William J. Camacho S.
Llegó corriendo a la
cancha, justo cuando el delegado entregaba las tarjetas del equipo a la mesa de
control. Hizo notar su arribo con silbidos agudos, que indicaban, mejor que las
palabras, que lo incluyeran en el partido. No podía ser de otra manera, pues
Lucio era el capitán del equipo. Hace seis años que era el líder de ese grupo
de albañiles que sábado tras sábado competía en la pequeña liga barrial. No
porque fuera el mejor jugador, sino porque era el mayor. Cuarenta y seis años:
doce jugando en el “Puerto Acosta” y treinta y uno trabajando de albañil. “Casi
no llego, siempre. Sia plantado el mini. Todo el desecho he venido bajando al
trote”, dijo Lucio, como excusa por el atraso.
Y no era muy frecuente que diera explicaciones a
sus compañeros, sobre todo desde que llegó a ser maestro; pero ese día era
especial. Doce años habían pasado desde que, con su antiguo maestro, formó el “Puerto
Acosta”; doce años de estar mitad de tabla para abajo; pero ese día, ese 11 de
noviembre, jugaban la final. “Carajo, cómo no voy a jugar. Tengo que correr”,
pensó, cuando el minibús en el que se dirigía a la cancha se averió.
Luego de vaciar sus implementos deportivos del
maletín de cuerina multiuso que lo acompañaba todos los días, se transformó en
el capitán Lucio Chambi Flores. Era un remedo de futbolista. Unas piernas
demasiado delgadas en comparación con el enorme tórax y la prominente barriga.
Las medias, que a fuerza de tanto enjuague habían perdido forma y color,
chorreaban hasta formar un arrugado bulto encima del zapato. Pero ese día iba a
estrenar un cintillo, que remplazaba el pañuelo atado al brazo, como para gritar
a todos “yo soy el capitán, carajo”.
El equipo rival no era presa fácil. Eran jóvenes,
hijos de comerciantes, universitarios algunos, bien alimentados, con el porte
atlético andino. Habían llegado a esa instancia sin perder ni un solo punto.
Eso no importaba, Lucio estaba seguro de ganar. Pero claro, su seguridad sólo
tenía como base el inmenso deseo, la esperanza de llegar a ser el número uno,
de triunfar aunque sea por unas horas. Treinta y un años de obedecer órdenes,
de tragar “mierdas”, de aceptar “carajos”, de llorar “hijodeputas”, de
prácticamente besar los pies del arquitecto de turno, le hacían desear
imperiosamente ganar ese partido.
El árbitro sopló el silbato chino para indicar
que el partido comenzaba. Monótono. Aburrido. Qué más se podía esperar de una
liga barrial. Claro que los que estaban en la cancha no pensaban igual, y menos
cuando los muchachos del “Forever friends” anotaron un gol. Se abrazaron
ruidosamente mientras algunos parciales prendían unos cuantos petardos de tres
tiros, que generalmente sólo sueltan dos.
Lucio insultó a su arquero, a los defensores, a
los atacantes e incluso llegó a murmurar: “Qué pasa pues Dios, ya no jodas”.
Así continuó el partido, hasta que en el minuto veintidós de la segunda parte,
Martín Poma, su ayudante de todos los días, anotó el empate. Lucio se arrojó a
sus brazos, lo apretó hasta dejarlo sin aire. “Bien carajo, bieeeen. Te has
ganado una caja, pendejo”, le dijo mientras lo asfixiaba. Y en el minuto
ochenta y cinco, la gloria… por lo menos casi. Penal. “Yo pateo, yo pateo”,
gritaba Lucio mientras corría desde el centro del campo.
Tomó el balón con ambas manos, lo aprisionó como
si alguien se lo fuera a quitar. “Ahura sí. Quisiera que me vea el patrón.
‘Inútil de mierda’, sabe decirme. Cual inútil carajo, yo hago sus casas. Yo voy
a ganar”. Plantó el esférico en el punto que el estuco molido hacía resaltar en
esa planicie polvorienta. “Diosito, dirigí mi pie. Si meto voy a bailar con
traje de lujo este año, te prometo”. Se fijó en el arquero, un casi niño de
dieciocho años. “A este chango lo voy a aujerear”. Tomó bastante impulsó:
retrocedió unos quince metros. Corrió con todas las fuerzas que le permitían
esas piernas flacas cansadas de soportar ochenta y tres quilos todos los días. “Con
que inútil, con que cholo cojudo, con que hijo de puta. K’ara de mierda”. Y fue
tanto el impulso, que llegó cansado, tanto, que el balón llegó suave a las
manos del portero. Nadie le reprochó nada. Al minuto, gol del “Forever friends”.
Dos a uno.
A Lucio no lo consolaba ni la cerveza que tenía
en la mano. No hablaba con nadie, sólo tomaba. En realidad, sólo unos tres
jugadores de su equipo tenían ánimo para hablar y reír, los demás tomaban
callados. Pero el alcohol afloja los labios. “Bien burro eres Lucio, cómo has
de fallar tan de cerca. Yo hubiera chuteado”, le espetó Andrés Huamán. Lucio se
hundió más en su depresión. Tomó un vaso de golpe y se paró. Todos pensaron que
iba a pegar a Andrés, pero pasó de largo. Se acercó al lugar donde los
muchachos campeones festejaban. “Changos de mierda, fuera de aquí. A festejar a
otro lado, pendejos”. El silenció siguió a las palabras de Lucio, y luego las
risas, originadas por un balonazo que impactó en la nariz del maestro capitán.
La trifulca se armó. Puñetes, patadas, mordisco, pellizcos, uno que otro
botellazo, sangre, dientes… Los albañiles son rudos, no hay nada que hacer,
dieron cuenta de los “Forever friends” en pocos minutos. “Hemos ganado”,
gritaba Lucio. Todos lo secundaban. Entonces sí tomaron bulliciosamente. Ya no
hablaban del partido sino de la pelea. “Yo le bajado la jeta al arquero”, “Yo
le pateado las bolas al que ha metido el primer gol”, “Dos botellazos he dado a
no sé quién”, y así cada uno contaba su pequeña hazaña. “Hemos ganado, en algo
por lo menos”, pensaba Lucio. De trofeo les quedaba el balón que luego de
golpear al capitán quedo botando cerca del tumulto. “Este es nuestra copa”,
decía Lucio en medio de carcajadas.
Poco a poco se fueron retirando del lugar.
Dejaron a Lucio sólo, o mejor dicho, en compañía de la cuenta. “Ducientos
trenta es, maistro”, le dijo la señora que los había atendido. Lucio, tan
metido en la euforia alcohólica-pugilística, pagó sin pedir rebaja. Con el
maletín en una mano y el balón en la otra, caminó unas cuantas cuadras,
completamente extraviado en sus pensamientos. “A ver que me diga inútil de
nuevo. A veeeeer. A ver que me diga indio y mierda. Le voy a pegar. Sin dientes
le voy a dejar al arquitecto. Si será arquitecto, tamaño burro. Yo trabajo, él
gana. Él se equivoca, yo cago. Al pobre siempre nos joden”. Y caminaba por la
acera, que de todos modos le resultaba estrecha, pues se esforzaba por
mantenerse en medio de ella, como equilibrista de circo. “Al pobre nadies le
da, al pobre nadies le da, al pobre nadies le presta, palomitay…”, cantaba
Lucio a voz en cuello, mientras se acomodaba bajo el pequeño toldo de lata de
una tienda, como si hubiera sol. Poco a poco fue disminuyendo el volumen de su
canto, que alternaba con imprecaciones contra “el arquitecto”, hasta quedar
profundamente dormido, pero eso sí, aferrado a su trofeo.
Soñó muchas cosas. Se vio en el partido, fallando
el penal. Se vio en la construcción, agachando la cabeza mientras el arquitecto
le mentaba a la madre y a la raza. Se vio en su casita, comiendo con sus cuatro
hijos. Se vio en su cama, amansando a su mujer. Sintió alegría, sintió placer,
sintió rabia, sintió hambre, sintió pena, sintió dolor, sintió dolor, sintió
dolor… Abrió los ojos y alcanzó a ver la mano que retiraba el puñal de su estómago.
Cayó al frío cemento. Su sangre brotaba a borbotones y ya se había formado un
pequeño charco, del cual se desprendía un hilo que se fue haciendo más grueso y
tomó rumbo hacia su mejilla. Movió los ojos buscando su trofeo y lo divisó
siendo arrastrado por unos pies unos metros más abajo. Levanto la vista tanto
como pudo y llegó a distinguir al agresor. Una espalda delgada, pero cubierta
por una vistosa polera que llevaba estampado el número doce y “Forever friends”.
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