Gustavo Martín Garzo
Visitaron
Toledo cuando ya habían decidido separarse. Aún se amaban, pero era como si
estuvieran expuestos a las inclemencias de una estación feroz, y ninguno de
ellos pudiera ocuparse más que de su triste y desolada suerte.
Era su último viaje juntos. Pasearon por las calles
inmóviles y en un momento determinado empezaron a llorar. Unas veces
alternativamente, otras los dos juntos, de forma llamativa e incontenible, como
dos niños que se hubieran perdido, que no se atrevieran a preguntar. Tenían que
ocultarse, que escoger las calles más solitarias para que nadie les viera, y se
pasaron el resto de la tarde huyendo, ocultando su callada desesperación como
una culpa.
A duras penas, en un paréntesis de su llanto,
visitaron la Casa del Greco. Vieron sus cuadros, demorándose ante cada uno de
ellos con la misma dolorida atención que lo habían estado haciendo ante las
sucesivas escenas de su amor. ¡Ah, aquellos colores líquidos, imposibles!
¡Parecían surgir del lento aluvión de sus lágrimas, de la misma tristeza, de la
misma desoladora estación, la de las lluvias infinitas, la de del tiempo
detenido y eterno!
También dentro de la sala parecía llover. La lluvia
salpicaba los cuadros, empapaba las paredes y las alfombras, y ellos caminaban
sintiendo el agua correr bajo sus pies, en medio de aquella multitud
silenciosa, como por un reino de ahogados.
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