Félix J. Palma
Cuando
Luz cumplió dieciocho años, su abuela Alba colocó en la puerta de la casa un
cartelito que rezaba: se necesita novio. Tras múltiples retoques, el anuncio
resultó ser un sencillo pañito de terciopelo azul con el aviso a los
pretendientes en onduladas letras de hilo plateado. Desde que sus padres
aceptaron el puesto vacante de pareja voladora en un circo que se detuvo unas
semanas en el pueblo, entre otras cosas para celebrar un funeral imprevisto por
sus dos trapecistas, Alba pasó a ocuparse de la pequeña Luz. En un principio,
aquella custodia debía corresponderse tan sólo con los cinco meses del
contrato, pero el espectáculo de los Amantes Alados, con sus besos de amor a
treinta metros del suelo, se convirtió en el número estrella del repertorio circense,
desplazando incluso al domador de peces, y una y otra vez Luz recibía postales
de ciudades enormes y extrañas que nadie sabía encontrar en los mapas, en las
que la letra saltarina de su madre le aseguraba encarecidamente que sólo
seguirían en el circo hasta la próxima escala. Pero cuando Luz le pidió a su
abuela un nuevo álbum para las postales, Alba comprendió que sus cuidados no
iban a ser tan provisionales como parecían en un principio, y supo que de sus
débiles manos y no de otras debía salir la fuerza necesaria para enderezar a su
nieta y que ésta creciera lo más derecha posible. Alba asumió la empresa con
entusiasmo, no sólo porque la distraía de pensar en el nicho que ya tenía
reservado en el cementerio, sino porque aquello le daba la oportunidad de
plagiar los mejores momentos de su vida y de volver a exponer su carne
entumecida a ese regalo de lumbre alegre y tumultuosa que emiten sin querer los
adolescentes.
Ver
crecer a su nieta constituyó un placer para ella, y cuando el carrusel de las
estaciones empezó a tironear de la mujer que se escondía como un polizón en su
cuerpo de niña sin que el riego de postales disminuyera, Alba, con un alborozo
del corazón, entendió que también a ella correspondían los preparativos de su
noviazgo. Pronto se descubrió haciéndose ilusionadas conjeturas sobre el
afortunado muchacho que disfrutaría de los tesoros de Luz. Viendo que los años
habían cogido carrera, se puso de inmediato a bordar el anuncio, y a pesar de
que día a día brotaban espontáneamente nuevos rasgos por dentro y por fuera de
su nieta que la hacían reconsiderar los materiales empleados, a pesar de que a
la mañana se le antojaba profundamente femenina y al atardecer ya la habían
desbaratado trazas de muchacho trotamontes, a pesar de que Luz era soñadora,
extravertida, recatada, alocada, melancólica, introvertida, alegre y descarada,
su naturaleza pareció decidirse al filo de sus dieciocho años y Alba pudo
acabar por fin su bordado y reconocer que tantas turbulencias interiores habían
dado un resultado excelente: una joven increíblemente bella, de ojos con rima y
maneras de cisne.
A la mañana siguiente de colocar el anuncio, una
larga hilera de muchachos daba varias vueltas a la casa. Alba les iba
ofreciendo limonada fresca a medida que alcanzaban el porche, mientras su nieta
les entrevistaba en la cocina. En sus idas y venidas para reponer limonada, los
encontraba muy tiesos en la silla, desnudando o enmascarando sus almas según lo
orgullosos que estuvieran de ella, pero todos visiblemente impresionados por la
hermosa joven del otro extremo de la mesa. Alba había dispuesto su silla estratégicamente,
de forma que el cabello de su nieta diera asilo al festivo sol que provenía del
patio. Sin embargo, a pesar del meticuloso montaje, la cosa no transcurría como
ella esperaba. Luz dialogaba un rato con cada candidato antes de rechazarlo y
dar paso al siguiente. Y ninguno despertaba en ella el más mínimo interés.
Así transcurrían los días, y Alba ya no sabía cómo
animar a los jóvenes que abandonaban la casa con la mirada abatida ni como
desanimar a los que aún hacían cola con los ojos encendidos de esperanza. Una
noche subió al cuarto de su nieta, dispuesta a desvelar las causas de su
apatía. Usó el método de cepillarle el cabello, que era el que siempre
utilizaba cuando quería que Luz le respondiera algunas cosas sin que se notase
interrogada. ¿Cómo quieres que sea el muchacho?, preguntó en mitad del
cepillado, teniendo cuidado de que su voz apenas se distinguiera de la tenue
brisa que se colaba por la ventana. En contra de lo que esperaba, Luz no la
desanimó con una larga lista de virtudes indispensables, sino que resumió todo
su deseo en una sola frase: quiero que sea un muchacho dulce. Alba asintió y
continuó amansando el cabello de su nieta sin volver a importunar el silencio
azulado de la habitación. Ella había observado aquel requisito en algunos de
los jóvenes convocados, pero al parecer esa dulzura no resultaba suficiente
para su nieta. Luz debía referirse a una dulzura más profunda aún.
A la mañana siguiente, Alba se levantó muy
temprano, retiró el cartelito de la puerta y se fue al mercado. Luego cogió un
libro de anatomía, que desde que su marido lo comprara con esa desesperada
urgencia de saberse por dentro que arraiga con la vejez, vivía su vida de polvo
y olvido en una repisita del salón, y se encerró en la cocina. Se sentía muy
orgullosa del resultado que sus atenciones habían obrado en su nieta, y ahora
que ya era mujer estaba decidida a firmar su esmerado trabajo haciéndole realidad
los sueños. Se puso manos a la obra canturreando la canción de amor más hermosa
de todas cuantas recordaba.
Ayudada por las clarificadoras transparencias del
libro de anatomía y su pericia de cocinera, compuso su esqueleto con un
crujiente entramado de barquillo, para que sus movimientos tuviesen la gracia
liviana de los pájaros, y lo revistió todo de bizcocho de limón. Hizo la mayor
parte de sus órganos internos con cacao y vainilla, y en el trono del pecho le
acomodó una enorme pasta de té con forma de corazón empolvada de azúcar.
Seleccionó las dos mejores pasas de la bolsa para fabricarle la mirada y con paciencia
de orfebre y fruta escarchada consiguió darle a su boca una respetable
sensualidad. Luego dejó caer por entre sus tersos labios unas gotitas de zumo
de moras para que sus besos contaran con el respaldo de un aliento propicio y
le abasteció las axilas con manojitos de canela para que en las exigencias del
amor su sudor embriagara el cuerpo vecino con el olor de las quimeras. Por
último, tratando de hacerlo lo más humano posible, utilizó almendras garapiñadas
para el acné y coco rallado para la caspa. Luego lo dejó en el horno un poco
más de la cuenta, de modo que el llamativo dorado de su piel evocase el sol de
otras tierras. Cuando terminó su tarea, subió al dormitorio de su nieta y la
despertó con la noticia de que el muchacho más dulce que había visto nunca le
esperaba en la cocina.
Alba la observó acudir a la cita arrastrando los
pies, todavía apayasada de sueño, y sin la menor ilusión en la mirada. Pero le
bastó con abrir la puerta de la cocina y recibir aquella inesperada vaharada de
confitería para desempolvarse de tanto hastío y volver a recuperar la sonrisa
perdida. Desde el pasillo, tan inmóvil y tan regia como el antiguo carillón,
Alba interpretó el silencio posterior como un triunfo. Se los imaginó sentados
y atónitos, incapaces de desenredar las miradas, presos para siempre el uno en
el otro. Aguardó la primera palabra con su viejo corazón removido por una
excitación de niño. Fue Luz quien rompió el silencio con su voz esmerilada,
tratando de encontrarle el alma con preguntas aviesas, ansiosa por saber de su
relleno. Les oyó conversar durante un rato hasta que le pareció que ya se
amaban, y luego, escuchando la musiquilla de sus voces como un delicioso
organillo de fondo, se puso a arreglar el salón. Tan distraída de felicidad
estaba que incluso limpió el polvo a la mecedora de su marido, a los peces del
acuario y a un hermoso jarrón de porcelana azul que pensaba comprar. Una
agradable melancolía hizo que sus dedos sacaran de la repisa uno de los seis
álbumes donde Luz guardaba las noticias de sus padres, a los que ya se les había
quedado pequeño el mundo y empezaban a repetir postales, siempre rematadas por
promesas que ya llegaban rotas mientras seguían abarrotando las gradas del
circo con enamorados que necesitaban verles desplegar su amor en las crueles
alturas para restar importancia a los pequeños obstáculos que se encontraban en
sus romances. Fortalecida por su victoria, Alba examinó las terribles ciudades
de las fotografías sin que se le espantara el alma. De repente, la vida se le
antojaba sencilla y manejable, y tuvo la seguridad de que a partir de ahora
sólo le pasaría lo que ella desease. Con esa certeza, se dejó doblegar por el
sopor del verano.
Fue una larga siesta. Cuando despertó, ya casi era
de noche. Vio a su nieta y al muchacho dulce salir de la cocina cogidos de la
mano y subir las escaleras hacia el dormitorio. Ya habían agotado todas las
palabras que conocían y les había llegado el turno de las caricias. Desde el
pie de la escalera, Alba oyó el tintineo de monedas de sus risas, seguido del
bufido marino del colchón al recibir un cuerpo de más. Hubo nuevas risas y el
evocador aroma de la canela no tardó en impregnar toda la casa. Alba sonrió
complacida, preguntándose si todos los sueños serían tan fáciles de hacer
realidad como los de su nieta, sin saber que la respuesta a aquella pregunta
cruzaba en ese mismo instante por entre sus zapatillas de felpa e iniciaba la
subida de la escalera, en forma de voraces hormigas atraídas por el olor de
tanto dulce.
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