Eudora Welty
I
Esa era la señorita
Snowdie MacLain. Viene a recoger la mantequilla, nunca me ha permitido que se la
lleve, aunque vive ahí enfrente. Su marido se marchó de casa un buen día y dejó
el sombrero a orillas del río Grande Negro. Vaya lío si a todos se les hubiera ocurrido
hacer lo mismo.
Podría
haberse puesto de moda aquí, en Morgana, si Dios hubiera querido. Porque King podía
haber tenido imitadores. Bueno, el caso es que King MacLain dejó un sombrero nuevo
de paja a orillas del río Grande Negro y hay quien cree que se fue al Oeste.
Snowdie
le lloró, pero de una manera decente, como se hace cuando alguien se muere, y ninguno
de los que la conocían se atrevía a creer que hubiera podido tratarla de ese modo.
Pero ¿durante cuánto tiempo habrá que seguir llevándole la corriente? Pues toda
la vida. No tengo inconveniente en contárselo a alguien que no sea de aquí, que
esté de paso y que no vuelva a vernos ni a ella ni a mí. Puedo batir la mantequilla
y charlar a la vez, faltaría más. Yo soy la señora Rainey.
Se
habrá fijado usted en que no es fea; esas arruguitas alrededor de los párpados son
de tanto forzar los ojos para mirar. Es albina, pero con esa piel tan suave, suave
como la de un bebé, a nadie de por aquí se le ocurriría decir que es fea. Hay quien
dice que King hizo sus cálculos y se dio cuenta de que, si empezaban a venir críos,
lo más seguro es que le tocara una nidada de albinos, y eso fue lo que lo decidió.
Pero yo soy de otra opinión. Creo que era un tipo caprichoso. No pensaba en el futuro.
Caprichoso
y sinvergüenza, a decir de muchos. Bueno, el caso es que se casó con Snowdie.
Muchos
peores que él nunca lo hubieran hecho, y no es que tuvieran más sentido común. Los
Hudson eran menos insensatos que los MacLain, pero en ninguna de las dos familias
abundaban los juiciosos. Al menos en aquel entonces. Esa casa se construyó con el
dinero de los Hudson, para Snowdie… y luego rezaron para que todo saliera bien.
Pero fíjese en King: para él casarse no fue más que una forma de darse tono, como
si ningún hombre se hubiera casado hasta que él se decidió a hacerlo, y luego tuvo
que demostrar a los otros que podía seguir llevando su vida de siempre.
Como
si dijera: “Escúchenme todos, esto es lo que pienso de Morgana y del juzgado de
MacLain y el camino que hay que recorrer para casarse con una chica de ojos rojizos”,
por lo que sé. “¡Vaya!”, dijimos. Que era justo lo que él quería, el muy golfo.
Y Snowdie es de lo más dulce y apacible que se pueda imaginar. Por supuesto la gente
apacible es la más difícil de dominar, cosa que él, el sabelotodo, ignoraba. No
resultó tan fácil como supuso. Entretanto en el orfanato del condado crecían varios
hijos suyos, según dice mucha gente, y tenía otros más –algunos conocidos, otros
no– repartidos por ahí. Cuando vuelve, trata a Snowdie con la mayor amabilidad y
educación.
Como
al principio.
¿No
le parece que eso es lo que pasa casi siempre? Hay que tener cuidado con los hombres
de buenos modales. Nunca le levantó la voz, pero un buen día se fue de casa. ¡Oh,
no es que lo haya hecho sólo una vez!
Anduvo
por ahí mucho tiempo antes de volver, en aquella ocasión. Ella contó que King necesitaba
tomar las aguas. La vez siguiente estuvo fuera un año, o dos, o a lo mejor tres,
no lo sé.
Yo
misma parí dos hijos entretanto, y otro más que se me murió. Sí, y aquella vez le
envió un mensaje: “Espérame en el bosque”. No, más que una orden fue una invitación.
“Si te parece, nos encontramos en el bosque”. Y la cita era por la noche. Y Snowdie
fue a su encuentro sin preguntarle: “¿Para qué?”, que es lo que yo le hubiera preguntado
hasta a mi marido, Fate Rainey.
Después
de todo, estaban casados: podían verse en casa y charlar, con luz y comodidades,
o tumbarse tranquilamente en un colchón de plumas de ganso. En su caso yo hubiera
pensado que él no se presentaría. Pero si ella fue sin hacer preguntas, yo también
puedo contarlo sin hacer preguntas, porque le tengo cariño a Snowdie. Según su versión,
se encontraron en el bosque y decidieron lo que mejor les convenía.
Desde
luego, lo que le convenía a él. Todos comprendimos lo que se le venía encima.
El
“bosque” era el bosque de Morgan. Cualquiera de nosotros sabía a qué lugar se refería:
yo habría podido ir a ciegas, hasta el mismísimo roble, el más grande y frondoso;
por lo que sé, hasta de día es un lugar muy sombreado. Me imagino a King MacLain
apoyado contra el árbol a la luz de la luna, mientras ella cruza el bosque de Morgan
después de tres años sin verlo. “Si te parece, nos encontramos en el bosque”. ¡Qué
disparate! No sé cómo pudo aguantar Snowdie esa caminata.
Luego,
gemelos.
Ahí
es donde entro yo. Cuando las cosas llegaron a ese punto pude empezar a ayudarla.
Le regalaba un poquito de mantequilla todos los días cuando iba con la leche y nos
hicimos amigas. Yo no llevaba mucho tiempo casada y la salud del señor Rainey era
ya un poco delicada, así que pensó que debía dejar los trabajos más pesados. Los
dos habíamos trabajado mucho desde jóvenes.
Siempre
creí que tener gemelos era bonito. Y pudo haberlo sido para ellos, me parece. Los
MacLain llegaron a Morgana recién casados y se instalaron en esa casa nueva. Él
tenía sus estudios para ejercer de abogado, cosa muy necesaria por aquí. Snowdie
era hija de la señorita Lollie Hudson, una persona muy conocida. Su padre era el
señor Eugene Hudson, que tiene una tienda en el cruce, pasado el juzgado, un hombre
encantador. Snowdie era hija única y le dieron una buena educación. Y supongo que
la gente no esperaba que se casara, sino que fuese maestra. El único problema era
que tenía mal la vista, pero el señor Comus Stark y el supervisor lo pasaron por
alto porque conocían a la familia y sabían lo bien que Snowdie manejaba a los chiquillos
en la escuela dominical. Luego, apenas empezado el curso, comenzó a cortejarla King
MacLain. Creo que ella tenía las calabazas de Halloween puestas en las ventanas
cuando empecé a ver a King yendo en su calesa hasta la escuela para esperarla en
la puerta. La cortejó en Morgana y en MacLain, en los dos sitios, sin faltar ni
un solo día.
Fue
exactamente lo mismo –ni más rápido ni más lento– que ocurre cada dos por tres,
así que no necesito decirle que se casaron en la iglesia presbiteriana de MacLain
antes de que nos enteráramos, por más sorprendidos que todos estuviéramos. Y, ¿sabe
usted?, cuando Snowdie estuvo vestida de blanco parecía más blanca que un sueño.
Bueno,
él había estudiado derecho y hacía de viajante, y eso fue lo primero que hizo, irse
de viaje –le diré enseguida lo que vendía–, y ella mientras tanto se quedó en casa
cocinando y ocupándose del hogar. No me acuerdo de si tenía una criada negra; de
todas maneras no hubiera sabido qué hacer con ella. Y casi se queda ciega trabajando
y haciendo cortinas para las habitaciones y cosas por el estilo. Siempre muy atareada.
Al principio parecía que no iban a tener hijos.
Así
continuaron las cosas, de una manera casi natural; la gente enseguida se acostumbró
a que él se fuera y volviera sin más, y siguió yendo y viniendo hasta que mandó
ese mensaje, “Espérame en el bosque”, y volvió a desaparecer, y la última vez dejando
el sombrero. Yo le dije a mi marido que no tenía intención de seguir llevando la
cuenta de las idas y venidas de King, y poco después ocurrió lo del sombrero. Todavía
no sé si lo hizo por amabilidad o por crueldad. Me parece que por amabilidad. O
quizá fue porque ella se estaba saliendo con la suya. ¿Y por qué le doy vueltas
a esto? Quizá porque Fate Rainey nunca hace nada que me sorprenda, y está orgulloso
de eso. De manera que Fate dijo: “Bueno, ya es hora de que las mujeres se tranquilicen
y se ocupen de sus asuntos”. Fue todo lo que se le ocurrió decir.
Así
que no tuvimos que esperar mucho. Un buen día Snowdie cruzó la calle para darme
la noticia. La vi venir por mi prado con un andar diferente, como si caminara por
una iglesia. Las cintas de su sombrero de paja se movían arriba y abajo: primavera.
¿Se ha fijado en lo fina que aún tiene la cintura? Parece mentira que alguna vez
haya tenido fuerzas para una cosa así. Fíjese en mí.
Yo
estaba en el establo, ordeñando, y ella vino y se puso delante, junto a la cabeza
de Lady May, la ternerita Jersey. Me dio la noticia con toda la tranquilidad del
mundo. Dijo: “Yo también voy a tener un bebé, señorita Katie. Felicíteme”.
Lady
May y yo nos quedamos de piedra. Por su aspecto se hubiera dicho que no era sólo
eso lo que le ocurría. Era como si le hubiera caído encima un diluvio, como si la
hubiera sorprendido algo maravilloso. No era sólo la luz. Allí estaba, con los ojos
arrugadísimos de tener que estar siempre protegiéndolos de la luz, pero ese día
miraba desde debajo del ala del sombrero con la osadía de un león, escrutándolo
todo, el cubo y el establo, como si los viera por primera vez. ¡Pobre Snowdie!
Recuerdo
que era Pascua y que allá, detrás de su falda azul, el prado estaba moteado de tréboles.
Té y especias, eso es lo que vendía él.
Justo
nueve meses después de que se largara por los bosques y los campos dejando su sombrero
en la orilla con “King MacLain” escrito en él, nacieron los gemelos.
¡Cómo
me hubiera gustado verlo cuando se marchó! Supongo que no hubiera hecho nada por
detenerlo. No sé por qué, pero ¡me hubiera gustado verlo! No lo vio nadie.
Encontraron
el sombrero y vaya alboroto que se armó. Rastrearon, por Snowdie, el río Grande
Negro nueve millas abajo, o no sé si doce, y mandaron aviso a Bovina y hasta Vicksburg
para que estuvieran atentos a cualquier cosa que el río arrastrara o depositara
entre los árboles. Nunca apareció nada, claro, sólo el sombrero. A todos los vecinos
que de verdad se han ahogado en el Grande Negro los han encontrado al final. El
señor Sissum, el de la tienda, se ahogó más tarde y lo encontraron. Me parece que
si hubiera querido darle un aire más auténtico habría tenido que dejar el reloj
junto al sombrero.
Snowdie
seguía igual de alegre y contenta, no parecía darse por vencida. Seguro que se había
hecho su idea de lo ocurrido, y debía pensar una de estas dos cosas: que estaba
muerto –pero entonces, ¿por qué tenía aquella expresión tan resplandeciente? Resplandecía
de verdad– o que la había dejado, y esta vez para siempre. Y, como decía la gente,
si encima sonreía, es que estaba ida.
No
estoy muy segura de que me gustara aquella sonrisa radiante. ¿Por qué no rabiaba
y chillaba un poco, al menos conmigo, con la señora Rainey? Los Hudson se guardan
todo dentro. Pero yo, que estaba entrando y saliendo todo el día de su casa, pensaba
que a Snowdie quizá le faltaba una verdadera experiencia de la vida. Quizá desde
el principio. Quizá no acababa de entender el alcance de las cosas. Al menos no
tenía mi experiencia, que adquirí ya a los doce años. Como si me pusieran algo delante
de los ojos.
Siguió
con las tareas domésticas y se puso bastante gorda, ya le he dicho que esperaba
gemelos, y parecía contenta. Como cuando ves un gatito blanco dentro de una cesta
y te preguntas si no va a levantar la pata para arañar al primero que se le acerque.
En su casa era siempre como si fuera domingo, todo bien limpio. Estaba orgullosa
de sus habitaciones sin una mota de polvo y de aquel pasillo oscuro y silencioso
que atraviesa la casa. Y yo quiero a Snowdie. La quiero.
Pero
ninguno de nosotros se sintió muy cercano a ella durante ese tiempo. Le diré qué
era lo que la hacía diferente. Ya no era lo de esperar, sólo esperaba a los bebés,
pero esto no es más que una parte del asunto. Estábamos furiosos con ella y al mismo
tiempo la protegíamos en aquella época en que no se confiaba a nadie.
Y
salía con sus bonitos vestidos camiseros, muy limpios, a regar los helechos, y sus
flores estaban preciosas; tenía la mano de su madre para las flores, desde luego.
Y regalaba muchas, pero de una manera distinta de los demás. Estaba muy sola. Oh,
por aquel entonces su madre ya había muerto y el señor Hudson se encontraba a catorce
millas carretera abajo, tullido y llevando su tienda desde una silla de mimbre.
Sólo nos tenía a nosotros. Todos intentábamos hacerle compañía, no pasaba día sin
que alguien entrara a charlar un rato con ella. La señorita Lizzie Stark dejó que
se encargara de recoger dinero para los campesinos pobres durante las Navidades
de aquel año, y actividades por el estilo. Por supuesto, todas le hacíamos cositas,
como encajes o labores complicadas, que ella no podía hacer por lo de la vista.
Fue una suerte que le hicieran tantos regalos.
Los
gemelos nacieron el primero de enero. La noche anterior la señora Lizzie Stark –odia
a todos los hombres y es un personaje muy importante; esa chimenea que se ve allá
es la suya– había obligado al señor Comus Stark, su marido, a enganchar el caballo
para ir a buscar a un médico de Vicksburg y traerlo en su calesa, en lugar de llamar
al doctor Loomis, que vive aquí, y lo instaló en una fría habitación de su casa,
porque, según decía, los coches de los médicos siempre acababan quedándose atascados
en los puentes. La señora Stark se quedó junto a Snowdie, al igual que otras mujeres,
naturalmente, y yo también, pero ella se negó a marcharse cuando empezaron los dolores.
Snowdie
tuvo a los dos pequeños y ninguno era albino. Eran idénticos a King, por si quiere
saberlo.
La
señora Stark tenía la esperanza de que diera a luz una niña, o dos. Snowdie les
puso los nombres de Lucius Randall y Eugene Hudson, por su padre y el padre de su
madre.
Fue
la única señal que nos dio a los vecinos de que tal vez el nombre de King MacLain
ya no le parecía bonito. Pero quizá no significaba nada; hay mujeres que no ponen
a sus hijos el nombre de su marido hasta que no les queda otro remedio. No creo
que en su caso la elección de esos dos nombres indicara que habían cambiado sus
sentimientos hacia King, aquel golfo.
Por
mucho que corras, el tiempo pasa como un sueño, y siempre nos llegaban noticias
de por ahí, y las escuchábamos, pero eso no quería decir que las creyéramos. Ya
se puede imaginar qué cosas eran. El primo de no sé quién había visto a King MacLain.
El señor Comus Stark, el dueño del algodón y de la madera, que viaja de vez en cuando,
afirmó haberlo visto de espaldas en varias ocasiones, y una vez lo vio en Texas
mientras le cortaban el pelo. Son cosas que siempre se oyen cuando alguien se marcha,
para no dejar de hablar del tema. Podían ser ciertas o no.
Pero
el colmo fue cuando mi marido tuvo que ir Jackson. Vio en un desfile a un hombre
que era la viva imagen de King. Mi marido me lo contó bastante más tarde; fue en
la toma de posesión del gobernador Vardaman. Allí estaba, entre la gente de campanillas,
montado en un magnífico animal.
Fueron
varios de aquí, pero, como decía la señorita Spights, ¿quién no miraba al gobernador?
¿O el nuevo Capitolio? Pero King MacLain era capaz de hacerle sombra a cualquiera,
eso creía él.
Cuando
le pregunté a mi marido qué aspecto tenía no pude sacarle nada, lo único que hizo
fue patear el suelo de la cocina como si fuera una montura con su jinete, todo junto,
y le eché a escobazos. Pero yo ya lo sabía. Si era King, seguro que parecía estar
diciendo: “Ya sé que todo el mundo se pregunta, está loco por saber dónde he estado”.
Le dije a mi marido que pensaba que el gobernador Vardaman tenía el deber de echarle
el guante a King y obligarlo a hablar, pero mi marido dijo que por qué había que
ensañarse con uno solo, y además había un desfile y todo eso. ¡Hombres! Le dije
que si yo hubiera sido el gobernador Vardaman y hubiera visto en mi desfile a King
MacLain de Morgana dándose tanta importancia como yo y sin ningún motivo, hubiera
parado todo aquello para pedirle cuentas. “Bueno, ¿y de qué te hubiera servido?”,
preguntó mi marido. “De mucho”, contesté. Me acaloré bastante discutiendo. “Era
un sitio como cualquier otro para descubrirlo, delante del nuevo Capitolio, en Jackson,
con la banda tocando, y el hombre adecuado para hacerlo”.
Los
hombres como ese necesitan que los desenmascaren delante de todo el mundo, me parece;
aunque en su caso nadie de Morgana se llevaría ninguna sorpresa. “Entonces, ¿fuiste
a buscarlo después de que el gobernador tomara posesión, ya que no quisiste entorpecer
la ceremonia?”, pregunté a mi marido. Pero me respondió que no y me hizo recordar.
Había ido a comprar un cubo nuevo, y se equivocó de tamaño. Era igual que los que
venden en Holifield. El caso es que dijo que vio a King o a su gemelo. ¡Vaya gemelo!
Bueno,
a lo largo de los años oímos que lo habían visto aquí y allá, a veces en dos lugares
al mismo tiempo, Nueva Orleans y Mobile. No sé para qué le sirven los ojos a la
gente.
Yo
creo que estuvo en California. No me pregunte por qué. Pero me lo imagino allí.
Veo a King en el Oeste, donde está el oro y todo eso. Cada uno imagina lo que quiere.
II
Bueno, lo que
pasó, pasó el día de Halloween. Sólo hace una semana y ya es como si no hubiera
ocurrido.
Mi
hijita, Virgie, se tragó un botón ese mismo día –más tarde–, y eso sí ocurrió, lo
tengo claro todavía, pero lo otro no. Y no he dicho una palabra en voz alta por
cariño a Snowdie, así que confío en que todos los demás tengan el mismo cuidado.
Nada
más fácil que contar que una chiquilla se ha tragado un botón de camisa y has tenido
que ponerla boca abajo y darle un cachete en el culo; eso suena razonable si ves
a la niña –es esa que corretea por ahí–, pero hablar de algo inconcreto es un verdadero
lío.
Bueno,
el día de Halloween estaba yo, hacia las tres de la tarde, en casa de Snowdie, ayudándola
a cortar patrones; ella sigue cosiendo para los chicos. Yo tengo una niña para la
que coser –mi pequeña estaba dormida en la habitación de al lado– y me remuerde
la conciencia porque también en eso soy más afortunada que Snowdie. Y los gemelos,
que ese día no querían jugar en el jardín, habían cogido trozos de tela, tijeras,
papel y todo eso, y estaban a nuestros pies jugando a disfrazarse y a los fantasmas
y al coco. Sólo pensaban en Halloween.
Llevaban
puestas unas máscaras, claro, sujetas sobre sus cabellos cortados a lo paje, lo
que hacía que se les ahuecaran en la nuca. Me había acostumbrado a verlos así, pero
no me gustan las máscaras. Las venden en la tienda de Spights y cuestan cinco centavos.
Una era de chino, toda amarilla, con ojos rasgados y maliciosos y un horripilante
bigotillo negro de pelo de caballo. Otra era de mujer, con una sonrisa dulce en
los labios que era espantosa. No me gustaba aquella sonrisa, ni siquiera después
de verla durante todo un día. Eugene quiso ser el chino, y por lo tanto Lucius Randall
hacía de mujer.
Así
que estaban haciendo rabos, pegotes y toda clase de tonterías, y poniéndolas en
la barriga y en el trasero, cogiendo todos los restos de camisas y pantalones que
Snowdie y yo cortábamos sobre la mesa del comedor. A veces atrapábamos a uno y le
hilvanábamos algo encima por más que se resistiera, pero en realidad no les hacíamos
mucho caso, hablábamos de los precios de las cosas para el invierno y del funeral
de una solterona.
Por
eso no oímos crujir el escalón ni ceder el porche. Afortunadamente. Y si no fuera
porque nos lo contaron, no lo hubiera creído.
Resulta
que por la calle pasaba –como todos los días– un negro, aunque de fiar. Es uno de
los negros de la madre de la señora Stark, el viejo Plez Morgan, como todos lo llaman.
Vive en mi misma calle, un poco más abajo. Un negro de los de antes, de esos que
parecen conocer a todo el mundo desde el comienzo de los tiempos. Conoce a más gente
que yo, quiénes son, y a toda la gente fina. Si busca a un vecino de Morgana que
casi siempre sabe quién es quién, pregunte por el viejo Plez.
Así
que bajaba por la calle, avanzando por etapas. Todavía tenía que limpiar el jardín
de unas cuantas personas que sólo confían en él, como la señora Stark, porque va
con cuidado y no arranca las raíces de las plantas. Dios sabrá su edad. Empieza
a primera hora de la mañana y vuelve a casa por la tarde sin prisas, parándose a
charlar con la gente; les pregunta por su salud y da las buenas tardes a todos aquellos
con quienes se cruza por la calle. Sólo que aquel día, según dijo, no vio ni un
alma –salvo a alguien que le diré dentro de un momento– por el camino, ni siquiera
en los porches ni en los jardines. No podría decirle por qué, a menos que fuera
por aquellas ráfagas de viento del norte que habían empezado a soplar. A nadie le
gustan.
El
caso es que más allá, delante de él, caminaba un hombre. Plez dijo que tenía los
andares de un blanco y unos andares que conocía, pero le parecía que los recordaba
de hacía años, de otro tiempo.
No
era el andar de alguien que tuviera que ir por la calle de MacLain justo a esa hora,
y a la vez sí lo era, y en cualquier caso no le entraba en la cabeza qué clase de
asunto se podía llevar entre manos esa persona. Así de meticuloso es Plez cuando
le da vueltas a algo.
Si
viera usted a Plez lo reconocería al momento. Llevaba unas rosas en el sombrero
aquel día; lo vi justo después. Eran rosas otoñales de la señorita Lizzie, grandes
como el puño de un hombre y rojas como la sangre, y oscilaban de un lado para otro
sujetas por la cinta de su viejo sombrero negro; algunos hierbajos colgaban del
ala, los que había arrancado del jardín la señora Stark; ese día había estado limpiando
sus macizos de flores. Amenazaba lluvia.
Después
contó que no llevaba prisa, porque de lo contrario hubiera alcanzado a aquel hombre
y lo hubiera dejado atrás. El otro caminaba delante de Plez, en la misma dirección,
y tampoco tenía ganas de apresurar el paso. Era un extraño que le resultaba muy
familiar.
Cuenta
Plez que el desconocido de aire familiar se detuvo al llegar delante de la casa
de los MacLain, apoyó todo su peso sobre una pierna y se quedó quieto, como una
estatua, con la mano en la cadera. “Ja!”, dijo el viejo Plez, y se apoyó en el portalón
de la iglesia presbiteriana y se quedó allí un rato.
Luego
el desconocido –¡oh, era King!, para entonces Plez lo llamaba para sus adentros
el señor King– entró en el jardín, pero no siguió hasta la puerta, como hubiera
hecho cualquiera. Primero dio una vuelta alrededor de la casa. Echó un vistazo al
jardín, al cenador y a los cedros que bordean la casa donde había vivido, y miró
bajo la higuera que hay detrás y por debajo de la ropa tendida (¡si hubiera contado
las prendas!); después caminó hacia la parte delantera, como desdeñoso, y Plez dijo
que, aunque no podía jurar que había visto desde la iglesia presbiteriana todo lo
que hacía el señor King, estaba convencido de que lo vio mirar a través de las persianas.
Serían las del comedor.
Dios
mío, habíamos cerrado las que daban al oeste por los ojos de Snowdie, claro.
Por
fin volvió hacia la fachada, rodeando los macizos de flores que hay debajo del dormitorio
delantero. Luego adoptó un aire más tranquilo y empezó a subir por las escaleras.
El
escalón de en medio cruje cuando lo pisas, pero no lo oímos. Plez dijo que llevaba
tenis. Así que atravesó el porche, y ¿sabe qué se le ocurrió?, pues llamar a la
puerta. ¿Por qué no se quedó satisfecho con lo de fuera?
A
su propia puerta. Hizo ademán de llamar, como si quisiera ver qué pasaba, y luego
escondió el regalo detrás del abrigo. Por supuesto que llevaba alguna cosa en una
caja para ella. Siempre volvía a casa con esa clase de regalos que quitan el aliento,
¿sabe? Permaneció allí con una pierna adelantada, muy elegante, para sorprenderlos.
Y seguro que tenía una sonrisa encantadora. ¡Oh, por favor, no me pida que siga
contándolo!
Suponga
que a Snowdie le hubiera dado por echar un vistazo por el pasillo –el comedor se
encuentra al final y la puerta corredera estaba abierta– y lo hubiera visto con
aquella pinta de “Ven corriendo a darme un beso”. No sé si ella puede ver a tanta
distancia, pero yo sí. Fui tonta y no miré.
Fueron
los gemelos quienes lo vieron. A través de los agujeritos de las máscaras, ¡qué
ojos de lince! No habrá nada que detenga a esos gemelos. Y no llegó a llamar a la
puerta, aunque tenía la mano levantada por segunda vez y los nudillos preparados;
entonces salieron los chiquillos gritando: “¡Uh!”, moviendo los brazos arriba y
abajo, lo que puede darte un susto de muerte si te coge desprevenido.
Los
oímos salir disparados, pero lo único que pensamos, si es que pensamos algo, fue
que habían salido a darle un susto a algún negro que pasaba por allí.
Plez
dice –aunque hay que tener en cuenta la posibilidad de un error humano– que vio
salir patinando por un lado de King a Lucius Randall, disfrazado, y por el otro
a Eugene Hudson, también disfrazado. Saben patinar muy bien esos chiquillos, y eso
que no tienen acera. Salieron como flechas y se pusieron a dar vueltas alrededor
de su padre, agitando los brazos y moviendo los dedos como si quisieran asustarlo,
con su melena de paje alzada en un redondel.
Lucius
Randall, dijo Plez, llevaba puesto algo de color rosa, y es verdad: el pijama de
franela fina que le habíamos puesto sobre la ropa antes de que se nos escapara.
Y dijo que Eugene era un chino, y lo era. Sería difícil decir cuál de los dos estaba
más espantoso, pero en mi opinión el peor era Lucius Randall, con aquella cara de
mujer y los guantes de algodón blanco que le pingaban de los dedos. Y, ¡oh!, llevaba
mi sombrero. El que me pongo para ordeñar.
Y
armaron un alboroto tremendo con los patines, dijo Plez, y eso también es cierto,
porque me acuerdo de que a Snowdie y a mí nos costaba oír lo que decíamos.
Plez
dijo que King aguantó el jaleo un minuto; luego también se puso a dar vueltas. Patinaban
alrededor de él y decían con sus agudas voces de pajarito: “¿Cómo está usted, señor
Monstruo?”.
Ya
sabe que, cuando los niños quieren hacer diabluras, no hay quien se los impida.
(Aunque sin las máscaras esos dos niños hubieran sido más educados, tienen bastante
de los Hudson.) Venga a dar vueltas y más vueltas con los patines alrededor de su
papá, y sin saber nada, ¡pobrecitos! Después de todo, no tenían a nadie a quien
asustar en el día de Halloween, aparte de algún que otro negro que pasara por allí
y al tren de la Yazoo and Mississippi Valley Railroad, que pasaba silbando a las
dos y cuarto.
¡Qué
diablillos! Patinando alrededor de su papá. Plez dijo que si los chiquillos hubieran
sido negritos no habría dudado en afirmar que parecían salvajes. Al fin tuvieron
bien atrapado en el corro a su papá, que no podía salir; Plez dijo que aquello ponía
nervioso a cualquiera que lo estuviera viendo y que pidió ayuda al Señor un par
de veces. Y después de haber estado dando vueltas de pie se agacharon y siguieron
girando a la altura de las rodillas de King.
Llegó
un momento en que King se hartó y quiso largarse. Sólo que no era fácil y tuvo que
intentarlo más de una vez. Juntó fuerzas, y King es un hombre de metro ochenta,
que pesa como un caballo, pero yo creo que estaba desconcertado. Por fin consiguió
librarse de los críos y se largó como alma que lleva el diablo. Saltó por encima
de la balaustrada y los helechos, cruzó corriendo el jardín, franqueó de un salto
la cuneta y desapareció. Se adentró en el bosque en dirección al río Grande Negro
y los sauces se agitaron a su paso, y ni Plez ni nadie sabe adónde se fue corriendo
de aquel modo.
Plez
dijo que King pasó por su lado pero que no pareció reconocerlo, y ya era tarde para
hablarle.
Y
nadie sabe hacia dónde se dirigió.
En
lugar de venir, tendría que haber mandado otra nota.
Bueno,
los chicos se quedaron boquiabiertos mirándolo, se dieron cuenta de lo que había
pasado y se asustaron. Volvieron al comedor. Allí estaban las dos inocentes señoras
charlando. Los niños tuvieron que ponerse serios y hacer toda clase de muecas, arrastrar
los patines por la alfombra, ir detrás de nosotras alrededor de la mesa mientras
cortábamos una camiseta para Eugene Hudson y tirarnos de la falda hasta que les
hicimos caso.
“Bueno,
hablen”, dijo su madre, y le contaron que un coco había aparecido en el porche delantero
y que, cuando salieron a verlo, les soltó: “Me voy. Ahí se quedan”, de modo que
lo persiguieron escaleras abajo y lo ahuyentaron. “¡Pero miró hacia atrás así!”,
dijo Lucius Randall levantando la máscara para enseñarnos su carita y sus redondos
ojos azules. Y Eugene Hudson dijo que el coco había arrancado un puñado de pacanas
antes de cruzar el portón.
Snowdie
dejó caer las tijeras sobre el mueble de caoba y su mano quedó inmóvil en el aire
y me miró, una mirada que duró un minuto. Luego se levantó el delantal y empezó
a quitárselo mientras corría por el pasillo hacia la puerta, supongo que para que
no la vieran con él puesto si había alguien todavía allí. Corrió y los pequeños
prismas de cristal se agitaron en la sala de estar; no recuerdo haberla visto nunca
así. No se detuvo en la puerta, salió al porche, miró a un lado y a otro, bajó los
escalones de dos en dos y se quedó en el jardín con la mano apoyada en un árbol,
mirando el campo, pero por el gesto de su cabeza comprendí que no había nadie.
Cuando
llegué a la escalera –no me pareció correcto seguirla enseguida– no había nadie,
salvo el viejo Plez, que se quitó el sombrero al pasar.
“Plez,
¿has visto a un caballero en mi porche hace un momento?”, oí que le preguntaba Snowdie,
y allí estaba Plez, caminando lentamente con la cabeza descubierta, como si acabara
de llegar, que era lo que creímos. Y Plez, por supuesto, dijo: “No, señorita, no
recuerdo que nadie me haya adelantado”.
Los
dos niños se agarraron a mí y sentí que me daban tirones. Mientras tanto mi hijita
seguía durmiendo, y luego se despertó y se tragó el botón.
El
susurro de las hojas era muy distinto del que se oía cuando entré. Iba a llover.
El día tenía dos caras, como suele ocurrir cuando cambian las estaciones: nubes
oscuras y un aire dorado e inmóvil sobre la carretera, y los árboles más luminosos
que el cielo. Las hojas de roble caídas se arrastraban y esparcían, volaban hacia
el viejo Plez y lo rozaban.
“Supongo
que estás seguro, Plez”, dijo Snowdie, y él le preguntó, como para consolarla: “¿Verdad
que hoy no esperaba usted ninguna visita?”
Fue
más tarde cuando la señora Stark agarró a Plez y le arrancó la verdad; yo me enteré
posteriormente, por alguien de su iglesia. Claro que él no iba a dejar que nadie
le hiciera daño a la señorita Snowdie MacLain, después de que la hubiéramos cuidado
durante tanto tiempo. Así que le contó una mentira piadosa.
Después
de que se marchara Plez, Snowdie se quedó en la calle, sin abrigo, con el rostro
vuelto hacia el campo, quitándose de la falda algunos hilos y soltándolos en el
viento, como si estuviera regalando algo, hasta que me acerqué. No lloró.
“Desde luego
que podía ser un fantasma –dijo Plez a la señora Stark–, pero creo que un fantasma,
si hubiera venido a ver a la señora de la casa, hubiera esperado hasta hablar con
ella”.
Y
dijo que no tenía ninguna duda de que era el señor King MacLain, que volvía a su
casa una vez más y que después cambió de opinión. La señorita Lizzie les dijo a
las señoras de su iglesia:
“Yo,
al menos, me fío del negro. Me fío tanto de él como ustedes de mí. El viejo Plez
sigue teniendo la mente lúcida. Me fío sin reservas de su historia –dice–, porque
sé que eso es precisamente lo que haría King MacLain: echar a correr”. Por una vez
estoy de acuerdo en algo con la señorita Lizzie Stark, aunque me parece que ella
no se ha enterado.
Espero
que tropezara con una piedra y se cayera cuando se largó corriendo, antes de alejarse
del pueblo, y que se despellejara su elegante nariz, el muy canalla.
Y
por eso Snowdie viene a buscar mantequilla y no me deja llevársela. Me parece que
la ha tomado conmigo porque yo estaba en su casa el día en que él apareció; ahora
ya no le gusta mi hijita.
Y
Fate dice que quizá King sabía que era Halloween. ¿Cree usted que sería capaz de
llegar a tal extremo, sólo por gastar una broma pesada? ¿Y que le pagaron con la
misma moneda? Normalmente Fate dice cosas más sensatas.
De
hombres como King se puede pensar cualquier cosa. Volaba como el viento, le juró
Plez a la señorita Lizzie Stark; aunque no pudo decir hacia dónde porque cambiaba
continuamente de dirección.
Pero
apuesto mi becerrito Jersey a que King se paró lo suficiente para hacer algún niño
más por ahí.
¿Por
qué digo esto? No se lo diría ni a mi marido, así que olvídelo.
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