Agustín Cadena
A Guadalupe
Se dice que los
tiquilichis vivían dentro del Popocatépetl y que salieron con la gran erupción
de diciembre de 1999; se dice también que son una mutación provocada por el
eclipse del 11 de agosto.
Nosotros no sabemos cómo llegaron. Recordamos que
antes de los desastres no había tiquilichis en la Ciudad de México; se podía
caminar libremente de un barrio a otro, a todo lo largo de los ejes viales y a
plena luz del día. Era posible subir a la azotea de los edificios más altos y
contemplar desde ahí la ciudad, que brillaba erizada de torres y cristales.
Pero a finales del siglo pasado se dejaron venir las catástrofes. Tan sólo en
el último año hubo tres: el eclipse, la erupción del volcán y el Horror sin
Nombre, que vino al final para rubricar la obra de la destrucción. Sólo
sobrevivimos algunos seres humanos, algunos animales urbanos… y los
tiquilichis.
Nunca los hemos visto de cerca, pero a veces
pasamos cerca de sus dominios. O encontramos en cualquier lugar pruebas de que
siguen extendiéndose. Se reproducen rápido y pronto se habrán adueñado de la
ciudad. Dice mi abuelo que no será posible detenerlos. No sé. De todos modos,
¿quién lo intentaría? Nuestra tribu se estableció en el territorio que parecía
más seguro: el parque México. Ahí estaríamos lejos de los edificios que
amenazaban con seguir cayendo. Ahí reiniciamos la vida como pudimos. Poco a poco
cobramos valor y comenzamos a aventurarnos por otros rumbos de la ciudad. El
primero que vio a los tiquilichis, en una excursión al Zócalo, fue mi hermano
mayor. Y murió devorado por ellos. Nadie más volvió a aventurarse. Pero el otro
día pude ver parte de la ciudad que están construyendo encima de nuestra
ciudad, sobre los escombros de la catedral, entre la hierba ennegrecida de las desiertas
plazas.
Enfrente del Palacio Nacional se levanta una
estructura enorme y muy compleja, que parece ser el centro del poder de los
tiquilichis. Esta estructura es en sí un tiquilichi, una especie de tiquilichi
reina, que respira y late como un gigantesco corazón humano, mientras de sus
húmedas aberturas salen y entran pequeños guardias. Cerca de ella se encuentra
un invernadero donde los nuevos tiquilichis tratan de adaptarse a las
condiciones de vida de la ciudad. Y en varias iglesias –de las que aún quedan
de pie– las torres han sido invadidas por tiquilichis ermitaños, cuyos viscosos
tentáculos trepan por las torres y, como largas lenguas de carne rosada, lamen
morosamente los campanarios. En otros sitios hay agujeros por donde una legión
de tiquilichis obreros sube y baja del mundo subterráneo en busca de algo que
utilizan como materia prima en sus procesos vitales. El espectáculo no carece
de belleza: tantos colores, tantas formas antes desconocidas para nosotros.
Hemos intentado matarlos, pero nuestras armas no
consiguen hacerles daño.
La semana pasada apareció un nuevo agujero en la
colonia Roma. Los tiquilichis están cada vez más cerca. Pronto tendremos que
irnos. Pronto habrán invadido toda la ciudad.
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