Julio Cortázar
A John Barth
En vagamente Ilión, acaso en campiñas toscanas al término de güelfos y
gibelinos y por qué no en tierras de daneses o en esa región de Brabante mojada
por tantas sangres: escenario móvil como la luz que corre sobre la batalla
entre dos nubes negras, desnudando y cubriendo regimientos y retaguardias,
encuentros cara a cara con puñales o alabardas, visión anamórfica sólo dada al
que acepte el delirio y busque en el perfil de la jornada su ángulo más agudo,
su coágulo entre humos y desbandes y oriflamas.
Una batalla, entonces, el derroche usual que rebasa
sentidos y venideras crónicas. ¿Cuántos vieron al héroe en su hora más alta,
rodeado de enemigos carmesíes? Máquina eficaz del aedo o del bardo: lentamente,
elegir y narrar. También el que escucha o el que lee: sólo intentando la
desmultiplicación del vértigo. Entonces acaso sí, como el que desgaja de la
multitud ese rostro que cifrará su vida, la opción de Charlotte Corday ante el cuerpo
desnudo de Marat, un pecho, un vientre, una garganta. Así ahora desde hogueras
y contraórdenes, en el torbellino de gonfalones huyentes o de infantes aqueos
concentrando el avance contra el fondo obsesionante de las murallas aún
invictas: el ojo ruleta clavando la bola en la cifra que hundirá treinta y
cinco esperanzas en la nada para exaltar una sola suerte roja o negra.
Inscrito en un escenario instantáneo, el héroe en cámara
lenta retira la espada de un cuerpo todavía sostenido por el aire, mirándolo
desdeñoso en su descenso ensangrentado. Cubriéndose frente a los que lo
embisten, el escudo les tira a la cara una metralla de luz donde la vibración
de la mano hace temblar las imágenes del bronce. Lo atacarán, es seguro, pero
no podrán dejar de ver lo que él les muestra en un desafío último. Deslumbrados
(el escudo, espejo ustorio, los abrasa en una hoguera de imágenes exasperadas
por el reflejo del crepúsculo y los incendios) apenas si alcanzan a separar los
relieves del bronce y los efímeros fantasmas de la batalla.
En la masa dorada buscó representarse el propio herrero
en su fragua, batiendo el metal y complaciéndose en el juego concéntrico de
forjar un escudo que alza su combado párpado para mostrar entre tantas figuras
(lo está mostrando ahora a quienes mueren o matan en la absurda contradicción
de la batalla) el cuerpo desnudo del héroe en un claro de selva, abrazado a una
mujer que le hunde la mano en el pelo como quien acaricia o rechaza. Yuxtapuestos
los cuerpos en la brega que la escena envuelve con una lenta respiración de frondas
(un ciervo entre dos árboles, un pájaro temblando sobre las cabezas) las líneas
de fuerza parecerían concentrarse en el espejo que guarda la otra mano de la
mujer y en el que sus ojos, acaso no queriendo ver a quien así la desflora
entre fresnos y helechos, van a buscar desesperados la imagen que un ligero
movimiento orienta y precisa.
Arrodillado junto a un manantial, el adolescente se ha
quitado el casco y sus rizos sombríos le caen, sobre los hombros. Ya ha bebido
y tiene los labios húmedos, gotas de un bozo de agua; la lanza yace al lado,
descansando de una larga marcha. Nuevo Narciso, el adolescente se mira en la
temblorosa claridad a sus pies pero se diría que sólo alcanza a ver su memoria
enamorada, la inalcanzable imagen de una mujer perdida en remota contemplación.
Es otra vez ella, no ya su cuerpo de leche entrelazado
con el que la abre y la penetra, sino grácilmente expuesto a la luz de un
ventanal de anochecer, vuelto casi de perfil hacia una pintura de caballete que
el último sol lame con naranja y ámbar. Se diría que sus ojos sólo alcanzan a
ver el primer plano de esa pintura en la que el artista se representó a sí mismo,
secreto y desapegado. Ni él ni ella miran hacia el fondo del paisaje donde
junto a una fuente se entrevén cuerpos tendidos, el héroe muerto en la batalla
bajo el escudo que su mano empuña en un último reto, y el adolescente que una
flecha en el espacio parece designar multiplicando al infinito la perspectiva
que se resuelve en lo lejano por una confusión de hombres en retirada y de
estandartes rotos.
El escudo ya no refleja el sol; su lámina apagada, que no se diría de
bronce, contiene la imagen del herrero que termina la descripción de una
batalla, parece signarla en su punto más intenso con la figura del héroe
rodeado de enemigos, pasando la espada por el pecho del más próximo y alzando
para defenderse su escudo ensangrentado en el que poco se alcanza a ver
entre el fuego y la cólera y el vértigo, a menos que esa imagen desnuda sea la
de la mujer, que su cuerpo sea el que se rinde sin esfuerzo a la lenta caricia
del adolescente que ha posado su lanza al borde de un manantial.
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