Eduardo Mallea
“El
último día de
noviembre, mientras caminaba
por la calle en medio de una incesante multitud, me encontré de pronto solo.
Las terrazas de los cafés estaban colmadas en el atardecer. Con un sacudimiento
galvánico se sucedían las letras iluminadas del noticiario giratorio, en el
primer piso de uno de los edificios situados en el extremo del bulevar. Había
sido un verano árido, un año árido, y la ciudad parecía despoblada. Solamente
en este punto, allí donde se cruzaban en su entraña las cuatro enormes
bocacalles, una multitud densa se movía.
El asfalto
espejeaba, las luces corrían serpeando, la noche metropolitana crecía. El
perfumista Fabián Bolls anunciaba sus jabones junto al fulgor diastólico del
aviso noticioso. La muerte de un canciller se anunciaba, bajo la espuma blanca
del jabón. Muchos hombres huían de las tinieblas acercándose a los escaparates
del bulevar. Un reloj alto marcaba, sin números, el ángulo recto de las nueve.
Me encontré solo. No tenía qué hacer ni dónde ir. Había escrito mi pequeña
crónica para el diario extranjero, y podía echarla a un buzón o llevársela a la
señora Bromfield, en la agencia local, del diario. Miré a los hombres que había
en la acera, bajo el toldo del café Royal. Estaba solo. Había trabajado poco
los últimos tres meses; me sentía irritable, o innecesario, y vacío. No tenía
ninguna fe en mi obra; los títulos de tres novelas podían yacer inertes en las
librerías –me eran extrañas, su destino estaba lejos de mí y cerca del hombre
que las comprara. Había escrito sobre seres humanos –no sabía nada de los seres
humanos. ¿Sabía algo de esos hombres que bebían, hablando, en el café Royal?
¿Sabía algo del fondo secreto oculto en la muerte de aquel canciller? No sabía
nada de los seres humanos. Estaba aterrorizado de haberme alejado tanto de
ellos. Aterrorizado de ir a ser uno de esos escritores que habitan sonámbulos
su propio delirio. Pasé junto a los leones pétreos erguidos en la fachada de un
edificio. En el kiosco, los titulares de cada periódico tenían diez centímetros
de altura, negros, ofensivos. Había sido un verano árido, un año árido. ¿Qué
cosas iban a pasar en el mundo? Vi los ómnibus acumulados sin poder avanzar en
el pavimento betuminoso. Dos semanas antes me había despedido definitivamente
de Ana, muchacha de la calle, a quien yo llamaba, en broma, Casandra por su
ilusorio tono profético, y con la que no me había acostado nunca. Podía ir a
comer a un restaurante, a un hotel, a cualquier parte. No estaba atado a nada
en el mundo. Miré la afluencia de gentes que bajaban con premura hacia el
centro de la ciudad. El paso de las mujeres era más rápido que el de los
hombres; para librar paso a los coches, se detenían apenas; había muchachos
ágiles y jóvenes. Los hombres eran grises –profesores, comerciantes, empleados,
financieros–. Volví la cabeza y vi todavía las letras que se sucedían
vertiginosamente en el noticiario, y el anuncio de los jabones del perfumista
Fabián Bolls. La multitud se apostaba en dos interminables filas hacia las
márgenes opuestas y laterales del Bois. Se detenía, chocaba, vacilaba, volvía a
ser arrojada desde las bocacalles hacia las aceras. El sístole y diástole de
los peatones decían: la vida es una oscura danza, la vida es una oscura danza.
Subí por la
escalera de mármol hasta el segundo piso en la casa donde estaba la agencia del
diario extranjero. Llamé y esperé a que me abrieran. En una placa de bronce
estaba escrito el nombre del diario y, debajo, con letra pequeña, el nombre de
la señora Bromfield, el nombre de Mrs. Luisa Bromfield. Pensé cómo la
encontraría; roja y baja e inquieta, protestando por algo que no se sabía lo que
era. Llamé nuevamente. Luego toqué el picaporte; la puerta cedió y vi el cuarto
vacío con la máquina de escribir sobre la mesa y los papeles desordenados y la
percha vacía. Entré, dejé el sobre sobre la mesa, colocándolo de modo que fuera
bien visible. Sobre el pupitre había muchas fórmulas de la compañía de cables
telegráficos con el mapamundi diseñado a dos tintas, en el mar azul, los
continentes amarillos. Volví a cerrar la puerta y bajé por las escaleras. La
señora Bromfield estaría comiendo, con alguien en algún punto de la ciudad.
Todo el mundo estaría comiendo con alguien en algún punto de la ciudad. Los que
no comíamos con alguien en algún punto de la ciudad nos podíamos haber reunido
para comer juntos en algún punto de la ciudad. Entré de nuevo en la avenida.
Era tan ancha. Primero venía el asfalto, luego las anchas aceras, luego los
edificios. Realmente había hecho un año árido. Yo me sentía vacío e
innecesario. No era ni lo que yo quería ser, ni lo que yo creía ser, ni lo que
los demás creían que yo era. Era diferente de todo eso y diferente de mí mismo.
Era algo tan incongruente que de pronto me detestaba y de pronto me conmovía
ante mí mismo. Parecía hecho con todos los desórdenes que pueden mantenerse
juntos sin que el ser vivo se derrumbe.
Compré a una
mujer un periódico –uno de los simpáticos diarios franceses doblados en seis– y
entré a comer en un “bar”. El periódico tenía olor a tinta y las letras
impresas desteñían. Cuando esas letras se secaran del todo, ya esas noticias
sensacionales serían viejas y habría otras recién escritas en tinta fresca y
cuando éstas se secaran habría otras, y otras. La gente soportaba en los cuatro
rincones del mundo esta lluvia de sensaciones. Muertes había, y hundimientos, y
quiebras, y suicidios, y estafas, y traiciones, e insidias, y golpes de mano para
cada día. Los directores de periódico podían dormir tranquilos. Las noticias
llegarían solas a la imprenta; las rotativas no cesarían en su fragor. Abrí el
diario, leí los títulos de la primera página, vi los grabados. Tantas cosas
mezcladas las unas a las otras. También se vendían impresas, por allí, mis dos
novelas. ¿Pero qué tenía que ver yo con eso? Es como si un ser fuera a seguir a
alguna parte de su cuerpo amputado. Y tampoco eran partes de un cuerpo
amputadas, sino un sueño amputado, una parte morosa de uno mismo amputada.
Ahora ya no podía escribir. Hacía más de dos meses que no podía escribir. Como
no fueran las crónicas semanales para el periódico extranjero sobre un libro,
sobre un acontecimiento. Pero otra cosa no podía escribir. Sentía el raro
llamado del mundo a todos sus hombres. Había levantado la cabeza de mis papeles,
atento, de repente, a ese llamado. Era imposible seguir construyendo frases
deliciosas, sentencias, juicios, palabras. No podía prolongarse el rapto del
hombre que vive en la ficción, preparándola y cultivándola, haciéndola materia
de arte. El llamado del mundo era de otra naturaleza. Era un llamado para cada
conciencia gritado, vociferado por una voz secreta que corría por las calles.
Yo ya no podía escribir; la ficción era innecesaria.
Después de
comer, caminé un poco por las aceras que llevaban al bosque. La noche era
oscura y el aire fresco y agradable. El reptil de las luces huía hasta
perderse. La reverberación producía en el asfalto un efecto de agua. Por la
avenida caminaban obreros ociosos y parejas vestidas en traje de noche e
individuos solos, apresurados. En aquella ciudad vivían cuatro millones de
seres. Se les sentía especiosamente dispersos, ocupados en sus quehaceres
infinitamente múltiples; pero, a veces, una sola palabra de alerta los conmovía
como si se hubiera tratado de una sola alma. Esta palabra podía crear un fondo
de excitación y cansancio. Los hombres levantaban caras hoscas al anuncio de
las alarmas. ¿Otra vez?, se preguntaban.
Y cada día
parecía traer, amenazante, su “otra vez”.
Me detuve a
la puerta de un cinematógrafo y leí el programa y saqué mi boleto, y entré.
Luego volví al café Royal, donde había una turba bebiendo whisky.
Pero nada de
eso podía distraerme. Volvía a mi casa arrasado de preocupación y de soledad,
irritado de aridez. Me tendía en la cama, con la luz prendida, con la ventana
abierta. El tiempo marchaba. Fuera estaba la humanidad; aquí dentro, tendido en
la cama, un hombre, un hombre del mundo. ¿Qué cosa nos iba a juntar al fin?
¿Qué cosa podía llevarme al cauce de la humanidad con ese destino con que el
fruto vuelve a la tierra? El tiempo marchaba. Al fin me desvestía, me acostaba,
extinguía la luz del cuarto, entraba un rectángulo de claridad lunar. Oía los
vehículos lejos, luego cerca, al lado; luego otra vez lejos.
Había sido un
año árido. ¡Qué año árido en el mundo! Desazón y guerra de hombre a hombre y
prevenciones y pavor y muerte. Muerte que caminaba y que esperaba,
tormentosamente, su renacimiento y su salud.
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