Félix J. Palma
–Podrías aprovechar el fin de semana para arreglar la
lámpara del salón –sugirió Pilar, a modo de despedida.
Hubo un tiempo en
que las despedidas eran otra cosa. Estaban hechas de abrazos inflamables y de besos
que reventaban en la boca como cerezas mordidas, derramando en el paladar un jugo
dulce que te consolaba mientras veías partir el tren. Había palabras sin refinar,
surgidas directamente de lo profundo del alma, e incluso algún proyecto de lágrima
que titilaba en la comisura del ojo sin llegar a caer, como si ambos considerásemos
la momentánea separación como una afrenta injusta que no creíamos merecer. Pero
habían bastado cinco años de matrimonio para que las reuniones empresariales a las
que Pilar debía asistir cada mes perdiesen todo su dramatismo. Las despedidas las
resolvíamos ahora sin aspavientos en el salón de casa. Parecía como si, a pesar
de
que la maleta llevaba casi una hora colocada junto a la puerta, ninguno sospechara
lo que iba a ocurrir hasta que oíamos el claxon del taxista; entonces, aliviados
de no disponer de tiempo para más, nos apresurábamos a despedirnos con un abrazo
casi oficial, durante el que Pilar aprovechaba inevitablemente para reprobar mi
pereza doméstica: si no era la lámpara del salón, era cualquier otra cosa. En realidad,
no había diferencia entre arreglarla o no, pues siempre habría alguna engorrosa
tarea por solventar que me impediría mostrarme ante ella libre de pecado.
–No olvides recoger a la niña a las siete –me recordó junto a la puerta,
antes de apedrearme los labios con un beso urgente.
Me asomé a la terraza para verla subir al taxi.
Desde el sexto piso, el mundo me parecía siempre un confuso hormiguero, proclive
a ser examinado con el desapego de una divinidad o un francotirador. Tal vez por
eso, contemplando a Pilar desde las alturas, mientras el taxista se esforzaba en
introducir su equipaje en el maletero, me dio por preguntarme si todavía la quería.
Era triste formularse aquella pregunta a sus espaldas, aunque era aún más triste
no poder contestarla de inmediato, que la respuesta, cualquiera que fuese, no surgiese
de manera espontánea, como una certeza instintiva, animal, sino que sólo pudiese
ser el resultado de una ardua exploración interior que siempre terminaba posponiendo
para algún momento mejor. Pero era difícil encontrar en el vértigo de los días un
par de horas muertas para tan prolijo chequeo. De los tres últimos años, además,
no podía extraerse ninguna conclusión fiable, pues ni siquiera podían evaluarse
junto con los anteriores, ya que la irrupción de Sarita en nuestras vidas había
tenido el efecto de un moderado cataclismo. El mapa de nuestro firmamento sentimental
sufrió de súbito una reordenación: la niña se convirtió en la refulgente estrella
alrededor de la que ambos orbitábamos sumisamente, una pequeña tirana que nos neutralizaba
como pareja, obligándonos a expresar nuestro amor a través de ella misma, como dos
ventrílocuos torpes. Durante este último periodo, por tanto, se hacía imposible
distinguir la fatiga amorosa del cansancio que nos provocaba ejercer de padres a
jornada completa.
Despedí al taxi con un gesto de la mano que pasó desapercibido al mundo,
y volví dentro, disgustado conmigo mismo por haberme formulado aquella pregunta
improcedente. Lo cierto era que antes habría dado mi vida por ella, sencillamente,
y ahora era incapaz de arreglarle la lámpara. Por probar suerte, pulsé el averiado
interruptor varias veces, y contemplé con suspicacia la lámpara, que colgaba del
techo como un racimo de cristal, negándonos su luz. Quizá sólo se tratase de desmontar
el enchufe y ajustar algún cable suelto, me dije esperanzado, al tiempo que consultaba
el reloj, comprobando que todavía faltaban dos horas para recoger a Sarita. Y supe,
con la clarividencia con la que se saben esas cosas, que era ahora o nunca. Si no
buscaba las herramientas y me ponía a ello esa tarde, ya jamás la arreglaría. Así
de sencillo. Y no habría jornada en nuestras vidas en la que Pilar no entrara en
el salón y soltara una blasfemia al realizar el gesto mecánico de encender la luz,
una maldición que acabaría coronando los días malos y amargando los buenos, un reproche
a mi dejadez que acaso podría formularse en cualquier momento, como un comodín.
Un zumbido perpetuo, en fin, que nos impediría ser completamente felices. ¿Era eso
lo que quería?
Sin darme tiempo a arrepentirme, me dirigí al trastero en busca de mis herramientas.
El cuartucho de los trastos se encontraba junto a la cocina, en el ala de la casa
orientada al patio interior, de donde se filtraba siempre una luz roñosa, como destilada
por un sol más barato que el que iluminaba la fachada exterior. Fue el trastero
lo que nos hizo decidirnos por aquel piso, conscientes de que, en su andadura por
el mundo, el hombre no hace sino acumular cosas contra su voluntad, como si toda
existencia produjese inevitablemente una excreción de electrodomésticos averiados,
zapatos viejos, latas de pintura nunca del todo vacías o misteriosas madejas de
cables. El trastero apenas era mayor que un ascensor, pero disponía de ventilación
gracias a un pequeño ventanuco que daba al patio, y la puerta se abría hacia fuera,
lo que permitía aprovechar al máximo su espacio. Lo abrí y permanecí un rato contemplando
con inquietud el rebujo de cachivaches que desbordaba las baldas de su interior.
¿Qué habría sido antes, el trastero o los trastos?, me pregunté mientras me remangaba
la camisa, preparándome para hozar entre aquellos desperdicios. Nada más aventurarme
en su interior, me golpeé en la rodilla con la tabla de planchar, ese utensilio
cuya principal virtud es estar siempre en medio. La aparté a un lado con violencia,
pero al no acomodarla debidamente, enseguida perdió el equilibrio y volvió a inclinarse
sobre mí, como un compadre borracho. Comprendiendo que no iba a dejar de incordiarme,
la saqué fuera, apoyándola bruscamente contra la pared de la cocina; luego volví
dentro y reanudé la inspección.
Empecé a mover objetos cuya función en nuestras vidas, si es que alguna vez
la habían tenido, ahora no lograba dilucidar. Fue justo en el momento de encontrar
la caja de herramientas cuando oí el golpe. El ruido a mis espaldas me hizo girarme
sobresaltado, a tiempo de ver cómo alguien cerraba la puerta del trastero desde
fuera. Durante unos segundos quedé paralizado, imaginando la presencia de algún
intruso en la cocina, antes de comprender que aquel porrazo debía de haberlo provocado
la maldita tabla de planchar al caer sobre la puerta. Decidido a arrojarla sin miramientos
por la terraza, tomé el picaporte e intenté abrir. Me desconcertó encontrar resistencia.
Probé varias veces, sin entender qué ocurría, hasta que mi mente me ofreció lo que
yo no podía ver: la absurda imagen de la tabla de la plancha atravesada en el pasillo,
con el morro clavado bajo el picaporte y la parte trasera contra la pared de la
cocina, como un remedo casero de esas estacas que se utilizaban para reforzar las
puertas de los castillos durante los asaltos. Comprender lo que ocurría me tranquilizó,
como si el hecho de que fuese la tabla lo que me impedía salir añadiera al incidente
un aire de irrealidad que le restaba dramatismo, convirtiéndolo en un simpático
episodio fácilmente solucionable. Pero un par de nuevos e infructuosos intentos
me bastaron para comprender que, por ridículo que resultase, la tabla de la plancha
me había dejado encerrado en el trastero.
Necesité varios minutos para digerirlo. Al principio, me negué a aceptar
que aquello hubiese ocurrido realmente, y no pude sino limitarme a observar la puerta
atrancada con escepticismo; luego, cuando asimilé el suceso, la emprendí a patadas
contra ella durante un rato, y finalmente, una vez comprobé que la situación, aparte
de absurda, era inamovible, suspiré hondo e intenté calmarme, pasando una mirada
a mi alrededor con las manos metidas en los bolsillos, como un paseante que se detiene
en mitad de un sendero a apreciar el paisaje. De acuerdo: estoy atrapado en el trastero,
acepté.
Una vez asimilado tan insólito hecho, lo principal era no dejarse llevar
por el pánico, a pesar de que un vistazo al reloj me reveló que debía encontrar
la manera de escapar de allí con la mayor urgencia posible, pues apenas quedaba
poco más de una hora para que Sarita saliese de su clase de manualidades. Imaginé
a la niña al pie de la escalinata del colegio, oteando el horizonte con inquietud,
esperando ver aparecer la figura paterna mientras apretaba en su manita la figurita
de plastilina que había hecho esa tarde. ¿Cuánto tiempo puede esperar una niña de
dos años y medio en el sitio del que su padre le ha dicho que jamás debe moverse?
La imaginé asistiendo inmóvil a la llegada de la noche, y al nacimiento de un nuevo
día, y al suceder de las estaciones. La imaginé creciendo en aquellas escaleras,
recibiendo la menstruación, enamorándose del mendigo de la plaza, mientras aferraba
con fuerza el muñequito de plastilina, lo único que permanecía inalterable, la única
prueba que tenía de que todavía era una niña cuyo padre se retrasaba más de lo normal.
Sacudí la cabeza, disipando aquellos pensamientos: aún no estaba todo perdido.
El padre de esa niña era un hombre de recursos. Contemplé la situación con frialdad.
Grosso modo, tenía dos opciones: salir por mis propios medios o pedir ayuda.
Lo primero exigía unas dotes de ingenio con las que no estaba seguro de contar,
y dependía también, en gran medida, de los cachivaches que atesorara el trastero,
cuyo examen se me antojaba lento y laborioso. La segunda opción parecía mucho más
factible gracias al ventanuco que daba al patio. Utilizando una pequeña escalera
que alguien había guardado allí en un gesto providencial, podía asomarme al patio
y pedir socorro. En realidad, lo único que necesitaba era un alma caritativa que
retirase la tabla de planchar, cosa bastante sencilla si yo fuese uno de esos hombres
respetuosos con la tradición de esconder una llave bajo el felpudo. Pero mis llaves
se encontraban en ese momento descansando sobre el recibidor de la entrada, ovilladas
sobre una hojarasca de facturas y folletos publicitarios. Y dado que tanto los padres
de Pilar como los míos vivían en el pueblo y que nunca habíamos tenido la precaución
de premiar la confianza de algún amigo o vecino otorgándole un juego de llaves,
la única persona para la que la puerta de mi apartamento no supondría ningún problema
irresoluble era un cerrajero. Necesitaba, por tanto, rogarle a algún vecino que
tuviese la amabilidad de avisar a uno.
Una vez subido en la escalerita, saqué la cabeza por la escotilla que semejaba
el ventanuco. Largo y estrecho, el patio venía a ser el esfínter del edificio, el
lugar secreto donde exponíamos nuestra ropa interior y desaguábamos las discusiones
familiares. Contemplando aquel paisaje recóndito de ventanas y cañerías, lamenté
no haber prestado mayor atención a los informes que Pilar me proporcionaba sobre
nuestros vecinos, cuyas vidas iba completando poco a poco, con primor de bordadora,
durante ascensores compartidos o encuentros en el vestíbulo. De haber sido así,
ahora dispondría de un nombre que vociferar a través del patio, o al menos podría
calcular a quiénes correspondían las ventanas. Pero yo nunca había mostrado interés
por alternar con el resto de los moradores del inmueble; más bien me esforzaba por
mantenerlos a raya con saludos escuetos y fieras sonrisas de dóberman, evitando
que rebasaran su condición de sombras anónimas, como si ya no cupiese más gente
en la fiesta de mi existencia. ¿De qué iba a servirme conversar con algún vecino
en el ascensor, descubrir los repechos y declives de su alma torturada, cuando mi
vida ya se encontraba lo suficientemente saturada de amistades como para tener que
dedicarme al cultivo de otra más? Me daba pereza emprender de nuevo los ritos de
la jardinería social, dilapidar mi escaso tiempo libre en riegos y fumigaciones,
y en el fondo temía que la cortesía vecinal de mi mujer acabara cuajando en amistad
con alguno de ellos, obligándonos a acoger en nuestras vidas un nuevo personaje
secundario que vendría a sumarse a ese elenco de amigos y conocidos que los años
van renovando. Ahora, sin embargo, necesitaba la ayuda de mis vecinos, aquellos
fantasmas sin rostros.
La palabra “auxilio” me pareció la más apropiada para comunicar al mundo
mi situación. Comencé a gritarla sin excesiva emoción, sintiéndome ridículo con
la cabeza asomada al vacío, como el pajarito de un reloj de cuco. La repetí varias
veces, siempre en un tono mesurado y poco convincente, como si deseara secretamente
que nadie descubriese que me había quedado encerrado en mi propio trastero. Mi voz
se despeñaba por el patio sin alterar su quietud. Cuando callaba, el silencio renacía
aún más compacto y desolador. Aguzando el oído, escuchaba el borboteo ensimismado
de alguna televisión, el desaguar de una cisterna, algún chirrido indescifrable…
todos ellos sonidos débiles, como amortiguados por un hojaldre de tabiques. Consciente
de que así no conseguiría atraer la atención de nadie, me obligué a subir el volumen
de mi voz e imponerle un registro más dramático. Me apliqué a ello durante veinte
minutos, cada vez más irritado por la escasa repercusión de mis gritos. ¿Qué le
pasa?, preguntó de pronto una voz visiblemente enojada por encima de mi cabeza.
Me revolví en la estrechez de la ventana, intentando sin éxito distinguir a mi interlocutor.
Era una voz de mujer, y por su ubicación debía corresponder a la dueña de los tacones
que algunas tardes oía repiquetear sobre mi techo, componiendo una ruta circular,
como si la persona que los calzaba, pensaba yo mirando la lámpara con impaciencia,
se dedicara a dar vueltas alrededor de un teléfono que no terminaba de sonar. Tratando
de embridar el entusiasmo que me había producido el contacto con un ser humano,
le expliqué mi situación evitando entrar en detalles. ¿Y qué quiere que yo haga?,
la oí preguntar sin mostrar la menor sorpresa, diríase que con cierto cansancio,
como si no esperase otra cosa de sus semejantes que el hecho de que estos se quedaran
encerrados en sus trasteros. Tras aquel comentario, que me había sonado a pregunta
retórica, temí que volviese dentro, desentendiéndose de mí, así que me apresuré
a responderle; pensé en pedirle que avisara a un cerrajero, pero un vistazo al reloj
me advirtió que debía cambiar el orden de mis prioridades. Necesito que vaya al
colegio de la plaza a recoger a mi hija, grité. Se produjo un silencio de varios
minutos. ¿A su hija?, preguntó al fin la mujer, con cierta cautela. Le expliqué
que Sarita estaba a punto de salir de clase, y que si no me encontraba esperándola
en la puerta del colegio se pondría nerviosa y era incluso posible que decidiese
emprender por su cuenta el camino de regreso a casa, extraviándose o algo peor.
A base de chillidos, le di su descripción –el cabello lacio y rubio de la madre,
la mirada recelosa y esquiva del padre–, y le dije dónde encontrarla y el nombre
de la profesora a la que debía buscar si había algún problema. Pensé también en
comentarle lo del retraso de la niña, pero un prurito de intimidad familiar me disuadió
de hacerlo. A fin de cuentas, ella podría achacar el silencio de Sarita a alguna
profunda timidez frente a los desconocidos, y de todas formas, aquel dato no marcaría
ninguna diferencia. Tras sopesarlo durante unos instantes, la mujer se comprometió
a recoger a la niña y a llamar luego a un cerrajero. La oí marcharse, aliviado por
haber resuelto la parte más delicada del problema. La mujer conocía la ubicación
del colegio porque su hija también había estudiado allí, y estaba seguro de que
Sarita, de temperamento dócil, casi indiferente, se dejaría conducir a casa por
cualquiera que le ofreciera la mano, así que no debía existir ningún problema. En
media hora volvería a escuchar la voz de la mujer a través del patio informándome
de que todo había salido bien y que el cerrajero estaba en camino. Con un poco de
suerte, Pilar no se enteraría de nada. Y Sarita, desgraciadamente, no podría chivarse.
Me senté sobre una caja y pensé en la niña. Sarita iba a cumplir tres años
el mes próximo y aún no había dicho una sola palabra. Todos los especialistas consultados
coincidían en lo mismo: aunque la mayoría de los niños comienzan a chapurrear palabras
a los dos años, muchos otros lo hacen, sin que se sepan los motivos, durante el
periodo comprendido entre los dos y los tres. Sarita no mostraba problemas auditivos
ni psicomotores, y a pesar de su mudez se comunicaba correctamente con su entorno
mediante gestos, por lo que presentaba un nivel intelectual acorde con su edad.
Sólo si Sarita rebasaba la frontera de los tres años envuelta en aquel mutismo indestructible,
podría considerarse su retraso como patológico, siendo aconsejable la intervención
terapéutica. Inteligencia, dale el nombre exacto de las cosas, susurraba yo parafraseando
al poeta al acunarla cada noche, porque temía que Sarita pretendiera sobrevivir
en el mundo señalando las cosas con el dedo. Y lo pedía tanto por ella como por
nosotros, sus amantísimos padres, que necesitábamos urgentemente oír una voz que
precisara cuánto nos quería, pues sospechaba que no podríamos aguantar mucho más
antes de culparnos el uno al otro por habernos negado lo mejor de la paternidad
y condenarnos a aquella vida de titiriteros. Faltaban exactamente veintidós días
para su cumpleaños, pero nada parecía anunciar que la niña nos sorprendiera un día
balbuceando alguna palabra que nos hiciera a Pilar y a mí derramar al fin ese llanto
que, como la mejor de las presas, íbamos acumulando en nuestro interior, sin atrevernos
a liberarlo todavía para no revelar al otro que habíamos perdido la esperanza.
El aullido de la mujer a través del patio me arrancó de mis pensamientos.
Al oírla gritar que la niña se encontraba con ella, sana y salva, sentí como si
me administraran un poderoso calmante. En aquel momento más que en ningún otro deseé
poder oír la voz de Sarita llamándome papá a través del patio, pero nuestra hija
tenía “un retraso simple del habla”, vivía dentro de una crisálida de silencio.
Y podría decirse que fue su silencio, aquel silencio sereno e inconfundible que
irradiaba, lo que yo oí desde mi celda. Las lágrimas se agolparon tras mis ojos
al imaginarme a Sarita junto a la mujer, mansa e intimidada por sus gritos, tratando
de comprender por qué su padre la había dejado en manos de aquella desconocida.
Tras expresarle mi agradecimiento a la mujer, le pedí que avisara a un cerrajero
y volví a sentarme lo más cómodo posible sobre la caja, armándome de paciencia.
A medida que iban desgranándose los minutos, tomando consistencia de horas, empezó
a prender en mi interior un odio intenso hacia la tabla de planchar, que tuve que
sofocar una y otra vez diciéndome que algún día, tal vez rodeado de una corte de
nietos en alguna cena de Navidad, podría confesar para regocijo de la concurrencia:
¿Sabéis que una vez me quedé encerrado en el trastero? Pero ahora, mientras esperaba
al cerrajero, que parecía venir en algún vuelo desde Acapulco, no tenía demasiadas
ganas de reír. Del patio se filtraba una arenisca de sonidos domésticos que anunciaba
que los vecinos se preparaban para enfrentar la noche, y en el interior del trastero
la vida se reducía a un saber estar tranquilo e indiferente.
De pronto, el silencio que sumía mi apartamento se vio alterado por el timbre
del teléfono. Me levanté de la caja, a pesar de saber que no tenía ninguna posibilidad
de contestar, como si seguir sentado supusiese una descortesía o una rendición absoluta
a los acontecimientos. El teléfono emitió seis timbrazos, y luego enmudeció. Absurdamente
pensé en las veces que habría sonado estando nosotros fuera, fascinado por esa doble
vida que llevaba el teléfono. Pasaban unos minutos de las diez de la noche, por
lo que no me resultó difícil adivinar que era Pilar quien había llamado para preguntar
por Sarita, como solía hacer tras instalarse en el hotel. Del hecho de que no hubiese
insistido, deduje además que mi mujer habría supuesto que yo había llevado a la
niña a cenar a algún McDonalds. Era lo que acostumbraba a hacer casi siempre que
nos quedábamos solos, para evitar aventurarme en el territorio inexplorado de la
cocina, pero también con la secreta esperanza de que el cargante payaso que rondaba
por allí obrara el milagro de hacerla proferir su primera frase: “Qué payaso más
gilipollas”. Estaba seguro de que a su regreso, Pilar se enfadaría conmigo por haber
vuelto a llevar a la niña a aquel maléfico templo de las calorías, pero no me cabía
ninguna duda de que se enfadaría mucho más al conocer la auténtica realidad.
Por lo general, yo no soportaba aquellos chequeos de Pilar a través del teléfono,
pues la mayoría de las veces se resolvían en una conversación idiota, pero ahora
hubiese dado un brazo por haber podido oír su voz. La hubiese dejado hablar, aunque
me relatara alguna estúpida incidencia del viaje o cualquier otra bobada, mientras
disfrutaba de aquella voz que tan reconfortante y tentadora se volvía de noche,
cuando reclamaba sus derechos matrimoniales. Recordé entonces que unas horas antes
me había preguntado si la quería, y no había sabido responderle. Ahora disponía
de todo el tiempo del mundo para buscar una respuesta. Estaba claro, reflexioné
sentándome de nuevo sobre la caja, que mis síntomas no eran los mismos que al principio:
ya no sentía el alma enaltecida, ni experimentaba al abrazarla esa mezcla de entusiasmo
e incredulidad que me había embargado los primeros meses. Pero eso no significaba
que ya no la amara, ni siquiera que no siguiese enamorado de ella, sólo revelaba
que los efectos más superficiales y vistosos del enamoramiento habían remitido.
Respetando el itinerario habitual, habíamos rebasado aquel primer estadio de atracción
y embriaguez, alcanzando una nueva etapa evolutiva, durante la cual debíamos sobrevivirnos
mutuamente sin ayuda de la magia. La rutina había convertido lo excepcional en cotidiano,
y la convivencia nos había despojado de nuestro misterio, obligándonos a comparecer
ante el otro como un ser predecible y sabido, sin el menor embrujo. ¿Cómo seguir
considerando al otro una criatura sublime si cada día quedaba de manifiesto su lamentable
puntería a la hora de enfrentar el inodoro o encontrábamos sus bragas tiradas en
cualquier parte, como un atentado brutal contra el poder de la lencería? Pero a
pesar de todo, ahora no podía dejar de pensar en ella, y lo hacía con esa nostalgia
mitificadora con que se recuerda a alguien que conocimos algún verano perdido en
el tiempo: recordaba cómo se desperezaba cada mañana, la bonanza de su cuerpo después
del amor, su afán por entregarse a los demás sin exigir nada a cambio, con la misma
generosa inconsciencia con que el mar dispone en la orilla su mercadillo de caracolas.
Y eso sólo podía significar que la quería, que seguía amándola después de todos
estos años, que seguiría queriéndola aunque nuestra hija permaneciera muda para
siempre.
Contento de haber llegado a esa conclusión, coloqué los pies sobre varios
botes de pintura, y me cubrí con una cortina polvorienta que encontré en una balda,
como un califa de la basura. A medida que transcurría el tiempo, sin que ningún
cerrajero viniese a perturbar mi encierro, empecé a aceptar que tendría que pasar
la noche en el trastero. No era algo tan indigno, me animé. Después de todo, si
allí hubiesen cabido un buey y una muía, aquel hubiese sido un sitio mucho mejor
que un establo para parir a un mesías. Y tal vez fuera por la fatiga mental que
sentía, pero a pesar de lo incómodo de la postura, el sueño no tardó en vencerme.
Me despertó el sonido de un objeto golpeando contra la ventana. Desorientado
por haber despertado en un trastero, me acerqué al ventanuco y descubrí un pequeño
canasto colgando de una cuerda. En su interior había un par de cruasanes envueltos
en una servilleta, y una de esas pizarritas escolares, donde en letra de palo se
leía: Buenos días. Aunque lento, aquel nuevo cauce de comunicación se adivinaba
menos escandaloso y desesperante que los gritos. Devoré uno de los cruasanes con
verdadera gula y, usando la tiza que la mujer había añadido al lote, escribí en
la pizarra: Buenos días. ¿Llamó usted al cerrajero? Luego tiré levemente de la cuerda,
a modo de aviso, y al poco el canasto comenzó a subir. Esperé a que la mujer escribiese
la respuesta mordisqueando sin prisas el otro cruasán, examinando el patio, iluminado
ahora por la suave claridad de la mañana, y preguntándome si Sarita habría pasado
una buena noche. Tal vez para resarcirla por mi torpeza, cuando me sacaran de allí
podría llevarla al parque de la esquina para que jugara con otros niños o arrojase
migas de pan a los patos. Cuando el canasto volvió a descender finalmente hasta
mí, tomé la pizarra y leí: ¿Para qué? No supe cómo tomarme aquella respuesta: ¿cómo
que para qué? ¿Acaso no era obvio? ¿Había olvidado esa idiota que aún estaba encerrado
en el trastero? Tomé la tiza y escribí: para poder subir a darte por el culo, pedazo
de estúpida, pero tras un instante de reflexión, lo borré. No era conveniente granjearme
la enemistad de la única persona que podía orquestar mi rescate. En lugar de eso,
escribí: para que me saquen de aquí. Quiero volver con mi hija, y pegué un nuevo
tironcito a la cuerda. Contemplé ascender la cesta con cierta inquietud, y aguardé
su regreso dando vueltas en círculo en la angostura del trastero. Cuando oí el golpecito
del canasto contra la ventana, corrí a por la pizarra. No se preocupe por la pequeña.
Yo la cuidaré, leí. Solté la pizarra de nuevo en el canasto, sin poder creer lo
que la mujer había escrito allí, y sentí cómo el pánico se desperezaba en mi interior,
ramificándose lentamente por las cañadas de mi sistema nervioso, amenazando con
velarme el pensamiento y convertirme en una marioneta del miedo.
Aquella respuesta no daba lugar a dudas: la mujer no sólo no iba a ayudarme
a salir de allí, sino que pretendía robarme a mi hija, ocuparse de ella como si
su padre hubiese muerto. Eso se llamaba secuestro. Me maldije por ser capaz de poner
a Sarita en las manos de la primera persona que me hablase por una ventana, alguien
mucho más peligroso que el payaso del McDonalds. ¿Estaba tratando con una desequilibrada?
Recordé entonces que Pilar me había hablado alguna vez de una vecina del edificio
que había perdido a su hija de apenas tres añitos, casi los mismos que Sarita tenía
ahora, en circunstancias trágicas. No me acordaba del piso en el que vivía o del
aspecto de la mujer, con la que habíamos coincidido alguna vez en las escaleras,
lo único de aquella conversación que había encallado en mi memoria había sido la
absurda muerte de la niña, que falleció aplastada por algún mueble que se soltó
de la grúa de una mudanza, esa forma en la que uno cree que no muere nadie. Después
de la grotesca tragedia, su matrimonio se fue a pique, y la mujer vivía ahora sola
en el edificio, rumiando su dolor, al parecer sobre nuestras cabezas. Sin pretenderlo,
yo la había animado a creer en la resurrección de los muertos. Contemplé entonces
cómo la mujer comenzaba a subir el canasto. Ya no era necesaria ninguna réplica
por mi parte. Ahora estaba todo dicho. ¡Auxilio!, empecé a gritar sacando la cabeza
por el ventanuco, esta vez con verdadera convicción, ¡Ayúdenme, por favor. Tiene
a mi hija! Mis gritos se desplomaban sin efecto patio abajo. Dejé de gritar al sentir
el canastito golpearme en la cabeza. Quédese callado. No me obligue a hacerle daño
a la niña, se leía en la pizarra.
La dejé en la cesta y volví dentro, espantado por los derroteros que habían
tomado los acontecimientos. Efectivamente: estaba tratando con una desequilibrada.
Ya no existía la menor duda. Dios sabe qué puede hacerle a la niña, me dije, sintiendo
una mezcla de pavor e impotencia. Pero no podía derrumbarme. Ahora, más que nunca,
se hacía necesario salir del maldito trastero. Volví a mirar a mi alrededor como
si hasta ese momento no me hubiese tomado en serio escapar de allí. Escruté balda
por balda, apartando todo objeto susceptible de ser empleado en una fuga. No había
gran cosa: un manojo de cables, una lata de brea, un perchero viejo, un rollo de
cinta de embalar, una caja de botellas de rioja, una tostadora. Miré y remiré aquel
acopio de trastos, con la sospecha de que mi escasa inventiva me estaba privando
de vislumbrar el ingenio escapista que podía construirse con esa chatarra. Lo único
que me pareció de alguna utilidad fueron las seis botellas de vino: podía bebérmelas
hasta perder la conciencia, o probar a colarlas por alguna ventana con un mensaje
desesperado en su vientre, al modo de los náufragos, ya que por fortuna contaba
con mi inseparable estilográfica y varios rollos de papel higiénico. Me decidí por
esto último: garabateé un mensaje explicando con todo lujo de detalles mi dramática
situación, rogando que llamaran a la policía –el cerrajero me la traía ya al fresco–,
lo introduje en una botella, tras haber vaciado su contenido en una lata de pintura,
y me asomé al ventanuco, considerando las tres ventolas donde existía alguna posibilidad
de acertar. Según deduje recordando en un titánico esfuerzo nemotécnico los letreros
de las terrazas y las placas del vestíbulo, una de ellas, la que se encontraba más
a tiro, correspondía a la consulta de un sacamuelas, y otra a unas oficinas, por
lo que al ser sábado, estarían vacías; la tercera ventana, que se hallaba una planta
por encima de la mía, frente a la de la mujer que había secuestrado a Sarita, pertenecía,
si mis cálculos eran ciertos, al piso de un jubilado viudo con el que alguna vez
habíamos compartido ascensor. Se trataba de un anciano medroso y enclenque, tapizado
siempre de negro, pero que nunca olvidaba bajar a la calle a por su pieza de pan
y su racimo de uvas, por lo que sospeché que aún gustaba de involucrarse en la vida.
Mi situación le brindaría la oportunidad de realizar un gesto heroico, de hacer
algo socialmente productivo.
Mi primer lanzamiento, sin embargo, distó mucho de acertar en su ventana.
Chasqueando la lengua, contemplé la botella hacerse añicos contra el muro, casi
un metro a la derecha del objetivo, y caer hacia el fondo del patio con estrépito
de granizo. Crucé los dedos, rezando porque mi guardiana no hubiese oído nada, y
me apresuré a redactar un nuevo mensaje, este mucho más sucinto que el anterior.
Volví a hacer puntería y lo lancé hacia su ventana. Yo fui el mayor sorprendido
al ver cómo la botella entraba limpiamente por ella. Me imaginé al viejo sentado
en su cocina, arrancando las uvas del racimo e introduciéndoselas en la boca con
calculada parsimonia, dilatando lo más posible aquella labor que entretenía su soledad,
la vista tal vez fija en alguna fotografía de su esposa, que lo aguardaba en el
nicho, preguntándose cuánta vida le quedaba por dilapidar a su marido antes de acomodar
sus huesos junto a los suyos. Y de repente, mi botella irrumpiendo en la cocina,
estrellándose a sus pies, encomendándole una última misión.
Aguardé acontecimientos sentado en la caja, aguzando el oído todo lo posible,
por si detectaba algún sonido significativo que me anunciara que el vejestorio había
pasado a la acción. Pero mi apartamento permanecía envuelto en un silencio de pirámide
egipcia, sin que la autoritaria bota de ningún agente derrumbara su puerta. ¿Y el
viejo? ¿Por qué no hacía algo? ¿Acaso no había visto la botella? De pronto, tras
tres o cuatro horas de espera durante las cuales mis esperanzas de salir de allí
habían empezado a extinguirse, mis oídos captaron el aullido de una sirena. Llegaba
hasta mí muy débil, pero en la calle, donde realmente borboteaba la vida, debía
resultar atronador. Me conmovió el aparato policial desplegado por los agentes de
la ley, que parecían considerar mi situación como una emergencia de primer orden.
Si todo salía bien, me encargaría personalmente de que al viejo nunca le faltasen
uvas. Me preparé para oír el patadón que hiciera añicos mi puerta, y el trotecillo
flexible y cauteloso de los agentes dispersándose por mi piso con las armas en ristre,
como en la televisión, incluso los disparos de algún novato descargando su revólver
contra la tabla de planchar, confundiéndola en la penumbra de la cocina con un intruso.
Pero nadie derribó mi puerta. En su lugar, escuché cierto jaleo a través del patio,
proveniente del piso del anciano. Me asomé al ventanuco, y aunque no alcancé a ver
nada, sí pude distinguir con claridad una voz que anunciaba: Hemos llegado demasiado
tarde: ya no hay nada que hacer. Y luego el sonido metálico e inconfundible de una
camilla retirando un cuerpo. Volví dentro, tratando de entender lo que había sucedido.
Pero no hizo falta. Al poco, el canasto volvió a golpear contra mi ventana. Don
Servando estaba débil del corazón, leí en la pizarra. Junto a ella, encontré un
trozo de papel higiénico garabateado con mi letra.
Volví dentro, demudado. Asesina, murmuré, maldita asesina. Y me senté en
un rincón, demolido, sin fuerzas. ¿Cómo era posible que todo esto estuviese sucediendo
realmente? Lloré durante casi una hora, incapaz de hacer otra cosa que culparme
de la muerte del viejo y del calvario que debía estar padeciendo mi pobre hija.
El llanto barrió toda la angustia de mi alma, invistiéndome de un profundo sosiego
que me hizo contemplar con indiferencia cómo la luz de la tarde se iba haciendo
cada vez más débil, hasta que volví a espolearme, diciéndome que tenía que escapar
de allí, que Pilar no podía regresar y encontrarme en aquella absurda situación,
deshecho y sin niña, vencido por una perturbada. ¿Pero cómo? Resultaba evidente
que la vigilancia de la mujer era exhaustiva. La ayuda del exterior quedaba descartada.
Si quería salir de allí, tendría que hacerlo solo. Me asomé al ventanuco y estudié
las posibilidades. La ventana era demasiado angosta, pero tal vez pudiese escapar
por ella, aunque fuera dejándome la piel literalmente en el intento. ¿Y luego? La
distancia hacia el muro de enfrente era insalvable, así que sólo podía descender
por mi pared, o más bien saltar al vacío, intentando asirme al tendedero de la vecina
de abajo, ya que la tubería más próxima estaba demasiado lejos para poder alcanzarla.
Si fallaba, que era lo más probable dada mi total inexperiencia en fugas arriesgadas
y de cualquier otro tipo, me aguardaba una caída de seis plantas a la que evidentemente
no sobreviviría. La otra opción era subir hacia el piso de mi carcelera, cosa que
no parecía difícil si lograba alcanzar su tendedero, que lucía festoneado de bragas
a unos dos metros por encima de mi cabeza. Volví dentro y observé el rebujo de trastos
que había rescatado de las baldas. Se me ocurrió entonces que podía decapitar el
perchero, y atar a su cornamenta, mediante varias vueltas con la cinta de embalar,
una gruesa trenza de cables, fabricando una suerte de garfio pirata que pudiese
enganchar en el tendedero; al final de la cuerda elaboraría, ayudándome nuevamente
con la cinta de empaquetar, una especie de arnés de alpinista, para evitar caer
hacia abajo si me fallaban las fuerzas en la escalada. Luego me desnudaría, dejándome
únicamente el calzoncillo –tanto si me incrustaba contra la solería del patio como
si tenía que discutir con la secuestradora, era preferible hacerlo sin mostrar las
partes nobles–, y me embadurnaría de pies a cabeza con brea, facilitando así mi
tránsito a través de la ventana. Yo mismo me sorprendí de haber sido capaz de idear
un plan que conjugara todos aquellos cachivaches –si obviábamos la tostadora, a
la que no lograba asignar una función en mi huida–, cosa que no había logrado hacer
antes, pero me dije que aquello no se debía a que durante las últimas horas se me
hubiese agudizado milagrosamente el ingenio, sino más bien a que antes ni se me
hubiese pasado por la cabeza concebir un proyecto tan insensato. Pero ahora era
un hombre desesperado, y un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa, hasta
de colgarse en el vacío en calzoncillos con un garfio casero.
Lo preparé todo según el plan y luego me senté en la caja, desnudo y untado
de brea hasta las cejas, dejando que la noche ahondara en la madrugada, para que
el sueño venciera a mi carcelera, a la que imaginaba al acecho de mis movimientos.
A las cinco de la madrugada, tras catorce intentos fallidos, el garfio consintió
engancharse a las cuerdas del tendedero. A pesar de la brea, el acto de salir por
el ventanuco tuvo visos de alumbramiento. Pero al fin, tras un último esfuerzo,
me encontré colgando sobre la abisal oscuridad del patio, el braguero triturándome
los testículos, escuchando cómo crujía el tendedero de la mujer allá en las alturas.
No sabía cuánto resistiría mi peso aquella endeble estructura metálica, así que
comencé a trepar por la cuerda lo más rápido que pude, impulsándome en el muro con
los pies. Ascendí lenta y trabajosamente, pero sin dejarme dominar por el pánico.
Era consciente de que si el tendedero cedía, ambos nos despeñaríamos patio abajo,
pero la posibilidad de perder la vida no me inquietaba lo más mínimo, quizá porque
había comprendido que no había diferencia entre morir o permanecer en el trastero
hasta el regreso de Pilar. El rescate de Sarita merecía cualquier riesgo. Mi marido
murió al caerse por un patio, tratando de salvar a mi hija, me imaginaba diciendo
a Pilar en algún momento del futuro. ¿Y por qué lo hizo?, preguntaría alguien, ¿por
qué no esperó a que lo sacaran? Y Pilar, sacudiendo la cabeza lentamente, diría:
imagino que para que yo no lo culpara por no haber hecho todo lo que estaba en su
mano. Porque de eso se trataba en el fondo. No sólo estaba haciendo de hombre–mosca
para rescatar a mi hija, sino también para evitar que nadie pudiese reprocharme
nunca que no lo hubiese intentado.
Lancé un profundo suspiro cuando finalmente mi mano aferró uno de los barrotes
del tendedero. Me encaramé a él torpemente, tratando de armar el menor ruido posible
al hacer equilibrio sobre sus cuerdas, y gané la ventana de la habitación a través
de cual la secuestradora tendía la colada, un pequeño lavadero calcado al mío. Me
desplomé sobre su suelo exhausto y sudoroso, deshaciéndome con un gesto de alivio
del arnés que me prensaba los genitales. Lo he conseguido, susurré a modo de celebración
para nadie, lo he conseguido. Me hubiese gustado que en ese preciso instante el
tendedero se desplomase, añadiendo un mayor dramatismo a mi empresa, pero la estructura
siguió allí, algo desmochada pero firme, exhibiendo su colección de bragas enormes,
pringadas ahora de brea. Permanecí un rato tirado en el suelo, descansando del esfuerzo
y permitiendo que mi vista se acostumbrara a la oscuridad reinante. ¿Y ahora?, me
pregunté.
Dado que no esperaba realizar con éxito la primera parte de mi plan, ni siquiera
había pensado en un modo de continuarlo. Pero lo había logrado, ahora me encontraba
en su guarida, y a juzgar por el espeso silencio que sumía el piso, nadie se había
percatado de mi llegada. Debía aprovechar esa ventaja. Me incorporé despacio, atravesé
la cocina y me aventuré por el pasillo caminando casi de puntillas, notando cómo
el corazón se me aceleraba. ¿Dónde se encontraría Sarita? La casa se hallaba totalmente
a oscuras, pero por suerte su distribución era idéntica a la de la mía, por lo que
no me resultó difícil orientarme.
Exploraba el salón a tientas, temiendo que la mujer estuviese agazapada en
algún rincón y saltara sobre mí en cualquier momento, cuando un resplandor tenue
llamó mi atención. Provenía de un dormitorio al final del pasillo, y hacia él me
dirigí, sintiéndome como un espíritu neófito que intenta no tropezar al cruzar el
túnel de la muerte. Empujé suavemente su puerta, que se encontraba entreabierta,
preparado para cualquier cosa. Sarita me miró desde una cama de madera pintada de
azul, donde estaba tumbada muy rígida, abrazada a un payaso de aspecto grotesco,
como si alguien le hubiese dado la orden de que no se moviese de ahí. Al reconocerme,
se incorporó con el semblante iluminado y exclamó: papá. Lo dijo de manera natural,
espontánea, quizá sin ser consciente de que era la primera vez que hablaba, pero
aquella palabra suya bastó para sanarme. La abracé envuelto en lágrimas, con la
convicción de que nadie volvería a arrancarme de entre los brazos su tierno cuerpecito
de gorrión, porque aquella criatura era mi hija y yo, como ella había proclamado
al mundo, era su padre. La apreté contra mi pecho con dulzura y firmeza, sin saber
quién se sentía más protegido, y tuve la sensación de que la abrazaba por primera
vez, de que todos los abrazos anteriores habían sido ensayos, sondeos de la fragilidad
de sus huesecitos, bosquejos a carboncillo de un abrazo definitivo que se pintaría
en el futuro, cuando Sarita transigiera al fin a encogernos el corazón revelándonos
el misterio de su voz.
Con la niña en los brazos, dejándome envolver en el aroma de su carne limpia
de años, reparé en que nos encontrábamos en un dormitorio infantil. Sus paredes
estaban pintadas con nubes y ositos, y en los rincones se amontonaban, como apilados
en piras funerarias, todo tipo de muñecos y juguetes. Sentí un escalofrío al comprender
que nos hallábamos en la habitación de una niña muerta. La mujer había sido incapaz
de cambiarla, o tal vez había preferido dejarla así, como una suerte de museo a
la memoria de su hija, la niña con aspecto de angelote que nos sonreía desde varios
marcos, creciendo lenta, sin sospechar que jamás llegaría a besar a un muchacho,
que jamás sería enfermera ni azafata de congresos ni siquiera una infeliz adicta
a los barbitúricos y las telenovelas, porque su destino no era otro que ser aplastada
por un mueble al cumplir los tres años.
Sin tiempo para lamentarlo como se merecía, cogí la mochila de Sarita y,
apretando a la niña contra mi pecho, anuncié: volvemos a casa, hija. Me aventuré
entonces por el pasillo con cautela, aliviado por poder abandonar aquella habitación
con aire de sepulcro. Si lográbamos llegar hasta la puerta sin despertar a la mujer,
todo sería más fácil. Luego, una vez en casa, sanos y salvos, sólo tendría que informar
a la policía de lo sucedido y ellos se encargarían de arrestar a aquella perturbada.
Pero apenas había dado un par de zancadas cuando una voz aflautada propuso: ¿Por
qué no cantamos juntos? Me quedé paralizado, observando el payaso de aspecto monstruoso
que Sarita llevaba todavía en los brazos, temerosa de soltarlo, y que en ese instante
comenzaba a entonar una canción infantil. ¿Cómo se apaga esta mierda?, exclamé cacheando
al muñeco, intentando poner fin a aquel jolgorio. Lo conseguí demasiado tarde, justo
cuando una silueta enorme, armada con un cuchillo de carnicero, se recortó al final
del corredor. Suelta a mi hija, cabrón, me ordenó alzando amenazadoramente el arma.
Aunque apenas había luz, pude comprobar que la mujer poseía un cuerpo rotundo que
se adivinaba complicado de manejar con una niña en los brazos, pero no por eso pensaba
soltar a Sarita, que no dejaba de temblar ante la aparición. Imaginé a la mujer
ahogando sus penas con helados y chocolatinas, fabricándose artesanalmente aquel
cuerpo colosal que ahora obturaba el pasillo. Permanecimos en esa posición durante
unos minutos angustiosos, midiéndonos en la penumbra como animales de monte. Hasta
que la mujerona blandió el cuchillo y avanzó un paso hacia mí. He dicho que sueltes
a mi… Creo que ninguno esperaba ver al muñeco de Sarita cruzar la oscuridad del
pasillo en un vuelo torpe pero decidido. El horrible juguete, junto al que mi hija
se había visto obligada a pasar la noche, impactó en la frente de la mujer con un
golpe sordo, haciéndola trastabillar ligeramente. No lo dudé ni un momento y cargué
contra ella a la carrera, protegiendo a la niña con mi cuerpo. La mujer recibió
el impacto de mi hombro y se derrumbó hacia un lado, descolgando un cuadro en la
caída. Alcancé la puerta de entrada tras tropezar con varios muebles, pero sin que
Sarita sufriese ningún daño, y descorrí los cerrojos a manotazos, escuchando cómo
la mujer se incorporaba mascullando amenazas. Una vez en el pasillo, que se encontraba
medio iluminado por la primera claridad del día, corrí escaleras abajo, en dirección
a mi casa. Sólo cuando llegué hasta la puerta recordé que no tenía llaves. Mierda,
maldije. Dejé a Sarita en el suelo y me volví hacia las escaleras, resoplante y
dolorido, pero decidido a enfrentarme a la mujer, cuyos pasos resonaban contra los
peldaños. Entonces sentí que alguien me tiraba del calzoncillo. Papá. Llave, dijo
Sarita, sacando de su mochila un manojo de llaves. Comprobé atónito que eran las
llaves que yo le daba para jugar mientras intentábamos encestarle en la boca las
cucharadas de papilla, aquel manojo que desapareció un buen día sin que pudiéramos
explicarnos cómo, obligándome a hacer nuevas copias de las llaves de Pilar. Ese
fin de semana estaba descubriendo que mi hija era una caja de sorpresas. Con dedos
nerviosos, introduje la llave en la cerradura y logré abrir la puerta en el momento
en que la mujerona aparecía trastabillando por el pasillo, enarbolando el cuchillo
de cocina. Ahí te quedas, hija de puta, susurré cerrándole la puerta en las narices.
Nos derrumbamos sobre el sofá del salón profiriendo un suspiro de alivio,
y así permanecí un largo rato, con la niña en el regazo, observando con un extraño
alborozo cómo la luz del amanecer se filtraba por los ventanales, perfilando los
muebles y las hojas de las plantas, mientras desde el pasillo me llegaban los cada
vez más débiles golpes de la mujer contra mi puerta. Poco a poco, Sarita dejó de
temblar y se fue quedando dormida, y yo aproveché para acostarla en su cama y acercarme
al trastero a por mi ropa. Una vez vestido, espié por la mirilla para comprobar
que, efectivamente, la mujer se había marchado. Había llegado la hora de llamar
a la policía. Me dirigí al teléfono, pero antes de que pudiese marcar el número,
el aparato empezó a sonar. Mis labios dibujaron una sonrisa cariñosa al escuchar
la voz de Pilar, que llamaba desde un mundo más cuerdo para preguntar cómo estábamos.
Iba a responderle que Sarita me había llamado papá cuando, a través de la ventana
de la terraza, vi caer el cuerpo de la mujer. Como siempre, balbuceé con los ojos
clavados en la ventana, sin acabar de creer lo que había visto. Me despedí de Pilar
y me asomé a la terraza, para distinguir, seis plantas más abajo, el cuerpo de la
vecina despanzurrado en la acera, sobre un clavel de sangre, rodeado de un grupo
de madrugadores curiosos.
Estuve toda la mañana relatándole mi aventura a un par de agentes de la policía,
que no sabían si reír o llorar ante todo aquel disparate, mientras mi hija dormía
en el cuarto de al lado. Nunca supimos si la desdichada Francisca Melgar Dueñas,
que así se llamaba la mujer, se suicidó arrojándose al vacío o pretendía entrar
en mi casa descolgándose por la terraza. Hubiera sido más fácil por el patio. Tampoco
importaba demasiado, pues su fin había sido el mismo. Para cuando Pilar llegó a
casa, los agentes hacía rato que se habían marchado y el servicio de limpieza había
logrado borrar de la acera la amapola que Francisca había pintado. ¿Ha pasado algo
durante mi ausencia?, preguntó distraída, quitándose el abrigo. Sonreí, sin saber
si informarla primero del infarto del viejo, del suicidio de la vecina, de lo mucho
que la amaba o de que la inteligencia había otorgado al fin a nuestra hija el nombre
exacto de las cosas, convirtiéndola en una niña normal y corriente, sin el menor
“retraso simple del habla”. Pero Pilar se respondió a sí misma:
–Veo que todo sigue igual –dijo con visible hastío, tras pulsar el interruptor
de la lámpara del salón. ¿Y quién era yo para discutírselo?
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