Patricia Esteban Erlés
Hace
unos años compré por internet un fragmento de criptonita. Antes de que
ocurriera lo de mi gato Carygrant, aquella piedra supuestamente llegada de
Kripton ocupaba siempre el mismo lugar en mi cajón de las bragas y podía verla
nada más abrirlo, pegada a la esquina izquierda, ahí, justo encima del sobre de
papel de estraza donde tengo por costumbre meter cada sábado la paga semanal
del súper. A veces, sobre todo si había tenido un día especialmente atroz en el
trabajo, me gustaba entrar en mi dormitorio, pararme ante el espejo de la
cómoda con la blusa del uniforme medio desabrochada, abrir el cajón y buscarla
a tientas. Me gustaba sentir su frío mineral entre los dedos, rozarme con ella
el lóbulo de las orejas y la garganta, mientras el pobre Carygrant, tumbado
sobre la cama, espiaba mi reflejo en el estaño carcomido, igual que un esposo
paciente.
¿Que cómo descubrí que la criptonita
existía? Pues de la forma más tonta y americana que uno pueda figurarse, la
verdad. Sentada un sábado por la tarde en la penumbra de un cyber de mi barrio,
rodeada de amantes de la pornografía infantil y los videojuegos salvajes, di
por casualidad con Kriptonya, la página de dos geólogos yanquis de la
universidad de Wichita, Wisconsin, llamados Parker Lewinston y Cole J. Bowles.
La web contaba que doce meses antes aquel par de treintañeros de pelo pajizo
que ahora mostraban impúdicamente sus dentaduras caballunas mientras sonreían a
cámara, abrazados como viejos amigos de la escuela y con esa expresión radiante
de quienes han conseguido forrarse a una edad razonable, habían recibido una
beca estatal para financiar su viaje al este de Europa y llevar a cabo una
prospección experimental en la zona sur de Serbia. Seguramente, Lewinston y
Bowles habían sido los dos hombres más felices del mundo durante aquella
expedición, porque en Serbia todavía humeaban las hogueras de los últimos
bombardeos y sólo las ventanas vacías de las granjas abandonadas que iban
dejando atrás parecían espiarles con cierto aire censor. Lewinston y Bowles,
acostumbrados a alimentarse con sándwiches de pavo y soledad de laboratorio, no
echaron de menos su casi total ausencia de contacto con otros seres humanos
durante el periodo que pasaron dinamitando el suelo serbio como dos nibelungos
febriles. Qué va. Apenas hablaban entre ellos y tampoco parecía impresionarles
mucho aquel entorno fantasmagórico, donde de vez en cuando encontraban algún
esqueleto de animal en el claro de un bosque, o un trozo de pierna infantil con
los cordones de la bota todavía perfectamente anudados a la entrada de una
aldea ennegrecida por el fuego.
Durante unos meses, Lewinston y Bowles
habían seguido cavando agujeros por todas partes sin inmutarse hasta que al fin
dieron con un pequeño pozo abandonado desde antes de la guerra. No fue
necesario que utilizaran la fuerza en esta ocasión. Igual que una mujer
desfallecida al pie del camino por culpa del hambre y el horror continuados,
aquella mina se abrió de piernas para ellos sin ofrecer resistencia y dejó que
los dos recorrieran excitados varias de sus galerías subterráneas y hallaran
sus paredes recubiertas de un cristal semiopaco, sorprendentemente parecido en
su tono verdoso y, según comprobaron luego, también en su composición química
(hidróxido de sodio, boro y litio fusionado con flúor) al mineral radiactivo
que conseguía dejar fuera de combate al pobre Superman.
Continué leyendo. Kriptonya avalaba la
autenticidad de cada pedazo de piedra extraída en aquel yacimiento serbio con
un certificado firmado ante notario. Cómo resistirse. Yo al menos ya no pude
hacerlo, cuando cometí el error de echarle una ojeada al catálogo de piezas de
criptonita que se hallaban disponibles. Las había de todos los tamaños, formas
y precios, un surtido infinito de galletas verde ojo de pantera. Al final,
medio deslumbrada por la luz fría que emanaba de ellas, me decidí a comprar un
guijarro pequeño, un fragmento redondo y algo más oscuro de lo normal, que era
el único que podía permitirme con mi sueldo.
No me planteé, lo reconozco, que algo tan
minúsculo pudiera resultar peligroso. La ciencia no lo había previsto, de hecho
la página de Lewinston y Bowles aseguraba que la criptonita era inofensiva.
Después de someterla a cientos de pruebas clínicas, sus descubridores
ratificaron que se trataba de un compuesto que no poseía ni medio átomo de
radiactividad, duro como el diamante, sí, pero perfectamente inútil si no fuera
por su turbia belleza. Imagino que a muchos de esos ex niños de los años
setenta que en su día habíamos acudido en manada al cine con anoraks y
pasamontañas, y vimos sufrir al pobre Christopher Reeves un tremendo cólico de
riñón cuando aquellos tres malvados que viajaban por toda la galaxia metidos en
un prisma romboidal le acercaron al rostro un pedrusco made in Kripton, nos dio
igual que la criptonita auténtica fuera tan inservible como el cristal de un
culo de vaso. Aunque, en honor a la verdad confieso que a mí Superman me
parecía mucho más irresistible sin el caracol engominado de la frente, cuando
sentía que todos sus superpoderes se le evaporaban como por arte de magia a
través del tejido interestelar de sus mallas azules sin que él pudiera hacer
nada para evitarlo; cuando notaba, perplejo, que por primera vez en su vida le
estaba saliendo sangre por la nariz tras recibir la soberana paliza de un
camionero, una sangre de color café americano; cuando, en fin, miraba
suplicante a Louis Lane tumbado en el suelo, como pidiéndole que por favor no
lo abandonara en aquel bar de carretera aunque tuviera una pinta tan
lamentable, con esas gafas torcidas de miope y la camisa afranelada de cuadros
abrochada hasta el último botón. No sé. Creo que a mí en el fondo me gustaba
saber que un tipo tan formidable como Superman podía verse metido en apuros por
culpa de algo en apariencia insignificante. La piedra de Kripton era un
misterio de reducidas dimensiones y un alcance galáctico. Por eso, supongo, me
gasté trescientos klanhams y pagué con la tarjeta de crédito mi rescoldo de
criptonita, porque creía en ella y en sus poderes secretos, dijeran lo que
dijeran aquellos dos bobos de Lewinston y Bowles. Recuerdo aún la emoción que
sentí la mañana en que el cartero llamó al timbre y me sacó de la cama para
entregarme un paquete de cartón, cuidadosamente precintado y mil veces más
grande que el tesoro que contenía. Era como si de pronto me hubiera llegado por
correo el manual de instrucciones de la perfecta mujer fatal, y yo pudiera
decidir libremente si quería o no utilizarlo. En aquel instante elegí guardarla
en el cajón de las bragas de mi habitación, y no enseñársela nunca a nadie,
ocultarla como se silencian algunos adulterios prolongados entre vecinos de
rellano o la extraña fijación a la ropa interior equivocada de un honorable
padre de familia.
Nada de lo que luego pasó había sucedido
aún y yo fantaseaba a veces, me imaginaba que en cuanto esa zorra de la señora
Curski se dignara por fin a pagarme las horas extra de las últimas navidades,
llevaría mi criptonita al bazar de baratijas y babuchas puntiagudas de la calle
Trementine y le pediría al dueño, un pakistaní enorme y silencioso con manos de
color estradivarius, que la engarzara en un colgante de plata oscura, casi
negra. Pero la verdad es que nunca llegué a hacerlo, igual que nunca he sido capaz
de dejar de morderme las uñas, por más que lo haya intentado. Después de un
tiempo siempre acabo acostumbrándome al sabor a azufre y al hedor de los
remedios que me aconseja la rubia señorita Plenfes, que es la dueña de la
farmacia que hace esquina con la calle Lenin. Sigo comiéndome las uñas, a pesar
de que aúllo de dolor cuando friego los platos y de que me da mucha vergüenza
enseñar las manos en ese estado de onicofagia crónica. Miro mis dedos en carne
viva, encojo los hombros, y opto por meter las manos en los bolsillos del
abrigo o por esconderlas detrás de la espalda. Me resigno, del mismo modo que
cuando al final la zorra de Curski accedía a abrir la caja fuerte de la oficina
refunfuñando y saldaba su deuda con un puñado de billetes mugrientos. Para
entonces yo ya necesitaba invertirlos en un par de medias, en un recibo
atrasado del agua o en un frasco de champú especial para gatos albinos. Aun
así, pese a las promesas incumplidas, mi pequeña criptonita me alegraba cada
regreso a casa y me gustaba tanto el solo hecho de poseerla como atravesar
descalza las baldosas frías del pasillo con Carygrant enredado entre las
piernas, o comer a cucharadas una tarrina de helado de plátanos y nueces,
robada por la tarde en la tienda de la bruja Curski, sentada a oscuras en el
sofá, frente al viejo televisor en blanco y negro, con el cebreado de una
película muda arañándome el rostro.
Sí, ahora lo sé. Éramos felices así, mi
criptonita, mi gato blanco Carygrant y yo, al menos lo fuimos hasta que un
viernes, casi a la hora del cambio de turno, Grandísimo Hijo de Puta apareció
al final de una larga cola en el supermercado, con su paso lento, su pelo rojo
y sus pestañas abrasadas. Llevaba puesta una viejísima camiseta gris que me
recordó sin saber por qué a un pulmón enfermo, y en la mano sostenía un tomate
bien colorado. Sólo uno. Al llegar junto a la caja hurgó en el bolsillo de su
pantalón hasta encontrar dentro una moneda tan pelirroja como él, que dejó
sobre el mostrador. Miré sus uñas mordisqueadas, sus dedos huesudos de músico
mal alimentado. Y por primera vez hice caso omiso del reglamento de la casa que
nos obligaban a cobrar las bolsas de papel a los clientes que compraban
artículos por un importe menor a seis klanhams, y le tendí una para que metiera
dentro su tomate.
Como era de esperar, Grandísimo Hijo de
Puta agradeció el gesto y volvió otras muchas veces por el súper a hacer su
monocompra. A veces se llevaba una manzana reineta, otras un paquete de
spaguettis o una lata de cerveza barata. Nuestras manos se rozaban, parecidas a
las cabezas de dos patos de guiñol, cuando le entregaba su bolsa de papel. Por
lo que pude observar, él continuaba supliendo las carencias alimenticias de su
dieta mordiéndose las uñas. Los momentos en que nuestros dedos se tocaban eran
cada vez más largos, y sentí que el suelo se volvía flan bajo mis pies la tarde
en que él clavó sus ojos desnutridos en la placa con mi nombre escrito dentro
en la pechera de la blusa, y se despidió musitando un gracias de nuevo,
señorita Mascu.
¿Debo dar detalles de lo que ocurrió
luego? Pues espero que no, porque en realidad, no podría hacerlo. De aquello
guardo tan sólo unas cuantas imágenes apenas entrevistas: el mismo tipo flaco,
recostado contra un coche negro a la hora del cierre del súper un día de entre
semana, sin viernes, ni tomate, ni manzana esta vez, pero con una medio sonrisa
de dientes tiznados por la nicotina asomándole torpemente a los labios. Mi cara
de sorpresa cuando comprendí que era a mí a quien esperaba, mientras una voz
maldecía desde las paredes de mi estómago la facha que tenía esa tarde, con la
coleta medio deshecha y el uniforme lleno de manchas de fruta. Una calle en
sombras y el crujido de vinilo acompañando a nuestros pasos cuando comenzamos a
caminar sin que ninguno de los dos precisara adónde íbamos. Y tras una pequeña
elipsis, dos pares de pies asomando al final de una sábana, ajenos al sendero
de zuecos dislocados, pantys, vaqueros, falda de tergal, converse mugrientas y
camiseta gris cáncer de pulmón que habíamos dejado reptando por el suelo de mi
cuarto. Él y yo con los ojos clavados en nuestros pies, como esperando que nos
contaran otra versión de los mismos hechos. Y de fondo, el sonido lastimoso de
las garras suaves de Carygrant, que rascaba la madera de la puerta desde el
otro lado, sin entender muy bien qué hacía pasando una noche (la primera de 72,
en realidad) fuera de mi cama.
Pobre Carygrant, que había surgido en mi
vida de la nada, tan radiantemente blanco como un esmoquin de gala en una cena
de la Costa Azul. Aquel anochecer no pasaba ningún coche y nadie más caminaba
por la acera, quizás porque había estado lloviendo hasta hacía poco rato. Yo
acababa de mudarme al piso de la portería del número 33 de la calle Progrom, y
volvía a casa de un inventario interminable en el súper. Me metí por la calle
equivocada de puro cansancio. Durante unos instantes me sentí como si unos extraterrestres
bromistas me hubieran abandonado en un barrio cementerio, con los ojos vendados
y cero céntimos de sentido de la orientación en el bolsillo. Sólo había cubos
de basura negros, volcados en el suelo, y cajas de cartón semejantes a lápidas
de una película expresionista por todos lados. Estaba a punto de darme la
vuelta cuando lo vi, en el centro de la calzada, blanco como el vaso de leche
con galletas que pensaba llevarme a la cama al acostarme, si finalmente llegaba
a casa, y rodeado de charcos inmóviles en los que a ratos se colaban cielos
silenciosos y trozos de nube. Un gato fantasmal que me miraba, con esa fijeza
del antihéroe que espera a una mujer en la esquina de siempre a pesar de la
tormenta, apostado bajo la ráfaga de luz amarillenta de una farola, dejando que
la lluvia le arruine la chaqueta y encendiendo una y otra vez la mecha del
cigarro mojado, sin arredrarse ni calibrar siquiera la opción de dar media
vuelta y marcharse, aunque desde hace un buen rato ya sospecha que ella no va a
venir. Entonces decidí seguir hacia delante, caminé entre cubos de basura y
cajas de cartón, en dirección a la blancura fosforescente de aquel animal.
Carygrant, el bueno de Carygrant, que se levantó bostezando, estiró sus largas
patas de yogur y echó a andar delante de mí, como guiándome a mi pequeño piso
mal ventilado, con su paso lento y suntuoso.
A Grandísimo Hijo de Puta nunca le gustó
Carygrant. Cierra la puerta, que no entre. Los gatos me dan miedo, dijo cuando
le llevé el primer desayuno a la cama. Y eso que Carygrant no soltaba pelos en
el sofá, ni se subía a la pila del fregadero para beber agua del grifo, ni
maullaba jamás. No se meó en su sucia camiseta gris ni una sola vez, de hecho
Carygrant apartaba sus ojos de vidriera gótica de Grandísimo Hijo de Puta si
ambos coincidían aunque fuera un solo segundo en la misma habitación y salía de
allí como un borracho elegante que intuye que el barman ya no le servirá la
próxima copa. Procuró no cruzarse en su camino durante el tiempo que él pasó
ocupando la mitad izquierda de mi cama y saqueando mi nevera, olvidado ya de
las monodosis de comida de otros tiempos. Y yo, tan ciega, me limitaba a ayunar
de puro amor para compensar aquellos ataques suyos de gula, fingía que no me
molestaba encontrar a la vuelta de Superbarato Curski un único limón con cara
de vieja arrugada que me esperaba, frunciendo el ceño desde el interior del
frigorífico, como desaconsejándome que siguiera por ese camino. Grandísimo Hijo
de Puta sí dejaba cabellos oxidados por todas partes: en el fondo del lavabo,
en la bañera, en mi peine. Abría mis cajones, sin molestarse luego en volver a
cerrarlos. Muchas veces yo regresaba antes que él, y me encontraba a Carygrant
encerrado en la cocina. Nunca me daba explicaciones acerca de dónde había
estado y tenía un humor taciturno que sólo parecía evaporarse cuando se sentaba
descalzo en el sofá abrazado al mástil de su vieja guitarra blanca y negra, que
siempre me recordó una puta desabrida, una de esas yonkis de piernas flacas que
se prostituyen a las afueras de la ciudad y gritan a los conductores desde el
arcén.
La cosa duró dos meses y medio. Dos meses
y medio durante los cuales Grandísimo Hijo de Puta siguió zampándose mi comida,
echándome algunos polvos de lunes y gritándome desde el colchón que no olvidara
dejarle dinero para tabaco y cuerdas de guitarra, antes de salir hacia el
súper. Yo separaba unas monedas de la compra diaria que dejaba sobre la mesa de
la cocina, sin rechistar. Añoraba a veces el sabor del helado robado, sí, y
había abandonado ya definitivamente aquella firme intención de pararme un día
en la tienda del pakistaní y encargarle un colgante para mi criptonita, pero no
me decidía a renunciar a aquel tipo flaco con pelo de escocés y creo que así
habría podido pasarme toda la vida si él no se hubiera largado sin más
aprovechando mi turno de mañanas. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta de
la calle al salir.
A una casa robada se le queda cara de
tonta. Pasado el primer susto y aquellos momentos angustiosos en que imaginé a
Grandísimo Hijo de Puta muerto de un disparo en la cabeza, mirándome con una
expresión asombrada desde la cama, como increpándome que lo hubiera dejado solo
y a merced de unos atracadores sin escrúpulos, lo busqué por todos los cuartos,
me aseguré de que los ladrones no lo habían metido a empujones, amordazado y
desnudo, en el armario. Descubrí que se había ido riéndose de cada una de las
habitaciones del piso de la portería del número 33 de la calle Progrom antes de
marcharse. Se había llevado a su guitarra la yonki, las últimas monedas que le
había dejado sobre la mesa, pero también mi televisor y dos manzanas que
quedaban dentro de la nevera. Encontré el cadáver de una toalla lila y empapada
en el suelo del dormitorio. Mi hucha de escayola en forma de geisha japonesa,
ataviada con kimono rojo y sombrilla a juego, yacía hecha pedazos junto al
mueble de los libros, a pesar de que la pobre nunca guardó en su interior una
sola moneda y yo sólo la había comprado porque me gustó el aire de paseante
feliz por un jardín rodeado de estanques y flores de loto que tenía en el todo
a cien del barrio.
Volví a mi cuarto. Retiré a toda prisa las
sábanas de la cama para meterlas en la lavadora, abrí el postigo del balcón y
dejé que entrara aire puro. De pronto me dio una vergüenza horrible aquella
gripe emocional de dos meses que me había dejado tan flaca. Pensé en bajar a
comprar un pollo asado con patatas fritas bien grasientas, sí, cogería dinero y
compraría también una botella de limonada fría, una barra de pan recién
horneado, hasta una ración de pastel de queso para el postre. Sentía de golpe
un hambre atroz. Me abalancé sobre la cómoda y abrí el primer cajón de la
cómoda, casi salivando. Busqué con los ojos la esquina izquierda, pero el sobre
de papel de estraza con mi dinero no estaba allí, ni tampoco la criptonita.
Sólo encontré un desorden de bragas, tristes bragas de diario, de algodón
gastado y elásticos flojos, de esas que cada mañana cogía al azar con los ojos
aún enredados de sueño, antes de salir disparada camino de la ducha.
Me temblaron las piernas. Me picaban las
yemas de los dedos de las manos y cerré el cajón, como huyendo de un nido de
ortigas. Me di la vuelta y justo entonces escuché un maullido desgarrador que
me sobresaltó. Un grito de animal encerrado, aunque todas las puertas, todas,
estaban abiertas. Eché a andar. Me oía a mí misma llamando a Carygrant por el
pasillo, pero él no me contestaba, sólo le oía maullar, ajeno a mi voz,
dolorido, asustado, desde el interior de algún hueco, igual que un gato de
faraón, enterrado vivo junto a su dueño.
Y de pronto, la vi. En el suelo, sobre una
de las baldosas blancas, estaba mi criptonita, como una cucaracha anómala,
igual de inmóvil, emitiendo un latigazo de luz alfa, color fondo de estanque de
cementerio. Rodeada de un hilo de baba verdosa que reptaba hasta la cocina,
como si fuera el dibujo agónico, el pentagrama de un quejido de gato. Carygrant
está dentro de la lavadora, pensé, sorteando la piedra y el hilo viscoso de
saliva, siguiendo su rastro. Puede que así fuera, pero no tuve tiempo de comprobarlo,
porque justo cuando iba a poner el pie en la cocina una sombra verde estropajo
salió de allí como una exhalación, esquivándome, y atravesó el pasillo. Un
minuto después volvieron a escucharse maullidos, desde otro agujero de la casa.
Carygrant se había escondido entre las toallas blancas del altillo del armario,
quizás, o en el fondo del cesto de ropa sucia de la galería. No he vuelto a
verlo, él se cuida de esconderse antes de mi regreso a casa, y sólo abandona su
guarida para alimentarse y beber agua. De vez en cuando encuentro una cagarruta
de color lagarto en medio de la bañera o sobre mi almohada. Suspiro. Salgo en
busca de un trozo de papel higiénico y maldigo a Lewinston y Bowles, aquel par
de estúpidos hombres de ciencia que no fueron capaces de prever el catastrófico
efecto de la criptonita en los gatos blancos.
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