Julio Cortázar
In a Swiftian mood
Personas dignas de crédito han hecho notar que el autor de estas
informaciones conoce de una manera casi enfermiza el sistema de transportes
subterráneos de la ciudad de París, y que su tendencia a volver sobre el tema
revela trasfondos por lo menos inquietantes. Sin embargo, ¿cómo callar las
noticias sobre el restaurante que circula en el metro y que provoca comentarios
contradictorios en los medios más diversos? Ninguna publicidad desaforada lo ha
dado a conocer a la posible clientela; las autoridades guardan un silencio
acaso incómodo, y sólo la lenta mancha de aceite de la vox populi se
abre paso a tantos metros de profundidad. No es posible que una innovación
semejante se limite al perímetro privilegiado de una urbe que todo lo cree
permitido; es justo e incluso necesario que México, Suecia, Uganda y Argentina
se enteren inter alia de una experiencia que va mucho más allá de la
gastronomía.
La idea debió de partir de Maxim’s, puesto que a
este templo del morfe le ha sido dada la concesión del coche restaurante,
inaugurado poco menos que en silencio a mediados del año en curso. La
decoración y el equipo parecen haber repetido sin imaginación especial la
atmósfera de cualquier restaurante ferroviario, salvo que en éste se come
infinitamente mejor aunque a un precio también infinitamente, detalles que
bastan para seleccionar de por sí a la clientela. No faltan quienes se
preguntan perplejos la razón de promover una empresa a tal punto refinada en el
contexto de un medio de transporte más bien grasa como el metro; otros, entre
los cuales se cuenta este autor, guardan el silencio deploratorio que merece
tal pregunta, puesto que en ella está contenida obviamente la respuesta. En
estas cimas de la civilización occidental poco puede interesar ya el paso monótono
de un Rolls Royce a un restaurante de lujo, entre galones y reverencias,
mientras que es fácil imaginar la delicia estremecedora que representa descender
las sucias escaleras del metro para colocar el billete en la ranura del
mecanismo que permitirá el acceso a andenes invadidos por el número, el sudor y
el agobio de las multitudes que salen de fábricas y oficinas para volver a sus
casas, y esperar entre boinas, gorras y tapaditos de calidad dudosa el arribo
del tren donde aparezca un vagón que los viajeros vulgares sólo podrán
contemplar en el breve instante de su detención. El deleite, por lo demás, va
mucho más lejos que esta primera e insólita experiencia, como se explicará en
seguida.
La idea motora de tan brillante iniciativa tiene
antecedentes a lo largo de la historia, desde las dudosas expediciones de
Mesalina a la Suburra hasta los hipócritas paseos de Harún Al Raschid por las
callejuelas de Bagdad, sin hablar del gusto innato en toda auténtica
aristocracia por los contactos clandestinos con la peor ralea y la canción norteamericana
Let’s go slumming. Obligada por su condición a circular en automóviles privados,
aviones y trenes de lujo, la gran burguesía parisiense descubre por fin algo
que hasta ahora consistía sobre todo en escaleras que se pierden en la
profundidad y que sólo se emprenden en raras ocasiones y con marcada
repugnancia. En una época en que los obreros franceses tienden a renunciar a
las reivindicaciones que tanta fama les han dado en la historia de nuestro
siglo, con tal de cerrar las manos sobre el volante de un auto propio y remacharse
a la pantalla de un televisor en sus escasas horas libres, ¿quién puede escandalizarse
de que la burguesía adinerada vuelva la espalda a cosas que amenazan volverse
comunes y busque, con una ironía que sus intelectuales no dejaran de hacer
notar, un terreno que proporciona en apariencia la máxima cercanía con el
proletariado y que a la vez lo distancia mucho más que en la vulgar superficie
urbana? Inútil decir que los concesionarios del restaurante y la propia
clientela serían los primeros en rechazar indignados un propósito que de alguna
manera podría parecer irónico; después de todo, basta reunir el dinero
necesario para ascender al restaurante y hacerse servir como cualquier cliente,
y es bien sabido que muchos de los mendigos que duermen en los bancos del metro
tienen inmensas fortunas, al igual que los gitanos y los dirigentes de
izquierda.
La administración del restaurante comparte, desde luego,
estas rectificaciones, pero no por eso ha dejado de tomar las medidas que
tácitamente le reclama su refinada clientela, puesto que el dinero no es el
único santo y seña en un lugar basado en la decencia, los buenos modales y el
uso imprescindible de desodorantes. Incluso podemos afirmar que esa obligada
selección constituye el problema esencial de los encargados del restaurante, y
que no fue sencillo encontrarle una solución a la vez natural y estricta. Ya se
sabe que los andenes del metro son comunes a todos, y que entre los vagones de
segunda y el de primera no existe discriminación importante, al punto que los
inspectores suelen descuidar sus verificaciones y en las horas de afluencia el
vagón de primera se llena sin que nadie piense en discutir si los pasajeros
tienen o no derecho a llenarlo. Por consiguiente, encauzar a los clientes del
restaurante de manera de permitirles un fácil acceso presenta dificultades que hasta
ahora parecen haberse superado, aunque los responsables no disimulan casi nunca
la inquietud que los invade en el momento en que el tren se detiene en cada
estación. El método, en líneas generales, consiste en mantener las puertas
cerradas mientras el público asciende y desciende de los coches comunes, y
abrirlas cuando sólo faltan algunos segundos para la partida; a tal efecto, el
tren restaurante está provisto de un anuncio sonoro especial que indica el
momento de abrir las puertas para la entrada o salida de los comensales. Esta
operación debe realizarse sin obstrucciones de ninguna especie, razón por la
cual los guardias del restaurante actúan sincronizadamente con los de la
estación, formando en escasos instantes una doble fila que encuadra a los
clientes e impide al mismo tiempo que algún advenedizo, un turista inocente o
un malvado provocador político logre inmiscuirse en el salón restaurante.
Como es natural, gracias a la publicidad privada del
establecimiento, los clientes están informados de que deberán esperar al tren
en un sector preciso del andén, sector que cambia cada quince días para
despistar a los pasajeros ordinarios, y que tiene como clave secreta uno de los
carteles de propaganda de quesos, detergentes o aguas minerales fijados en las
paredes del andén. Aunque el sistema resulta costoso, la administración ha
preferido informar sobre estos cambios por medio de un boletín confidencial en
vez de colocar una flecha u otra indicación precisa en el lugar necesario,
puesto que muchos jóvenes desocupados o los vagabundos que se sirven del metro
como de un hotel no tardarían en concentrarse allí, aunque sólo fuera para
admirar de cerca la brillante escenografía del coche restaurante que, sin duda,
despertaría sus más bajos apetitos.
El boletín informativo contiene otras indicaciones
igualmente necesarias para la clientela: en efecto, es preciso que ésta conozca
la línea por la cual circulará el restaurante en las horas del almuerzo y de la
cena, y que esa línea cambie cotidianamente a fin de multiplicar las
experiencias agradables de los comensales. Existe así un calendario preciso, que
acompaña la indicación de las especialidades del cocinero en jefe que se
propondrán en cada quincena, y aunque el cambio diario de línea multiplica las
dificultades de la administración en materia de embarco y desembarco, evita que
la atención de los pasajeros comunes se concentre acaso peligrosamente en los
dos períodos gastronómicos de la jornada. Nadie que no haya recibido el boletín
puede saber si el restaurante recorrerá las estaciones que van de la Mairie de
Montreuil a la Porte de Sèvres, o si lo hará en la línea que une el Chateau de
Vincennes a la Porte de Neuilly; al placer que significa para la clientela
visitar diversos tramos de la red del metro y apreciar las diferencias no
siempre inexistentes entre las estaciones, se suma un importante elemento de
seguridad frente a las imprevisibles reacciones que podría provocar una
reiteración diaria del coche restaurante en estaciones donde se da una
reiteración parecida de pasajeros.
Quienes han comido a lo largo de cualquiera de los
itinerarios coinciden en afirmar que al placer de una mesa refinada se suma una
agradable y a veces útil experiencia sociológica. Instalados de manera de gozar
de una vista directa sobre las ventanillas que dan al andén, los clientes
tienen oportunidad de presenciar en múltiples formas, densidades y ritmos, el
espectáculo de un pueblo laborioso que se encamina a sus ocupaciones o que al
término de la jornada se prepara a un bien merecido descanso, muchas veces
durmiéndose de pie y por adelantado en los andenes. Para favorecer la
espontaneidad de estas observaciones, los boletines de la administración
recomiendan a la clientela no concentrar excesivamente la mirada en los andenes,
pues es preferible que sólo lo hagan entre bocado y bocado o en los intervalos
de sus conversaciones; es evidente que un exceso de curiosidad científica
podría ocasionar alguna reacción intempestiva y desde luego injusta por parte
de personas poco versadas culturalmente para comprender la envidiable latitud
mental que poseen las democracias modernas. Conviene evitar particularmente un
examen ocular prolongado cuando en el andén predominan grupos de obreros o
estudiantes; la observación puede hacerse sin riesgos en el caso de personas
que por su edad o su vestimenta muestran un mayor grado de relación posible con
los comensales, e incluso llegan a saludarlos y a mostrar que su presencia en
el tren es un motivo de orgullo nacional o un síntoma positivo de progreso.
En las últimas semanas, en que el conocimiento público de
este nuevo servicio ha llegado a casi todos los sectores urbanos, se advierte
un mayor despliegue de fuerzas policiales en las estaciones visitadas por el
coche restaurante, lo cual prueba el interés de los organismos oficiales por el
mantenimiento de tan interesante innovación. La policía se muestra
particularmente activa en el momento del desembarco de los comensales, sobre todo
si se trata de personas aisladas o de parejas; en ese caso, una vez franqueada
la doble línea de orientación trazada por los empleados ferroviarios y del
restaurante, un número variable de policías armados acompaña gentilmente a los
clientes hasta la salida del metro, donde generalmente les espera su automóvil
puesto que la clientela tiene buen cuidado de organizar en detalle sus
agradables excursiones gastronómicas. Estas precauciones se explican
sobradamente; en tiempos en que la violencia más irresponsable e injustificada convierte
en una jungla el metro de Nueva York y, a veces, el de París, la prudente previsión
de las autoridades merece todos los elogios no sólo de los clientes del
restaurante, sino de los pasajeros en general, que sin duda agradecerán no
verse arrastrados por turbias maniobras de provocadores o de enfermos mentales,
casi siempre socialistas o comunistas, cuando no anarquistas, y la lista sigue
y es más larga que esperanza de pobre.
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