Kurt Vonnegut
Pete
Crocker, el alguacil de Barnstable County, que abarcaba todo Cabo Cod, entró en
el Salón Federal de Suicidios Éticos de Hyannis una tarde de mayo y les explicó
a las dos Azafatas de seis pies de altura allí presentes que no debían
alarmarse, pero que creían que un cabezahueca de mala reputación llamado Billy
el Poeta se dirigía al Cabo.
Un cabezahueca era una persona que se negaba a tomar
sus píldoras para el control de natalidad ético tres veces al día. Dicha
negativa se castigaba con diez mil dólares de multa y diez años de prisión.
Esto ocurría en un tiempo en que la población de la
Tierra era de diecisiete mil millones de personas. Eran demasiados mamíferos
grandes para un planeta tan pequeño. La gente vivía apretada como drupas.
Las drupas son los bultitos pulposos que componen la
superficie de una frambuesa.
Así que el Gobierno Mundial atacaba la superpoblación
desde dos flancos. Por un lado fomentaba el suicidio ético, que consistía en ir
al Salón de Suicidios más cercano y pedir a una Azafata que te matara sin dolor
mientras descansabas en un sillón articulado. Por otro, el control de la
natalidad ético era obligatorio.
El alguacil explicó a las Azafatas, que eran chicas
guapas, tenaces y muy inteligentes, que se estaban organizando controles de
carretera y búsquedas casa por casa para atrapar a Billy el Poeta. La principal
dificultad radicaba en que la policía no sabía qué aspecto tenía el Poeta. Las
pocas personas que lo habían visto y lo conocían eran mujeres, y discrepaban
fabulosamente en cuanto a la altura, el color del cabello, la voz, la
constitución y el color de piel de Billy el Poeta.
–No necesito recordarles, muchachas –continuó el alguacil–,
que un cabezahueca es muy sensible de cintura para abajo. Si Billy el Poeta consigue
colarse aquí y empieza a causar problemas, una buena patada en el lugar adecuado
hará maravillas.
El alguacil se refería al hecho de que las píldoras para
el control ético de la natalidad, único método legal de contracepción, entumecían
a la gente de cintura para abajo.
Muchos hombres decían que sentían las nalgas como hierro
frío o madera de balsa. Muchas mujeres decían que sentían las nalgas como algodón
mojado o ginger ale pasado. Las píldoras eran tan eficaces que podían vendársele
los ojos a un hombre que hubiera tomado una, pedirle que recitara el Discurso de
Gettysburg, darle una patada en las pelotas mientras lo hacía y el tipo no se saltaría
ni una sílaba.
Las píldoras eran éticas porque no interferían en la capacidad
reproductiva de la persona, lo cual habría sido antinatural e inmoral. Las píldoras
se limitaban a eliminar todo el placer del sexo.
Por lo tanto, ciencia y moral iban de la mano.
***
Las
dos Azafatas de Hyannis eran Nancy McLuhan y Mary Kraft. Nancy era una rubia cobrizo.
Mary era una morena azabache. Su uniforme se componía de pintalabios blanco, pintura
de ojos cargada, body púrpura sin nada debajo y botas de cuero negro. Atendían un
negocio pequeño, con sólo seis cabinas de suicidio. En una semana muy buena, por
ejemplo la semana antes de Navidad, podían llegar a dormir hasta sesenta personas.
Se hacía mediante una jeringuilla hipodérmica.
–El mensaje principal que tengo para ustedes, muchachas
–dijo el alguacil Crocker–, es que todo está bajo control. Pueden seguir con el
negocio como siempre.
–¿No se olvida parte de su mensaje principal? –le preguntó
Nancy.
–No te entiendo.
–No lo he oído decir que probablemente viene directo a
nosotras.
El alguacil se encogió de hombros con inocencia desgarbada.
–No estamos seguros.
–Pensaba que eso era lo único que todo el mundo sabe de
Billy el Poeta: que está especializado en desflorar Azafatas de Salones de Suicidio
Ético –Nancy era virgen. Todas las Azafatas eran vírgenes. También tenían que cursar
estudios avanzados en psicología y enfermería. También tenían que ser rellenitas
y sonrosadas, y medir al menos seis pies.
Estados Unidos había cambiado en muchos sentidos, pero
todavía tenía que adoptar el sistema métrico decimal.
A Nancy McLuhan la ponía enferma que el alguacil intentara
protegerlas a ella y a Mary de toda la verdad sobre Billy el Poeta, como si fueran
a tener un ataque de pánico por oírla. Así se lo dijo al alguacil.
–¿Cuánto tiempo cree usted que duraría una chica en el
SSE –dijo refiriéndose al Servicio de Suicidio Ético– si se asustara tan fácilmente?
El alguacil dio un paso atrás y retrajo la barbilla.
–No mucho, supongo.
–Muy cierto –dijo Nancy remontando la distancia que los
separaba y ofreciéndole para oler el canto de la mano en posición de golpe de karate.
Todas las Azafatas eran expertas judocas y karatecas–. Si quiere comprobar lo indefensas
que estamos sólo tiene que acercarse a mí como si fuera Billy el Poeta.
El alguacil sacudió la cabeza y le contestó con una sonrisa
vidriosa.
–Mejor no.
–Es lo más inteligente que ha dicho hoy –dijo Nancy, dándole
la espalda mientras Mary se reía–. No estamos asustadas: estamos enojadas. O quizá
ni siquiera eso. No vale la pena. Estamos aburridas. Qué aburrido que tenga que
venir desde tan lejos, que tenga que montar todo este relajo, para… –dejó la frase
inacabada–. Es demasiado absurdo.
–No estoy tan enojada con él como con las mujeres que
lo dejan hacerlo sin luchar –dijo Mary–, que lo dejan hacerlo y luego no son capaces
de decirle a la policía qué aspecto tiene. ¡Azafatas de Suicidio!
–Alguien no lleva al día su karate –dijo Nancy.
***
Billy
el Poeta no era el único en sentirse atraído por las Azafatas de los Salones de
Suicidio Ético. Todos los cabezahuecas sentían esa atracción. Enajenados por la
locura sexual derivada de no tomar nada, pensaban que los labios blancos y los ojos
grandes y los bodys y las botas de una Azafata anunciaban sexo, sexo, sexo.
La verdad era, claro está, que el sexo era la última cosa
que una Azafata tenía en la cabeza.
–Si Billy sigue su modus operandi habitual –dijo
el alguacil–, estudiará sus hábitos y su vecindario. Y luego elegirá a una de las
dos y le enviará un poema soez por correo.
–Encantador –dijo Nancy.
–Se sabe que también utiliza el teléfono.
–¡Qué valiente! –añadió Nancy. Por encima del hombro del
alguacil vio que llegaba el cartero.
Se encendió una luz azul encima de la puerta de una cabina
a cargo de Nancy. La persona del interior quería algo. Era la única cabina en funcionamiento
en ese momento.
El alguacil le preguntó a Nancy si cabía la posibilidad
de que la persona de dentro fuera Billy el Poeta y ella contestó:
–Bueno, si lo es le puedo romper el cuello usando el pulgar
y el índice.
–Un Abuelo Sexy –dijo Mary, que también lo había visto.
Un Abuelo Sexy era cualquier anciano, mono y senil, que protestaba y bromeaba y
recordaba anécdotas durante horas antes de permitir que la Azafata lo durmiera.
–Nos hemos pasado dos horas intentando elegir su última
comida –gruñó Nancy.
Y entonces entró el cartero con una única carta. Iba dirigida
a Nancy, con lápiz borroso. Nancy resplandecía de ira y asco mientras la abría,
sabedora de que contendría un ejemplo de las porquerías de Billy.
Tenía razón. Dentro del sobre había un poema. No era un
poema original. Era una canción de los viejos tiempos que había adoptado un nuevo
significado desde que se generalizara el entumecimiento derivado del control ético
de la natalidad. Decía así, de nuevo en lápiz borroso:
Caminábamos por el parque
a oscuras,
tocándole el culo a las estatuas.
Si el caballo de Sherman se deja,
tú también puedes.
Cuando Nancy entró en la cabina de suicidio para ver qué
quería el ocupante, el Abuelo Sexy estaba tumbado en el sillón verde menta sobre
el que habían muerto sin sufrir cientos de personas a lo largo de los años. Repasaba
el menú del Howard Johnson de al lado y seguía el ritmo del hilo musical que emitía
el altavoz de la pared amarillo limón. La habitación era un bloque de hormigón pintado.
Tenía una ventana con barrotes y persiana veneciana.
Había un Howard Johnson al lado de cada Salón de Suicidio
Ético y viceversa. El Howard Johnson tenía el tejado naranja y el Salón de Suicidio
tenía el techo púrpura, pero ambos eran el Gobierno. Prácticamente todo era el Gobierno.
Además, prácticamente todo estaba automatizado. Nancy
y Mary y el alguacil tenían suerte de tener trabajo. La mayoría de la gente no lo
tenía. El ciudadano medio andaba alicaído por casa y veía la televisión, que era
el Gobierno. Cada cuarto de hora el televisor le animaba a votar con inteligencia
o a consumir con inteligencia, o a orar en la iglesia de su elección, o a amar al
prójimo, o a acatar las leyes… o a pasarse por el Salón de Suicidio Ético más próximo
y descubrir lo amable y comprensiva que podía ser una Azafata.
El Abuelo Sexy era una rareza, puesto que lucía las marcas
de la vejez, era calvo, tembloroso y tenía manchas en las manos. La mayoría de la
gente aparentaba veintidós años, gracias a las inyecciones antienvejecimiento que
se ponían dos veces al año. Que el viejo pareciera viejo demostraba que las inyecciones
habían sido descubiertas después de que el dulce pájaro de su juventud se hubiera
escapado.
–¿Nos hemos decidido ya por nuestra última cena? –le preguntó
Nancy. Detectó la irritación en su propia voz, se oyó desvelar la exasperación que
le provocaba Billy el Poeta, el aburrimiento que le despertaba el viejo. Estaba
avergonzada, aquella actitud no era nada profesional por su parte–. La chuleta de
ternera empanizada es muy buena.
El viejo ladeó la cabeza. Con la astucia ávida de la segunda
infancia, la había atrapado siendo poco profesional, desagradable, y la iba a castigar
por ello.
–No parece muy amable. Creía que se suponía que todas
debían ser amables. Creía que se suponía que éste era un lugar agradable.
–Le pido perdón –le dijo Nancy–. Si le he parecido antipática,
no tiene nada que ver con usted.
–Pensé que quizá la estaba aburriendo.
–No, no –le dijo animosamente–, para nada. La verdad es
que sabe usted cosas muy interesantes.
Entre otras cosas, el Abuelo Sexy aseguraba haber conocido
a J. Edgar Nation, el farmacéutico de Grand Rapids, padre del control de natalidad
ético.
–Pues entonces demuestre interés –el viejo podía permitirse
imprudencias así.
La cosa era que podía irse cuando quisiera hasta el momento
en que pidiera la aguja: y tenía que pedir la aguja. Era la ley.
El arte de Nancy, y el de todas las demás Azafatas, consistía
en asegurarse de que los voluntarios no se fueran, en persuadirlos, adularlos y
halagarlos pacientemente a cada paso del camino.
Así que Nancy tenía que sentarse en la cabina, fingir
que le maravillaba la frescura de la historia que le explicaba el viejo, una historia
que todos conocían, sobre cómo J. Edgar Nation había experimentado con el control
de la natalidad ético.
–Él no tenía la menor idea de que un día los seres humanos
tomarían su píldora –dijo el Abuelo Sexy–. Su sueño era introducir la moral en la
jaula de los monos del zoo de Grand Rapids. ¿Lo sabía usted? –preguntó con severidad.
–No. No, no lo sabía. Es muy interesante.
–Él y sus once hijos fueron a misa un día de Pascua. Y
hacía tan buen día y el oficio había sido tan bello y puro que decidieron dar un
paseo por el zoo. Se sentían en la gloria.
–Hum –la escena descrita estaba tomada de una obra que
emitían por televisión cada Pascua.
El Abuelo Sexy se metió con calzador en la escena, charlando
con los Nation justo antes de que entraran en la jaula de los monos.
–“Buenos días”, le dije. “La verdad es que es una bonita
mañana”. “Buenos días tenga usted, señor Howard”, me dijo él. “No hay nada como
una mañana de Pascua para que un hombre se sienta limpio y recién nacido y en paz
con los designios del Señor”.
–Hum –Nancy oía el teléfono sonando débil y persistentemente
a través de la cercana puerta insonorizada.
–Así que entramos juntos en la jaula de los monos, ¿y
qué le parece que vimos?
–No logro imaginarlo –alguien había contestado al teléfono.
–¡Vimos a un mono toqueteándose las partes íntimas!
–¡No!
–¡Sí! Y J. Edgar Nation se disgustó tanto que fue directo
a su casa y empezó a trabajar en una píldora que conseguiría que los monos en primavera
fueran una visión digna de una familia cristiana.
Llamaron a la puerta.
–¿Sí? –preguntó Nancy.
–Nancy –dijo Mary–, te llaman por teléfono.
Cuando Nancy salió de la cabina se encontró al alguacil
atragantándose con risitas de placer al imponer el cumplimiento de la ley. Varios
policías escondidos en el Howard Johnson tenían pinchado el teléfono. Creían que
era Billy el Poeta quien llamaba. Habían localizado el origen de la llamada. La
policía estaba de camino para atraparlo.
–Manténgalo al teléfono, que no cuelgue –le susurró el
alguacil a Nancy, y le pasó el teléfono como si fuera de oro macizo.
–¿Sí? –dijo Nancy.
–¿Nancy McLuhan? –dijo un hombre. Había camuflado la voz.
Podría estar hablando por un kazoo–. Llamo de parte de un amigo común.
–Oh.
–Me pidió que le enviara un mensaje.
–Ya veo.
–Es un poema.
–Muy bien.
–¿Preparada?
–Preparada. –Nancy oía el chillido de las sirenas de fondo
al otro extremo de la línea.
Su interlocutor también tenía que oír las sirenas, pero
recitó el poema sin la menor emoción. Decía así:
Empápate en Loción Jorgen.
Aquí llega el hombre
explosión de población.
Lo atraparon. Nancy lo oyó todo: los golpes y las pisadas,
la trifulca y los gritos.
Sintió una depresión glandular al colgar el teléfono.
Su bravo cuerpo se había preparado para una lucha que no tendría lugar.
El alguacil salió dando saltos del Salón de Suicidios,
con tanta prisa por ver al famoso criminal que había ayudado a atrapar que se le
cayó un fajo de papeles del bolsillo de la gabardina.
Mary los recogió y llamó al alguacil. Él se detuvo un
momento, dijo que los papeles ya no importaban y le preguntó a Mary si le gustaría
acompañarlo. Siguió un tira y afloja entre las chicas, con Nancy persuadiendo a
Mary para que fuera, asegurándole que no tenía ninguna curiosidad por conocer a
Billy. Así que Mary se marchó, pasándole despreocupadamente el fajo a Nancy.
Los papeles resultaron ser fotocopias de poemas que Billy
había enviado a Azafatas de otros lugares. Nancy leyó el primero. Le daba gran importancia
a un peculiar efecto secundario de las píldoras para el control ético de la natalidad:
no sólo entumecían a la gente, también la hacían mear azul. El poema se titulaba
“Lo que el Cabezallena le dijo a la Azafata de Suicidios”, y decía así:
No paseé, no sembré,
y gracias a las píldoras, no pequé.
Amé las multitudes, el ruido, la peste.
Y al mear, meé celeste.
Comí bajo un tejado naranja,
bailé con el progreso como una bisagra.
Bajo el tejado púrpura he venido hoy
para mear mi vida en azul.
Azafata virgen, de la muerte reclutadora,
la vida encanta, pero tú eres más encantadora.
Llora mi polla, hija púrpura…
Sólo echó agua azul celestial.
–¿Nunca había oído esa historia sobre cómo J. Edgar Nation
inventó el control ético de la natalidad? –quiso saber el Abuelo Sexy. Se le quebró
la voz.
–Nunca –mintió Nancy.
–Creía que todos la conocían.
–Yo nunca la había oído.
–Cuando acabó con los monos, aquello parecía el Tribunal
Supremo de Michigan. Mientras, hubo una crisis en Naciones Unidas. La gente que
sabía de ciencia decía que había que reproducirse menos, y la gente que sabía de
moralidad decía que la sociedad se vendría abajo si la gente utilizaba el sexo únicamente
por placer.
El Abuelo Sexy se levantó del sillón, se acercó a la ventana,
separó dos tablas de la persiana. No había gran cosa que ver. La vista quedaba bloqueada
por la parte trasera de un termómetro falso de veinte pies de alto que daba a la
calle. Medía los miles de millones de habitantes de la Tierra, de cero a veinte.
La columna de líquido de mentira era una tira de plástico rojo traslúcido. Indicaba
la gente que había en la Tierra. Muy cerca de la base, una flecha negra marcaba
lo que los científicos consideraban la población deseable.
El Abuelo Sexy miraba la puesta de sol a través del plástico
rojo y también de la cortina, de modo que tenía la cara ribeteada de sombras y rojo.
–Dígame –preguntó–, cuando muera, ¿cuánto bajará el termómetro?
¿Un pie?
–No.
–¿Una pulgada?
–No exactamente.
–Conoce la respuesta, ¿verdad? –dijo y la miró de frente.
La senilidad de su voz y su mirada se había desvanecido–. Una pulgada de esa cosa
equivale a 83.333 personas. Lo sabía ¿verdad?
–Eh… Podría ser. Pero, en mi opinión, ésa no es la forma
correcta de planteárselo.
Él no le preguntó cuál era la forma correcta en su opinión.
En cambio, completó una idea propia.
–Le diré otra cosa que es verdad: soy Billy el Poeta y
usted es una mujer muy guapa.
Con una mano se sacó un revólver corto del cinturón. Con
la otra, se arrancó la calva y la frente arrugada, que resultaron ser de goma. Ahora
aparentaba veintidós años.
–La policía querrá saber qué aspecto tengo cuando todo
haya pasado –le dijo a Nancy con una sonrisa maliciosa–. En caso de que no se le
dé bien describir a la gente, y es sorprendente la cantidad de mujeres a las que
les ocurre:
Mido cinco pies con dos,
tengo azules los ojos,
pelo castaño hasta los hombros…
Un elfo varonil
muy pagado de sí
al que las damas llaman ardiente.
Billy era dos pulgadas más bajo que Nancy. Ella pesaba
unos dieciocho kilos más. Le dijo a Billy que no tenía ninguna oportunidad, pero
Nancy estaba equivocada. Él había aflojado los barrotes de la ventana la noche anterior
y la obligó a salir por el agujero y colarse por una boca de alcantarilla que quedaba
oculta de la calle por el gran termómetro.
La llevó a las cloacas de Hyannis. Billy sabía a dónde
iba. Tenía una linterna y un mapa. Nancy tuvo que ir delante por la estrecha pasarela,
mientras su sombra bailaba burlonamente a la cabeza. Intentó averiguar dónde estaban
en relación con el mundo real de la superficie. Supuso con acierto que pasaban bajo
el Howard Johnson, deduciéndolo de los ruidos que oyó. La maquinaria que procesaba
y servía la comida era silenciosa. Pero para que la gente no se sintiera tan sola
al comer allí, los diseñadores habían ideado efectos sonoros para la cocina. Eso
fue lo que oyó Nancy: una grabación en cinta del entrechocar de la plata y las risas
de negros y puertorriqueños.
Después se perdió. Billy tenía poco que decirle salvo
“Derecha” o “Izquierda” o “No intentes nada raro, Juno, o te vuelo la puta cabeza”.
Sólo en una ocasión mantuvieron algo parecido a una conversación.
Billy la inició, y también la acabó.
–¿Qué coño hace una chica con esas caderas vendiendo muerte?
–le preguntó desde detrás.
Ella osó detenerse.
–Puedo contestar a eso –le dijo. Confiaba en darle una
respuesta que lo marchitara como el napalm.
Pero él le dio un empujón y se ofreció otra vez a volarle
la puta cabeza.
–Ni siquiera quieres oír mi respuesta –le provocó–. Tienes
miedo de oírla.
–Nunca escucho a una mujer hasta que se le pasa el efecto
de las píldoras –dijo con sorna Billy. Así que ése era su plan: mantenerla prisionera
al menos ocho horas.
Era el tiempo que tardaban las pastillas en perder su
efecto.
–Menuda norma idiota.
–Una mujer no es una mujer hasta que el efecto se desvanece.
–Desde luego sabes cómo hacer que una mujer se sienta
un objeto en lugar de persona.
–Dale las gracias a las píldoras.
***
Había
ochenta millas de alcantarillas bajo Hyannis y su periferia, que abarcaba una población
de cuatrocientas mil drupas, cuatrocientas mil almas. Nancy perdió el sentido del
tiempo allí abajo. Cuando Billy anunció que por fin habían llegado a su destino,
ella tuvo la impresión de que podría haber pasado un año.
Puso a prueba esa espeluznante sensación pellizcándose
un muslo, para ver qué decía el reloj químico de su cuerpo. El muslo seguía entumecido.
Billy le ordenó trepar por unos travesaños de hierro dispuestos
sobre una obra reciente. Por encima se veía un círculo de luz enfermiza. Resultó
ser luz de luna filtrada por polígonos plásticos de una enorme cúpula geodésica.
Nancy no tuvo que pronunciar la pregunta típica de la víctima, “¿Dónde estoy?”.
Sólo había una cúpula así en Cabo Cod. Estaba en Puerto Hyannis y albergaba el antiguo
Complejo Kennedy.
Era un museo sobre el estilo de vida en tiempos más expansivos.
El museo estaba cerrado. Solamente se abría en verano.
La boca de alcantarilla por la que emergió Nancy seguida
de Billy estaba situada en una extensión de cemento verde, que señalaba dónde había
estado el césped de los Kennedy. Sobre el cemento, frente a las antiguas casas de
madera, se erigían estatuas de los catorce Kennedy que habían sido presidentes de
los Estados Unidos del Mundo. Jugaban futbol americano.
El Presidente del Mundo en tiempos de la abducción de
Nancy era, casualmente, una ex Azafata de Suicidios llamada Ma Kennedy. Su estatua
nunca se sumaría a este particular partido de futbol. De acuerdo, se llamaba Kennedy,
pero no era auténtica.
La gente se quejaba de su falta de estilo, la encontraban
vulgar. En la pared de su despacho tenía una placa que decía: NO TIENES QUE ESTAR
LOCO PARA TRABAJAR AQUÍ, PERO AYUDA, y otra que decía: ¡PIENSA! y otra más que decía:
UN DÍA DE ÉSTOS TENDRÍAMOS QUE ORGANIZARNOS.
Su despacho estaba en el Taj Mahal.
***
Hasta
que llegó al Museo Kennedy, Nancy McLuhan confiaba en que antes o después tendría
la oportunidad de romper hasta el último hueso del cuerpecillo de Billy, quizá hasta
podría dispararle con su propia pistola. No le habría importado hacerlo. Le parecía
más asqueroso que una garrapata henchida de sangre.
No fue la compasión lo que la hizo cambiar de opinión.
Fue descubrir que Billy tenía una banda. Había al menos ocho personas alrededor
de la boca de alcantarilla, hombres y mujeres en idéntica cantidad, con la cabeza
cubierta por medias. Las mujeres agarraron a Nancy con manos firmes y la mandaron
tranquilizarse. Eran todas tan altas como ella y la cogían por partes donde podrían
hacerle ver las estrellas si hacía falta.
Nancy cerró los ojos, pero esto no la protegió de la conclusión
evidente: esas pervertidas eran hermanas del Servicio de Suicidio Ético. Esto la
alteró tanto que preguntó en voz alta y amarga: “¿Cómo pueden romper sus juramentos
de este modo?”.
De inmediato le hicieron tanto daño que se doblegó y rompió
a llorar.
Cuando volvió a enderezarse tenía muchas más cosas que
decir, pero mantuvo la boca cerrada. Especuló en silencio sobre qué demonios podía
conseguir que las Azafatas de Suicidio se volvieran contra la idea misma de decencia.
La condición de cabezahueca por sí sola no era explicación suficiente. Tenían que
estar drogadas.
Nancy repasó mentalmente todas las drogas terribles sobre
las que le habían hablado en la escuela, convenciéndose de que aquellas mujeres
habían ingerido la peor de todas. Esa droga era tan potente, le habían explicado
a Nancy sus profesores, que hasta una persona entumecida de cintura para abajo copularía
repetida y entusiastamente tras tomar un único vaso. Ésa tenía que ser la respuesta:
las mujeres, y probablemente también los hombres, habían estado bebiendo ginebra.
***
Empujaron
a Nancy hasta el interior de la casa de madera central, que estaba a oscuras como
todas las demás, y Nancy oyó que los hombres ponían a Billy al corriente de las
novedades. En estas novedades Nancy percibió un atisbo de esperanza. Quizá hubiera
ayuda en camino.
El miembro de la banda que se había encargado de la llamada
obscena a Nancy había hecho creer a la policía que habían atrapado a Billy el Poeta,
cosa que era mala para Nancy. La policía todavía no sabía que Nancy había desaparecido,
le dijeron dos hombres a Billy, y se había enviado un telegrama a Mary Kraft de
parte de Nancy donde se aseguraba que ésta había tenido que ir a Nueva York por
asuntos familiares urgentes.
Ahí fue donde Nancy vio un resquicio de esperanza: Mary
no se creería lo del telegrama. Mary sabía que Nancy no tenía familia en Nueva York.
Ninguna de los sesenta y tres millones de personas que vivían allí era pariente
de Nancy.
La banda había desactivado la alarma antirrobo del museo.
También habían cortado muchas de las cadenas y sogas que evitaban que los visitantes
tocaran nada de valor. No era ningún misterio quién y con qué las habían cortado.
Uno de los hombres iba armado con unas brutales tijeras de podar.
Condujeron a Nancy hasta un dormitorio del servicio de
la planta alta. El hombre de las tijeras cortó las sogas que cerraban el paso de
la estrecha cama. Acostaron a Nancy y dos hombres la agarraron mientras una mujer
le inyectaba un somnífero.
Billy el Poeta había desaparecido.
Mientras Nancy caía bajo los efectos del tranquilizante,
la mujer que la había pinchado le preguntó la edad.
Nancy estaba decidida a no responder, pero descubrió que
la droga le impedía negarse a responder.
–Sesenta y tres –murmuró.
–¿Cómo se siente una cuando es virgen a los sesenta y
tres?
Nancy se oyó responder a través de una niebla aterciopelada.
Le sorprendió la respuesta, quería protestar, esa respuesta no podía ser suya.
–Sin sentido.
Momentos después, le preguntó torpemente a la mujer:
–¿Qué había en la jeringuilla?
–¿Qué había en la jeringuilla, cielo? Bueno, cielo, lo
llaman “suero de la verdad”.
***
La
luna estaba baja cuando Nancy se despertó, pero la noche seguía en el exterior.
Las sombras eran alargadas y había luz de velas. Nancy
nunca había visto arder una vela.
Lo que despertó a Nancy fue un sueño sobre mosquitos y
abejas. Los mosquitos y las abejas se habían extinguido. Así como los pájaros. Pero
Nancy soñó que millones de insectos pululaban a su alrededor de cintura para abajo.
No la picaban. La abanicaban. Nancy era una cabezahueca.
Volvió a dormirse. Cuando se despertó otra vez, tres mujeres
la conducían a un cuarto de baño con las cabezas todavía cubiertas por medias. El
cuarto estaba lleno del vapor de alguien que se había bañado antes. Las huellas
mojadas de otra persona cruzaban el suelo y el aire olía a perfume de pino.
Recuperó la voluntad y la inteligencia mientras la bañaban,
perfumaban y vestían con un camisón blanco. Cuando las mujeres retrocedieron para
contemplarla, les dijo con calma: “Puede que ahora sea una cabezahueca. Pero eso
no significa que tenga que pensar y actuar como tal”.
Nadie se lo discutió.
***
La
llevaron abajo y la sacaron de la casa. Esperaba que la hicieran bajar por otra
boca de alcantarilla. El marco perfecto para ser violada por Billy, pensaba: las
cloacas.
Pero la condujeron a través del cemento verde, donde solía
estar el césped, y luego a través del cemento amarillo, donde solía estar la playa,
y luego hasta el cemento azul, donde solía estar el puerto. Había veintiséis yates
que habían pertenecido a diversos Kennedy, hundidos hasta la línea de flotación
en cemento azul.
Iba a ser al más antiguo de estos yates, el Marlin,
en otro tiempo propiedad de Joseph P. Kennedy, adonde acompañaran a Nancy.
Amanecía. Debido a los altos edificios de apartamentos
que rodeaban el Museo Kennedy, pasaría una hora antes de que la luz directa del
sol alcanzara el microcosmos de debajo de la cúpula geodésica.
Nancy fue escoltada hasta la escalera que daba al camarote
de proa del Marlin.
Las mujeres le indicaron por señas que debía bajar los
cinco escalones sola.
Nancy se quedó momentáneamente paralizada, así como las
otras dos mujeres. Y había dos estatuas verdaderas en el retablo del puente. De
pie junto al timón había una estatua de Frank Wirtanen, antiguo capitán del Marlin.
A su lado estaba su hijo y segundo de a bordo, Carly. No prestaban la menor atención
a la pobre Nancy. Tenían la vista fija en el cemento azul del otro lado del parabrisas.
Nancy, descalza y con un fino camisón blanco, descendió
valientemente hasta el camarote de proa, bañado de luz de velas y aroma de pino.
La escotilla de la escalera fue cerrada con cerrojo a su espalda.
Las emociones de Nancy y el mobiliario antiguo del camarote
eran tan complejas que al principio Nancy no pudo discernir a Billy el Poeta de
su entorno, de la caoba y el cristal emplomado. Luego lo vio al fondo del camarote,
con la espalda apoyada en la puerta del puente de proa. Iba vestido con un pijama
de seda color púrpura y cuello mao. El pijama estaba ribeteado en rojo y sobre el
pecho sedoso de Billy se retorcía un dragón dorado. Escupía fuego.
A modo de anticlímax, Billy llevaba gafas. Sostenía un
libro.
Nancy se colocó en el penúltimo escalón, agarró con firmeza
los asideros de la escalera de cámara. Enseñó los dientes, calculó que se necesitarían
diez hombres del tamaño de Billy para moverla de allí.
Entre los dos había una mesa grande. Nancy había imaginado
que el camarote estaría dominado por una cama, posiblemente con forma de cisne,
pero el Marlin era una barca diurna. El camarote era cualquier cosa menos
un serrallo. Era tan voluptuoso como un comedor de clase media-baja en Akron, Ohio,
hacia 1910.
Había una vela sobre la mesa. Además de una heladera,
dos copas y una botella de champán. El champán era tan ilegal como la heroína.
Billy se quitó las gafas, la saludó con una sonrisa tímida
y avergonzada y dijo:
–Bienvenida.
–De aquí no paso.
Él accedió.
–Ahí estás muy guapa.
–¿Y qué se supone que tengo que decir yo? ¿Que estás despampanante?
¿Que me embarga un deseo incontenible de lanzarme entre tus brazos viriles?
–Si quisieras hacerme feliz, así lo conseguirías, desde
luego –dijo esto con humildad.
–¿Y qué pasa con mi felicidad?
La pregunta pareció desconcertar a Billy.
–Nancy… Para eso es todo esto.
–¿Qué pasa si mi idea de la felicidad no coincide con
la tuya?
–¿Y cuál crees tú que es mi idea de la felicidad?
–No voy a lanzarme entre tus brazos y no voy a beber ese
veneno y no voy a moverme de aquí a menos que alguien me obligue. Así que creo que
tu idea de la felicidad va a resultar ser ocho personas agarrándome sobre esa mesa
mientras me apuntas valientemente con una pistola en la cabeza… y haces lo que quieras.
Así es como va a tener que ser, de modo que ¡llama a tus amigos y acabemos!
Y así lo hizo.
***
Él
no le hizo daño. La desvirgó con una destreza clínica que a ella le pareció repugnante.
Cuando todo acabó, él no se mostró chulesco ni orgulloso. Al contrario, estaba terriblemente
deprimido y le dijo a Nancy: “Créeme, de haber existido otro modo…”
A lo que ella respondió con un rostro imperturbable y
silenciosas lágrimas de humillación.
Los ayudantes de Billy bajaron una litera plegable de
la pared. Era poco más ancha que una estantería para libros y colgaba de cadenas.
Nancy se dejó acostar y volvió a quedarse a solas con Billy el Poeta. Grande como
era, como un contrabajo embutido en aquel estante estrecho, Nancy se sentía como
cosita pequeña y penosa.
La habían tapado con una manta áspera de los excedentes
de guerra. Fue idea suya subir una esquina de la manta para taparse la cara.
Nancy adivinaba por los ruidos lo que Billy estaba haciendo,
que no era mucho.
Billy estaba sentado a la mesa, de vez en cuando suspiraba
o resoplaba, y pasaba páginas de un libro. Encendió un cigarro y el olor del tabaco
se coló bajo la manta.
Billy inhaló, luego tosió y tosió y tosió.
Cuando amainaron las toses, Nancy dijo con aversión a
través de la manta:
–Eres fuerte, imperioso, potente. Tiene que ser maravilloso
ser tan viril.
Billy suspiró.
–No soy una cabezahueca demasiado típica –dijo Nancy–.
Ha sido horrible… Todo me ha parecido horrible.
Billy resopló y pasó una página.
–Supongo que a las otras mujeres les encantó… nunca tenían
bastante.
–No.
Nancy se descubrió la cara.
–¿Qué quiere decir no?
–Todas eran como tú.
Con esto bastó para que Nancy se sentara y lo mirara fijamente.
–Las mujeres que te han ayudado esta noche…
–¿Qué les pasa?
–¿Les hiciste lo mismo que a mí?
Él no levantó la vista del libro.
–Correcto.
–Entonces ¿por qué no te matan en lugar de ayudarte?
–Porque lo comprenden –y luego añadió con suavidad–: están
agradecidas.
Nancy salió de la cama, se acercó a la mesa, se asió a
su borde y se inclinó hacia él. Y le dijo muy tensa:
–Yo no te estoy agradecida.
–Lo estarás.
–¿Y qué podría obrar el milagro?
–El tiempo –contestó Billy.
Billy cerró el libro y se levantó. Nancy se sentía turbada
por el magnetismo de aquel hombre. De algún modo, él volvía a estar al mando.
–La experiencia por la que has pasado, Nancy, es una noche
de bodas típica para una chica mojigata de hace cien años, cuando todos eran cabezashuecas.
El novio se las apañaba sin ayudantes, porque por lo general la novia no estaba
predispuesta a matarlo. Por lo demás, el espíritu de la ocasión era muy similar.
Éste es el pijama que llevaba mi tatarabuelo en su noche de bodas en las Cataratas
del Niágara. Según su diario, su novia lloró toda la noche y vomitó dos veces. Pero
con el paso del tiempo, se volvió una entusiasta del sexo.
Era el turno de réplica de Nancy, que no replicó. Comprendía
la historia. Le asustaba comprender tan fácilmente que el entusiasmo sexual pudiera
crecer más y más a partir de un comienzo horripilante.
–Eres una cabezahueca muy típica. Si te paras a pensarlo,
te darás cuenta de que estás enfadada porque soy un amante pésimo, además de un
canijo de aspecto cómico. Y de ahora en adelante no podrás evitar soñar con un compañero
verdaderamente digno de una Juno como tú. Lo encontrarás: alto, fuerte y caballeroso.
El movimiento cabezahueca crece a pasos agigantados.
–Pero –dijo Nancy, y lo dejó aquí. Miró el amanecer por
el ojo de buey.
–Pero qué.
–El mundo está hecho un lío por culpa de los cabezahuecas
de los viejos tiempos. ¿No lo ves? –alegaba sin demasiada convicción–. El mundo
ya no puede permitirse el sexo.
–Pues claro que puede permitírselo. Lo que ya no puede
permitirse es la reproducción.
–Entonces ¿para qué están las leyes?
–Son leyes malas. Si retrocedes a lo largo de la historia,
descubrirás que la gente que se ha mostrado más deseosa por gobernar, por crear
las leyes, hacerlas cumplir y decirle a todo el mundo cómo quiere el Señor todopoderoso
que sean las cosas en la Tierra, todas esas personas se han permitido a sí mismas
y a sus amigos todo lo que han querido. Pero se han sentido absolutamente asqueadas
y aterrorizadas por la sexualidad natural de los hombres y las mujeres corrientes.
El porqué no lo sé. Es una de las muchas preguntas que me gustaría plantear un día
a las máquinas. Pero una cosa sí sé: ese asco y terror han triunfado por completo.
Hoy casi todos los hombres y las mujeres parecen algo recogido por un gato en la
calle. La única belleza sexual que puede contemplar hoy un ser humano cualquiera
está en la mujer que lo matará. El sexo es la muerte. Una ecuación simple y desagradable:
“Sexo es muerte. QED”.
Ahora comprendes, Nancy, que he pasado esta noche y otras
muchas iguales intentando devolver cierta cantidad de placer inocente al mundo,
que en este sentido es más pobre de lo necesario.
Nancy se sentó y asintió en silencio.
–Te diré lo que hizo mi abuelo al alba de su noche de
bodas –dijo Billy.
–No creo que quiera escucharlo.
–No es nada violento. Es… se supone que es tierno.
–A lo mejor por eso no quiero oírlo.
–Le leyó un poema a su novia –Billy tomó el libro de la
mesa y lo abrió–. En su diario dice qué poema. Aunque no somos marido y mujer y
aunque quizá no volvamos a vernos en años, me gustaría leerte este poema para que
sepas que te he querido.
–Por favor… no. No podría soportarlo.
–De acuerdo, dejaré el libro aquí, con la página marcada,
por si quieres leerlo más adelante. Es el poema que empieza:
¿Cómo te quiero? Déjame contar las maneras.
Te quiero hasta lo más profundo,
ancho y alto que alcanza mi alma
cuando se pierde de vista tras los límites
del Ser y la Gracia ideal.
Billy dejó un frasco encima del libro.
–También te dejo estas píldoras. Si te tomas una al mes,
nunca tendrás hijos. Y seguirás siendo cabezahueca.
Y se marchó. Se marcharon todos menos Nancy.
Cuando Nancy por fin levantó la vista hacia el libro y
el frasco, vio que estaba etiquetado. La etiqueta decía lo siguiente:
BIENVENIDO A LA JAULA DE LOS MONOS.
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