Elena Garro
Iba yo bajando la
avenida, llevaba a Faustino de la mano, mi nietecito no decía nada, aunque
yo bien veía que los tres días de girar por la ciudad, sin alimento y sin cobijo,
lo habían amedrentado. “Sin dinero, sin familia y sin amigos, ¿qué será de nosotros?”,
me iba yo diciendo, mientras veía las casas y las ventanas que me miraban pasar.
Nunca fui pedigüeño y la vergüenza del hambre me hacía caminar sin ver por dónde
pisaba. La ciudad es hosca por desconocida y todas sus calles, que son muchas, son
ajenas a la tristeza de un fuereño. “¿Qué será de nosotros sin un alma que nos mire?”.
Iba yo oyendo los pasitos encarrerados de Faustino, sin verlo, para no mirarle el
hambre… “De seguro lleva la boca bien seca. Sufriendo se enseña el hombre…” así
iba yo diciéndome, cuando la vi por primera vez. Estaba dentro de un coche nuevo,
encaramada en el asiento, bien abrazada al hombre que la tenía tomada por la cintura.
De él sólo vi el pelo negro asomando sobre un hombro de ella, y los brazos que la
sostenían. Me dije: “¡Caray, aquí se besan en mitad de la calle y en plena luz del
sol!”. Me llamó la atención su cintura delgadita adentro de su vestido blanco. La
puerta del coche estaba abierta, y le vi las piernas tan desnudas como los brazos.
Faustino también los vio. Y los dos vimos cuando ella levantó una mano y le dio
una bofetada en mitad de los besos que se daban. Él, ofendido, echó la cabeza para
atrás y ya no vi nada. No podía yo quedarme a mirar. “¡Viejo curioso!”, me hubieran
dicho, y con sobrada razón. Faustino y yo seguimos bajando la avenida. “¡Qué genio
tan vivo!”, me dije y ahora me digo: “¡Ojalá que Dios le detenga la mano, para que
no acabe mal!”. De repente el coche nuevo pasó zumbando junto a nosotros. Vimos
cómo adentro iban forcejeando: él para detenerla, ella con la portezuela abierta.
El coche iba zigzagueando, como si fuera borracho. “¡Sea por Dios, con tal de que
no les salga al paso un poste!”… Faustino y yo seguimos bajando la avenida a la
que no le veíamos fin. La mentada avenida era como todas las calles de la ciudad
de México: cerrada por paredes y por casas, sin desembocadura al campo. La luz por
allá es muy blanca y sin verdura, y a esas horas del mediodía, con los ojos sin
sueño, los pies andados y el estómago limpio, cansa. En mis ochenta y dos años ya
he visto mucho, pero nada tan desamparado como los mediodías de la nombrada ciudad
de México. Faustino iba espantado. Así me lo dijo ella cuando nos habló. Porque
de repente la vimos venir andando de cara a nosotros. Su traje blanco relumbraba
al sol. Parecía muy acalorada. Abrió tamaños ojos y se nos quedó mirando.
–No son de aquí,
¿verdad?
Nos vio fuereños,
por los pantalones de manta, los huaraches y los sombreros ardidos de sol.
–No, niña.
Se quedó piensa
y piensa; ella todo lo piensa mucho aunque parezca que no.
–¿En dónde paran?
–En ninguna parte,
niña.
Era feo mendigarle
y los dos preferimos bajar los ojos. Nos dio vergüenza la desdicha.
–¿Ya comieron?
Preguntó de frente
y sin rodeos. ¿Para qué mentirle, si se nos veía el hambre? Se me nublaron los ojos,
la vejez no sirve para atajar a las lágrimas cuando quieren correr.
–No, niña. Ni
mi nietecito ni yo hemos probado alimento, en los tres días que llevamos girando
por estas dichosas calles.
Le dije todo por
el niño. El orgullo hay que hacerlo a un lado cuando hay criaturas.
–¿Tres días?
Nos miró como
si dijéramos mentiras y luego se puso a mirar los coches que en esa avenida nunca
dejan de pasar.
–¡Hay mucha hambre,
niña! Mucha hambre. No sólo nosotros la padecemos, en mi pueblo todos andamos en
la misma desgracia. Por eso venimos del campo a buscar consuelo en la ciudad.
–¡Estos bandidos
del gobierno!…
Se enojó como
las yeguas y dio patadas en el suelo.
–Vengan.
No me avergonzó
su caridad. La hacía con enojo, como si ella tuviera la culpa de mi triste situación.
La frescura de su casa nos consoló de la sequía de la calle. Sus sirvientas se pusieron
a reír cuando nos vieron. Luego detuvieron la risa y se quedaron serias. Una de
ellas se acercó a la señora Blanquita.
–Señora, ya van
tres veces que llama, una después de la otra. Seguidito, seguidito.
La señora Blanquita
se puso roja de mohína y apoyó la cara sobre la mano para no pensar. Todos nos callamos.
–Si llama otra
vez díganle que no he llegado… o que me morí…
Sus sirvientas
y ella se quedaron muy tristes. Faustino y yo hicimos como si no hubiéramos oído
nada y como si no estuviéramos allí. Las sirvientas nos llevaron a un cuarto para
reposarnos, mientras nos preparaban la comida.
–¡Cuánta molestia!
–decía yo.
–No se mortifique,
señor, estamos impuestas, así es la señora Blanquita.
Y así es. Por
la tarde me quedé en la cocina platicando con ellas. Les conté de Guanajuato y de
las tristezas que pasábamos: quería pagarles la cortesía del hospedaje y de la risa.
Al oscurecer entró a la cocina la señora Blanquita. Estaba bien triste. Ocupó una
sillita y se fumó dos cigarros, sin decir una palabra.
–Vete a ver al
Chino, para ver si nos fía algo para la cena –dijo de repente.
Nunca pensé que
una casa tan bien puesta y una señora tan bien vestida, no tuviera ni un centavo
para cenar. ¡Parecía tan rica!
–El dinero se
va como agua. Es maldito, ¿verdad?
Muy verdad que
era maldito. Y así se lo contesté a la señora Blanquita.
–¿Hay mucha hambre
en su tierra?
–Sí, niña, mucha.
Preguntando, preguntando,
me hizo contarle mi vida, mis pesares, y la razón de mi viaje a la mentada ciudad
de México. Soy de oficio zapatero, le dije, pero a causa de la pobreza ya nadie
compra zapatos en Guanajuato. Por eso junté unos centavos, que le pedí al agiotista,
y me puse a hacer algunos pares, para venir a venderlos a la ciudad de México, en
donde todavía la gente rica lleva zapatos. Salieron muy bonitos, con hebillas de
plata y tacones altos. Por allá somos mineros, y nos gusta tanto el oro como la
plata. En otros tiempos todo fue de oro; los palacios, los peines, los altares y
en algunas casas hasta los barrotes de las ventanas fueron de oro. Pero, ya digo,
eso fue en otros tiempos. Ahora somos pobres, por eso vine hasta aquí a traer mis
zapatos. Rosa, mi hija mayor, los envolvió en papel de seda, y me prestó a su hijo
Faustino, para que me acompañara en el viaje. Mi hija Gertrudis nos preparó la comida
y nos hizo el itacate. Y la mañana de un jueves nos pusimos en camino. A las tres
de la mañana agarramos la carretera y caminamos hasta el mediodía. A esa hora hallamos
albergue en la casa de un carbonero, que nos ofreció su compasión, su agua fresca
y también su fuego para calentar las tortillas. Con él también hicimos noche. Nos
fuimos de madrugada. Al despedirnos nos deseó la buena compañía de Dios y nos dijo
que en el viaje de regreso nos recogería otra vez. En nueve días que duró el viaje,
lo hicimos a buen paso, hallamos consuelo en la gente de bien, que nos compadecía.
A mí, a causa de mis ochenta y dos años. Y a Faustino, mi nietecito, por sus ocho
añitos tan tiernos. Cuando entramos en la ciudad de México, nos fuimos derechos
a la Villa de Guadalupe, para dar gracias. Hicimos noche en los portales de la Villa,
junto con otros peregrinos, que también venían en busca de consuelo para su hambre
y sus pesares. Allí platicando, platicando, un señor me informó que en cualquier
mercado me comprarían los zapatos.
–¡Qué bonitos!
–me dijo cuando se los enseñé. Yo no me di bien cuenta de que los miró con codicia,
sino hasta el otro día, cuando amanecí sin ellos. Faustino me dijo:
–Vamos a buscarlo,
abuelo, al fin que no andará lejos.
Y así fue: nos
pusimos busca y busca y busca sin hallarlo. El señor no era muy alto, llevaba una
chamarra de cuero, tenía el pelo muy negro y se reía bonito. Pero no dimos con él.
Andábamos en su busca, sin un centavo, y sin poder volver a Guanajuato, cuando la
hallamos a usted, señora Blanquita.
La señora Blanquita
nos miró compadecida.
–¿Y cuánto valían
sus zapatos?
–Algo así como
unos cien o quinientos pesos. Nunca lo supe de cierto, porque como le dije, no llegué
a venderlos.
–¡Uy, qué bicoca!
Y la señora Blanquita
se echó a reír. Hay que decir que ella no es de medias tintas, o se ríe mucho, o
está bien enojada.
–Quinientos pesos…
yo se los doy y le pago su boleto de autobús para que regrese a Guanajuato.
Mucho se lo agradecí.
Le di mi nombre junto con las gracias: Loreto Rosales, para servirla. Y mi nieto,
Faustino Duque, su servidor. Regresó la sirvienta que se llama Josefina, y que es
frondosa y de buen parecer.
–El Chino dijo
que ya es mucho lo que nos fía, y no quiso darme ni un pedacito de queso.
–¡Se asará en
los infiernos!
Y la señora Blanquita
salió de la cocina, diciendo palabras gruesas, ella que es tan delgadita. Esa noche
cenamos café negro y tortillas duras con sal. Pero no nos afligimos, porque como
nos dijo la propia señora Blanquita, todos estábamos al amparo de la Divina Providencia.
Apenas acabamos de cenar, apagaron las luces de la sala y cerraron las cortinas
de las ventanas que daban a la calle. También apagaron la luz de la cocina. La señora
Blanquita y sus sirvientas se tiraron en el suelo, junto a las ventanas, para espiar
la calle, por la rendija de una cortina apenas entreabierta.
–Allí está, señora
Blanquita –dijo Josefina muy quedito.
–Mire, seño, está
mirando para acá, patrullando la casa…
–Desgraciado,
voy a llamar a la policía –dijo la señora.
–Sí, señora, péguele
un susto antes de que nos mate.
Estuvimos espiando
el peligro hasta quién sabe qué horas, porque Faustino y yo nos retiramos a dormir.
Casi no dormí pensando en el enemigo que acechaba a la señora Blanquita. Oí las
horas: las doce, la una de la madrugada y ellas allí seguían, espiando los pasos
del malhechor, para estar prevenidas. Menos mal que la señora Blanquita parecía
muy arredrada. Lo mismo que Josefina y que Panchita. Con ese pensamiento me dormí.
–¿Ya desayunó,
don Loretito? –me preguntó la señora en la mañana.
–Ya, niña.
–Hoy le doy su
dinero, para que vuelva a Guanajuato…
Y los días empezaron
a correr y yo cada vez estaba más avergonzado. La señora Blanquita no tenía ni un
centavo, y yo no podía hacer nada por ella, ni siquiera irme, porque la hubiera
ofendido.
–¡Déjeme ir, señora
Blanquita!
–¡Está loco, don
Loretito!
Se reía, ponía
música y bailaba. No se acongojaba por nada. Nunca salía, estaba muy amenazada.
Por las noches espiaba la calle con sus criadas.
–¡Estamos enchiqueradas!
–Sólo Dios nos
puede ayudar.
En el día Josefina
iba a pedir fiado. Antes de salir se asomaba a los balcones.
–Voy en una carrera
antes de que llegue y me agarre.
Y volvía enseguida
con las compras fiadas. Mientras preparaba la sopa de fideos y las quesadillas de
flor de calabaza, cantaba. Tenía bonita voz la tal Josefina. Panchita también cantaba
mientras tendía las camas y limpiaba los espejos. La señora Blanquita, tantito bailaba
y tantito bordaba. Yo me hallé bien y ya no pedía irme. ¿Qué más quería? Tenía buen
trato y buena compañía. A mi nieto lo dejaban jugar con el radio. De la ciudad ya
ni me acordaba. Algún día la Divina Providencia nos recordaría y nos mandaría el
dinero que necesitábamos. Entonces, con todo el dolor de mi corazón, yo me regresaría
a Guanajuato. Y digo con todo el dolor porque me había engreído con esas tres mujeres:
es difícil hallarlas tan reidoras. Así pensaba yo, y así se me pasaban los días.
Fue una tarde, cuando ya empezaba a pardear, cuando llamaron a la puerta. Desde
mi cuarto alcancé a oír la voz de Josefina.
–Perdone, señor,
pero no puedo agarrar el paquetito…
–¿Por qué no?
–era tamaño vozarrón de hombre.
Oí que Josefina
cerró la puerta de golpe.
–¡Señora Blanquita,
dejaron esto! –gritó Josefina apesadumbrada.
–¡Estúpida! ¿Por
qué lo agarraste?
Oí que deshacían
el paquetito.
–¿Ves?, ¿ves?
¡Mira!, ¡mira!
No me atreví a
asomar la cabeza para ver qué habían traído. Josefina entró muy disgustada.
–La van a matar…
la van a matar…
Al rato vi que
Faustino estaba jugando con dos muñequitas rotas. Las dos estaban vestidas de novia
y los vestidos blancos estaban hechos jirones, las mechitas güeras casi arrancadas.
–¿Dónde las encontraste,
muchacho?
–Ahí estaban,
en el suelo.
Pedimos unas agujas
y un poco de hilo y nos pusimos a componerlas. En eso estábamos cuando volvieron
a llamar a la puerta. Me puse en guardia, para algo había yo de servir a pesar de
mis ochenta y dos años.
–¿La quiere matar?
–gritó Josefina.
–¡Para que floree
su tumba! –oí el mismo vozarrón de hombre.
–¡Señora!… Señora
Blanquita.
También yo salí
a ver: allí estaban, regadas en el suelo, quién sabe cuántas rosas rojas.
–¡Las aventó,
señora, cuando yo no las quise agarrar!
–Flores en el
suelo de mi casa, ¡qué mal agüero!, ¡qué mal agüero! –gritó la señora Blanquita.
Bien roja de mohína
las empezó a levantar, abrió la ventana y las tiró a la calle. Josefina la ayudó.
En cambio Panchita agarró una docena y la escondió en uno de los baños.
–Venga a ver,
don Loretito.
La señora me llevó
al balcón. Ya había oscurecido y las flores con la luz de los faroles, brillaban
como confeti. Lástima que los coches les pasaran por encima. Nos metimos cuando
vimos que todas estaban machucadas. Al rato volvieron a llamar a la puerta, pero
esta vez eran golpes muy recios, como si quisieran echarla abajo. Me pareció que
le daban de patadas o de cachazos de pistola.
–¡Yo abro, Josefina!
Vimos pasar a
la señora Blanquita, como una centella. Iba embravecida.
Luego ya no oímos
nada. Con precaución salimos del cuarto, en el suelo del salón había otro tanto
de rosas rojas, y la puerta de la calle estaba completamente abierta.
–¡Se la llevó!
–gritó Josefina.
–Sí, se la llevó
–repitió Faustino.
Los cuatro nos
vimos muy espantados. Sólo Dios sabía a dónde y si algún día la devolvería. Apenas
íbamos a decir algo, cuando la señora Blanquita se nos apareció de nuevo. Venía
bien revolcada, con el pelo lacio sobre la cara y su vestido blanco, roto.
–¡Me echó el coche
encima!… Dame un tequila…
La señora se dejó
caer en una silla de seda. Tenía las rodillas raspadas. Josefina le limpió la sangre
de las piernas, le arregló el pelo y le pasó un pañuelo por la cara. Panchita nos
dio a todos un buen fajo de tequila.
–Ande don Loretito,
para el susto.
Con la señora
Blanquita va uno de sobresalto en sobresalto. Se bebió su tequila de un trago, se
repuso, se levantó y se fue al teléfono.
–Haga el favor
de venir a la esquina de mi casa. A ver si tiene valor de decírmelo en mi cara…
Lo espero en diez minutos.
Al rato entró
a la cocina bien girita. Llevaba otro vestido. Nos sonrió, pero yo vi que estaba
bien enojada. Buscó y buscó entre los cuchillos y luego escogió un martillo. Se
lo puso bajo el brazo, con la cabeza para arriba, el palo pegado al cuerpo y lo
sostuvo con el brazo. Parecía que iba desarmada. ¡Es ladina, y sabe muy bien lo
que hace!
–Ahorita vengo.
Nos tiró un beso
con la mano libre y se fue. Las muchachas se me quedaron mirando: “Viejo tarugo,
¿para qué sirve?”. Les leí el pensamiento.
–Voy a seguir
sus pasos… nunca se sabe…
Salí a la calle,
que no había pisado en muchos días. De noche había tantos automóviles como al mediodía,
y sus faroles la llenaban de reflejos. A causa de ellos, no atinaba yo a ver por
dónde andaba la señora Blanquita. De repente la vi en la acera de enfrente. Junto
a ella estaba un hombrón muy alto. Parecía que no se hablaban, nada más se miraban:
midiéndose. Me metí entre los coches, y con mucha cautela, me acerqué.
–¡Sígame!
–Aquí no –gritó
la señora.
El hombrón se
volvió para todas partes, buscando.
–Debe tener usted
a sus indios guardándola –dijo temeroso.
–Sígame.
La señora se echó
a andar y el hombre la fue siguiendo, mirando, mirando para todas partes, desconfiado.
A mí no me vio. ¿Quién se fija en mí? ¡Nadie! Nadie sabe ver a un pobre. Además
yo sé caminar sin que me miren. Me lo enseñaron de chiquito. Nos fuimos metiendo
por unas calles con jardines y sin gentes. ¡Muy oscuras! Yo me escurría entre los
árboles y los pocos postes de luz. También me arrimaba a las puertas y a las rejas.
La señora Blanquita iba muy adelante, caminando sin volver la cabeza, con los brazos
pegados al cuerpo, escondiendo el arma, bien derechita. Dio vuelta a la izquierda
y él la siguió. Yo me arrimé a la esquina y miré. Él me daba la espalda. Ella se
le fue acercando.
–A solas, repítame
lo que dijo.
–¿Lo que dije?…
¿qué dije? –preguntó el hombre asustado.
–¡Repítame lo
que me dijo!
–Eres mala. Muy
mala…
Y el hombre dio
la vuelta después de dar su queja. Apenas le dio la espalda, la señora Blanquita
sacó el martillo, lo levantó, agarrándolo con las dos manos y le dio un golpe seco
sobre la nuca. La cabeza del martillo brincó sobre la acera y se fue rebotando hasta
media calle. ¡Así de recio fue el golpe! El hombre dio unos pasos bamboleándose.
A la luz de los faroles le vi los ojos en blanco. Luego, como borracho se fue a
media calle y a tientas buscó la cabeza del martillo, la agarró y alcanzó a tirarla
adentro de un jardín. Después se dejó caer al suelo y se cogió la cabeza entre las
manos. La señora Blanquita se acercó a rematarlo con el palo del martillo. Pero
el hombre se lo arrebató de un manotazo y lo tiró adentro del jardín.
–¡Traidora!… Das
por la espalda…
Estaba enojada
de haber dejado vivo a su enemigo. Era valiente, porque el enemigo era bien fornido,
le sacaba la cabeza y pesaba el doble que ella. Allí sentado, le vi tamañas manos
y tamañas espaldas. La señora lo miró un rato y luego agarró el camino de su casa.
El hombre se levantó para seguirla. Pasaron muy cerquita de mí, sin verme. Yo los
seguí. “Mientras ella lleve la ventaja, yo no meto las manos. Es bien bragada y
defensa no necesita”, me iba yo diciendo, cuando llegamos a la última callecita,
la que desemboca en su avenida. Allí ella se detuvo, pensando, ¡adivinar en qué!
Cerca de la esquina había un estanquillo abierto.
–¡Cómpreme unos
cigarros! –ordenó.
Me acordé que
desde la mañana no fumaba, porque el Chino no había querido fiarle sus Monte Carlo.
–Sí, mi amor…
Oí que contestaba
su enemigo. Y con cautela, se paró en la puerta del estanquillo, para cuidar la
bocacalle y que ella no ganara la avenida. Le estaba cerrando el paso. Ella lo miró
y reculó muy despacito, muy despacito. Cuando el enemigo entró a pagar los cigarros,
la señora Blanquita miró para todas partes, buscando salida en la callecita oscura,
pero no tenía más remedio que pasar frente a la puerta del estanquillo. Miró para
el cielo y se halló con las ramas del fresno. Sin pensarlo, se trepó al árbol como
un gato y desapareció en lo oscuro del follaje. El hombre salió con los cigarros
en la mano y no la vio. Pero no se desanimó: alerta, fue calle arriba, mirando para
todas partes, escudriñando los jardines, las rejas, las salientes de las casas.
Luego, calle abajo. Luego otra vez calle arriba, buscando; luego otra vez calle
abajo. Yo me senté en el borde de la acera, me bajé el sombrero y me hice el que
dormía, mientras lo miraba: calle arriba, calle abajo. El árbol de la señora Blanquita
estaba muy quietecito. Y el hombre seguía calle arriba, calle abajo, mirando para
todos lados. “¡Condenado, sabe que no ha salido de estos andurriales y le anda cerrando
el paso!”. Pasó más de una hora. Cerraron el estanquillo y el hombre seguía calle
arriba, calle abajo. De seguro la señora Blanquita lo miraba y por eso no se movía.
–¡Écheme un cigarro!
–gritó de pronto desde las ramas del fresno. Siempre he dicho que tanto el hombre
como la mujer siempre se venden por sus vicios.
–¿Dónde, Blanca,
dónde? –preguntó el hombre dando vueltas como trompo.
–Acá arriba.
–¿Dónde?
–¡En el fresno!
El enemigo se
agarró al tronco del árbol y le dio tanta risa, que a mí también me la contagió.
Se reía tanto, que trabajo le costó tirarle los cigarros, porque ella no quiso bajarse.
–¡Lárguese, para
que pueda volver a mi casa!
–¡Quiero verle
la carita!
–No se puede.
Sólo mis amigos pueden verla.
–¿Cuánto vale
su carita? ¡La compro!
–¡Quinientos pesos!
–¿Los mismos que
me pediste?
–¡Los mismos!
Se los debo al zapaterito de Guanajuato.
Se me quitó la
risa. El zapaterito de Guanajuato era yo, Loreto Rosales. Me agaché bien. No quería
que nadie me viera la cara. Me dio vergüenza que yo, Loreto Rosales, pusiera a una
señora en el trance de matar a martillazos al mal hombre que le negaba ¡quinientos
pesos!
–¿En dónde está
su zapaterito, para dárselos?
–En un lugar secreto
y usted no lo verá.
En verdad no debía
verme. Me fui hasta la esquina bien agachado. Pasé frente al estanquillo, que tenía
las puertas cerradas. Di la vuelta, llegué a la avenida y gané la casa. Entré y
agarré a Faustino y luego tomé el camino de regreso a Guanajuato. Hice once días,
porque no hallaba la salida de la mentada ciudad de México. Me fui hasta sin despedirme,
porque hay veces en que no despedirse es de más cortesía. En los once días de andada,
me reconfortaba pensar que yéndome, libraba a la señora Blanquita de la cárcel.
Hace ya siete días que llegué a mi casa. Pero no estoy tranquilo. Anoche soñé a
la señora Blanquita, parada en el Hemiciclo a Juárez, buscándome. Tal vez me necesite.
Por eso de buena hora agarré el camino de regreso a México. A buen paso, Faustino
y yo llegaremos en nueve días, y allá veremos qué es menester que hagamos por ella.
Al fin que mientras ella lleve la ventaja, yo no meteré las manos… Aunque con la
señora Blanquita, nunca se sabe, nunca se sabe…
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