John Updike
Amontonándose,
empujándose, platicando, el grupo 11D empezó a entrar en el Aula 109. Por el
tipo de excitación de sus alumnos, Mark Prosser supuso que iba a llover.
Llevaba tres años de dar clases en secundaria, y sus alumnos todavía seguían
impresionándolo: eran unos animales tan sensibles, reaccionaban de una manera
tan infalible a una presión meramente barométrica.
Brute
Young se detuvo junto a la puerta mientras el pequeño Barry Snyder, que apenas
le llegaba al codo, se reía nerviosamente: su risita ronca subía y bajaba,
sumergiéndose hacia algún secreto vil, que tenía que ser saboreado y
resaboreado, y saltando luego como cohete para proclamar que él, el pequeño
Barry, compartía semejante secreto con el grandulón de la escuela. A Barry le
encantaba andar de sombra de Brute. El grandulón no le hizo mucho caso y volteó
en busca de algo que aún no aparecía por la puerta, mientras la procesión que
venía empujando se llevaba a Barry por delante.
Exactamente
bajo los ojos de Prosser, como un crimen que de repente apareciera en un friso
histórico, entre la continuidad de reyes y reinas, alguien con un lápiz le picó
las nalgas a una muchacha. Ella lo ignoró arrogantemente. De un tirón, otra
mano le desfajó la camisa a Geoffrey Langer. Geoffrey, un alumno brillante, no
supo bien si considerarlo una broma o defenderse con ira; e hizo un débil,
ambiguo gesto de compromiso, con una expresión de vaga arrogancia, que Prosser
de inmediato asoció con los confusos sentimientos que a él mismo le ocurrían. A
lo largo de toda la fila, en el resplandor de los llaveros y en los ángulos
agudos de los puños arremangados, se expresaba una electricidad que el simple
clima era incapaz de generar.
Mark
se preguntó si ese día Gloria Angstrom traería puesto ese suéter de angora, de
un rosa subido, prácticamente sin mangas. El factor de disturbio era la falta
de mangas, y cómo quedaban expuestos al aire esos dos brazos serenos, blancos
como muslos contra la lana delicada.
Su
sospecha era correcta. Una mancha de un rosa vivo relumbraba entre el
zangoloteo de brazos y de hombros, conforme entraba al salón el último grupito
de chavos.
–Pueden
sentarse –dijo el señor Prosser–; aprisa, muévanse.
La
mayoría obedeció, pero Peter Forrester, que había estado en el centro del grupo
que rodeaba a Gloria, seguía demorándose con ella junto a la puerta, terminando
de contarle algo, con el propósito de hacerla reír o de arrancarle un pequeño
grito de asombro. Cuando ella en efecto gritó, él, satisfecho, meneó la cabeza,
sacudiendo su pelo anaranjado, presuntuosamente peinado en una especie de
copete colgante. A Mark siempre le habían caído mal los pelirrojos, con sus
pestañas blancas, sus caras hinchadas, sus ojos tiroideos y sus bocas con el
absurdo gesto de seguridad en sí mismos. Una raza de engreídos. Prosser tenía
el pelo castaño.
Cuando
Gloria, caminando con movimientos deliberados y majestuosos, ya se había
sentado, y Peter había llegado a su pupitre, el señor Prosser dijo:
–Peter
Forrester.
–¿Sí?
–Peter se levantó, buscando apresuradamente en su libro la página que tocaba.
–Por
favor, diga a la clase el significado exacto de “El mañana, y el mañana, y el
mañana con rutina se desliza, de día en día”.
Peter
echó un vistazo a su adición escolar de Macbeth, que estaba abierta sobre su
pupitre. Una de las muchachas menos atractivas echó una risita nerviosa desde
detrás del salón. Peter era popular con las muchachas; a esa edad las jóvenes
tienen mente de mariposa ciega.
–Con
el libro cerrado, Peter. Recuerde usted que todos nos hemos aprendido, para
hoy, este pasaje de memoria ¿no?
La
muchacha de atrás del salón soltó un chillido de placer. Gloria puso su libro
abierto sobre su pupitre, de modo que Peter pudiera verlo. Peter cerró el suyo
de golpe y miró en el de Gloria.
–Bueno
–dijo finalmente–, creo que significa en gran medida lo que dice.
–¿Y
qué dice?
–Bueno,
que el mañana es algo sobre lo que pensamos muy seguido. Se desliza en nuestras
conversaciones todo el tiempo. No podríamos hacer ningún tipo de planes sin
pensar en el mañana.
–Bien,
¿entonces usted diría que Macbeth se está refiriendo aquí a, digamos, a la vida
como si fuera una agenda?
Geoffrey
Langer se rio, sin duda para agradar al señor Prosser. Por un momento el señor
Prosser se sintió complacido. Pero entonces se dio cuenta que había estado
buscando risas a costa de un alumno. La paráfrasis que el profesor había hecho
de la interpretación de Peter la mostraba más ridícula de lo que había sido.
Empezó a retractarse:
–Bueno,
admito que…
Pero
Peter había retomado la palabra. Los pelirrojos nunca saben cuándo retirarse.
–Macbeth
quiere decir que si dejamos de preocuparnos sobre el mañana, y vivimos
sencillamente el ahora, podríamos apreciar todas las cosas maravillosas que
ocurren frente a nosotros.
Mark
pensó sobre esto un momento antes de hablar. Decidió no ser sarcástico:
–Ah.
Sin negar que hay algo de razón en lo que dice usted, Peter, ¿cree probable que
Macbeth, en esta situación estaría expresando sentimientos tan –no pudo
evitarlo– primaverales?
Geoffrey
volvió a reír. A Peter se le enrojeció el cuello, y se puso a mirar
detenidamente el piso. Gloria miró con dureza al señor Prosser con la
determinación de que en el rostro se le notara claramente su indignación. Mark
se apresuró a remediar su error.
–No
me malinterprete, por favor –le dijo a Peter–, no pretendo saberlo todo; pero
me parece que todo el parlamento, hasta donde dice “que no significa nada”,
está diciendo que la vida es, bueno, que la vida es un fraude. Nada hay de
maravilloso al respecto.
–¿De
veras Shakespeare pensaba eso? –preguntó Geoffrey Langer, con un nerviosismo
que le hacía levantar el tono de la voz.
Mark
vio en la pregunta de Geoffrey sus propias premoniciones adolescentes sobre la
terrible verdad. Era obvio que tenía que hacer un esfuerzo. Le dijo a Peter que
podía sentarse y miró por la ventana el cielo que se iba cargando, con nubes de
intensidad creciente.
–En
la obra de Shakespeare –empezó el señor Prosser despacio–, hay mucha oscuridad,
y ninguno de sus dramas es más tenebroso que Macbeth. La atmósfera es venenosa,
opresiva. Un crítico ha dicho que en esta obra es la humanidad misma la que se
sofoca.
Se
sintió a punto de sofocarse y se aclaró la garganta.
–Hacia
la mitad de su carrera, Shakespeare escribió tragedias sobre hombres como
Hamlet, Otelo y Macbeth, a los cuales su sociedad, la mala suerte, o algún
defecto menor en ellos mismos, les impidieron convertirse en los grandes
hombres que pudieron haber sido. Aun las comedias de Shakespeare en este
periodo tratan de un mundo que se ha vuelto amargo. Es como si hubiera visto, a
través de la superficie pulida y brillante de sus primeras comedias e
historias, y hubiera encontrado algo terrible. Y eso lo aterró, del mismo modo
que algún día habrá de aterrarlos a algunos de ustedes.
En
su determinación de encontrar las palabras correctas, había detenido su mirada
involuntariamente en Gloria; turbada, ella había inclinado la cabeza, y él, al
darse cuenta, le había sonreído. Trató de hacer más amables sus comentarios,
hasta modestos.
–Pero
es aquí cuando creo que Shakespeare sentía una verdad redentora. Sus últimas
obras son serenas y simbólicas, como si él se hubiera asomado por entre los
hechos horribles y hubiera alcanzado una esfera donde los hechos eran hermosos
otra vez. En este sentido, la obra completa de Shakespeare constituye una
imagen más cabal de la vida, que la de cualquier otro escritor, quizás con la
excepción de Dante, un poeta italiano que escribió varios siglos antes.
Ya
se había alejado mucho del soliloquio de Macbeth. Una vez otros profesores,
divertidos, le habían contado cómo los alumnos jugaban a hacerlo hablar y
hablar. Miró hacia Geoffrey. El muchacho indiferente, se entretenía
garabateando en su cuaderno. El señor Prosser concluyó:
–La
última obra que Shakespeare escribió es un extraordinario poema llamado La
tempestad. Quizás algunos de ustedes quieran leerlo para su próximo reporte de
lectura que tienen que entregar el 10 de mayo. Es una obra corta.
El
grupo se había estado divirtiendo. Barry Snyder estaba aventando bolitas de
papel al pizarrón y volteaba a ver si Brute Young se daba cuenta.
–Una
más, Barry –dijo el señor Prosser–, y se sale del salón.
Barry
se puso rojo, y sonrió para disimular, mirando de reojo hacia Brute. La feona
muchacha de atrás se estaba pintando los labios.
–Guarde
eso, Alicia –dijo Prosser–, no estamos en un salón de belleza.
Sejak,
el muchacho polaco que trabajaba por las noches, se había dormido sobre el
pupitre, la mejilla (a la que la presión volvía totalmente blanca) contra la
madera barnizada, la boca colgando hacia un lado. Por un momento el señor
Prosser tuvo el impulso de dejarlo dormir; pero ese impulso podía no ser una
verdadera bondad, sino sólo la pose autocomplaciente y bonachona en que el
profesor se descubría a veces. Además un tipo de indisciplina provocaba los
demás. Bajó al pasillo y fue a sacudirle el hombro a Sejak. El muchacho
despertó. El bullicio crecía en la parte delantera del salón.
Peter
Forrester le murmuraba algo a Gloria, tratando de hacerla reír. Sin embargo, el
rostro de la muchacha era frío y solemne, como si se le estuviera ocurriendo un
pensamiento; como si en su cerebro estuviera moviéndose algo de lo que había
dicho el profesor Prosser. Con una fuerte sensación de intercesión
caballeresca, dijo Mark:
–Peter.
Ese barullo me hace pensar que tiene usted algo que añadir a sus teorías.
Peter
respondió con cortesía:
–No,
maestro. Sinceramente no entiendo los versos. Por favor, maestro ¿podría
decirnos qué es lo que de veras significan?
Esta
confesión sincera y la pregunta, con su énfasis inesperado, sorprendieron al
grupo. Una a una, todas las cabezas redondas, blancas, ávidas finalmente por
comprender, voltearon hacia Mark.
–No
sé –dijo él–, estaba esperando que usted me lo aclarara.
En
la preparatoria, cuando un profesor hace un comentario así, suele conseguir un
buen efecto. La humildad del profesor, la necesidad de intercambio creativo
entre el maestro y el alumno, causan una impresión dramática en el grupo. Pero
en el grupo 11D de secundaria, que un profesor ignorara algo era tal
contrasentido que equivalía a un agujero en el techo. Fue como si Mark hubiera
estado jalando cuarenta cuerdas muy tensas, para tener fijas frente a sí
cuarenta caras, y entonces hubiera cortado todas las cuerdas. Las cabezas se
movieron, las miradas cayeron, las voces murmuraron Algunos de los problemas de
disciplina, como Peter Forrester, intercambiaron sonrisillas sesgadas.
–¡En
orden! –gritó el profesor Prosser–, todos ustedes. La poesía no es aritmética.
No existe una única respuesta. No quiero imponer mis propias impresiones en
ustedes, no estoy aquí para eso.
(Una
pregunta silenciosa: ¿Entonces para qué está usted aquí?, parecía cargar la
atmósfera de suspenso).
–Estoy
aquí para ayudarlos a que ustedes se enseñen a sí mismos.
Le
hayan creído o no, se sometieron un tanto. Mark juzgó que podía reasumir, con
seguridad su posición de un-humano-entre-los-humanos. Se recargó en el borde
del escritorio, para preguntarles informal, franca, amistosamente:
–Ahora
bien, con toda sinceridad, ¿ninguno de ustedes ha sentido algo personal sobre
esos versos, su propia impresión, que quisiera compartir con sus compañeros y
conmigo?
Se
levantó indecisamente una mano que apretaba un pañuelo floreado.
–A
ver, Teresa –dijo el señor Prosser.
Era
una muchacha tímida un tanto snob, cuya madre era testigo de Jehová.
–Me
hace pensar en las sombras de las nubes –dijo Teresa.
Geoffrey
Langer se rio.
–Compórtese,
Geoff –dijo el señor Prosser lateralmente, con suavidad, antes de dirigirse en
voz alta a la clase–; gracias, Teresa. Creo que es una sensación válida e
interesante. El movimiento de las nubes tiene algo del ritmo lento y monótono
que uno siente en el verso: “El mañana, y el mañana, y el mañana”. Es una línea
muy gris, ¿no es así, muchachos?
Nadie
dijo sí ni no.
Del
otro lado de las ventanas las nubes verdaderas se iban agrupando rápidamente, y
secciones erráticas de luz solar resbalaban por aquí y por allá en el aula. El
brazo de Gloria, doblado con gracia sobre su cabeza, se volvió dorado de
pronto.
–¿Gloria?
–preguntó el señor Prosser.
Ella
levantó la cabeza de algo que había estado viendo en su pupitre, con un rostro
resplandeciente de indignación:
–Creo
que está muy bien lo que dijo Teresa –dijo, mirando en dirección a Geoffrey
Langer. Desafiante, Geoffrey lanzo una risita–, y tengo una pregunta: ¿qué
significa, en ese contexto, “con rutina se desliza”?
–Significa
el trivial modo de vida en el que los días simplemente se siguen uno a otro,
como el de un contador o un cajero de banco. O el de un maestro de escuela –añadió,
sonriendo.
Ella
no le devolvió la sonrisa. Algunas arrugas de esfuerzo mental irritaban su
frente perfecta.
–Pero
Macbeth ha estado peleando guerras, y matando reyes, y ha llegado él mismo a
convertirse en rey, y todo eso –señaló.
–Sí,
pero son precisamente esos los hechos que él está condenando como nada, ¿no se
da usted cuenta?
Gloria
movió la cabeza.
–Otra
cosa que me preocupa: ¿no es tonto que Macbeth se ponga a hablar consigo mismo
en mitad de esta guerra, cuando apenas se ha muerto su esposa, y todo eso?
–No
lo creo, Gloria. No importa qué tan rápido ocurran los acontecimientos, el
pensamiento siempre es más rápido.
Su
respuesta era débil, todos se daban cuenta; aun si Gloria no lo hubiera
pensado, supuestamente para sí misma, sino en voz alta para que todos la
oyeran:
–Parece
tan estúpido.
Mark
retrocedió, tocado por la espantosa claridad con que sus estudiantes lo veían.
A través de sus ojos, qué extraño se veía él, con las manos sucias de gis, los
lentes redondos de carey, el cabello que nunca podía mantener aplacado; todo él
envuelto en “literatura”, en la que, cuando las cosas se ponen duras, el rey
masculla un poema que nadie entiende. De repente Prosser se dio cuenta de una
terrible ternura en los muchachos, de su paciencia y de su fe aterradoras. Qué
buenos alumnos eran al no sacarlo a carcajadas del salón.
Bajó
la mirada y se frotó las yemas de los dedos, para limpiarse el polvo de gis. El
bullicio del grupo fue filtrándose hasta resolverse en una tranquilidad nada
natural.
–Se
está haciendo tarde –dijo Prosser finalmente–, vamos a empezar con las
recitaciones del pasaje que hemos aprendido de memoria. Bernard Amilson,
empiece usted.
A
Bernard le costaba trabajo pronunciar, y su recitación empezó con un “al mañán,
y al mañán, y al mañán”. Fue reconfortante el grado hasta el cual el grupo se
esforzó por reprimir las risas. El señor Prosser puso un MB junto al nombre de
Bernard en su libreta de calificaciones. Siempre le ponía MB a Bernard en las
recitaciones, a pesar de que la enfermera de la escuela decía que no había nada
orgánicamente malo en la boca del muchacho.
Era
la costumbre, cruel pero tradicional, decir las recitaciones frente a la clase.
Cuando le llegó su turno, Alicia fue reducida a un estado de indefensión por el
primer dengue que le hizo Peter Forrester. Mark la dejó titubear todo un
minuto, con la cara cada vez más roja, y luego la dejó regresar a su sitio:
–Alicia,
al rato volvemos con usted.
Muchos
alumnos se sabían el pasaje bastante bien, aunque siempre había la tendencia de
saltarse el verso “hasta la última sílaba del tiempo”; y de convertir “presume
y consume” en “consume y presume”; o simplemente en “presume y presume”.
Incluso Sejak, quien ni siquiera pudo haber visto el pasaje antes de entrar al
salón consiguió llegar hasta “y no volverá a ser escuchado jamás”. Geoffrey
Langer, como de costumbre, se lució interrumpiendo su propia recitación con
brillantes preguntas:
–“El
mañana, y el mañana, y el mañana/ Con rutina se desliza…”, ¿no debería ser “se
deslizan”, profesor?
–Es
se desliza. El trío esta efectivamente en singular. Siga usted, sin las notas
de pie de página.
El
señor Prosser se había hartado de consentir a Langer. Era como si el pelo negro
del muchacho, corto y tieso, quisiera parecerse deliberadamente al de una rata.
–“Con
rutina se desliza de día en día/ Hasta la última sílaba del tiempo/ Y todos
nuestro ayeres han iluminado a los tontos el sendero de la muerte…”
–¡No
no; deténganse! –el señor Prosser saltó de su silla–. Esto es poesía. No la
siga como tarabilla. Haga una pausa después de “tontos”.
Geoffrey
se vio genuinamente sorprendido esta vez, y el propio Mark no entendió bien a
bien por qué se había irritado tanto con el muchacho; mentalmente,
reflexionando sobre a qué se debía, recordó los espesos, húmedos y duros ojos
indignados con que Gloria había mirado a Geoffrey. Mark se vio a sí mismo en la
absurda posición de estar actuando como el caballero andante de Gloria en su
guerra privada contra este inteligente muchacho. Suspiró un poco, como a manera
de disculpa:
–La
poesía está hecha a base de versos –empezó, volteando hacia la clase.
Gloria
le estaba pasando un recadito a Peter Forrester. ¡Eso ya era el colmo! ¡Ponerse
a pasar recaditos durante un regaño que ella misma había provocado! Mark saltó,
atrapó el puño frágil de la muchacha y le arrancó el recadito de entre los
dedos. Lo leyó en silencio, dejando que el grupo viera cómo él lo leía, aunque
Prosser despreciaba este tipo de gestos de escarmiento. El recadito decía:
Pete
–Creo que te equivocas con el señor Prosser. Creo que es maravilloso y yo
aprendo mucho de su clase. Es celestial en poesía. Creo que lo amo. Realmente
creo que lo amo. Así que ya sabes.
El
señor Prosser dobló el papel y se lo guardó en la bolsa del saco.
–Espéreme
después de clase, Gloria –dijo; y luego, a Geoffrey–. Vamos a empezar de nuevo;
a ver, desde el principio.
Mientras
el muchacho recitaba el pasaje, sonó la campana. Terminaba la clase, y era la
última del día. El aula se vació rápidamente y sólo quedó Gloria. Llegaba el
ruido de cómo se abrían los casilleros metálicos y en ellos azotaban los
libros, entre la gritería:
–¿Quién
trae coche?
–Dame
un cigarro.
–No,
pues ni modo de jugar en este charco…
Mark
no había notado cuándo había empezado a llover exactamente, pero ahora la
lluvia caía con mucha fuerza. Se puso a cerrar las ventanas y a bajar las
persianas. La brisa le salpicaba las manos. Empezó a hablar con Gloria en un
tono enérgico de voz que, como este truco de cerrar ventanas, servía para
protegerlos a ambos de la turbación y el nerviosismo.
–Sobre
el recadito –ella seguía inmóvil, sentada en su pupitre en las primeras filas
de adelante; su cabello corto, cepillado para arriba, como una antorcha
apagada. Por el modo en que estaba sentada, sus brazos desnudos cruzados sobre
los pechos, y los hombros recogidos, Prosser sintió que ella tenía frío–; no
solamente es una grosería ponerse a garabatear cosas cuando el profesor está
hablando, sino que es estúpido poner lo que uno siente en un papel, donde se
ven mucho más tontas de lo que hubieran parecido de viva voz.
Dejó
en un rincón la varilla con la que jalaba las ventilas más altas y caminó hacia
su escritorio.
–Y
sobre la palabra amar. Amar es una de esas palabras que ejemplifican lo que
sucede en un idioma tan viejo y agotado. En estos días, con estrellas de cine y
cantantes y predicadores y siquiatras que no dejan jamás de hablar de amor, ya
no significa más que una vaga simpatía por algo. En este sentido, yo puedo amar
la lluvia, el pizarrón, estos pupitres, a usted. No significa nada, ¿ve usted?
Mientras que la palabra alguna vez significó algo bien explícito: el deseo de
compartir con alguien todo lo que uno es y lo que uno tiene. Ya es hora de que
inventemos una nueva palabra que signifique eso; y cuando usted se haga de la
palabra que quiera usar para ello, le sugiero que no abuse de ella. Trátela
como algo que no puede usar sino sólo una vez. Digo, ya para el bien de usted
misma; o si no, por lo menos por el bien del idioma.
Prosser
llegó a su escritorio y dejo caer sobre él dos lápices, como diciendo: “eso es
todo”.
–Qué
pena –dijo Gloria.
Un
tanto sorprendido, contestó el señor Prosser:
–No,
para nada.
–Pero
es que usted no entiende.
–Desde
luego que no entiendo. Probablemente nunca lo entendí. A su edad, Gloria, yo
era como Geoffrey Langer.
–Apuesto
a que no –la muchacha estaba a punto de llorar; Prosser estaba seguro de eso.
–Ya,
Gloria, no se aflija. Olvídelo.
Lentamente
ella acomodo sus libros entre su brazo desnudo y su suéter, y salió del salón
con ese paso adolescente, un como arrastrar los pies con melancolía, de modo
que su cuerpo, de los muslos para arriba, parecía flotar sobre el borde de los
pupitres.
Bueno,
se dijo Mark a sí mismo, ¿y qué es en el fondo lo que estos chavos andan
buscando? Deslizarse, decidió, lo que es en sí patinar: dejarse ir, siempre
rítmicamente, siempre con frialdad, las pequeñas ruedas sonando bajo los pies,
hacia ningún sitio especial. Si el cielo existiera, así sería. Es celestial en
poesía. Les gustaba la palabra cielo. Se citaba el cielo en la mitad de las
canciones que enloquecían a los muchachitos.
–Ey,
baja, ya no te eleves tanto
–Strunk,
el maestro de educación física, había entrado al salón sin que Mark se diera
cuenta; Gloria había dejado la puerta entreabierta.
–¡Ah!
–dijo Mark– del cielo cayó un ángel lleno de lodo.
–¿Y
por qué estás tan contento?
–No
estoy contento, solo en trance celestial. No sé cómo es que no te das cuenta.
–Oye
–Strunk recorrió un pasillo entre los pupitres, con una manerita afeminada de
caminar como pato deshaciéndose de ganas de chismear–, ¿sabes lo de Murchison?
–No
–Mark arremedó el susurro de Strunk.
–Hoy
le vieron la cara de pendejo.
–¿De
veras?
Strunk
empezó a reírse, como lo hacía siempre antes de ponerse a contar algo:
–Sabes
todo lo pinche conquistador que se cree, ¿no?
–A
lo mejor –dijo Mark, aunque Strunk decía lo mismo de casi todos los profesores
de la escuela.
–Tú
también tienes en tu grupo a Gloria Angstrom, ¿no? –preguntó Strunk.
–A
lo mejor.
–Bueno,
pues hoy en la mañana Murky interceptó un recadito que ella estaba escribiendo;
y el recadito decía qué pinche maravilla de hombre era Murky, según ella, y lo
mucho que lo amaba –Strunk esperó a que Mark dijera algo, y como no hacía
comentario alguno, continuó–: Te imaginas cómo se puso el Murky, de todos
colores, cuando lo leyó. Pero ¿qué te parece? que a la hora del recreo salió a
cuento que a Fryeburg le había hecho la misma cabronada ayer, en la clase de
historia –Strunk se rio y con los dedos se puso a golpear a lo tonto el
escritorio–. La muchacha es demasiado tonta como para haber inventado la
bromita por sí misma; todos creemos que fue idea de Peter Forrester.
–A
lo mejor –aceptó Mark. Strunk lo siguió rumbo a su casillero, describiendo la
expresión de Murchison cuando Fryeburg (con la mejor buena fe, ¿no crees?) le
contaba lo que había ocurrido.
–¿Me
disculpas por hoy Dave? –dijo–. Mi esposa me está esperando. Strunk era
demasiado lento como para captar la rabia de Mark.
–Ahora
tengo que regresar al gimnasio. Con esta lluvia, no puedo sacar a las canchas a
los bebitos; luego sus mamitas le mandan recados al profe, quejándose –siguió
caminando como pato por el hall; dio vuelta en el extremo, y gritó–: No
se lo vayas a contar a ya sabes quién.
El
señor Prosser tomó su saco del casillero y se lo echó encima. Se puso el
sombrero. Colocó los protectores de hule sobre sus zapatos, lastimándose un
poco los dedos al ajustarlos. Sacó su paraguas y pensó en abrirlo ahí mismo en
el hall desierto, a manera de chiste, y decidió que mejor no. La muchacha había
estado a punto de llorar; estaba seguro de eso.
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