Truman Capote
Grace llevaba esperándolo
de pie en el porche casi una hora. Cuando lo había visto en el pueblo, aquella tarde,
él le había dicho que estaría allí a las ocho. Y eran casi las ocho y diez. Se sentó
en la mecedora. Trató de no pensar que iba a venir, o incluso de no mirar el camino
que conducía a su casa. Sabía que si pensaba en ello, nunca ocurriría. Nunca vendría.
–Grace, ¿sigues
ahí fuera? ¿No ha llegado aún?
–No, madre.
–Bueno, no puedes
quedarte ahí fuera toda la noche. Entra ahora mismo a la casa.
Ella no quería
entrar; no quería tener que sentarse en aquella vieja sala cargada y ver cómo su
padre leía el periódico y su madre hacía crucigramas. Quería quedarse allí fuera,
respirando y oliendo y tocando la noche, que le parecía tan palpable que podía sentir
su textura de fino satén azul.
–Ahí viene, madre
–mintió–. Está viniendo por el camino; voy corriendo a recibirlo.
–No vas a hacer
nada de eso, Grace Lee –dijo su madre con voz sonora.
–¡Sí, madre, sí!
Y vuelvo en cuanto le diga adiós.
Bajó con paso liviano
los escalones del porche y se apresuró hacia el camino antes de que su madre pudiera
añadir nada. Estaba decidida a ir a su encuentro, tuviera lo que tuviera que caminar,
aunque tuviera que llegar hasta su misma casa. Era una gran noche para ella; no
exactamente una noche feliz, pero sí una noche hermosa, de todas formas.
Él se iba del pueblo,
después de tantos años. Todo sería tan extraño después de su partida… Sabía que
nada volvería a ser lo mismo. Una vez, en el colegio, la señorita Saaron había mandado
escribir un poema a sus alumnos, y ella le había escrito uno a él.
Era tan bueno que
lo habían publicado en el periódico local. Lo había titulado “En el alma de la noche”.
Y ahora recitaba los dos primeros versos mientras avanzaba por el camino bañado
de luz de luna.
Mi amor es
una Luz Brillante y
Fuerte que
anula la negrura de la Noche.
Una vez él le preguntó
si realmente lo amaba. Y ella dijo:
–Te amo ahora,
pero no somos más que unos chiquillos, y no es más que el primer amor.
Pero ella sabía
que había mentido, al menos a sí misma, porque ahora, en aquel breve instante, sabía
que lo amaba, por mucho que apenas hacía un mes hubiera estado completamente segura
de que todo era tonto y pueril.
Pero ahora que
él se iba del pueblo, sabía que no era así. En cierta ocasión él le había dicho,
después del episodio del poema, que no debía tomarse la cosa demasiado en serio,
ya que no era más que una chica de dieciséis años.
“Cuando tengamos
veinte, si alguien le menciona a uno el nombre del otro, seguramente ni nos acordemos
de a quién se refiere”. Se había sentido terriblemente mal. Sí, era muy probable
que él la olvidara. Y ahora se iba del pueblo y era posible que no volviera a verlo.
Tal vez él llegara a ser un gran ingeniero, como quería, y ella seguiría allí en
aquel pequeño pueblo sureño del que nadie había oído hablar jamás. “Puede que no
me olvide”, se oyó decir. “Quizá vuelva a buscarme para llevarme a alguna urbe grande
como Nueva Orleans, o Chicago, o incluso Nueva York”. El solo pensamiento la llenó
de alegría.
El olor de los
pinares de ambos lados del camino le trajo a la memoria lo bien que la habían pasado
en las excursiones campestres, en los paseos a caballo y en los bailes.
Recordó la vez
que él le había pedido que fuera su pareja en el baile de fin de curso. Fue cuando
se conocieron.
Era tan condenadamente
guapo y ella estaba tan orgullosa de sí misma; nadie hubiera imaginado nunca que
la pequeña Grace Lee, con sus ojos verdes y sus pecas, llegaría a alzarse con un
premio como él. Se había sentido tan orgullosa y tan emocionada que casi se le había
olvidado bailar. Y estaba tan turbada que en un momento dado no le siguió bien el
paso y él le pisó un pie y le desgarró la media de seda.
Y justo cuando
se había convencido a sí misma de que era un idilio real, su madre le había dicho
que eran unos niños, y que los niños no podían saber lo que era el verdadero “cariño”,
tal como ella lo llamó.
Entonces las chicas
del pueblo, muertas de envidia, empezaron la campaña “No nos gusta Grace Lee”.
“Miren a esa tontita
–susurraban–, echándose en sus brazos”. “No es más que una… que una… zorra”. “Daría
un buen montón de centavos por saber lo que esos dos han estado haciendo, pero supongo
que sería demasiado fuerte para mis oídos”.
Mientras apretaba
el paso se enfureció al recordarlo; aquellas mojigatas engreídas… Nunca olvidaría
la pelea que tuvo con Louise Beavers la vez que la sorprendió leyendo en voz alta
una carta suya a un grupo de chicas que se morían de risa en los aseos del colegio.
Louise se la había robado de uno de sus libros, y la leía en voz alta con grandes
aspavientos burlones, riéndose de algo que no era en absoluto divertido.
–Oh, bueno, no
son más que frivolidades tontas –se dijo.
La luna brillaba
muy clara en el cielo; pequeñas nubes pálidas y desvaídas pendían en torno a su
superficie como un chal de fino encaje.
La contempló fijamente.
Pronto llegaría a la casa. Subiría aquella colina, bajaría y habría llegado. Era
una casa pequeña y bonita; sólida y compacta. El lugar perfecto para él, pensó Grace.
A veces llegó a
pensar que ese primer amor era sólo un exceso de emoción, pero ahora tenía la certeza
de que no era así. Iba a marcharse del pueblo. Iba a vivir con su tía en Nueva Orleans.
Su tía era artista, y eso no le gustaba gran cosa. Había oído que los artistas eran
gente rara.
Él no le había
dicho hasta el día anterior que se marchaba. Seguramente le habrá dado un poco de
miedo decírmelo, pensó; y ahora soy yo la que está asustada. Oh, lo contentos que
iban a ponerse todos ahora que él se marchaba y ella no iba a tenerlo más; hasta
los veía riéndose.
Se apartó el pelo
rubio colorín y fino de los ojos. Soplaba un viento frío entre las copas de los
árboles. Se acercaba a la cima de la colina, y de pronto supo que él estaba subiendo
por la ladera opuesta y que iban a encontrarse arriba. Sintió tanto calor en toda
ella: estaba tan segura de su premonición… No quería llorar, quería sonreír. Palpó
en su bolsillo la fotografía que le había pedido que llevara. Era una foto barata
que un hombre le había tomado en una feria que había pasado por el pueblo. Ni siquiera
se le parecía mucho.
Ahora que estaba
casi en la cima, no quiso seguir. Mientras no le dijera adiós, lo tendría para ella.
Se sentó a esperarlo en la suave hierba de la noche, a un lado del camino.
–Mi esperanza –se
dijo, con la mirada fija en el cielo oscuro lleno de luna– es que no me olvide.
Supongo que es lo único que tengo derecho a esperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario