.

–Lo sospecho –dijo Ed– y no creo que me guste.

Colin llamó a la universidad, conectando el multiaudífono para que Ed pudiera oír.

El decano parecía turbado y habló un buen rato del excelente trabajo de Colin y Ed. Mencionó de paso un consejo de legatarios. Les aseguró que él personalmente los estimaba mucho, a ambos. Pero cuando acabó de hablar, y el teléfono volvió a su sitio, no quedaba ya ninguna duda.

La universidad ya no necesitaba a Colin ni a Ed, inteligentes preparadores de cintas grabadoras madres. No los necesitaba ahora ni en un futuro previsible.

–La mujer es rápida –dijo Ed–. Rápida.

–Dijo que volveríamos. Podíamos haber pensado que iba a hacer algo, pero nunca imaginé que ella pensara en esta clase de presiones. No… parece civilizado, de algún modo.

–Sacarle a alguien la comida de la boca pocas veces lo es –dijo Ed–. Pero anímate, todavía tenemos una oficina con nuestros nombres en la puerta. –Ed se rio y no era una risa agradable–. Eso si la gente de la limpieza no le dice al dueño que hemos estado durmiendo ahí los últimos tres meses.

La exhibición equina duraba toda una semana, de jueves a jueves, y a Colin le sorprendió que el comité fallara en favor de ellos. Y rechazando la objeción de la señora Bullitt acerca de los orígenes de Ama.

–Se me ocurre –dijo Ed– que la mujer no quería ganar el caso. Al fin y al cabo si conseguía que nos descalificaran esta vez, en el futuro rechazarían también cualquier animal que le hiciéramos.

–Creo que la mujer piensa en una clase especial, si no para su caballo volador, al menos para ella.

Pero Ed podía tener razón. La señora Bullitt sólo les había cerrado el paso para darles una lección, para animarlos, como ella misma hubiera dicho, a ver las cosas desde otro punto de vista.

Animales a Medida había triunfado en la sala del comité; pero la victoria, como se comprobó en seguida, era meramente académica. Cuando Colin y Ed llegaron al piso de los establos, encontraron el aviso del auditor clavado en un travesaño de la casilla de Ama. Los acreedores de Animales a Medida habían tropezado con alguna dificultad, principalmente el banco. Hasta que se aclararan las cosas, todos los bienes de la sociedad, incluido el Orgullo del Ama, quedaban embargados.

Una furia repentina, impotente, frustrada, invadió a Colin. Ya no eran arenas movedizas. Era una sólida pared de ladrillos y alguien lo había arrinconado contra esa pared. Colin cerró y abrió los puños y sintió que no podía escapar.

El Orgullo del Ama movió los cascos en un breve bailoteo, sacudió la cabeza, resopló.

–Estoy poniendo nervioso al caballo –dijo Colin–. Vámonos de aquí.

–Sí. Vámonos –dijo Ed.

Y Colin notó que Ed estaba pálido y que también temblaba de pies a cabeza.

La idea se le ocurrió a Colin cuando ya habían dejado los establos y subían por la rampa que llevaba a la calle.

Tomó a Ed del brazo y lo detuvo.

–Ed –dijo–, ¿cómo sabes que un caballo es un caballo?

Ed se libró bruscamente de la mano de Colin.

–No estoy de humor para chistes –dijo–, así que hazme un favor y hablemos de otra cosa.

–No estoy bromeando. ¿Cómo sabes que un caballo es un caballo?

–Muy bien, señor interlocutor. ¿Cómo sé que un caballo es un caballo? Porque parece un caballo. Por eso lo sé –Ed se interrumpió–. No puedes querer decir…

–Eso exactamente quiero decir –asintió Colin–. Da vuelta al problema. No trates de producir un caballo y hacerlo volar. Toma en cambio una criatura que ya sepa volar y haz que parezca un caballo.

Ed se reía. Colin creyó descubrir una nota de histeria en la risa.

–Un… un… pájaro de quinientos kilos.

–No pesará quinientos kilos. La estructura de un pájaro no es como la de un caballo. Huesos huecos… ¿Me oyes?

Pero Ed seguía riéndose.

–Un… un caballo con plumas.

–¿Y qué es una pluma sino un pelo modificado… y viceversa?

Ed se enjugó los ojos.

–Huesos huecos. ¿Pesaste alguna vez los huesos de un pavo de quince kilos? Un animal del tamaño de un caballo pesará como un caballo. Y sigues con el problema de tener que levantar una tonelada, no importa que sea con un músculo de caballo o con un músculo de pájaro. La imposibilidad es la misma.

Colin pensó que Ed tenía razón. Para llegar a donde querían tenían que partir de un punto igualmente insólito.

–Perdón –dijo–. No… no tengo la cabeza clara.

Llegaron a la cabeza de la rampa y fueron caminando hasta las oficinas de Animales a Medida, no muy lejos de allí. Colin rio brevemente cuando vio el edificio.

–Es una noche fría. Espero que la señora Bullitt no haya conseguido dejarnos afuera.

Colin pensó que estaba haciendo un chiste demasiado amargo, pero en la puerta de la oficina, colgada del picaporte, había una tarjetita verde. Los términos del contrato prohibían claramente usar las oficinas como vivienda. Tendrían la amabilidad de marcharse en el término de tres días.

–Es una bruja –dijo Ed, con los ojos fijos en la tarjeta.

Colin golpeó con el puño la pared del pasillo hasta que el dolor pareció calmarlo de algún modo.

–Vamos allá otra vez –dijo al fin–. Vamos allá y firmemos el contrato. Le daremos algo a esa mujer. No sé qué, pero créeme, parecerá un caballo… y te prometo que volará.

Encontraron a la señora Bullitt en las oficinas de la administración del estadio, sacudiendo un puñado de papeles bajo la nariz del hombre calvo mientras los demás empleados mostraban estar demasiado ocupados para ver y oír lo que ocurría. Colin pensó un instante si la mujer dormiría con aquellas espuelas.

La señora Bullitt no pareció sorprendida al verlos ni interesada tampoco en llevárselos a sus propias oficinas. De pie junto al administrador, con los papeles todavía apretados en la mano, alzó la cabeza y miró a Colin y Ed.

–Volvieron –gruñó–. Les dije que volverían.

La mujer hablaba en un tono áspero. El día anterior Colin hubiera dado media vuelta y se hubiera ido. Ahora ese mismo tono, por alguna perversa razón, lo animaba a aguantar a pie firme.

La calma de su propia voz lo sorprendió:

–Sí, señora Bullitt. Estamos dispuestos a aceptar su encargo.

La mujer de la chaqueta rayada y botas de montar hizo una seña brusca a una de las empleadas.

–Hay un sobre azul en mi escritorio. Tráigalo –ladró.

La muchacha se escabulló.

–Sabía que volverían –les dijo la mujer a Colin y a Ed–. Verán, es cuestión de entender a la gente. Siempre es así. La gente nunca se da cuenta de lo que es capaz de hacer hasta que no tiene más remedio que hacerlo o aceptar las consecuencias –la señora Bullitt sonrió con una mueca afectada–. Yo no hago más que proporcionar las consecuencias.

Colin se mordió la lengua, pero oyó a su lado la respiración pesada de Ed.

La empleada volvió y Abby Bullitt tomó el sobre azul y lo arrojó en el escritorio del administrador, frente a Colin.

–Firmen –dijo, dejándole a Colin el trabajo de sacar y desplegar la larga hoja del contrato.

Colin ignoró el desaire, pero luego de una ojeada al formulario impreso miró a la señora Bullitt, perplejo.

–Este… este contrato es con la universidad. No entiendo. Ayer su marido…

–El contrato de ayer era conmigo. El de hoy es con la universidad –la mujer snrió, y durante un momento pareció que disfrutaba enteramente de sí misma–. Ya les dije que luego no sería tan fácil.

Y de pronto Colin comprendió lo que la mujer pretendía realmente, y se quedó sin aliento. Abby Bullitt quería tener el animal volador y quería que se lo dieran por nada. Absolutamente nada… o las consecuencias.

Bajo un contrato semejante ellos podían, por supuesto, usar los equipos de la universidad y tener otras ventajas, pero no en provecho propio. Y ni siquiera se mencionarían los nombres de él ni de Ed si la universidad no quería sacarlos del anonimato.

Los ojos de Colin recorrieron la página. Era el contrato impreso común de la universidad, con los comunes espacios en blanco. Pero lo que habían puesto en esos espacios no era en verdad nada común.

–Sesenta días –jadeó Colin, y miró incrédulo y aturdido a la mujer que sonreía, a Ed y a la mujer otra vez–. ¿Sesenta días?

–Un pequeño incentivo para que no pierdan el tiempo –dijo la señora Bullitt–. Sé muy bien cómo le gusta a la gente alargar las cosas cuando cree que puede sacar impunemente alguna ventaja. Me parece que en sesenta días podrán mostrarme algo. Ahora firmen.

Ed arrancó el contrato de los dedos enervados de Colin y lo miró sosteniéndolo con una mano temblorosa.

–Sesenta días y garantizamos resultados –tiró el contrato sobre el escritorio–. De acuerdo con la redacción de la cláusula podríamos ir a la cárcel si no tenemos éxito.

Abby Bullitt estaba muy cruzada de brazos. No dijo nada.

El silencio pesó interminablemente en el cuarto.

Ed, de pronto arrebató la pluma sujeta con una cadena al escritorio del administrador y garabateó su nombre al pie del papel. Empujó hacia Colin el contrato y la pluma.

–Toma. Firma y vámonos.

Colin firmó envuelto en una niebla roja y espesa, y dejó car la pluma.

–¿Desea el caballo de algún color particular? –dijo amargamente, y se quedó boquiabierto al ver que la señora Bullitt se tomaba en serio la pregunta.

–Arnold –le dijo ella al administrador calvo–, ¿cómo se llamaba ese licor que bebimos en la cena de la cacería el pasado miércoles?

–Chartreuse, señora Bullitt. Chartreuse.

–Exactamente –dijo la mujer y volteó hacia Colin–: que sea chartreuse.

Y entonces, junto a Colin, Ed se rio y se rio y parecía que nadie podría contenerlo.

–Un caballo chartreuse. Un caballo volador, llameante, color de chartreuse.

Al aire libre, ya en la calle, Ed jadeaba aún:

–Oh, un caballo chartreuse.

–¿Por qué no? Una bestia equina chartreuse no es menos lógica que una bestia equina alada.

Ed tuvo otro ataque de risa.

–Lógica. Oh, no puedo más… Lógica. Ahora habla de lógica.

 

Pero lógica fue lo que usaron al principio. Lógica y la alocada idea de Colin de comenzar con un animal viviente que ya volara.

–Es una cuestión de cosmética. No de ingeniería. No tiene por qué ser un caballo. Basta que lo parezca.

Peso contra tamaño. Colin pensó en los peces capaces de elevarse en el aire. Había allí tamaño considerable y poco peso. Pensó en una camada de terriers que había visto una vez. Todos eran sólidos, rechonchos, pesados. Todos menos uno. Del mismo tamaño pero más liviano que los otros, tanto que al alzarlo, la mano se le había ido hacia arriba. El cachorro había muerto, pero había sido más liviano.

Dormían en el dormitorio de la universidad, comían en el comedor común, y trabajaban. Juntos al principio. Luego, como el tiempo apremiaba y no había aún ninguna señal de éxito, trabajaron separadamente para dar mayor extensión a las investigaciones.

Trabajaron con células de pájaros. Buscando tamaño sin peso. Acelerando todo lo posible la división de las células y estudiando las posibles prolongaciones del desarrollo en la computadora, cuando podían programar por lo menos una estructura hipotética, en el plano de las suposiciones, siempre más que en el de las realidades.

Cualquier cosa, cualquier cosa realmente, que fuera grande y capaz de elevarse en el aire. Eso para empezar, y la esperanza de poder completar el resto con trasplantes y cirugía plástica.

–Nada. Nada.

Sesenta días. La señora Bullitt. Un ajuste de cuentas… y la suspensión temporal de la sentencia. No por pedido de ellos, sino por intervención del cuñado de la mujer, el decano, quien había suplicado que les alargaran el plazo.

Una suspensión de la sentencia. Una suspensión y un nuevo contrato. El decano dejó el cuarto. No quería ver cómo firmaban.

Sesenta días, no más. Y esta vez una multa en efectivo. Si fracasaban tendrían que reembolsar a la universidad todo el valor de la pérdida.

Colin y Ed apenas se veían ahora. Dormían cuando podían, trabajaban cuando podían, comían si podían. Ed irradiaba células. Y las sacaba de donde podía.

–Sí, ya sé, tiene la sutileza de un tiro de escopeta –había dicho–, pero no nos sirve ninguna criatura viviente. Tenemos que partir de algo nuevo.

–Respuesta típica del hombre dominado por el pánico –dijo Colin.

–¿Y qué nos queda sino pánico? –quiso saber Ed.

Y luego, una tarde nublada, en el dormitorio, Ed sacudió a Colin y lo despertó.

–Despierta –decía Ed, excitado–. Creo que conseguí un lagarto que quiere parecerse a un pájaro.

Colin movió la cabeza tratando de sacarse el cansancio de los ojos.

–¿Un lagarto?

–Sí. Estuve pensando en el lejano parentesco que une a pájaros y reptiles, así que fui a la casa de los reptiles, recogí cuantas células pude, las traje y me puse a bombardearlas. Este me pareció bastante liviano para su tamaño, así que lo dejé crecer. Acaba de atacarme.

Ed alzó la mano. Le sangraba el borde de la palma.

–Corrió sobre las patas traseras y saltó en el aire hacia mí, moviendo como loco las patas delanteras. Bueno, Colin, pensé que había querido volar.

Era un lagarto ciertamente, de un indefinible color castaño, del tamaño de un perro chico, que se sentaba sobre las ancas. Y Ed tenía razón. Parecía como si quisiera volar cada vez que saltaba hacia ellos tratando de morderles el cuello, y tropezaba en cambio con los brazos almohadillados.

Le sacaron las células necesarias y luego lo destruyeron, pues era evidentemente depravado.

Muchas células murieron. Esto era previsible. Otras siguieron varios caminos y fueron destruidas. Una célula se desarrolló bien, y los informes de la computadora parecieron promisorios.

La cabeza era delgada, de reptil. Sin orejas. No importaba. Era fácil producir orejas e injertarlas luego. Las patas delanteras eran ahora verdaderas alas, de garras largas y membranosas. Se trasplantaron gérmenes de patas de otra célula en desarrollo al pecho del animal prototipo con la esperanza de que desarrollaran allí unos músculos capaces de sostener las alas. No había problema con la compatibilidad de los tejidos, que eran todos del mismo animal.

El color, una característica de regalo. Colin y Ed no trabajaron con el color, no lo planearon, pero la piel era suave, de matices verdosos y dorados. Ed se reía.

–Ella tendrá su caballo chartreuse, después de todo.

Y la tensión. La impía tensión. Ya fuera del tanque, desde hacía días, el animal no comía, pero se mantenía bien con el régimen subdérmico. Y era liviano, tan magníficamente liviano como había predicho la computadora.

El gimnasio de la universidad. Los trasmisores internos en su sitio, las cintas grabadoras instaladas, la pantalla monitora lista. Una correa larga. El animal echó a correr, como su antecesor, sobre las patas traseras, con las alas extendidas. Un planeo, no un verdadero vuelo, un planeo. Demasiado débil aún, poco desarrollado. Esa cabeza de reptil necesita más cirugía plástica. Los dientes también, aún son demasiado carnívoros para un caballo. Por suerte éste es dócil, no como su papá. Testículos. Recuerda los testículos. Al fin y al cabo se supone que es un animal macho. ¿Por qué no comerá?

Colin y Ed trabajaban juntos ahora, pero alborozados. Intuitivamente sobre todo, sin mapas de genes. Para trazar un mapa genético se necesita un animal desarrollado, y estudiar en él la obra de los genes. ¿Y si lograban producir un animal que satisficiera a Abby Bullitt para qué necesitaban un mapa?

Más pruebas. Ahora volaba. Volaba realmente, sin correa, y venía cuando le chiflaban o lo llamaban con la mano. Aire libre, ya es muy grande para el gimnasio, necesita aire libre. Lo probaremos mañana. Llama a la señora Bullitt.

Los campos de la universidad. Un día claro y hermoso. Habían producido un animal magnífico.

El color era verde dorado. En la posición natural de descanso se sentaba sobre las ancas, con las patas delanteras firmemente apoyadas en el suelo. Las garras habían sido unidas entre sí y ahora eran unos cascos muy aceptables. Las grandes alas no se plegaban contra el cuerpo, sino que se elevaban a modo de puntas –los bordes del armazón óseo que se curvaba graciosamente detrás de la cabeza y el alto arco del cuello– y parecían envolverlo en una aureola.

La cola no era como la de un caballo ni como la de un lagarto, sino chata, y el animal la usaba como timón. Una hermosa bestia, y mientras la sostenía por la brida, Colin sentía a la vez orgullo y miedo. Los ojos del animal lo inquietaban. Había en ellos una mirada de espera, de expectación. ¿Dónde se metió esa mujer?

 

Abby Bullitt llegó montando un caballo. Ed maldijo entre dientes y se acercó a Colin para ayudarlo a sostener la brida. Pero el animal no se movió. Nunca había visto antes un animal más grande que un perro de laboratorio, pero aparentemente el caballo no le interesó mucho y siguió sentado sobre las patas traseras.

La reacción de Abby Bullitt fue distinta. Desmontó y se quedó de pie, inmóvil, frente al animal, con las manos apretadas.

–Es hermoso, es hermoso –repetía una y otra vez, alzando los ojos hacia la elevada cabeza.

Colin apartó la mirada de aquella luz que había en los ojos de la mujer. Abby Bullitt parecía hipnotizada.

Y en seguida Colin sintió que el animal se movía. Los ojos expectantes miraban ahora a Abby Bullitt y lenta, magníficamente, las grandes alas se extendieron en un movimiento que Colin nunca había visto antes, hacia arriba y hacia afuera, hasta parecer que ocultaban el sol de la mañana.

–Oh –jadeó la mujer–. Oh, tengo que montarlo.

–No –dijo Colin. Ocurría algo allí que él no entendía, y su inquietud era cada vez mayor–. No, nunca lo han montado. Nunca.

Pero Abby Bullitt ya había tomado la brida.

–Apártese –dijo–. Tengo que montarlo.

–No –dijo Colin, y la mano le empezó a sangrar donde la mujer lo había golpeado con el látigo, arrebatándole la brida.

La mujer se subió al lomo del animal, sentándose en la cavidad que había entre las alas, y clavó las espuelas.

El animal chilló y corrió. Corrió un rato sobre las patas traseras, como había hecho tantas otras veces, recogiendo las delanteras, como un pájaro, y luego remontó vuelo. Chilló otra vez y ahora se oyó también la voz de Abby Bullitt. ¿Era un grito de placer… o de terror? Colin no pudo decirlo.

La cabalgadura y su jinete se elevaron. Los gritos se oían menos ahora, pero el terror de Abby Bullitt era evidente. El animal voló hacia el río y los altos acantilados, y luego desapareció junto con los gritos. Pero mucha gente había visto pasar el animal y había oído los gritos llevados por el viento, y ahora la multitud acudía al campo.

La voz de Ed sonó a orillas de la conciencia de Colin.

–No te preocupes. Sabemos exactamente dónde están. Los trasmisores. La policía puede encontrarlos mediante los trasmisores…

Pero Colin no oía realmente a Ed. Colin tenía los ojos clavados en el minúscula monitor. Las formas luminosas que zigzagueaban y giraban en la superficie de la pantalla eran nuevas en este animal, pero no desconocidas para Colin. Las había visto antes, muchas veces, principalmente con El Orgullo del Ama, y las reconoció ahora con un horror creciente.

En alguna parte, ávidamente, vorazmente, la bestia de Abby Bullitt se alimentaba al fin.

 

Acurrucados, envueltos en mantas, con tazas humeantes en las manos, Colin y Ed descansaban en la cabina del bote policial que los había sacado del río. Ed sacudía aún la cabeza.

–Nos atacó. ¿Viste cómo nos atacó?

Colin no dijo nada, pues sabía que Ed no esperaba ninguna respuesta. Los dos habían subido al helicóptero de la policía, con el piloto y el hombre armado. Habían rastreado al animal, estudiando las señales emitidas por los trasmisores hasta que al fin, en la superficie rocosa de un acantilado, cerca de la cima, vieron un resplandor: la luz del sol en la piel de oro verde.

–¡Allí! –gritó Ed, señalando con la mano, y el helicóptero se acercó.

La bestia estaba agachada en una saliente rocosa, a orillas del precipicio. Las alas, desplegadas a medias, se abrían, se cerraban, estremeciéndose.

–¿Creen que ella aún está viva? –preguntó el hombre de la carabina, y en seguida añadió–: No dije nada.

El animal se enderezó. Los acometió en seguida con una ferocidad que despertó en Colin la vívida imagen del menudo predecesor de la bestia.

–¡Dé vuelta! –le gritó el hombre de la carabina al piloto–. ¡Dé vuelta al aparato! ¡Déme espacio para disparar!

El helicóptero giró como una burbuja suspendida en el aire y el hombre disparó. Colin vio una y otra vez cómo la pesada carabina sacudía al hombre, pero el animal alado seguía en el aire.

Ahora estaba sobre ellos. Giraba allá arriba, batiendo las grandes alas, recogiendo los labios y mostrando los dientes ensangrentados.

Garras. Parece que tuviera garras en esos pies y no cascos.

Y entonces el animal se lanzó sobre ellos. Como la enorme bestia de presa que era. Golpeó la máquina desde arriba y desde atrás, tan velozmente que fue imposible evitarlo, y con un silbido y un chillido que Colin oyó o creyó oír sobre el ruido de las hélices del helicóptero.

Y al fin el animal cayó entre las hélices y el impacto fue tremendo. Durante un instante quedaron suspendidos en el cielo claro, el animal y la máquina. Y luego cayeron, desde una altura de pocas decenas de metros, a las heladas aguas del río.

 

Junto a Colin, el piloto del helicóptero, estremeciéndose en sus mantas, llamó al hombre que estaba al timón.

–¿Todavía no lo ven?

–No –respondió una voz, y el hombre que había perdido su carabina se arrebujó en sus mantas y dijo:

–No lo verán. No puede flotar con todo el plomo que le metí.

Estaban esperándolos en el muelle. Los hombres de la TriV, los periodistas, los curiosos.

Y luego la pesquisa, las investigaciones, los gritos del público y las voces más discretas de los colegas que querían saber cómo habían producido aquel milagro, hasta que al fin Ed mismo se volvió una mañana hacia Colin, en la nueva oficina, y le dijo, realmente descorazonado:

–Es cierto que queríamos publicidad, pero todo tiene su medida.

Colin sonrió y sacudió el mensaje de color azul que la secretaria acababa de sacar del tubo neumático.

–El comodoro dice gracias, pero no cree que deba aceptar El Orgullo del Ama, no como regalo, por lo menos.

–¿Por qué no? –dijo Ed–. Es lo menos que podemos hacer por él. Tenemos que mostrarle de algún modo cómo apreciamos los contratos.

Colin se rio.

–Dice el comodoro que ya no tiene que defender esos contratos. Pero no desea caer en manos de un comité dedicado a investigar los regalos que recibe la gente del gobierno.

–Dile que se lleve el caballo y que no se preocupe –dijo Ed, y Colin no pudo saber si hablaba o no en serio–. Si lo despiden, una organización en marcha como la nuestra siempre puede emplear a un especialista en trámites.

 

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