Julio Cortázar
Más allá de los cincuenta años empezamos a morirnos poco a poco en otras muertes.
Los grandes magos, los shamanes de la juventud parten sucesivamente. A veces ya
no pensábamos tanto en ellos, se habían quedado atrás en la historia; other
voices, other rooms nos reclamaban. De alguna manera estaban siempre allí,
pero como los cuadros que ya no se miran como al principio, los poemas que sólo
perfuman vagamente la memoria.
Entonces –cada cual tendrá sus sombras queridas, sus
grandes intercesores– llega el día en que el primero de ellos invade
horriblemente los diarios y la radio. Tal vez tardaremos en darnos cuenta de
que también nuestra muerte ha empezado ese día; yo sí lo supe la noche en que
en mitad de una cena alguien aludió indiferente a una noticia de la televisión,
en Milly-la-Forêt acababa de morir Jean Cocteau, un pedazo de mí también caía muerto
sobre los manteles, entre las frases convencionales.
Los otros han ido siguiendo, siempre del mismo modo, la
radio o los diarios, Louis Armstrong, Pablo Picasso, Stravinski, Duke
Ellington, y anoche, mientras yo tosía en un hospital de La Habana, anoche en
una voz de amigo que me traía hasta la cama el rumor del mundo de afuera,
Charles Chaplin. Saldré de este hospital. Saldré curado, eso es seguro, pero
por sexta vez un poco menos vivo.
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