jueves, 9 de mayo de 2024

Una palabra tuya

Félix J. Palma

 

–Podrías aprovechar el fin de semana para arreglar la lámpara del salón –sugirió Pilar, a modo de despedida.

Hubo un tiempo en que las despedidas eran otra cosa. Estaban hechas de abrazos inflamables y de besos que reventaban en la boca como cerezas mordidas, derramando en el paladar un jugo dulce que te consolaba mientras veías partir el tren. Había palabras sin refinar, surgidas directamente de lo profundo del alma, e incluso algún proyecto de lágrima que titilaba en la comisura del ojo sin llegar a caer, como si ambos considerásemos la momentánea separación como una afrenta injusta que no creíamos merecer. Pero habían bastado cinco años de matrimonio para que las reuniones empresariales a las que Pilar debía asistir cada mes perdiesen todo su dramatismo. Las despedidas las resolvíamos ahora sin aspavientos en el salón de casa. Parecía como si, a pesar de que la maleta llevaba casi una hora colocada junto a la puerta, ninguno sospechara lo que iba a ocurrir hasta que oíamos el claxon del taxista; entonces, aliviados de no disponer de tiempo para más, nos apresurábamos a despedirnos con un abrazo casi oficial, durante el que Pilar aprovechaba inevitablemente para reprobar mi pereza doméstica: si no era la lámpara del salón, era cualquier otra cosa. En realidad, no había diferencia entre arreglarla o no, pues siempre habría alguna engorrosa tarea por solventar que me impediría mostrarme ante ella libre de pecado.

–No olvides recoger a la niña a las siete –me recordó junto a la puerta, antes de apedrearme los labios con un beso urgente.

Me asomé a la terraza para verla subir al taxi. Desde el sexto piso, el mundo me parecía siempre un confuso hormiguero, proclive a ser examinado con el desapego de una divinidad o un francotirador. Tal vez por eso, contemplando a Pilar desde las alturas, mientras el taxista se esforzaba en introducir su equipaje en el maletero, me dio por preguntarme si todavía la quería. Era triste formularse aquella pregunta a sus espaldas, aunque era aún más triste no poder contestarla de inmediato, que la respuesta, cualquiera que fuese, no surgiese de manera espontánea, como una certeza instintiva, animal, sino que sólo pudiese ser el resultado de una ardua exploración interior que siempre terminaba posponiendo para algún momento mejor. Pero era difícil encontrar en el vértigo de los días un par de horas muertas para tan prolijo chequeo. De los tres últimos años, además, no podía extraerse ninguna conclusión fiable, pues ni siquiera podían evaluarse junto con los anteriores, ya que la irrupción de Sarita en nuestras vidas había tenido el efecto de un moderado cataclismo. El mapa de nuestro firmamento sentimental sufrió de súbito una reordenación: la niña se convirtió en la refulgente estrella alrededor de la que ambos orbitábamos sumisamente, una pequeña tirana que nos neutralizaba como pareja, obligándonos a expresar nuestro amor a través de ella misma, como dos ventrílocuos torpes. Durante este último periodo, por tanto, se hacía imposible distinguir la fatiga amorosa del cansancio que nos provocaba ejercer de padres a jornada completa.

Despedí al taxi con un gesto de la mano que pasó desapercibido al mundo, y volví dentro, disgustado conmigo mismo por haberme formulado aquella pregunta improcedente. Lo cierto era que antes habría dado mi vida por ella, sencillamente, y ahora era incapaz de arreglarle la lámpara. Por probar suerte, pulsé el averiado interruptor varias veces, y contemplé con suspicacia la lámpara, que colgaba del techo como un racimo de cristal, negándonos su luz. Quizá sólo se tratase de desmontar el enchufe y ajustar algún cable suelto, me dije esperanzado, al tiempo que consultaba el reloj, comprobando que todavía faltaban dos horas para recoger a Sarita. Y supe, con la clarividencia con la que se saben esas cosas, que era ahora o nunca. Si no buscaba las herramientas y me ponía a ello esa tarde, ya jamás la arreglaría. Así de sencillo. Y no habría jornada en nuestras vidas en la que Pilar no entrara en el salón y soltara una blasfemia al realizar el gesto mecánico de encender la luz, una maldición que acabaría coronando los días malos y amargando los buenos, un reproche a mi dejadez que acaso podría formularse en cualquier momento, como un comodín. Un zumbido perpetuo, en fin, que nos impediría ser completamente felices. ¿Era eso lo que quería?

Sin darme tiempo a arrepentirme, me dirigí al trastero en busca de mis herramientas. El cuartucho de los trastos se encontraba junto a la cocina, en el ala de la casa orientada al patio interior, de donde se filtraba siempre una luz roñosa, como destilada por un sol más barato que el que iluminaba la fachada exterior. Fue el trastero lo que nos hizo decidirnos por aquel piso, conscientes de que, en su andadura por el mundo, el hombre no hace sino acumular cosas contra su voluntad, como si toda existencia produjese inevitablemente una excreción de electrodomésticos averiados, zapatos viejos, latas de pintura nunca del todo vacías o misteriosas madejas de cables. El trastero apenas era mayor que un ascensor, pero disponía de ventilación gracias a un pequeño ventanuco que daba al patio, y la puerta se abría hacia fuera, lo que permitía aprovechar al máximo su espacio. Lo abrí y permanecí un rato contemplando con inquietud el rebujo de cachivaches que desbordaba las baldas de su interior. ¿Qué habría sido antes, el trastero o los trastos?, me pregunté mientras me remangaba la camisa, preparándome para hozar entre aquellos desperdicios. Nada más aventurarme en su interior, me golpeé en la rodilla con la tabla de planchar, ese utensilio cuya principal virtud es estar siempre en medio. La aparté a un lado con violencia, pero al no acomodarla debidamente, enseguida perdió el equilibrio y volvió a inclinarse sobre mí, como un compadre borracho. Comprendiendo que no iba a dejar de incordiarme, la saqué fuera, apoyándola bruscamente contra la pared de la cocina; luego volví dentro y reanudé la inspección.

Empecé a mover objetos cuya función en nuestras vidas, si es que alguna vez la habían tenido, ahora no lograba dilucidar. Fue justo en el momento de encontrar la caja de herramientas cuando oí el golpe. El ruido a mis espaldas me hizo girarme sobresaltado, a tiempo de ver cómo alguien cerraba la puerta del trastero desde fuera. Durante unos segundos quedé paralizado, imaginando la presencia de algún intruso en la cocina, antes de comprender que aquel porrazo debía de haberlo provocado la maldita tabla de planchar al caer sobre la puerta. Decidido a arrojarla sin miramientos por la terraza, tomé el picaporte e intenté abrir. Me desconcertó encontrar resistencia. Probé varias veces, sin entender qué ocurría, hasta que mi mente me ofreció lo que yo no podía ver: la absurda imagen de la tabla de la plancha atravesada en el pasillo, con el morro clavado bajo el picaporte y la parte trasera contra la pared de la cocina, como un remedo casero de esas estacas que se utilizaban para reforzar las puertas de los castillos durante los asaltos. Comprender lo que ocurría me tranquilizó, como si el hecho de que fuese la tabla lo que me impedía salir añadiera al incidente un aire de irrealidad que le restaba dramatismo, convirtiéndolo en un simpático episodio fácilmente solucionable. Pero un par de nuevos e infructuosos intentos me bastaron para comprender que, por ridículo que resultase, la tabla de la plancha me había dejado encerrado en el trastero.

Necesité varios minutos para digerirlo. Al principio, me negué a aceptar que aquello hubiese ocurrido realmente, y no pude sino limitarme a observar la puerta atrancada con escepticismo; luego, cuando asimilé el suceso, la emprendí a patadas contra ella durante un rato, y finalmente, una vez comprobé que la situación, aparte de absurda, era inamovible, suspiré hondo e intenté calmarme, pasando una mirada a mi alrededor con las manos metidas en los bolsillos, como un paseante que se detiene en mitad de un sendero a apreciar el paisaje. De acuerdo: estoy atrapado en el trastero, acepté.

Una vez asimilado tan insólito hecho, lo principal era no dejarse llevar por el pánico, a pesar de que un vistazo al reloj me reveló que debía encontrar la manera de escapar de allí con la mayor urgencia posible, pues apenas quedaba poco más de una hora para que Sarita saliese de su clase de manualidades. Imaginé a la niña al pie de la escalinata del colegio, oteando el horizonte con inquietud, esperando ver aparecer la figura paterna mientras apretaba en su manita la figurita de plastilina que había hecho esa tarde. ¿Cuánto tiempo puede esperar una niña de dos años y medio en el sitio del que su padre le ha dicho que jamás debe moverse? La imaginé asistiendo inmóvil a la llegada de la noche, y al nacimiento de un nuevo día, y al suceder de las estaciones. La imaginé creciendo en aquellas escaleras, recibiendo la menstruación, enamorándose del mendigo de la plaza, mientras aferraba con fuerza el muñequito de plastilina, lo único que permanecía inalterable, la única prueba que tenía de que todavía era una niña cuyo padre se retrasaba más de lo normal.

Sacudí la cabeza, disipando aquellos pensamientos: aún no estaba todo perdido. El padre de esa niña era un hombre de recursos. Contemplé la situación con frialdad. Grosso modo, tenía dos opciones: salir por mis propios medios o pedir ayuda. Lo primero exigía unas dotes de ingenio con las que no estaba seguro de contar, y dependía también, en gran medida, de los cachivaches que atesorara el trastero, cuyo examen se me antojaba lento y laborioso. La segunda opción parecía mucho más factible gracias al ventanuco que daba al patio. Utilizando una pequeña escalera que alguien había guardado allí en un gesto providencial, podía asomarme al patio y pedir socorro. En realidad, lo único que necesitaba era un alma caritativa que retirase la tabla de planchar, cosa bastante sencilla si yo fuese uno de esos hombres respetuosos con la tradición de esconder una llave bajo el felpudo. Pero mis llaves se encontraban en ese momento descansando sobre el recibidor de la entrada, ovilladas sobre una hojarasca de facturas y folletos publicitarios. Y dado que tanto los padres de Pilar como los míos vivían en el pueblo y que nunca habíamos tenido la precaución de premiar la confianza de algún amigo o vecino otorgándole un juego de llaves, la única persona para la que la puerta de mi apartamento no supondría ningún problema irresoluble era un cerrajero. Necesitaba, por tanto, rogarle a algún vecino que tuviese la amabilidad de avisar a uno.

Una vez subido en la escalerita, saqué la cabeza por la escotilla que semejaba el ventanuco. Largo y estrecho, el patio venía a ser el esfínter del edificio, el lugar secreto donde exponíamos nuestra ropa interior y desaguábamos las discusiones familiares. Contemplando aquel paisaje recóndito de ventanas y cañerías, lamenté no haber prestado mayor atención a los informes que Pilar me proporcionaba sobre nuestros vecinos, cuyas vidas iba completando poco a poco, con primor de bordadora, durante ascensores compartidos o encuentros en el vestíbulo. De haber sido así, ahora dispondría de un nombre que vociferar a través del patio, o al menos podría calcular a quiénes correspondían las ventanas. Pero yo nunca había mostrado interés por alternar con el resto de los moradores del inmueble; más bien me esforzaba por mantenerlos a raya con saludos escuetos y fieras sonrisas de dóberman, evitando que rebasaran su condición de sombras anónimas, como si ya no cupiese más gente en la fiesta de mi existencia. ¿De qué iba a servirme conversar con algún vecino en el ascensor, descubrir los repechos y declives de su alma torturada, cuando mi vida ya se encontraba lo suficientemente saturada de amistades como para tener que dedicarme al cultivo de otra más? Me daba pereza emprender de nuevo los ritos de la jardinería social, dilapidar mi escaso tiempo libre en riegos y fumigaciones, y en el fondo temía que la cortesía vecinal de mi mujer acabara cuajando en amistad con alguno de ellos, obligándonos a acoger en nuestras vidas un nuevo personaje secundario que vendría a sumarse a ese elenco de amigos y conocidos que los años van renovando. Ahora, sin embargo, necesitaba la ayuda de mis vecinos, aquellos fantasmas sin rostros.

La palabra “auxilio” me pareció la más apropiada para comunicar al mundo mi situación. Comencé a gritarla sin excesiva emoción, sintiéndome ridículo con la cabeza asomada al vacío, como el pajarito de un reloj de cuco. La repetí varias veces, siempre en un tono mesurado y poco convincente, como si deseara secretamente que nadie descubriese que me había quedado encerrado en mi propio trastero. Mi voz se despeñaba por el patio sin alterar su quietud. Cuando callaba, el silencio renacía aún más compacto y desolador. Aguzando el oído, escuchaba el borboteo ensimismado de alguna televisión, el desaguar de una cisterna, algún chirrido indescifrable… todos ellos sonidos débiles, como amortiguados por un hojaldre de tabiques. Consciente de que así no conseguiría atraer la atención de nadie, me obligué a subir el volumen de mi voz e imponerle un registro más dramático. Me apliqué a ello durante veinte minutos, cada vez más irritado por la escasa repercusión de mis gritos. ¿Qué le pasa?, preguntó de pronto una voz visiblemente enojada por encima de mi cabeza. Me revolví en la estrechez de la ventana, intentando sin éxito distinguir a mi interlocutor. Era una voz de mujer, y por su ubicación debía corresponder a la dueña de los tacones que algunas tardes oía repiquetear sobre mi techo, componiendo una ruta circular, como si la persona que los calzaba, pensaba yo mirando la lámpara con impaciencia, se dedicara a dar vueltas alrededor de un teléfono que no terminaba de sonar. Tratando de embridar el entusiasmo que me había producido el contacto con un ser humano, le expliqué mi situación evitando entrar en detalles. ¿Y qué quiere que yo haga?, la oí preguntar sin mostrar la menor sorpresa, diríase que con cierto cansancio, como si no esperase otra cosa de sus semejantes que el hecho de que estos se quedaran encerrados en sus trasteros. Tras aquel comentario, que me había sonado a pregunta retórica, temí que volviese dentro, desentendiéndose de mí, así que me apresuré a responderle; pensé en pedirle que avisara a un cerrajero, pero un vistazo al reloj me advirtió que debía cambiar el orden de mis prioridades. Necesito que vaya al colegio de la plaza a recoger a mi hija, grité. Se produjo un silencio de varios minutos. ¿A su hija?, preguntó al fin la mujer, con cierta cautela. Le expliqué que Sarita estaba a punto de salir de clase, y que si no me encontraba esperándola en la puerta del colegio se pondría nerviosa y era incluso posible que decidiese emprender por su cuenta el camino de regreso a casa, extraviándose o algo peor. A base de chillidos, le di su descripción –el cabello lacio y rubio de la madre, la mirada recelosa y esquiva del padre–, y le dije dónde encontrarla y el nombre de la profesora a la que debía buscar si había algún problema. Pensé también en comentarle lo del retraso de la niña, pero un prurito de intimidad familiar me disuadió de hacerlo. A fin de cuentas, ella podría achacar el silencio de Sarita a alguna profunda timidez frente a los desconocidos, y de todas formas, aquel dato no marcaría ninguna diferencia. Tras sopesarlo durante unos instantes, la mujer se comprometió a recoger a la niña y a llamar luego a un cerrajero. La oí marcharse, aliviado por haber resuelto la parte más delicada del problema. La mujer conocía la ubicación del colegio porque su hija también había estudiado allí, y estaba seguro de que Sarita, de temperamento dócil, casi indiferente, se dejaría conducir a casa por cualquiera que le ofreciera la mano, así que no debía existir ningún problema. En media hora volvería a escuchar la voz de la mujer a través del patio informándome de que todo había salido bien y que el cerrajero estaba en camino. Con un poco de suerte, Pilar no se enteraría de nada. Y Sarita, desgraciadamente, no podría chivarse.

Me senté sobre una caja y pensé en la niña. Sarita iba a cumplir tres años el mes próximo y aún no había dicho una sola palabra. Todos los especialistas consultados coincidían en lo mismo: aunque la mayoría de los niños comienzan a chapurrear palabras a los dos años, muchos otros lo hacen, sin que se sepan los motivos, durante el periodo comprendido entre los dos y los tres. Sarita no mostraba problemas auditivos ni psicomotores, y a pesar de su mudez se comunicaba correctamente con su entorno mediante gestos, por lo que presentaba un nivel intelectual acorde con su edad. Sólo si Sarita rebasaba la frontera de los tres años envuelta en aquel mutismo indestructible, podría considerarse su retraso como patológico, siendo aconsejable la intervención terapéutica. Inteligencia, dale el nombre exacto de las cosas, susurraba yo parafraseando al poeta al acunarla cada noche, porque temía que Sarita pretendiera sobrevivir en el mundo señalando las cosas con el dedo. Y lo pedía tanto por ella como por nosotros, sus amantísimos padres, que necesitábamos urgentemente oír una voz que precisara cuánto nos quería, pues sospechaba que no podríamos aguantar mucho más antes de culparnos el uno al otro por habernos negado lo mejor de la paternidad y condenarnos a aquella vida de titiriteros. Faltaban exactamente veintidós días para su cumpleaños, pero nada parecía anunciar que la niña nos sorprendiera un día balbuceando alguna palabra que nos hiciera a Pilar y a mí derramar al fin ese llanto que, como la mejor de las presas, íbamos acumulando en nuestro interior, sin atrevernos a liberarlo todavía para no revelar al otro que habíamos perdido la esperanza.

El aullido de la mujer a través del patio me arrancó de mis pensamientos. Al oírla gritar que la niña se encontraba con ella, sana y salva, sentí como si me administraran un poderoso calmante. En aquel momento más que en ningún otro deseé poder oír la voz de Sarita llamándome papá a través del patio, pero nuestra hija tenía “un retraso simple del habla”, vivía dentro de una crisálida de silencio. Y podría decirse que fue su silencio, aquel silencio sereno e inconfundible que irradiaba, lo que yo oí desde mi celda. Las lágrimas se agolparon tras mis ojos al imaginarme a Sarita junto a la mujer, mansa e intimidada por sus gritos, tratando de comprender por qué su padre la había dejado en manos de aquella desconocida.

Tras expresarle mi agradecimiento a la mujer, le pedí que avisara a un cerrajero y volví a sentarme lo más cómodo posible sobre la caja, armándome de paciencia. A medida que iban desgranándose los minutos, tomando consistencia de horas, empezó a prender en mi interior un odio intenso hacia la tabla de planchar, que tuve que sofocar una y otra vez diciéndome que algún día, tal vez rodeado de una corte de nietos en alguna cena de Navidad, podría confesar para regocijo de la concurrencia: ¿Sabéis que una vez me quedé encerrado en el trastero? Pero ahora, mientras esperaba al cerrajero, que parecía venir en algún vuelo desde Acapulco, no tenía demasiadas ganas de reír. Del patio se filtraba una arenisca de sonidos domésticos que anunciaba que los vecinos se preparaban para enfrentar la noche, y en el interior del trastero la vida se reducía a un saber estar tranquilo e indiferente.

De pronto, el silencio que sumía mi apartamento se vio alterado por el timbre del teléfono. Me levanté de la caja, a pesar de saber que no tenía ninguna posibilidad de contestar, como si seguir sentado supusiese una descortesía o una rendición absoluta a los acontecimientos. El teléfono emitió seis timbrazos, y luego enmudeció. Absurdamente pensé en las veces que habría sonado estando nosotros fuera, fascinado por esa doble vida que llevaba el teléfono. Pasaban unos minutos de las diez de la noche, por lo que no me resultó difícil adivinar que era Pilar quien había llamado para preguntar por Sarita, como solía hacer tras instalarse en el hotel. Del hecho de que no hubiese insistido, deduje además que mi mujer habría supuesto que yo había llevado a la niña a cenar a algún McDonalds. Era lo que acostumbraba a hacer casi siempre que nos quedábamos solos, para evitar aventurarme en el territorio inexplorado de la cocina, pero también con la secreta esperanza de que el cargante payaso que rondaba por allí obrara el milagro de hacerla proferir su primera frase: “Qué payaso más gilipollas”. Estaba seguro de que a su regreso, Pilar se enfadaría conmigo por haber vuelto a llevar a la niña a aquel maléfico templo de las calorías, pero no me cabía ninguna duda de que se enfadaría mucho más al conocer la auténtica realidad.

Por lo general, yo no soportaba aquellos chequeos de Pilar a través del teléfono, pues la mayoría de las veces se resolvían en una conversación idiota, pero ahora hubiese dado un brazo por haber podido oír su voz. La hubiese dejado hablar, aunque me relatara alguna estúpida incidencia del viaje o cualquier otra bobada, mientras disfrutaba de aquella voz que tan reconfortante y tentadora se volvía de noche, cuando reclamaba sus derechos matrimoniales. Recordé entonces que unas horas antes me había preguntado si la quería, y no había sabido responderle. Ahora disponía de todo el tiempo del mundo para buscar una respuesta. Estaba claro, reflexioné sentándome de nuevo sobre la caja, que mis síntomas no eran los mismos que al principio: ya no sentía el alma enaltecida, ni experimentaba al abrazarla esa mezcla de entusiasmo e incredulidad que me había embargado los primeros meses. Pero eso no significaba que ya no la amara, ni siquiera que no siguiese enamorado de ella, sólo revelaba que los efectos más superficiales y vistosos del enamoramiento habían remitido. Respetando el itinerario habitual, habíamos rebasado aquel primer estadio de atracción y embriaguez, alcanzando una nueva etapa evolutiva, durante la cual debíamos sobrevivirnos mutuamente sin ayuda de la magia. La rutina había convertido lo excepcional en cotidiano, y la convivencia nos había despojado de nuestro misterio, obligándonos a comparecer ante el otro como un ser predecible y sabido, sin el menor embrujo. ¿Cómo seguir considerando al otro una criatura sublime si cada día quedaba de manifiesto su lamentable puntería a la hora de enfrentar el inodoro o encontrábamos sus bragas tiradas en cualquier parte, como un atentado brutal contra el poder de la lencería? Pero a pesar de todo, ahora no podía dejar de pensar en ella, y lo hacía con esa nostalgia mitificadora con que se recuerda a alguien que conocimos algún verano perdido en el tiempo: recordaba cómo se desperezaba cada mañana, la bonanza de su cuerpo después del amor, su afán por entregarse a los demás sin exigir nada a cambio, con la misma generosa inconsciencia con que el mar dispone en la orilla su mercadillo de caracolas. Y eso sólo podía significar que la quería, que seguía amándola después de todos estos años, que seguiría queriéndola aunque nuestra hija permaneciera muda para siempre.

Contento de haber llegado a esa conclusión, coloqué los pies sobre varios botes de pintura, y me cubrí con una cortina polvorienta que encontré en una balda, como un califa de la basura. A medida que transcurría el tiempo, sin que ningún cerrajero viniese a perturbar mi encierro, empecé a aceptar que tendría que pasar la noche en el trastero. No era algo tan indigno, me animé. Después de todo, si allí hubiesen cabido un buey y una muía, aquel hubiese sido un sitio mucho mejor que un establo para parir a un mesías. Y tal vez fuera por la fatiga mental que sentía, pero a pesar de lo incómodo de la postura, el sueño no tardó en vencerme.

Me despertó el sonido de un objeto golpeando contra la ventana. Desorientado por haber despertado en un trastero, me acerqué al ventanuco y descubrí un pequeño canasto colgando de una cuerda. En su interior había un par de cruasanes envueltos en una servilleta, y una de esas pizarritas escolares, donde en letra de palo se leía: Buenos días. Aunque lento, aquel nuevo cauce de comunicación se adivinaba menos escandaloso y desesperante que los gritos. Devoré uno de los cruasanes con verdadera gula y, usando la tiza que la mujer había añadido al lote, escribí en la pizarra: Buenos días. ¿Llamó usted al cerrajero? Luego tiré levemente de la cuerda, a modo de aviso, y al poco el canasto comenzó a subir. Esperé a que la mujer escribiese la respuesta mordisqueando sin prisas el otro cruasán, examinando el patio, iluminado ahora por la suave claridad de la mañana, y preguntándome si Sarita habría pasado una buena noche. Tal vez para resarcirla por mi torpeza, cuando me sacaran de allí podría llevarla al parque de la esquina para que jugara con otros niños o arrojase migas de pan a los patos. Cuando el canasto volvió a descender finalmente hasta mí, tomé la pizarra y leí: ¿Para qué? No supe cómo tomarme aquella respuesta: ¿cómo que para qué? ¿Acaso no era obvio? ¿Había olvidado esa idiota que aún estaba encerrado en el trastero? Tomé la tiza y escribí: para poder subir a darte por el culo, pedazo de estúpida, pero tras un instante de reflexión, lo borré. No era conveniente granjearme la enemistad de la única persona que podía orquestar mi rescate. En lugar de eso, escribí: para que me saquen de aquí. Quiero volver con mi hija, y pegué un nuevo tironcito a la cuerda. Contemplé ascender la cesta con cierta inquietud, y aguardé su regreso dando vueltas en círculo en la angostura del trastero. Cuando oí el golpecito del canasto contra la ventana, corrí a por la pizarra. No se preocupe por la pequeña. Yo la cuidaré, leí. Solté la pizarra de nuevo en el canasto, sin poder creer lo que la mujer había escrito allí, y sentí cómo el pánico se desperezaba en mi interior, ramificándose lentamente por las cañadas de mi sistema nervioso, amenazando con velarme el pensamiento y convertirme en una marioneta del miedo.

Aquella respuesta no daba lugar a dudas: la mujer no sólo no iba a ayudarme a salir de allí, sino que pretendía robarme a mi hija, ocuparse de ella como si su padre hubiese muerto. Eso se llamaba secuestro. Me maldije por ser capaz de poner a Sarita en las manos de la primera persona que me hablase por una ventana, alguien mucho más peligroso que el payaso del McDonalds. ¿Estaba tratando con una desequilibrada? Recordé entonces que Pilar me había hablado alguna vez de una vecina del edificio que había perdido a su hija de apenas tres añitos, casi los mismos que Sarita tenía ahora, en circunstancias trágicas. No me acordaba del piso en el que vivía o del aspecto de la mujer, con la que habíamos coincidido alguna vez en las escaleras, lo único de aquella conversación que había encallado en mi memoria había sido la absurda muerte de la niña, que falleció aplastada por algún mueble que se soltó de la grúa de una mudanza, esa forma en la que uno cree que no muere nadie. Después de la grotesca tragedia, su matrimonio se fue a pique, y la mujer vivía ahora sola en el edificio, rumiando su dolor, al parecer sobre nuestras cabezas. Sin pretenderlo, yo la había animado a creer en la resurrección de los muertos. Contemplé entonces cómo la mujer comenzaba a subir el canasto. Ya no era necesaria ninguna réplica por mi parte. Ahora estaba todo dicho. ¡Auxilio!, empecé a gritar sacando la cabeza por el ventanuco, esta vez con verdadera convicción, ¡Ayúdenme, por favor. Tiene a mi hija! Mis gritos se desplomaban sin efecto patio abajo. Dejé de gritar al sentir el canastito golpearme en la cabeza. Quédese callado. No me obligue a hacerle daño a la niña, se leía en la pizarra.

La dejé en la cesta y volví dentro, espantado por los derroteros que habían tomado los acontecimientos. Efectivamente: estaba tratando con una desequilibrada. Ya no existía la menor duda. Dios sabe qué puede hacerle a la niña, me dije, sintiendo una mezcla de pavor e impotencia. Pero no podía derrumbarme. Ahora, más que nunca, se hacía necesario salir del maldito trastero. Volví a mirar a mi alrededor como si hasta ese momento no me hubiese tomado en serio escapar de allí. Escruté balda por balda, apartando todo objeto susceptible de ser empleado en una fuga. No había gran cosa: un manojo de cables, una lata de brea, un perchero viejo, un rollo de cinta de embalar, una caja de botellas de rioja, una tostadora. Miré y remiré aquel acopio de trastos, con la sospecha de que mi escasa inventiva me estaba privando de vislumbrar el ingenio escapista que podía construirse con esa chatarra. Lo único que me pareció de alguna utilidad fueron las seis botellas de vino: podía bebérmelas hasta perder la conciencia, o probar a colarlas por alguna ventana con un mensaje desesperado en su vientre, al modo de los náufragos, ya que por fortuna contaba con mi inseparable estilográfica y varios rollos de papel higiénico. Me decidí por esto último: garabateé un mensaje explicando con todo lujo de detalles mi dramática situación, rogando que llamaran a la policía –el cerrajero me la traía ya al fresco–, lo introduje en una botella, tras haber vaciado su contenido en una lata de pintura, y me asomé al ventanuco, considerando las tres ventolas donde existía alguna posibilidad de acertar. Según deduje recordando en un titánico esfuerzo nemotécnico los letreros de las terrazas y las placas del vestíbulo, una de ellas, la que se encontraba más a tiro, correspondía a la consulta de un sacamuelas, y otra a unas oficinas, por lo que al ser sábado, estarían vacías; la tercera ventana, que se hallaba una planta por encima de la mía, frente a la de la mujer que había secuestrado a Sarita, pertenecía, si mis cálculos eran ciertos, al piso de un jubilado viudo con el que alguna vez habíamos compartido ascensor. Se trataba de un anciano medroso y enclenque, tapizado siempre de negro, pero que nunca olvidaba bajar a la calle a por su pieza de pan y su racimo de uvas, por lo que sospeché que aún gustaba de involucrarse en la vida. Mi situación le brindaría la oportunidad de realizar un gesto heroico, de hacer algo socialmente productivo.

Mi primer lanzamiento, sin embargo, distó mucho de acertar en su ventana. Chasqueando la lengua, contemplé la botella hacerse añicos contra el muro, casi un metro a la derecha del objetivo, y caer hacia el fondo del patio con estrépito de granizo. Crucé los dedos, rezando porque mi guardiana no hubiese oído nada, y me apresuré a redactar un nuevo mensaje, este mucho más sucinto que el anterior. Volví a hacer puntería y lo lancé hacia su ventana. Yo fui el mayor sorprendido al ver cómo la botella entraba limpiamente por ella. Me imaginé al viejo sentado en su cocina, arrancando las uvas del racimo e introduciéndoselas en la boca con calculada parsimonia, dilatando lo más posible aquella labor que entretenía su soledad, la vista tal vez fija en alguna fotografía de su esposa, que lo aguardaba en el nicho, preguntándose cuánta vida le quedaba por dilapidar a su marido antes de acomodar sus huesos junto a los suyos. Y de repente, mi botella irrumpiendo en la cocina, estrellándose a sus pies, encomendándole una última misión.

Aguardé acontecimientos sentado en la caja, aguzando el oído todo lo posible, por si detectaba algún sonido significativo que me anunciara que el vejestorio había pasado a la acción. Pero mi apartamento permanecía envuelto en un silencio de pirámide egipcia, sin que la autoritaria bota de ningún agente derrumbara su puerta. ¿Y el viejo? ¿Por qué no hacía algo? ¿Acaso no había visto la botella? De pronto, tras tres o cuatro horas de espera durante las cuales mis esperanzas de salir de allí habían empezado a extinguirse, mis oídos captaron el aullido de una sirena. Llegaba hasta mí muy débil, pero en la calle, donde realmente borboteaba la vida, debía resultar atronador. Me conmovió el aparato policial desplegado por los agentes de la ley, que parecían considerar mi situación como una emergencia de primer orden. Si todo salía bien, me encargaría personalmente de que al viejo nunca le faltasen uvas. Me preparé para oír el patadón que hiciera añicos mi puerta, y el trotecillo flexible y cauteloso de los agentes dispersándose por mi piso con las armas en ristre, como en la televisión, incluso los disparos de algún novato descargando su revólver contra la tabla de planchar, confundiéndola en la penumbra de la cocina con un intruso. Pero nadie derribó mi puerta. En su lugar, escuché cierto jaleo a través del patio, proveniente del piso del anciano. Me asomé al ventanuco, y aunque no alcancé a ver nada, sí pude distinguir con claridad una voz que anunciaba: Hemos llegado demasiado tarde: ya no hay nada que hacer. Y luego el sonido metálico e inconfundible de una camilla retirando un cuerpo. Volví dentro, tratando de entender lo que había sucedido. Pero no hizo falta. Al poco, el canasto volvió a golpear contra mi ventana. Don Servando estaba débil del corazón, leí en la pizarra. Junto a ella, encontré un trozo de papel higiénico garabateado con mi letra.

Volví dentro, demudado. Asesina, murmuré, maldita asesina. Y me senté en un rincón, demolido, sin fuerzas. ¿Cómo era posible que todo esto estuviese sucediendo realmente? Lloré durante casi una hora, incapaz de hacer otra cosa que culparme de la muerte del viejo y del calvario que debía estar padeciendo mi pobre hija. El llanto barrió toda la angustia de mi alma, invistiéndome de un profundo sosiego que me hizo contemplar con indiferencia cómo la luz de la tarde se iba haciendo cada vez más débil, hasta que volví a espolearme, diciéndome que tenía que escapar de allí, que Pilar no podía regresar y encontrarme en aquella absurda situación, deshecho y sin niña, vencido por una perturbada. ¿Pero cómo? Resultaba evidente que la vigilancia de la mujer era exhaustiva. La ayuda del exterior quedaba descartada. Si quería salir de allí, tendría que hacerlo solo. Me asomé al ventanuco y estudié las posibilidades. La ventana era demasiado angosta, pero tal vez pudiese escapar por ella, aunque fuera dejándome la piel literalmente en el intento. ¿Y luego? La distancia hacia el muro de enfrente era insalvable, así que sólo podía descender por mi pared, o más bien saltar al vacío, intentando asirme al tendedero de la vecina de abajo, ya que la tubería más próxima estaba demasiado lejos para poder alcanzarla. Si fallaba, que era lo más probable dada mi total inexperiencia en fugas arriesgadas y de cualquier otro tipo, me aguardaba una caída de seis plantas a la que evidentemente no sobreviviría. La otra opción era subir hacia el piso de mi carcelera, cosa que no parecía difícil si lograba alcanzar su tendedero, que lucía festoneado de bragas a unos dos metros por encima de mi cabeza. Volví dentro y observé el rebujo de trastos que había rescatado de las baldas. Se me ocurrió entonces que podía decapitar el perchero, y atar a su cornamenta, mediante varias vueltas con la cinta de embalar, una gruesa trenza de cables, fabricando una suerte de garfio pirata que pudiese enganchar en el tendedero; al final de la cuerda elaboraría, ayudándome nuevamente con la cinta de empaquetar, una especie de arnés de alpinista, para evitar caer hacia abajo si me fallaban las fuerzas en la escalada. Luego me desnudaría, dejándome únicamente el calzoncillo –tanto si me incrustaba contra la solería del patio como si tenía que discutir con la secuestradora, era preferible hacerlo sin mostrar las partes nobles–, y me embadurnaría de pies a cabeza con brea, facilitando así mi tránsito a través de la ventana. Yo mismo me sorprendí de haber sido capaz de idear un plan que conjugara todos aquellos cachivaches –si obviábamos la tostadora, a la que no lograba asignar una función en mi huida–, cosa que no había logrado hacer antes, pero me dije que aquello no se debía a que durante las últimas horas se me hubiese agudizado milagrosamente el ingenio, sino más bien a que antes ni se me hubiese pasado por la cabeza concebir un proyecto tan insensato. Pero ahora era un hombre desesperado, y un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa, hasta de colgarse en el vacío en calzoncillos con un garfio casero.

Lo preparé todo según el plan y luego me senté en la caja, desnudo y untado de brea hasta las cejas, dejando que la noche ahondara en la madrugada, para que el sueño venciera a mi carcelera, a la que imaginaba al acecho de mis movimientos. A las cinco de la madrugada, tras catorce intentos fallidos, el garfio consintió engancharse a las cuerdas del tendedero. A pesar de la brea, el acto de salir por el ventanuco tuvo visos de alumbramiento. Pero al fin, tras un último esfuerzo, me encontré colgando sobre la abisal oscuridad del patio, el braguero triturándome los testículos, escuchando cómo crujía el tendedero de la mujer allá en las alturas. No sabía cuánto resistiría mi peso aquella endeble estructura metálica, así que comencé a trepar por la cuerda lo más rápido que pude, impulsándome en el muro con los pies. Ascendí lenta y trabajosamente, pero sin dejarme dominar por el pánico. Era consciente de que si el tendedero cedía, ambos nos despeñaríamos patio abajo, pero la posibilidad de perder la vida no me inquietaba lo más mínimo, quizá porque había comprendido que no había diferencia entre morir o permanecer en el trastero hasta el regreso de Pilar. El rescate de Sarita merecía cualquier riesgo. Mi marido murió al caerse por un patio, tratando de salvar a mi hija, me imaginaba diciendo a Pilar en algún momento del futuro. ¿Y por qué lo hizo?, preguntaría alguien, ¿por qué no esperó a que lo sacaran? Y Pilar, sacudiendo la cabeza lentamente, diría: imagino que para que yo no lo culpara por no haber hecho todo lo que estaba en su mano. Porque de eso se trataba en el fondo. No sólo estaba haciendo de hombre–mosca para rescatar a mi hija, sino también para evitar que nadie pudiese reprocharme nunca que no lo hubiese intentado.

Lancé un profundo suspiro cuando finalmente mi mano aferró uno de los barrotes del tendedero. Me encaramé a él torpemente, tratando de armar el menor ruido posible al hacer equilibrio sobre sus cuerdas, y gané la ventana de la habitación a través de cual la secuestradora tendía la colada, un pequeño lavadero calcado al mío. Me desplomé sobre su suelo exhausto y sudoroso, deshaciéndome con un gesto de alivio del arnés que me prensaba los genitales. Lo he conseguido, susurré a modo de celebración para nadie, lo he conseguido. Me hubiese gustado que en ese preciso instante el tendedero se desplomase, añadiendo un mayor dramatismo a mi empresa, pero la estructura siguió allí, algo desmochada pero firme, exhibiendo su colección de bragas enormes, pringadas ahora de brea. Permanecí un rato tirado en el suelo, descansando del esfuerzo y permitiendo que mi vista se acostumbrara a la oscuridad reinante. ¿Y ahora?, me pregunté.

Dado que no esperaba realizar con éxito la primera parte de mi plan, ni siquiera había pensado en un modo de continuarlo. Pero lo había logrado, ahora me encontraba en su guarida, y a juzgar por el espeso silencio que sumía el piso, nadie se había percatado de mi llegada. Debía aprovechar esa ventaja. Me incorporé despacio, atravesé la cocina y me aventuré por el pasillo caminando casi de puntillas, notando cómo el corazón se me aceleraba. ¿Dónde se encontraría Sarita? La casa se hallaba totalmente a oscuras, pero por suerte su distribución era idéntica a la de la mía, por lo que no me resultó difícil orientarme.

Exploraba el salón a tientas, temiendo que la mujer estuviese agazapada en algún rincón y saltara sobre mí en cualquier momento, cuando un resplandor tenue llamó mi atención. Provenía de un dormitorio al final del pasillo, y hacia él me dirigí, sintiéndome como un espíritu neófito que intenta no tropezar al cruzar el túnel de la muerte. Empujé suavemente su puerta, que se encontraba entreabierta, preparado para cualquier cosa. Sarita me miró desde una cama de madera pintada de azul, donde estaba tumbada muy rígida, abrazada a un payaso de aspecto grotesco, como si alguien le hubiese dado la orden de que no se moviese de ahí. Al reconocerme, se incorporó con el semblante iluminado y exclamó: papá. Lo dijo de manera natural, espontánea, quizá sin ser consciente de que era la primera vez que hablaba, pero aquella palabra suya bastó para sanarme. La abracé envuelto en lágrimas, con la convicción de que nadie volvería a arrancarme de entre los brazos su tierno cuerpecito de gorrión, porque aquella criatura era mi hija y yo, como ella había proclamado al mundo, era su padre. La apreté contra mi pecho con dulzura y firmeza, sin saber quién se sentía más protegido, y tuve la sensación de que la abrazaba por primera vez, de que todos los abrazos anteriores habían sido ensayos, sondeos de la fragilidad de sus huesecitos, bosquejos a carboncillo de un abrazo definitivo que se pintaría en el futuro, cuando Sarita transigiera al fin a encogernos el corazón revelándonos el misterio de su voz.

Con la niña en los brazos, dejándome envolver en el aroma de su carne limpia de años, reparé en que nos encontrábamos en un dormitorio infantil. Sus paredes estaban pintadas con nubes y ositos, y en los rincones se amontonaban, como apilados en piras funerarias, todo tipo de muñecos y juguetes. Sentí un escalofrío al comprender que nos hallábamos en la habitación de una niña muerta. La mujer había sido incapaz de cambiarla, o tal vez había preferido dejarla así, como una suerte de museo a la memoria de su hija, la niña con aspecto de angelote que nos sonreía desde varios marcos, creciendo lenta, sin sospechar que jamás llegaría a besar a un muchacho, que jamás sería enfermera ni azafata de congresos ni siquiera una infeliz adicta a los barbitúricos y las telenovelas, porque su destino no era otro que ser aplastada por un mueble al cumplir los tres años.

Sin tiempo para lamentarlo como se merecía, cogí la mochila de Sarita y, apretando a la niña contra mi pecho, anuncié: volvemos a casa, hija. Me aventuré entonces por el pasillo con cautela, aliviado por poder abandonar aquella habitación con aire de sepulcro. Si lográbamos llegar hasta la puerta sin despertar a la mujer, todo sería más fácil. Luego, una vez en casa, sanos y salvos, sólo tendría que informar a la policía de lo sucedido y ellos se encargarían de arrestar a aquella perturbada. Pero apenas había dado un par de zancadas cuando una voz aflautada propuso: ¿Por qué no cantamos juntos? Me quedé paralizado, observando el payaso de aspecto monstruoso que Sarita llevaba todavía en los brazos, temerosa de soltarlo, y que en ese instante comenzaba a entonar una canción infantil. ¿Cómo se apaga esta mierda?, exclamé cacheando al muñeco, intentando poner fin a aquel jolgorio. Lo conseguí demasiado tarde, justo cuando una silueta enorme, armada con un cuchillo de carnicero, se recortó al final del corredor. Suelta a mi hija, cabrón, me ordenó alzando amenazadoramente el arma. Aunque apenas había luz, pude comprobar que la mujer poseía un cuerpo rotundo que se adivinaba complicado de manejar con una niña en los brazos, pero no por eso pensaba soltar a Sarita, que no dejaba de temblar ante la aparición. Imaginé a la mujer ahogando sus penas con helados y chocolatinas, fabricándose artesanalmente aquel cuerpo colosal que ahora obturaba el pasillo. Permanecimos en esa posición durante unos minutos angustiosos, midiéndonos en la penumbra como animales de monte. Hasta que la mujerona blandió el cuchillo y avanzó un paso hacia mí. He dicho que sueltes a mi… Creo que ninguno esperaba ver al muñeco de Sarita cruzar la oscuridad del pasillo en un vuelo torpe pero decidido. El horrible juguete, junto al que mi hija se había visto obligada a pasar la noche, impactó en la frente de la mujer con un golpe sordo, haciéndola trastabillar ligeramente. No lo dudé ni un momento y cargué contra ella a la carrera, protegiendo a la niña con mi cuerpo. La mujer recibió el impacto de mi hombro y se derrumbó hacia un lado, descolgando un cuadro en la caída. Alcancé la puerta de entrada tras tropezar con varios muebles, pero sin que Sarita sufriese ningún daño, y descorrí los cerrojos a manotazos, escuchando cómo la mujer se incorporaba mascullando amenazas. Una vez en el pasillo, que se encontraba medio iluminado por la primera claridad del día, corrí escaleras abajo, en dirección a mi casa. Sólo cuando llegué hasta la puerta recordé que no tenía llaves. Mierda, maldije. Dejé a Sarita en el suelo y me volví hacia las escaleras, resoplante y dolorido, pero decidido a enfrentarme a la mujer, cuyos pasos resonaban contra los peldaños. Entonces sentí que alguien me tiraba del calzoncillo. Papá. Llave, dijo Sarita, sacando de su mochila un manojo de llaves. Comprobé atónito que eran las llaves que yo le daba para jugar mientras intentábamos encestarle en la boca las cucharadas de papilla, aquel manojo que desapareció un buen día sin que pudiéramos explicarnos cómo, obligándome a hacer nuevas copias de las llaves de Pilar. Ese fin de semana estaba descubriendo que mi hija era una caja de sorpresas. Con dedos nerviosos, introduje la llave en la cerradura y logré abrir la puerta en el momento en que la mujerona aparecía trastabillando por el pasillo, enarbolando el cuchillo de cocina. Ahí te quedas, hija de puta, susurré cerrándole la puerta en las narices.

Nos derrumbamos sobre el sofá del salón profiriendo un suspiro de alivio, y así permanecí un largo rato, con la niña en el regazo, observando con un extraño alborozo cómo la luz del amanecer se filtraba por los ventanales, perfilando los muebles y las hojas de las plantas, mientras desde el pasillo me llegaban los cada vez más débiles golpes de la mujer contra mi puerta. Poco a poco, Sarita dejó de temblar y se fue quedando dormida, y yo aproveché para acostarla en su cama y acercarme al trastero a por mi ropa. Una vez vestido, espié por la mirilla para comprobar que, efectivamente, la mujer se había marchado. Había llegado la hora de llamar a la policía. Me dirigí al teléfono, pero antes de que pudiese marcar el número, el aparato empezó a sonar. Mis labios dibujaron una sonrisa cariñosa al escuchar la voz de Pilar, que llamaba desde un mundo más cuerdo para preguntar cómo estábamos. Iba a responderle que Sarita me había llamado papá cuando, a través de la ventana de la terraza, vi caer el cuerpo de la mujer. Como siempre, balbuceé con los ojos clavados en la ventana, sin acabar de creer lo que había visto. Me despedí de Pilar y me asomé a la terraza, para distinguir, seis plantas más abajo, el cuerpo de la vecina despanzurrado en la acera, sobre un clavel de sangre, rodeado de un grupo de madrugadores curiosos.

Estuve toda la mañana relatándole mi aventura a un par de agentes de la policía, que no sabían si reír o llorar ante todo aquel disparate, mientras mi hija dormía en el cuarto de al lado. Nunca supimos si la desdichada Francisca Melgar Dueñas, que así se llamaba la mujer, se suicidó arrojándose al vacío o pretendía entrar en mi casa descolgándose por la terraza. Hubiera sido más fácil por el patio. Tampoco importaba demasiado, pues su fin había sido el mismo. Para cuando Pilar llegó a casa, los agentes hacía rato que se habían marchado y el servicio de limpieza había logrado borrar de la acera la amapola que Francisca había pintado. ¿Ha pasado algo durante mi ausencia?, preguntó distraída, quitándose el abrigo. Sonreí, sin saber si informarla primero del infarto del viejo, del suicidio de la vecina, de lo mucho que la amaba o de que la inteligencia había otorgado al fin a nuestra hija el nombre exacto de las cosas, convirtiéndola en una niña normal y corriente, sin el menor “retraso simple del habla”. Pero Pilar se respondió a sí misma:

–Veo que todo sigue igual –dijo con visible hastío, tras pulsar el interruptor de la lámpara del salón. ¿Y quién era yo para discutírselo?

 

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