Brian Lumley
Tras haber disfrutado de un sorprendente éxito con mi último libro ¡Vengan
aquí, brujas!, durante cuyo proceso de investigación “documental” encontré varias
menciones sobre la existencia de un cierto libro “negro” –el Cthaat Aquadingen,
una colección casi legendaria de hechizos y encantos aparentemente
relacionados, entre otras cosas, con la aparición de ciertos elementos
acuosos–, me sentí desconcertado al descubrir que el Museo Británico no
disponía de ninguna copia del libro; o bien, si existía, los encargados de ese enorme
establecimiento no estaban dispuestos a permitir su examen. Sin embargo, yo
deseaba ver una copia, sobre todo en relación con un nuevo libro que iba a
titularse ¡Libros prohibidos!, en cuya redacción mi editor me presionaba
para que empezara a trabajar.
La desgana del encargado de la sección de Libros Raros a
contestar mis preguntas con algo más que unas simples respuestas superficiales,
fue lo que me impulsó a ponerme en contacto con Titus Crow, un londinense
coleccionista de volúmenes raros y antiguos que, según había oído decir, poseía
en su biblioteca privada una copia del libro que yo deseaba consultar.
Escribí una carta apresurada al señor Crow y éste no
tardó en contestarme, invitándome a Blowne House, su residencia en las afueras
de la ciudad, asegurándome que, en efecto, poseía un ejemplar de Cthaat
Aquadingen, y que yo podría consultarlo si aceptaba un acuerdo y una
condición. El acuerdo consistía en que toda visita a Blowne House la realizara
a primeras horas de la noche, ya que, como actualmente estaba enfrascado en
ciertos estudios y se concentraba mejor por la noche, se acostaba muy tarde y
nunca se levantaba antes del mediodía. Esto, unido al hecho de mantener
ocupadas las tardes en actividades más mundanas, pero no por ello menos
esenciales, sólo le permitía trabajar o recibir visitas durante la noche. Se
apresuró a asegurarme que no recibía visitas con frecuencia. En realidad, de no
haber estado familiarizado con mi obra anterior, se habría visto obligado a
rechazar de plano mi proposición. Ya había habido demasiados “chiflados” que
intentaron penetrar en su retiro.
Como si el destino lo hubiera querido así, elegí una
noche de perros para visitar Blowne House. La lluvia era una cortina que
descendía de grandes y abultadas nubes grisáceas que pendían bajas sobre la
ciudad. Me estacioné en el largo sendero de entrada por el que se accedía a la
amplia vivienda del señor Crow, corrí por el camino con el cuello de la
gabardina subido, y llamé a la pesada puerta de entrada. Durante el medio
minuto que mi anfitrión tardó en contestar, tuve tiempo más que suficiente para
quedar empapado. En cuanto me presenté como Gerald Dawson, me hizo entrar
rápidamente, me ayudó a quitarme la chorreante gabardina y el sombrero, y me
introdujo en su estudio, donde me rogó que me instalara ante un fuego
crepitante para “secarme”.
Él no era como yo había esperado. Se trataba de un hombre
alto, de hombros anchos, que, sin la menor duda, había sido muy atractivo en
sus años mozos. Ahora, sin embargo, el pelo se le había encanecido y los ojos,
aunque aún eran brillantes y observadores, mostraban la impronta de los muchos
años pasados explorando –y supuse que, a menudo, descubriendo– los caminos
apenas hollados del misterio y del conocimiento oscuro. Llevaba puesto un batín
de color rojo intenso, y observé que, en una pequeña mesita situada junto a su
mesa de despacho, había una botella del mejor brandy.
Pero fue lo que vi sobre su mesa de despacho lo que más
atrajo mi atención; se trataba, evidentemente, del objeto de estudio del señor
Crow: un reloj alto, de cuatro monstruosas manecillas, con jeroglíficos y en
forma de ataúd, posado horizontalmente y hacia arriba a todo lo largo de la
gran mesa. Había observado previamente que, al abrirme la puerta, mi anfitrión
llevaba un libro en la mano. Ahora lo dejó sobre el brazo del sillón en el que
me había sentado y, mientras me servía una copa, vi que era una copia muy
manoseada de Notas sobre desciframiento de códigos, criptogramas e
inscripciones antiguas, de Walmsley. Al parecer, el señor Crow intentaba
traducir los fantásticos jeroglíficos de la extraña cara del reloj. Al
levantarme y cruzar la estancia para observar más de cerca el misterioso
artilugio, percibí que los intervalos entre los ruidosos tics del reloj eran
muy irregulares, y que las cuatro manecillas no se movían en consonancia con
ningún sistema conocido de medición del tiempo. No pude dejar de preguntarme
para qué propósito cronológico podía servir una pieza tan curiosa.
Crow observó la expresión de extrañeza en mi rostro y se
echó a reír.
–A mí también me intriga, señor Dawson, pero no se
preocupe por ello. No creo que nadie llegue nunca a entender esa cosa; de vez
en cuando, siento la necesidad de estudiarlo de nuevo, y entonces me paso
semanas haciéndolo, sin llegar a ninguna parte. Pero no ha venido aquí esta
noche para ocuparse del reloj de Marigny. Está usted aquí para consultar un
libro.
Me mostré de acuerdo con él y empecé a bosquejarle mi
plan para incluir una o dos menciones al Cthaat Aquadingen en mi nueva
obra ¡Libros prohibidos! Mientras yo hablaba, trasladó la mesita pequeña
a un lugar más cercano al fuego. Una vez hecho esto, retiró hacia un lado de la
chimenea un panel oculto en la pared, y de una pequeña estantería extrajo el
volumen en el que yo estaba interesado. Una expresión de extremada aversión
cruzó su rostro; se apresuró a dejar el libro sobre la mesa y se restregó las
manos en el batín.
–Es una lata… –murmuró–. Siempre está transpirando… lo
que, estará usted de acuerdo conmigo, resulta bastante sorprendente, teniendo
en cuenta que el donante murió hace más de cuatrocientos años.
–¡El donante! –exclamé, contemplando el libro con una
mórbida fascinación–. ¿No querrá decir que está encuadernado con…?
–Me temo que sí. Al menos esta copia.
–¡Dios mío!… ¿Quiere decir que hay otras copias?
–Que yo sepa sólo hay tres… y una de las otras dos está
aquí, en Londres. Supongo que no le permitieron verla, ¿no es cierto?
–Es usted muy perspicaz, señor Crow. Y tiene razón, no me
permitieron ver la copia del Museo Británico.
–Habría recibido usted la misma respuesta en caso de
haber pedido ver el Necronomicon –replicó ante mi desconcierto.
–Perdone, pero ¿cree realmente en la existencia de ese
libro? ¿Cómo es posible? Me han asegurado una media docena de veces que el Necronomicon
es una pura fantasía, una inteligente obra de apoyo literario creada con el
propósito de mantener una mitología ficticia.
–Si usted lo dice –se limitó a comentar–. Pero, en
cualquier caso, usted está interesado en este libro –dijo, indicándome el
volumen relacionado con lo maligno que ahora se hallaba sobre la mesita.
–Sí, desde luego, pero ¿no mencionó usted la existencia
de una… condición?
–¡Ah, sí! Pero en realidad yo mismo me he ocupado de eso
–replicó–. He arrancado los dos capítulos más instructivos y los he hecho
encuadernar aparte, sólo por si acaso. Me temo que no podrá usted verlos.
–¿Los más instructivos? ¿Sólo por si acaso? –repetí–. No
comprendo a qué se refiere.
–Sólo por si cayera en manos indebidas, desde luego –dijo
con una expresión de sorpresa–. Sin lugar a dudas se habrá preguntado por qué
los del museo guardan sus copias bajo llave.
–En efecto; supuse que lo hacían porque se trata de
ejemplares muy raros que valen mucho dinero –contesté–. Y quizá también porque
algunos de esos libros contienen uno o dos temas bastante repugnantes; material
erótico-sobrenatural-sádico, algo escrito por una especie de marqués de Sade
medieval, ¿no?
–Se equivoca, señor Dawson. El Cthaat Aquadingen contiene
series completas de hechizos e invocaciones; contiene, por ejemplo, el Nyhargo
Dirge, y una frase sobre cómo hacer el Signo antiguo; contiene
igualmente uno de los Sathlatta, y cuatro páginas de rituales Tsathoguan.
Y muchas más cosas… hasta el punto de que si ciertas autoridades hubieran
logrado salirse con la suya, las tres copias habrían sido destruidas hace mucho
tiempo.
–Pero ¿no creerá usted en tales cosas? –protesté–. Yo
intento escribir sobre tales libros considerándolos como algo condenadamente
misterioso y monstruoso… Tengo que hacerlo así, puesto que en caso contrario no
vendería un ejemplar… pero no puedo creer en ello.
Crow se echó a reír, aunque sin ninguna alegría.
–¿De veras no puede? Si hubiera visto usted las cosas que
yo he visto, o si hubiera pasado por algunas de las cosas por las que yo he
pasado… créame, señor Dawson, en tal caso no se sentiría tan impresionado.
¡Claro que creo en estas cosas! Creo en los fantasmas y las hadas, en los
demonios y los genios, en una cierta propaganda mitológica, y en la existencia
de la Atlántida, R’lyeh y G’harne.
–Pero, sin lugar a dudas, no existe ninguna prueba
genuina en favor de ninguna de las cosas o lugares que acaba de mencionar
–argüí–. ¿Dónde hay, por ejemplo, un lugar en el que uno pueda estar seguro de
encontrarse con un… fantasma?
Crow se quedó pensativo un momento y tuve la seguridad de
haber vencido con mi razonamiento. No podía imaginar que un hombre tan
evidentemente inteligente como él creyera de veras y de un modo tan profundo en
lo sobrenatural. Pero entonces, desafiando lo que yo había considerado una
pregunta insoluble, me contestó:
–Me sitúa usted en la posición del clérigo que asegura a
un niño pequeño la existencia de un Dios todopoderoso y omnisciente, y a quien
el niño pide que se lo haga ver. No, no puedo mostrarle ningún fantasma… a
menos que estemos dispuestos a pasar por una gran cantidad de problemas… pero
sí puedo mostrarle la manifestación de uno.
–Oh, vamos, señor Crow, usted…
–Hablo en serio –me interrumpió–. ¡Escuche!
Se llevó un dedo a los labios para indicarme silencio, y
adoptó una actitud de escucha.
En el exterior, la lluvia había cesado y el silencio de
la estancia sólo se veía perturbado por el sonido esporádico de las gotitas que
caían de las tejas; sólo se escuchaba eso, y el tictac del gran reloj de Crow.
Y entonces llegó hasta mis oídos un sonido perfectamente audible, prolongado y
crujiente, como de maderas resquebrajándose.
–¿Lo ha oído? –preguntó Crow sonriendo.
–Sí –admití–. Ya lo había oído media docena de veces
mientras hablábamos. Seguramente colocaron madera verde al construir su
buhardilla.
–Esta casa posee vigas muy insólitas –observó él–. Son de
madera de teca… y estaban totalmente secas antes de que se construyera la casa.
¡Y la teca no cruje!
Sonrió con una mueca. Evidentemente, le agradaba aquel
sonido.
–En tal caso será un árbol azotado por el viento –dije,
encogiéndome de hombros.
–En efecto, se trata de un árbol. Pero si hubiera viento,
lo oiríamos. No, ese sonido proviene de una rama del “Roble de Bill” que
protesta bajo su peso – cruzó la estancia, dirigiéndose hacia la ventana y miró
hacia el jardín–. Pasó usted por alto a nuestro Bill cuando escribió su último
libro. Se trata de William “Bill” Fovargue, acusado de brujería, ahorcado en
ese árbol en 1675 por una multitud de campesinos enloquecidos por el miedo. En
aquel momento se dirigía a someterse a juicio, pero, tras el linchamiento, la
gente declaró que lo asaltaron porque él había iniciado un horrible
encantamiento, al tiempo que empezaban a configurarse unas extrañas formas en
el cielo… de modo que lo colgaron para impedir que empeorara la situación…
–Ya entiendo. De modo que ese sonido procede de la rama
de la que fue colgado, que aún cruje bajo su peso doscientos ochenta años
después del linchamiento, ¿no es eso? –pregunté, dando a mi voz el mayor tono
posible de sarcasmo.
–En efecto –replicó Crow, imperturbable–. Ese sonido
afectó tanto a los nervios del anterior propietario de la casa que terminó por
vendérmela. Y el otro propietario casi se volvió loco intentando descubrir su
origen.
–¡Ah! Ese es el punto débil de su historia, señor Crow
–le indiqué–. Él habría podido rastrear el origen del sonido hasta el árbol
–tomé su silencio como un reconocimiento a mi inteligencia y me levanté, crucé
la habitación y me situé a su lado, ante la ventana. Al hacerlo, volví a
escuchar el crujido del árbol, esta vez más fuerte–. Eso lo produce el viento
en las ramas del roble, señor Crow –le aseguré–. No hay nada más.
Al mirar hacia el exterior, retrocedí un paso, diciéndome
que debía de estar viendo visiones. Pero, en realidad, no estaba viendo
visiones. Allí no había roble alguno. De pronto, sentí que la cabeza me daba
vueltas. Tras pensármelo un instante, estallé en una trémula carcajada. El
señor Crow era endiabladamente listo. Por un momento, me había hecho dudar. Me
volví hacia él, repentinamente enojado y vi que aún sonreía.
–De modo que, después de todo, son las vigas, ¿no es eso?
–pregunté con una voz ligeramente temblorosa.
–No –contestó Crow sin dejar de sonreír–. Eso fue lo que
casi enloqueció al antiguo propietario. Verá, cuando construyeron esta casa,
hace unos setenta años, cortaron el Roble de Bill para que sus raíces no
impidieran hacer los cimientos.
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