Edith Wharton
1
Había caído la tarde. Sólo el haz de luz proyectado por
la lámpara del escritorio del gobernador Mornway rescataba de la oscuridad reinante
su imponente corpulencia mientras se hallaba recostado en una cómoda butaca en la
actitud relajada que solía adoptar a esa hora.
Cuando el gobernador de Midsylvania descansaba, lo hacía
a conciencia. Cinco minutos antes había estado inclinado sobre la mesa de su oficina,
como un Atlas con el peso del estado sobre sus hombros. Ahora, concluidas sus horas
de trabajo, ofrecía el aspecto de quien ha pasado el día holgazaneando a placer
y se dispone a terminarlo disfrutando de una buena cena. Su indolencia atenuaba
la crónica agitación de su hermana, la señora Nimick, la cual, fuera del círculo
de luz de la lámpara, quedaba sumida en la acogedora penumbra de la chimenea. De
vez en cuando, llamas con inquisitivos destellos iluminaban su rostro.
Por lo general la presencia de la señora Nimick no invitaba
al descanso, pero la serenidad del gobernador no era de las que se perturban fácilmente.
Se comportaba con el aplomo de quien sabe que hay un mosquito en la habitación pero
se encuentra a salvo con el mosquitero echado por encima de la cabeza. Su calma
se reflejó en el tono con el que, reclinándose hacia atrás para sonreírle a su hermana,
comentó:
–Ya sabes que no voy a concertar ninguna cita esta semana.
Era el día posterior a la gran victoria reformista que,
por segunda vez, había colocado a John Mornway al frente del estado, un triunfo
que hacía parecer insignificante la tremenda batalla de su primera elección. Ahora
se arrellanaba en su asiento con la sensación de imperturbable placidez que sobreviene
tras un esfuerzo recompensado.
La señora Nimick farfulló una disculpa:
–No entiendo… Vi en los periódicos de la mañana que se
eligió al fiscal general.
–¡Oh, Fleetwood…! Su reelección formaba parte de la campaña.
¡Representa uno de los principios que yo mismo encarno!
La señora Nimick sonrió con escepticismo:
–Resulta raro que alguien identifique al señor Fleetwood
con algún tipo de principio.
En la sonrisa del gobernador no había nada parecido a
una recíproca acritud. La mención del nombre del fiscal general hizo aflorar nuevamente
la adrenalina de la contienda, y se preguntó cómo podía ser que Fleetwood no hubiera
pasado todavía por su casa para estrecharle la mano por el triunfo de ambos.
–No –dijo de buen talante–. Hace un par de años el nombre
de Fleetwood no se habría asociado a principio alguno, pero yo creo en él, y mira
lo que ha hecho por mí. Lo consideré un hombre suficientemente inteligente para
saber ver a tiempo que el trabajo de estado va mucho más allá de la política práctica,
y ahora que le he dado la oportunidad de descubrirlo, va camino de convertirse en
el modelo de estadista que el país necesita.
–¡Oh, es mucho más fácil y gratificante creer en las personas!
–replicó la señora Nimick con una voz cargada de veladas indirectas–. Y, naturalmente,
todos sabíamos que el señor Fleetwood era el aspirante con más posibilidades.
El gobernador permaneció impasible ante aquellas palabras:
–Bueno, en cualquier caso, no va a ocupar él mismo todas
las oficinas del estado.
Probablemente quedarán una o dos libres una vez que haya
tomado posesión del cargo y, llegado el momento, pensaré en tu candidato. Lo tendré
en cuenta.
La señora Nimick se animó visiblemente.
–Oh, supondría un cambio tan grande para Jack…
¡Para el pobre muchacho sería de vital importancia que saliera elegido el señor
Ashford!
El gobernador levantó una mano en un ademán disuasorio.
–¡Oh!, ya sé, una no debe decir eso o, al menos, tú no
deberías escucharlo. Le temes tanto al nepotismo… Pero no estoy pidiendo nada para
Jack… Nunca he pedido ni una migaja para nosotros, gracias a Dios. Nadie puede acusarme
a mí de… –La señora Nimick se interrumpió bruscamente para proseguir en un tono
más impersonal–: pero estoy segura de que no hay nada malo en hablar en favor del
señor Ashford cuando es de sobra sabido que se le baraja como aspirante al cargo.
Y no entiendo que el hecho de que Jack trabaje en su oficina deba impedirme expresar
mi opinión.
–Todo lo contrario –dijo el gobernador–. Denota, por tu
parte, un conocimiento personal de la cualificación del señor Ashford que puede
serme de gran utilidad para tomar una decisión.
La señora Nimick no sabía nunca a qué atenerse cuando
él adoptaba aquel tono, y a las trémulas llamas de la chimenea su semblante pareció
por un momento la viva imagen de la incertidumbre. Seguidamente, se aventuró a espetarle:
–Bueno, en cualquier caso, tengo la promesa de Ella.
El gobernador se irguió en su asiento:
–¿La promesa de Ella?
–Sí, de apoyarme en esto. ¡Ella lo aprueba incondicionalmente!
El gobernador sonrió:
–¡Hablas como si Ella tuviese un salón político
y repartiera lettres de cachet!
Celebro que le guste Ashford, pero si crees que es mi
esposa la que hace los nombramientos por mí… –lo innecesario de aquella aclaración
lo hizo reír.
La señora Nimick se sonrojó:
–Una nunca sabe cómo vas a tomarte los comentarios más
simples. ¿Qué hay de malo en decir que Ella aprueba al señor Ashford? Pensaba que
te gustaba que se interesara por tu trabajo.
–Me encanta. Pero no puedo permitir que se interese de
esa forma.
–¿De qué forma?
–La de prometer usar su influencia en la designación de
cargos. Y es que hablas de política en el mismo lenguaje que los tribunales europeos.
Gracias a Dios, Ella tiene menos imaginación. Obviamente, tiene sus preferencias,
pero no espera que afecten a la organización de las oficinas.
La señora Nimick recogió su abrigo de piel con un aire
a un tiempo contrito y resentido:
–Lo siento… parece que siempre termino metiendo la pata.
Te aseguro que vine con la mejor de las intenciones… es normal que tu hermana quiera
estar a tu lado en un momento tan dichoso.
–¡Pues claro, querida! –exclamó afable el gobernador,
levantándose para tomarle las manos con las que ella ajustaba nerviosamente sus
prendas de abrigo.
La señora Nimick, que vivía a cierta distancia del centro
y cuyas visitas a su hermano eran, según solía dar a entender, resultado de un esfuerzo
colosal y de misteriosas complicaciones, había venido a felicitarlo por su victoria,
así como para saber qué posibilidades tenía el abogado en cuya oficina trabajaba
su hijo mayor de hacerse con un puesto bastante codiciado. En la vehemencia de este
último cometido casi había perdido de vista el primero, pero su rostro se distendió
cuando el gobernador, con sus manos retenidas entre las suyas, y adoptando esa inflexión
de voz con la que solía conferirle la mejor de las intenciones a los motivos de
su hermana, le dijo:
–Estaba seguro de que serías una de las primeras en darme
tu bendición.
–Oh, tu éxito… ¡nadie lo celebra más que yo! –suspiró
la señora Nimick, que siempre se sentía a sus anchas en clave emocional–. Yo me
mantengo al margen. No hago ruido, no pido nada, pero ¡nadie impedirá jamás que
me alegre de los triunfos de mi hermano…! Pase lo que pase.
Las felicitaciones de la señora Nimick siempre albergaban
un matiz condicional, una mirada dirigida de soslayo hacia oscuras contingencias.
El gobernador, sonriendo ante aquella familiar manera de expresarse, replicó risueño:
–No veo por qué querría nadie privarte de ese privilegio.
–No podrían… no podrían… –afirmó la señora Nimick con
heroica resistencia.
–Bueno, en cualquier caso, permaneceré dos años más en
mi puesto, de modo que puedes alegrarte todo lo que quieras.
–¡Pase lo que pase… pase lo que pase! –sollozó la señora
Nimick contra el pecho de su hermano.
–Lo único que puede pasar en este momento es que pierdas
tu tren si permito que continúes diciéndome cosas agradables.
La señora Nimick se secó los ojos, se ciñó de nuevo su
abrigo y barrió la habitación con una mirada sentimental mientras su hermano pedía
su carruaje.
–Me llevo una bonita imagen tuya –murmuró–. Es asombroso
lo que has conseguido hacer con este espantoso lugar.
–¡Ah, no he sido yo, sino Ella…! Ahí sí que es la reina
indiscutible –admitió él, recorriendo también con la mirada la biblioteca, que tenía
cierto aire de estancia permanente, de intimidad adquirida día a día con sus ocupantes,
y que contrastaba con la ostensible impersonalidad de los clásicos departamentos
para ejecutivos.
–¡Oh, Ella es maravillosa, maravillosa! Veo que compró
las cortinas de damasco importadas que estuvo mirando el otro día en Fielding’s.
Cuando me preguntan cómo lo hace, siempre digo que no tengo la menor idea –murmuró
la señora Nimick.
–Es un arte como cualquier otro –dijo el gobernador con
una sonrisa–. Ella se acostumbró a vivir en jaimas y tiene la habilidad de darles
un asombroso aire de permanencia.
–Desde luego, consigue las gangas más extraordinarias…
Y no basta la habilidad para conseguir semejantes cortinas y alfombras.
–¿Son caras? Me alegra oírlo. Pero ni todas las cortinas
y las alfombras del mundo garantizan que una casa sea cómoda para vivir. Eso es
a lo que me refiero cuando hablo de habilidad.
Con un estremecimiento, recordó sus tristes años en el
Congreso, antes de casarse, cuando la señora Nimick vivía con él en Washington y
alternaba la lucha diaria en la Casa Blanca con conflictos domésticos casi igual
de recurrentes. La oferta de una misión en el extranjero, si bien lo desconectó
de la política activa, tuvo la ventaja de eximirlo de la tutela de su hermana. En
Europa, donde permaneció dos años, conoció a la dama que llegaría a ser su esposa.
La señora Rendfish era la viuda de uno de los muchos diplomáticos que languidecen
como perpetuos secretarios en las diversas embajadas estadunidenses. La vida que
había llevado le había aportado mucho mundo sin hacerla caer en la frivolidad, así
como un sentido de la trascendencia política poco habitual entre las señoras de
su nacionalidad.
Consideraba la vida pública como la más noble y absorbente
de las vocaciones y, con enorme versatilidad social, combinaba un mismo don para
leer libros de leyes y analizar debates. Tanto disfrutaba con esto último que no
lamentó sustituir las distracciones de su vida europea, poblada de pintorescas amistades,
por la anodina capital midsylvana. Ayudó a Mornway en su lucha por la gobernación
como a los hombres les gusta que les ayuden las mujeres: con buen tacto, aspecto
impecable, memoria ágil para recordar caras, ingenio para decir la cosa apropiada
a la persona apropiada y capacidad para llevar a cabo tareas invisibles y arduas
a la sombra de la actividad pública del cónyuge. Pero, por encima de todo, su esposa
le ayudaba haciendo su vida doméstica apacible y armónica. Para ser un hombre que
se desentendía por completo de su bienestar personal, Mornway era particularmente
sensible a las comodidades domésticas. Servicio solícito, cenas en punto, chimeneas
con buen fuego y alguna esencia floral en el ambiente… Ese tipo de detalles materiales,
que casi se habían convertido en una prolongación de la personalidad de su esposa,
en el resultado natural de su proximidad, le resultaban, tras cinco años de matrimonio,
tan placenteros como la primera vez que descubrió con asombro su existencia.
La señora Nimick llevaba la casa con un estilo brusco
y estridente; Ella realizaba la misma tarea de forma sigilosa e imperceptible, y
los resultados hablaban a favor de este último método. Aunque ni el gobernador ni
su esposa disponían de grandes medios, bajo la dirección de la señora Mornway la
casa adoptaba un aire de lujo sobrio que resultaba tan del agrado de su esposo como
enojoso para su cuñada. La maquinaria doméstica marchaba como la seda. No había
sobresaltos ni deudas ni periodos de carestía en la cocina entre intervalos de pródiga
hospitalidad. La rutina casera discurría sobre rieles de placidez y discreta elegancia,
tras lo cual sólo el ojo clínico de una buena ama de casa habría podido advertir
una progresiva escalada de gastos.
Dicho ojo clínico inspeccionaba en ese mismo instante
el entorno del gobernador, y el resultado de dicha exploración quedó de manifiesto
en la forma en que la señora Nimick repitió desde el umbral:
–¡Insisto en que no sé cómo lo hace!
Aunque el tono no pasó inadvertido al gobernador, no llegó
a inquietarle más de lo que lo habría hecho el zumbido de un insecto aturdido. ¡Pobre
Grace! Él no tenía la culpa de que su marido se dedicara a inversiones quiméricas,
de que sus hijos no fueran “satisfactorios” ni de que no le duraran las cocineras.
Pero era comprensible que tales circunstancias contrastaran de forma irritante con
la paz y la armonía de la vida que él disfrutaba en casa. Y aún compadecía más a
su hermana, porque era consciente de que su envidia le impedía acceder a la esencia
de la felicidad de la que él gozaba, sabía que ella se quedaba en la antesala de
aquellos signos externos de bienestar que tan poco computaban en la suma total de
sus placeres. La vida de la señora Nimick parecía doblemente anodina y miserable
cuando uno recordaba que, bajo su pobre superficie, no existían riquezas espirituales
que pudieran compensarla.
2
La guardiana de aquellos tesoros secretos del gobernador
interrumpió en ese momento sus cavilaciones. La señora Mornway, radiante tras su
paseo matutino, irrumpió en la estancia con ese aire cordial y espontáneo que parecía
desprender calidez en torno suyo: guapa, esbelta, cercana, tan moldeada y pulida
por una provechosa experiencia vital que cualquier jovenzuela parecía torpe a su
lado. Miró a su marido y sacudió la cabeza.
–Me prometiste reservarte la tarde para ti solo y supe
que estuvo aquí Grace.
–Pobre Grace… No se quedó mucho tiempo, y habría sido
un desaire no atenderla.
Se retrepó en su sillón, abarcando la atractiva imagen
de su esposa, que, de un plumazo, había logrado que se desvaneciera el inquieto
fantasma de la señora Nimick.
–Supongo que vino a felicitarte, ¿no?
–Sí, y a pedirme que haga algo por Ashford.
–Ah… Para ayudar a Jack. ¿Qué quiere para él?
El gobernador se echó a reír:
–Dijo que tú estabas al tanto del asunto… que la respaldabas.
Parecía creer que tu apoyo garantizaría su éxito.
La señora Mornway sonrió. Su sonrisa, siempre cargada
de sutiles implicaciones, denotaba a un tiempo un gesto de ternura hacia su esposo
y una discreta burla hacia su hermana.
–¡Pobre Grace! Imagino que la sacaste de su error.
–¿Respecto a tu influencia sobre mí? Le dije que era astronómica
en lo que te corresponde.
–¿Y en qué lo es?
–En la elección de cortinas y alfombras. Parece que las
nuestras son incluso demasiado buenas.
–¡Gracias por el cumplido! ¿Demasiado buenas para qué?
–Para nuestro nivel de vida, supongo. Al menos Grace pareció
alarmada.
–¡Pobre Grace! Siempre se preocupa por mí –hizo un inciso
mientras se quitaba los guantes, pensativa, y, acercándose por detrás, puso sus
manos finas y largas sobre los hombros de su esposo–. ¿Así que no crees en Ashford?
Percibiendo que él se sobresaltaba ligeramente, retiró
las manos para echar hacia atrás el velo de su sombrero.
–¿Qué te hace pensar que no creo en Ashford?
–Preguntaba sólo por curiosidad. Por si ya habías decidido
algo al respecto.
–No, y no pienso hacerlo esta semana. Estoy agotado y
quiero abordar la cuestión con la cabeza despejada. Sólo haré una excepción con
la cita de Fleetwood, claro.
Ella se apartó de él y empezó a atusarse delicadamente
el peinado en el espejo que colgaba sobre la chimenea.
–¿Estás seguro? –preguntó al cabo de un momento.
–¿De George Fleetwood? ¡Y la pobre Grace cree que tú estás
al tanto de todas mis cosas! Estoy tan seguro de reelegir a Fleetwood como lo estoy
de haber sido elegido yo mismo. Nunca oculté que si querían que yo volviese tendrían
que nombrarlo a él también.
–¡Eres increíblemente generoso! –susurró ella.
–¿Generoso? ¡Qué raro que emplees esa palabra! Fleetwood
es mi mejor opción… el único en quien puedo confiar para que lleve a cabo mis ideas,
cueste lo que cueste.
Ella meditó sobre aquello, sonriendo vagamente.
–Por eso digo que eres generoso… ¡Cuando pienso cómo te
desagradaba hace dos años!
–¿Y qué? Tenía prejuicios contra él, lo admito; o mejor
dicho, sentía una desconfianza razonable hacia un hombre con un pasado como el suyo.
¡Pero hay que ver la forma tan espléndida en que ha sabido borrarlo! ¡Menudo expediente
escribió en la página en blanco que me prometió empezar si le daba la oportunidad!
¿Sabes? –El gobernador se interrumpió riendo con gratas reminiscencias–, me enojé
bastante con Grace cuando insinuó que le habías prometido apoyar a Ashford… Le dije
que no aspirabas a hacer de mecenas de nadie. Pero bien podría haberme replicado
mi hermana, de haberlo sabido, que fuiste precisamente tú quien me convenció para
que le diera dicha oportunidad a Fleetwood.
La señora Mornway se giró con un rubor incipiente.
–Grace… ¿cómo habría podido enterarse ella?
–De ninguna manera, por supuesto, a no ser que mi cara
me traicionara. Pero ¡no te habrás molestado por una broma tan tonta!
–Es sólo que me disgusta la idea preconcebida que Grace
tiene de mí como una manipuladora. ¿Por qué habría de pensar ella que yo la ayudaría
a apoyar a Ashford?
–¡Oh!, Grace siempre ha sido una conspiradora mediocre
e ineficaz, y piensa que todas las demás mujeres están hechas de la misma pasta.
En cambio, tú sí que le conseguiste el puesto a Fleetwood, ya lo creo –repitió él
con jubilosa insistencia.
–Tenía más fe que tú en la naturaleza humana, eso es todo
–hizo un inciso y añadió–: personalmente siempre me ha resultado más bien antipático,
ya lo sabes.
–Oh, jamás he dudado de tu desinterés. Pero no irás ahora
a ponerte en contra de tu candidato, ¿verdad?
Ella vaciló:
–No estoy segura, las circunstancias cambian las cosas.
Cuando hace dos años hiciste a Fleetwood fiscal general él era el hombre indiscutible
para el cargo.
–Y… ¿es que ahora hay otro mejor?
–No digo que lo haya… No es asunto mío fijarme en eso,
en cualquier caso. Lo que quiero decir es que por entonces valía la pena apostar
por Fleetwood… Ahora no estoy tan segura.
–Pero, aunque no valiera la pena, ¿qué puedo arriesgar
nombrándolo ahora? No entiendo lo que quieres decir. Si él no me ha costado mi reelección,
¿qué puede costarme una vez que ya estoy dentro?
–Es una persona tremendamente impopular. Supondrá una
lacra para tu buen nombre, y tú nunca has fingido menospreciar ese aspecto.
–No, ni nunca he sacrificado por ello nada que fuera esencial.
¿De verdad me estás pidiendo que renuncie a Fleetwood por ese motivo?
–No te estoy pidiendo que hagas nada… Salvo considerar
si él es esencial. Dijiste que estabas extenuado y que querías abordar el tema de
los demás nombramientos con la mente despejada. ¿Por qué no aplazas también éste?
Mornway se giró en su sillón y miró con curiosidad a su
esposa.
–Esto no tiene más remedio que significar algo, Ella.
¿Qué oíste por ahí?
–Lo mismo que tú, seguramente, sólo que yo he prestado
mayor atención. El expediente del que tú te enorgulleces tanto le granjeó a Fleetwood
muchos enemigos en los últimos dos años. Los de la Compañía del Plomo están decididos
a arruinarlo, y si se oponen a su reelección tú no saldrás bien parado.
–¿Oponerse a su reelección? ¿La prensa, quieres decir?
Ella no contestó enseguida.
–Ya sabes que al Espía se le da de maravilla sabotear
una campaña. Y, como bien dices tú mismo, Fleetwood tiene un pasado.
–Que era del dominio público mucho antes de que yo lo
nombrara. Nadie gana nada hurgando en su antiguo historial político. Todo el mundo
sabe que no llegó a mí con las manos limpias, pero para poder atacarlo ahora el
Espía tendría que endosarle un nuevo escándalo, y eso no les resultaría fácil.
–¡Pero les resultaría fácil inventar uno!
–Las acusaciones sin fundamento no significan nada contra
un hombre de probada capacidad. Su mejor aval es su expediente de los últimos dos
años. Eso es en lo que se fija la gente.
–La gente se fija en lo que denuncia la prensa. Además,
tienes que considerar tu propio futuro. Sería una pena sacrificar una carrera como
la tuya sólo por apoyar a alguien, incluso a alguien tan válido como Fleetwood –hizo
una pausa, como cohibida por el incipiente ceño fruncido de su esposo, pero prosiguió
con renovado ardor–: oh, no hablo de ambición personal, pienso en el bien que puedes
hacer. ¿Garantizará la reelección de Fleetwood lo mejor para todos si su impopularidad
te afecta a ti hasta el punto de obstaculizar tu carrera?
Despejado el frunce de su frente, el gobernador se levantó
sin dejar de sonreír:
–Querida, tu razonamiento es admirable, pero debemos dejar
que mi carrera cuide de sí misma. Sea lo que sea el día de mañana, hoy por hoy soy
el gobernador de Midsylvania y mi deber como gobernador es designar como fiscal
general a la persona más idónea para el cargo… Y esa persona es George Fleetwood,
a no ser que tengas otro candidato mejor que proponerme.
Ella se tomó esto con ostensible buen humor:
–No, ya te he dicho que eso no es asunto mío. Pero tengo
un candidato propio para otra de las oficinas, de manera que Grace no andaba tan
equivocada, después de todo.
–Y bien, ¿quién es tu candidato y para qué oficina? ¡Mientras
no desees cambiar de cocineras…!
–¡Oh, eso ya lo hago sin tu permiso! Y nunca te darías
cuenta –Ella vaciló y a continuación añadió con exultante franqueza–: deseo que
hagas algo por el pobre Gregg.
–¿Gregg? ¿Rufus Gregg? –preguntó él mirándola perplejo.
¡Qué petición tan inaudita! ¿Qué puedo hacer por un tipo al que he tenido que despedir
por falta de honradez?
–No demasiado, tal vez, sé que es difícil. Pero, después
de todo, tu despido arruinó su vida.
–Su deslealtad fue la que arruinó su vida. Percibía un
buen sueldo como mi taquígrafo personal y, si no hubiese vendido aquellas cartas
al Espía, aún seguiría percibiéndolo.
Su esposa hizo un gesto desdeñoso con la mano:
–Al fin y al cabo no se demostró nada… Él siempre lo negó
todo.
–¡Por el amor de Dios, Ella! ¿Es que alguna vez has dudado
de su culpabilidad?
–No… no. No quiero decir eso. Pero, como es natural, su
mujer y sus hijos creen en él y piensan que fuiste cruel, y él lleva ya tanto tiempo
sin trabajar que están pasando hambre…
–En tal caso, envíales un poco de dinero. Me sorprende
que hayas creído que debías consultarme al respecto.
–No lo habría creído necesario, pero no es dinero lo que
quiero. La señora Gregg es orgullosa y resulta difícil ayudarla de esa forma. ¿No
podrías darle trabajo a él en lo que sea… un pequeño puesto en un rincón apartado?
–Mi querida chiquilla, los pequeños puestos en rincones
apartados son precisamente aquéllos en los que la honestidad resulta más indispensable.
¡No acecha el ladrón al pie de una farola! Además, ¿cómo puedo recomendar a un hombre
al que yo mismo despedí por robo? No seré yo quien diga una palabra para impedir
que obtenga un empleo, pero, en conciencia, no puedo proporcionarle uno.
Ella calló unos instantes y se dirigió lentamente hacia
la puerta sin dar muestras de contrariedad. Pero, ya en el umbral, se tomó el tiempo
suficiente para decir:
–¡Sin embargo sí le diste una oportunidad a Fleetwood!
–¿A Fleetwood? ¿Comparas a Fleetwood con Gregg? ¿Al mejor
hombre del estado con un insignificante ladronzuelo? ¡Está claro que tienes poca
experiencia en esto de conectar gente, en caso contrario mostrarías más perspicacia!
Ella acogió el comentario entre risas:
–No parece que vaya a poder adquirir mucha experiencia
si mi primer intento es un fracaso total. Bueno, veré si la señora Gregg me permite
ayudarla un poco… Supongo que no puede hacerse otra cosa.
–Nosotros no. Si Gregg quiere un empleo, será mejor que
lo busque entre la plantilla del Espía. Les sirvió a ellos mejor que a mí.
3
El gobernador contemplaba la tarjeta con el ceño fruncido.
Había transcurrido media hora desde que su esposa subiera a cambiarse para una de
las grandes cenas de las que a él lo exoneraban sus muchas obligaciones oficiales,
y permanecía sentado junto al fuego antes de prepararse para su propia cena en solitario.
No esperaba a nadie aquella noche excepto a su viejo amigo Hadley Shackwell, con
quien desde hacía años solía comentar sus derrotas y triunfos en la calma posterior
a la tempestad. Y Shackwell no aparecería hasta las nueve. La extraña quietud de
la habitación y el saber que tenía ante sí una tarde tranquila suscitaban en el
gobernador una gozosa sensación de paz. El mundo le parecía un buen sitio en el
que estar, y sólo ensombrecía su complacencia el resquemor de que quizá había estado
un poco desabrido al rehusar la intercesión de su esposa en favor del taquígrafo.
Con oportuna justicia aparecía ahora en su mano la tarjeta del individuo en cuestión
y, tras un suspiro, el gobernador dio instrucciones de hacer pasar a Gregg.
Gregg seguía siendo el mismo sinvergüenza de gentiles
andares y piel de cordero, y Mornway sintió una profunda repulsión en cuanto lo
vio entrar. Pero como no había forma de evitar la entrevista permaneció sentado
mientras el otro le exponía su caso.
Según la señora Mornway, el taquígrafo atravesaba graves
apuros económicos y estaría dispuesto a aceptar cualquier trabajo que se le ofreciera
fuera cual fuese, pero, aunque su aspecto parecía corroborar lo que ella le había
dicho, era obvio que la visión del tipo de su propia situación no era tan desesperada.
El gobernador descubrió con asombro que tenía puestos los ojos en un empleo de secretario
en una de las oficinas del gobierno, cargo que prácticamente se le había prometido
antes del incidente de las cartas. Aducía que la acusación del gobernador, pese
a no haber podido probarse, había dañado tanto su reputación que sólo podía aspirar
a limpiarla desempeñando un pequeño puesto en la administración. Después de eso
ya no le sería difícil acceder al empleo que quisiera.
Gregg acogió civilizadamente la negativa del gobernador,
pero, tras un inciso, comentó:
–No esperaba esto, gobernador. La señora Mornway me dio
a entender que podría hacerse algo al respecto.
El tono del gobernador fue terminante:
–La señora Mornway lo lamenta por su esposa y por sus
hijos, y por el bien de ellos se alegraría de poder encontrar un trabajo para usted,
pero de ningún modo puede haberle hecho creer que había alguna posibilidad de conseguir
una secretaría.
–Pues fue exactamente así: me dijo que pensaba que podría
arreglarlo.
–Ha malinterpretado usted el interés de mi esposa por
su familia. La señora Mornway no tiene nada que ver con la adjudicación de oficinas
gubernamentales –le espetó el gobernador, contrariado por tener que aclarar dos
veces en un día una realidad tan evidente.
Siguió un minuto de silencio al cabo del cual, en un tono
de voz perfectamente tranquilo, Gregg repuso:
–Siempre ha sido usted severo conmigo, gobernador, pero
yo no actúo con maldad. Me acusó de vender aquellas cartas al Espía…
El gobernador hizo un gesto de impaciencia.
–No pudo probar sus acusaciones –prosiguió Gregg imperturbable–,
pero tenía razón respecto a una cosa. Fui confidente del Espía –hizo una
pausa y miró a Mornway, cuyo semblante permanecía impasible–. Todavía sigo siéndolo,
y estoy dispuesto a que se beneficie usted de ello si me da la oportunidad de recuperar
mi buen nombre.
Pese a su irritación, el gobernador no fue capaz de reprimir
una sonrisa.
–En otras palabras, jugará usted sucio a favor mío si
yo me comprometo a convencer a la gente de que es usted la personificación de la
honradez.
Gregg sonrió a su vez.
–Siempre hay dos maneras distintas de ver las cosas. ¿Por
qué no describirlo como un mero ejemplo de dar y recibir a cambio? Yo quiero algo
y puedo pagar por ello.
–No en la misma moneda que empleo yo –replicó el gobernador
apoyando la espalda contra su sillón.
Gregg vaciló. A continuación añadió:
–Tal vez no tenga usted intención de volver a nombrar
a Fleetwood –como el gobernador guardaba silencio, él continuó–: pero si piensa
hacerlo, no debería despedirme por segunda vez. No lo estoy amenazando… Le hablo
como amigo. La señora Mornway ha sido amable con mi esposa y me gustaría ayudarla.
El gobernador se incorporó, agarrando con firmeza el respaldo
de su asiento.
–Tenga la amabilidad de dejar el nombre de mi mujer fuera
de esta discusión.
Suponía que me conocía usted lo suficiente como para saber
que no compro secretos de prensa a ningún precio, ¡y mucho menos con dinero público!
Gregg, que también se había puesto de pie, permaneció
a unos cuantos metros de distancia, mirándolo de forma inescrutable.
–¿Es ésa su última palabra, gobernador?
–Por supuesto que sí.
–Bien, buenas noches, entonces.
4
Shackwell y el gobernador estaban sentados en torno a
la lumbre nocturna. Eran más de las diez, y el criado había retirado el café y los
licores, dejando a ambos hombres fumando unos puros. Mornway había vuelto a acomodarse
en su sillón y, con los pies estirados hacia delante, miraba plácidamente a su amigo.
Shackwell era un adusto hombrecillo de cincuenta años,
de tez amarillenta y pecosa como una pera de invierno, con un bigote mustio y ojos
sagaces y melancólicos.
–Me alegro de que te hayas permitido un día de descanso
–comentó mirando al gobernador.
–Bueno, no es que me hiciera falta. La victoria conlleva
tanta felicidad que nunca me he sentido más descansado.
–Ah, aunque la guerra no ha hecho más que empezar.
–Lo sé… pero estoy preparado para ella. Te refieres a
la campaña contra Fleetwood, supongo. Entiendo que va a desencadenar una bronca
enorme. Bueno, él y yo estamos acostumbrados a las broncas.
Shackwell hizo una pausa inspeccionando su puro.
–¿Sabías que el Espía quiere encabezar el ataque?
–Sí. Esta tarde me dieron oportunidad de echar un vistazo
a esa información.
Shackwell se incorporó, inquieto:
–¿Y te negaste?
Mornway relató el incidente de la visita de Gregg.
–Difícilmente podía comprar mi información a ese precio
–dijo–, y además, en esta ocasión el tema le compete a Fleetwood, en realidad. Imagino
que ya conoce el informe, pero no parece preocuparle. Creí que se pasaría por aquí
hoy para charlar sobre el tema, pero no ha aparecido.
Shackwell acariciaba el puro entre sus dedos amarillentos
sin acordarse de encenderlo.
–¿Estás decidido a volver a nombrar a Fleetwood? –preguntó
al cabo de un minuto.
El gobernador respondió al instante:
–¡Eres la cuarta persona que me hace esa pregunta hoy!
No habrás perdido la confianza en él, ¿verdad, Hadley?
–¡Ni un ápice! –respondió enfáticamente el otro.
–Bueno, en tal caso, ¿en qué están pensando todos para
creer que puede intimidarme un poco de prensa? Además, si Fleetwood no está acobardado,
¿por qué habría de estarlo yo?
–Porque te verás involucrado en el asunto junto con él.
El gobernador se echó a reír.
–¿Qué tienen ahora en mi contra?
Poniéndose en pie, Shackwell se colocó delante de su amigo
en actitud grave.
–Que Fleetwood compró su nombramiento hace dos años.
–Ah… ¿Que me lo compró a mí, dices? ¿Y por qué no salió
a la luz en su momento?
–Porque entonces no se sabía. Se ha descubierto recientemente.
–¿Se ha sabido… se ha descubierto? ¡Esto es genial! ¿Cuál
fue mi precio y qué hice con el dinero?
Shackwell paseó la mirada por la habitación y volvió a
fijarla en el rostro de Mornway.
–Mira, John, Fleetwood no es el único hombre en el mundo.
–¿El único hombre?
–El único fiscal general. El Espía tiene detrás
a la Compañía del Plomo, así como los medios para presentar una batalla salvaje.
La mala reputación no se restituye fácilmente y…
–Hadley, ¿es esto una conspiración? Me estás diciendo
lo mismo que me dijo Ella esta tarde.
Un silencio se instaló entre ambos cuando surgió el nombre
de la señora Mornway.
El gobernador se rebulló incómodo en su sillón.
–No estarás aconsejándome que le dé la patada a Fleetwood
porque el Espía pueda acusarme de haberle vendido su primer nombramiento…
–dijo al cabo de un rato.
Shackwell exhaló un hondo suspiro.
–Tú mismo has dicho que la señora Mornway te aconsejó
lo mismo esta tarde.
–Bueno, ¿y qué? ¿Es que crees que mi mujer asig…? –El
gobernador se interrumpió con una carcajada nerviosa.
Apoyado contra la chimenea, Shackwell miraba las brasas.
–Yo no he dicho que el Espía se proponga acusarte
a ti de haberle vendido el cargo.
Mornway se incorporó lentamente, con los ojos fijos en
la cara vuelta de su amigo.
Las cenizas caían de su puro formando un pequeño reguero
sobre la alfombra que había suscitado la envidia de la señora Nimick.
–La asignación de cargos es potestad mía. Si yo no vendí
ninguno, ¿quién lo hizo? –le requirió.
Shackwell le puso una mano en el brazo.
–Por el amor de Dios, John…
–¿Quién lo hizo? ¿Quién? –repitió violentamente el gobernador.
Los dos hombres se encontraban frente a frente en el silencio
de la fastuosa estancia, en penumbra tras las cortinas echadas. La mirada de Shackwell
vagaba otra vez en derredor, como incitando a las paredes a facilitar una respuesta.
Acto seguido, dijo:
–Tengo información fidedigna de que el Espía no
hablará si no nombras a Fleetwood.
–¿Y qué dirá si lo nombro?
–Que él le compró su primer nombramiento a tu esposa.
El gobernador permaneció callado, inmutable, mientras
la sangre ascendía lentamente desde su cuello hasta sus sienes. Rio una vez de forma
extemporánea, para después tensar los labios y quedarse absorto en las llamas. Al
rato miró la punta de su puro y sacudió con cuidado el cono de cenizas dentro de
la chimenea. Acababa de volverse hacia Shackwell cuando se abrió la puerta y el
mayordomo anunció:
–El señor Fleetwood.
A Shackwell empezó a darle vueltas la habitación y cuando
vino a recobrarse del vahído, Mornway avanzaba lentamente con la mano extendida
para recibir a su invitado.
Fleetwood era más bajo que el gobernador, un hombre recio
y robusto cuyo rostro derrochaba hosca energía, y que parecía impulsarse por la
fuerza de sus rasgos prominentes, como si éstos fueran el arma con la que se abría
paso en el mundo. Vestía traje de etiqueta, escrupulosamente elegido, pero se le
veía pálido y tenso. Mornway parecía el más sereno de los dos.
–Pensaba que vendrías antes –dijo.
Fleetwood correspondió a su apretón de manos y estrechó
también la de Shackwell.
–Sabía que necesitabas estar solo. No pensaba haber venido
esta noche, pero quería hablar contigo de un asunto.
Al oír esto, Shackwell, que se había replegado en un rincón,
hizo ademán de marcharse, pero el gobernador le detuvo.
–No tenemos secretos para Hadley, ¿no es cierto, Fleetwood?
–Desde luego que no. Me alegra que se quede. Sólo he venido
a decir que he estado pensando en mis planes futuros y que creo que no me será posible
continuar en el cargo.
Siguió una larga pausa, durante la cual Shackwell no dejó
de observar a Mornway.
El gobernador se había puesto lívido, pero cuando habló
su voz sonó decidida y firme.
–No me esperaba esto –dijo.
Fleetwood, apoyado sobre una silla de respaldo alto, palpaba
su repujado ornamental con dedos inquietos.
–Sí… es inesperado. Yo… existen diversos motivos.
–¿Y uno de tus temores tiene que ver con lo que pueda
llegar a publicar el Espía?
El fiscal general se sonrojó profusamente y se alejó unos
pasos.
–Estoy harto de calumnias –murmuró.
–¡George Fleetwood! –exclamó Mornway. Se había acercado
a su amigo y ambos permanecieron mirándose las caras, desentendidos ya de la presencia
de Shackwell.
–No es sólo eso, claro está. He estado trabajando en exceso.
Mi salud se ha resentido…
–¿Desde ayer?
Fleetwood esbozó una sonrisa forzada.
–Mi querido amigo, ¡eres un explotador! ¿No tiene uno
derecho a descansar?
–No un soldado en vísperas de la batalla. Nunca antes
me habías fallado.
–Y no quiero fallarte ahora. Pero no estamos en víspera
de la batalla… Tú estás inmerso en ella, y eso es lo que importa.
–Lo que importa en este momento es que me prometiste estar
a mi lado, y que quiero saber el verdadero motivo que tienes para romper tu palabra.
Fleetwood hizo un gesto de protesta.
–Mi querido gobernador, si tú supieras… Te estoy haciendo
un favor retractándome.
–Un favor… ¿por qué?
–Porque me detestan… porque la Compañía del Plomo quiere
mi sangre y querrá también la tuya si me nombras.
–¡Ah!, ésa es la verdadera razón, entonces… ¿Tienes miedo
del Espía?
–¿Miedo…?
El gobernador prosiguió con deliberada aspereza.
–Es obvio, en tal caso, que sabes lo que se proponen argumentar.
Fleetwood se echó a reír.
–¡No hace falta saberlo para intuir que será abominable!
–¿A quién le importa lo abominable que sea si no es cierto?
Fleetwood se encogió de hombros y guardó silencio. Desde
un sillón apartado, Shackwell emitió un murmullo de protesta, pero ninguno le hizo
caso. El gobernador permanecía plantado frente a Fleetwood, con las manos en los
bolsillos.
–¿Es verdad, entonces?
–¿Si es verdad qué?
–Lo que se propone publicar el Espía… que compraste
la influencia de mi esposa para tu primer nombramiento.
En medio del silencio, Shackwell se puso bruscamente en
pie. Sonaron las ruedas de un carruaje perturbando la paz de la calle, se le oyó
detenerse y acto seguido bordear la rotonda de acceso a la entrada de la residencia
oficial.
–¡John! –avisó Shackwell.
El gobernador se volvió con gesto impaciente, se escucharon
los pasos de un criado en el recibidor, seguidos de la apertura y cierre de la puerta
de entrada.
–¡Tu esposa… la señora Mornway! –exclamó alarmado Shackwell.
Más pasos, acompañados de rumor de faldas, se aproximaban
a la biblioteca.
–¿Mi esposa? ¡Que pase!
5
Ella apareció ante ellos con un deslumbrante vestido de
noche, con cierto esplendor retenido en su aspecto, como la gota de una fuente súbitamente
convertida en hielo. Dirigió una mirada fugaz a uno y a otro, mientras Shackwell
se deslizaba tras ella para cerrar la puerta.
–¿Qué ha sucedido? –preguntó.
Shackwell empezó a hablar, pero el gobernador intervino
con aplomo.
–Fleetwood ha venido a decirme que no desea permanecer
en el cargo.
–¡Ah! –murmuró ella.
Se produjo un nuevo silencio, que Fleetwood rompió diciendo:
–Se hace tarde. Si quieres verme mañana…
El gobernador escrutó su semblante y, a continuación,
el de Ella.
–Sí, mejor vete ahora –dijo.
Shackwell, tras los pasos de Fleetwood, se dirigió también
hacia la puerta. La señora Mornway continuaba con la cabeza erguida, sonriendo débilmente.
Estrechó las manos de ambos. A continuación se acercó hasta el sofá y soltó allí
su flamante abrigo.
Todos sus gestos eran pausados y gráciles, pero, al levantar
la mano para desabrocharse la chaqueta, su esposo dejó escapar una repentina exclamación:
–¿De dónde has sacado esa pulsera? No la recuerdo.
–¿Ésta? –Ella lo miró atónita–. Era de mi madre. No me
la pongo muy a menudo.
“¡Ay…! Ahora voy a sospechar de todo”, se lamentó él.
Se dio la vuelta y se dejó caer cabizbajo en la silla
que había ante su escritorio.
Deseaba recuperar el control, interrogarla, llegar hasta
el fondo de la abominable sima sobre la que planeaba su imaginación. Pero ¿con qué
objeto? ¿Qué importaban los hechos?
Sólo tenía que reunir sus recuerdos, y éstos lo conducían
directamente a la verdad. Todos los incidentes de la mañana parecían un mismo dedo
acusador apuntando en una única dirección, desde la alusión de la señora Nimick
a las adamascadas cortinas de importación a la confiada petición de Gregg de ser
readmitido.
“Si crees que es mi esposa la que hace los nombramientos
por mí…”, se escuchó repetir a sí mismo ridículamente, y parecía como si su voz
reverberase en las risas reprimidas de su hermana y de Gregg. Escuchó a Ella levantarse
del sofá y alzó bruscamente la cabeza.
–¡Quédate ahí sentada! –ordenó. Ella volvió a sentarse
sin decir palabra, y él apartó el rostro una vez más. Los meses, los años pasados
danzaban como en un aquelarre en torno a él. Ahora recordaba mil detalles significativos…
“¡Oh, Dios!”, gimió para sí, si al menos ella no le mintiera al respecto… Recordó
de pronto cómo había compadecido a la señora Nimick por no ser capaz de acceder
a la esencia última de la felicidad que él disfrutaba. ¡Esas mismas palabras había
empleado! Se oyó a sí mismo riendo en voz alta.
Sonó el reloj… y siguió sonando de manera interminable.
Al cabo de un rato sintió que su mujer volvía a levantarse diciendo con repentina
autoridad:
–John, dime qué pasa.
Con autoridad… Ella le hablaba con autoridad. Volvió a
darle risa y a través de sus carcajadas escuchó el ininteligible sonido de sus propias
palabras: “Si crees que es mi esposa la que hace los nombramientos por mí…”
Alzó la mirada, desolado, y vio a Ella frente a él. ¡Si
al menos no le mintiera!
–Ya has visto lo que ha pasado.
–Supongo que alguien te ha contado lo del Espía.
–¿Quién te lo ha dicho? ¿Gregg? –la interpeló él.
–Sí –dijo ella con calma.
–¿Ese es el motivo por el que querías…?
–¿Por el que quería ayudarlo? Sí.
–¡Oh, Dios!… ¿No quería dinero?
–No, no quería dinero.
Él permaneció sentado y en silencio, observándola, advirtiendo
con morbosa minuciosidad el exquisito acabado de su vestido, ese acabado que parecía
formar parte de ella misma, hasta el punto de que nunca antes se le había ocurrido
que se tratara sólo de un accesorio que podía comprarse con dinero. ¡Tenía tan poca
idea de lo que costaban los vestidos de las mujeres! Se perdió un instante en vagas
especulaciones al respecto.
Finalmente dijo:
–¿Por qué lo hiciste?
–¿Por qué hice qué?
–Aceptar dinero de Fleetwood.
Al cabo de una pausa de unos cuantos segundos ella dijo:
–Si me dejaras explicar…
Entonces Mornway cayó en la cuenta de que había esperado
que ella lo desmintiera todo. Una opresiva oscuridad se abatió sobre él, sintió
que le costaba respirar. A continuación, obligándose a ponerse en pie, dijo:
–¿Fue amante tuyo?
–Oh, no, no… ¡No! –exclamó ella con rotundidad. Mornway
apenas podía dilucidar si la tiniebla estaba despejándose o si se volvía más densa.
Su predisposición a creerle lo desconcertaba más aún. De repente advirtió que ella
continuaba hablando, y empezó a escucharla, captando una frase aquí y allá entre
el fragor de sus propios pensamientos.
Sus explicaciones podrían resumirse en que, justo después
de la primera elección de su esposo, cuando el grupo de partidarios de Fleetwood
respaldaba en vano su candidatura a la fiscalía general, la señora Mornway coincidió
casualmente con él en un par de cenas.
Un día, en virtud de dichos encuentros, él se presentó
en su casa y le preguntó abiertamente si no podría ayudarlo con su marido. Le confesó
todo acerca de su pasado pero adujo que, bajo el mando de un hombre como Mornway,
creía poder borrar sus pecados políticos y redimirse a sí mismo al tiempo que servía
al partido. Ella sabía que el partido necesitaba talentos como el suyo, y creyó
en él… Estaba convencida de que cumpliría su palabra.
Habría hablado en su favor de manera incondicional… habría
empleado toda su influencia para vencer los prejuicios de su marido, y fue sólo
por casualidad, en el transcurso de una de aquellas conversaciones, cuando inesperadamente
le dio él un “incentivo” (sus contactos del pasado aún le eran útiles para cosas
así); “incentivo” que ella, en vista de las apremiantes deudas adquiridas en la
elección de Mornway, no había tenido el valor de rechazar. Fleetwood la había hecho
ganar algún dinero, en efecto… unos treinta mil dólares. Ella le devolvió lo que
él le había prestado y no hubo después entre ellos más transacciones similares.
Pero, al parecer, antes de ser despedido, Gregg se había apoderado de un talonario
donde se recogía parte de la historia y había terminado atando cabos con ayuda de
un empleado de la oficina de Fleetwood. El Espía disponía ahora de dicha
información, pero no haría uso de ella si Fleetwood no resultaba elegido, puesto
que la Compañía del Plomo no albergaba enemistad personal alguna contra Mornway.
Ahí concluía su historia. La señora Mornway permaneció
sentada y en silencio mientras él continuaba con la vista clavada en ella. Había
perdido tanto en el naufragio de su confianza que no le concedía demasiado valor
a lo que pudiera quedar de ella. Poco importaba que él le creyera cuando la verdad
era tan sórdida. Después de todo, más allá de lo que había percibido la señora Nimick,
no había nada por lo que él pudiese ser envidiado: la esencia de su vida era tan
miserable y desdichada como la de su hermana…
–John… –dijo ella, poniendo una mano sobre su hombro.
Él alzó hacia ella una mirada de derrota:
–Será mejor que te retires a dormir –la interrumpió.
–No me mires de ese modo. Estoy preparada para que te
enojes conmigo… Cometí un tremendo error y asumiré mi castigo, el castigo que quieras
infligirme. Pero antes debes pensar en ti mismo, debes escapar tú del daño. ¿Por
qué estás tan descorazonado? ¿No entiendes que, habiéndose comportado el señor Fleetwood
de forma tan correcta, estamos bastante seguros? Y te juro que le he devuelto hasta
el último penique.
6
Tres días después Shackwell fue convocado por teléfono
a la oficina del gobernador en el Capitolio. Durante dicho tiempo no habían mantenido
ningún tipo de contacto, y los periódicos se habían mantenido en silencio o evasivos.
En el vestíbulo, Shackwell se encontró con Fleetwood,
que salía del edificio. Por un instante pareció que el fiscal general iba a hablarle,
pero finalmente saludó con una inclinación de cabeza y pasó de largo, dándole a
Shackwell la impresión de que, más que nunca, proyectaba el rostro hacia delante
como una flecha.
El gobernador estaba sentado ante su escritorio a la clara
luz del sol otoñal.
Comparado con Fleetwood, se veía relajado y resuelto,
pero el semblante que le mostró a su amigo conservaba una pálida mirada convaleciente.
Con súbita preocupación, Shackwell se preguntó si él y Fleetwood habrían estado
juntos.
Sin decir palabra se quitó el abrigo, y cuando se giró
de nuevo hacia Mornway se sobresaltó al comprobar que éste lo observaba sonriendo.
–Me alegra verte, Hadley –dijo el gobernador.
–He esperado a que me mandaras llamar. Sabía que cuando
me necesitaras me lo harías saber.
–No te he mandado llamar antes a propósito. De haberlo
hecho, podría haberte pedido consejo, y no quería más consejo que el mío –el gobernador
hablaba con seguridad, pero tal vez con una voz excesivamente firme para ser natural–.
He pasado tres días reunido conmigo mismo –prosiguió–, y ahora que todo está zanjado
quiero que me hagas un favor.
–Claro –asintió Shackwell. Los detalles íntimos del asunto
aún continuaban para él envueltos en misterio, pero ni por un momento había albergado
dudas respecto a cuál sería su solución pública, por lo que no le fue difícil barruntar
el tipo de favor que habría de hacer. Aunque su corazón se dolía sinceramente por
Mornway, se alegraba de que el paso inevitable se diera sin más dilación.
–Todo está zanjado –repitió–, y quiero que le comuniques
a la prensa que he decidido reelegir a Fleetwood.
Shackwell saltó de su silla.
–¡Por el amor de Dios! –exclamó.
–He reelegido a Fleetwood –recalcó el gobernador– porque
en el actual estado de cosas él es la única persona apta para el cargo. El trabajo
que iniciamos juntos no ha concluido, y no puedo terminarlo sin él. Acuérdate de
los frentes abiertos en la investigación de la Compañía del Plomo… Él, y nadie más,
sabe en qué dirección van.
Debemos proseguir con esas averiguaciones, cueste lo que
cueste, así que te he llamado para que lleves esta carta al Espía.
La mano de Shackwell se resistía a tomar el sobre que
le tendía.
–Dices que no quieres mi consejo, pero no pretenderás
que cumpla esta misión con los ojos cerrados. ¿A dónde demonios quieres ir a parar?
Indudablemente Fleetwood insistirá en renunciar.
Mornway sonrió.
–Sí, insistió… durante tres horas. Pero cuando se marchó
de aquí hace un rato me dio su palabra de aceptar.
Shackwell emitió un gemido:
–En ese caso me enfrento a dos locos en vez de a uno.
El gobernador se echó a reír.
–Mi pobre Hadley, eres peor de lo que pensaba. Creía que
me comprenderías.
–¿Comprenderte? ¿Cómo iba a hacerlo, por todos los santos,
cuando ni siquiera comprendo la situación?
–¿La situación… la situación? –repitió Mornway en voz
queda–. ¿Cuál? ¿La suya o la mía? Yo tampoco la comprendo… no he tenido tiempo de
pensar mucho en ello.
–¿En qué diablos has estado pensando entonces?
El gobernador se levantó para dirigirse a la ventana,
a través de la cual y por encima de la loma de los jardines del Capitolio, los tejados
y los capiteles de la ciudad proyectaban su vaporosa silueta contra el cielo claro.
–En todo lo demás –respondió–. En todo salvo en Fleetwood
y en mí mismo.
–Ya… –murmuró Shackwell.
Mornway se dio la vuelta y se dejó caer en su sillón.
–¿Es que no ves que es de eso justamente de lo que tenía
que ocuparme? Se mire como se mire, ¡el estado… el país es muy grande y hay otros
muchos huecos que llenar!
Mis paredes me quedaron pequeñas, así que me vi obligado
a salir. No puedes hacerte idea de cómo se simplificaron enseguida las cosas. Todo
cuanto tuve que hacer fue decirme a mí mismo: “Adelante, haz lo mejor por tu país”.
El aspecto personal simplemente no existía.
–Sí… ¿Y entonces?
–Entonces durante tres días le di vueltas a este asunto
de la fiscalía general. No percibía que nada hubiera cambiado… ¿Cómo iba a verse
afectado el tema por mis sentimientos? Fleetwood no ha traicionado al estado.
No hay ni una mácula en su expediente público… Sigue siendo el mejor hombre para
el puesto. Mi deber es designar al mejor hombre que encuentre, y no encuentro a
ninguno mejor que Fleetwood.
–Pero… pero… ¿y tu mujer?
El gobernador alzó la vista, sorprendido. Shackwell habría
jurado que, efectivamente, se había olvidado del aspecto personal.
–Mi esposa está dispuesta a asumir las consecuencias.
Shackwell volvió a su inicial escepticismo.
–Pero ¿y Fleetwood? Fleetwood no tiene derecho a sacrificar…
–¿A sacrificar a mi mujer por el estado? Oh, cuidado con
las palabras grandilocuentes. También Fleetwood estuvo tentado de hacer uso de ellas
al principio, pero me las arreglé para hacerle recuperar el sentido de la proporción.
Le hice ver que ahora nuestras vidas privadas apenas ocupan un par de metros cuadrados
y que, en verdad, para respirar con libertad uno debe despojarse de ellas y lanzarlas
al aire –se interrumpió y prosiguió con súbita vehemencia–: ¡Por Dios, Hadley!,
¿es que no entiendes que Fleetwood debía obedecerme?
–Sí… Entiendo lo que dices –replicó Shackwell con renovada
terquedad–. Pero si has llegado tan alto llevándolo a él contigo me parece que,
desde esa privilegiada posición, deberían ser capaces de ver más claramente lo insensato
de su postura. Dices que has tomado la determinación de sacrificar tus sentimientos
y los de tu esposa… pero no estoy tan seguro de tu derecho a decidir por ella en
este asunto. ¿Y si sacrificas también al partido y al estado en este intento trascendental
tuyo de distinguir entre honor público y privado? Tendrás que contestarme a eso
antes de pedirme que entregue esta carta.
El gobernador no se amilanó ante el ataque.
–Creo que la carta te proporcionará la respuesta –contestó
sin alterarse.
–¿La carta?
–Sí. Contiene algo más que la notificación del nombramiento
de Fleetwood –Mornway hizo un inciso y se quedó mirando fijamente a su amigo–. Te
asusta que pueda haber una investigación, una acusación por prevaricación. Bien,
pues la carta se anticipa a dicha posibilidad.
–¿Cómo, por todos los santos?
–Exponiendo abiertamente los hechos. Mi esposa me dijo
que, en efecto, aceptó un préstamo de Fleetwood. Éste realizó algunas especulaciones
con ese dinero a favor de ella y consiguió una suma considerable, de la cual ella
le reembolsó el préstamo.
“La acusación del Espía es cierta. Si se pudieta
probar que mi esposa me persuadió para nombrar a Fleetwood, se podría aducir que
ella le vendió el nombramiento. Pero eso no se puede probar, y el Espía no
malgastará energías en intentarlo, porque mi declaración dejará sin veneno sus argumentos.
Me propongo anticiparme a su ofensiva exponiendo los hechos claramente en sus columnas,
y pidiéndole al público que juzgue. Por un lado, está la circunstancia privada de
que mi esposa aceptó un préstamo de Fleetwood sin mi conocimiento, justo antes de
que yo lo nombrara para un puesto importante; por otro lado están su expediente
público y el mío. Quiero que la gente sopese ambos aspectos y que decida por sí
misma, pero no ante los focos sensacionalistas de una denuncia de prensa, sino a
la luz diáfana del sentido común. Por lo general, los cargos contra la moral privada
de un personaje público se producen en medio de tal fragor de titulares y de nubarrones
de difamación que es imposible que pueda hacerse oír la voz que el aludido eleva
en su defensa. En este caso quiero que el público escuche lo que tengo que decir
antes de que empiecen los bramidos. Mi carta deshinchará el aire de las velas del
Espía, y si el veredicto sale en mi contra, el asunto se habrá solventado
por sus propios méritos, y no por el dictamen de los artífices del sensacionalismo.
Aun en el caso de que no consiga mi propósito, sería bueno que, por una vez, el
público pueda meditar sin apasionamientos hasta qué punto debería permitirse que
una calamidad en el ámbito privado repercuta en una carrera de probada utilidad
pública. Al menos, el próximo que tenga que pasar por lo que estoy pasando yo me
estará agradecido, aunque sea el único”.
Shackwell permaneció unos instantes sentado y en silencio,
con el eco de estas últimas palabras resonando en sus oídos. De repente se levantó,
extendió la mano y dijo:
–Dame esa carta.
El gobernador contestó solícito con un brillo en los ojos:
–¿De acuerdo, entonces? ¿La entregarás?
Shackwell le devolvió una mirada de triste incertidumbre.
–Creo que estoy delante de un formidable suicida, pero
es la clase de muerte que a mí mismo no me importaría tener.
Se puso el abrigo sin más y se metió la carta en uno de
los bolsillos, pero, cuando ya se encaminaba hacia la puerta, el gobernador lo llamó
en tono festivo:
–Por cierto, Hadley, ¿no dan tú y la señora Shackwell
una recepción mañana?
Shackwell se detuvo en seco, sobresaltado.
–Creo que sí… ¿por qué?
–Porque si hay sitio para dos más, a mi mujer y a mí nos
gustaría asistir.
Shackwell asintió con un gesto de cabeza y se dio la vuelta
sin responder. Cuando abandonó el vestíbulo y salió a la radiante luz crepuscular,
observó un carruaje que ascendía por la amplia avenida de acceso al Capitolio y
se detenía en la rotonda central. Él bajaba la escalinata y la señora Mornway, envuelta
en pieles, se inclinó para saludarle.
–Vengo a buscar a mi esposo –anunció risueña–. Me prometió
que terminaría a tiempo para dar un paseo por el parque antes de cenar.
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