Rafael Garcés Robles
Encontré aquella fotografía
en “blanco y negro” que tantos años había buscado. Estaba refundida en aquel libro
que nunca terminé, y justo marcaba el último capítulo, el mismo que, en el momento
de cerrarlo desprevenidamente agobiado y confundido por un final que no aspiraba
leer porque ahondaría más mis penas del desamor.
Complacido por
haberla hallado, los tiempos retrocedieron al instante, su imagen salta a todos
mis sentidos, y la nostalgia que invade mi alma me lleva a contemplar su rostro
con una mirada ansiosa y profunda, pero también tierna y reflexiva. En aquel estado
de concentración intensa, la foto en “blanco y negro” empieza a invadirse de una
lenta luz que se torna en tonos, en matices, en vistosos colores y en pinturas por
donde mis ojos pasan:
Aparecen las cintas
rojas que amarran su negra cabellera, liberándola luego sobre sus hombros como dos
cascadas nocturnas chispeadas por las luces lunares de un cielo abierto, hasta caer
complacidas sobre su pecho dibujando sus torneados senos.
Miro sus inmensos
ojos pardos con su mirar lejano, buscando quizá otros lares, otros mundos donde
yo no existo; vuelvo a sentirme huérfano de ella; por más que busco su mirada, me
ignora; hoy más que nunca el brillo de sus ojos es divino; cuánto diera porque brillaran
para mí esas dulces pupilas café que me enamoraron, aunque a través de ellas no
pueda nunca llegar a su alma desnuda.
De sus labios sedientos
brota una sonrisa que marca la misma lontananza de su mirada. Sin embargo, me aferro
a no perderla, sueño con tener esa sonrisa muy cerca de mis labios y poder robarle
aquel perfume que marcó el camino el día de la ausencia. Me atrevo a pensar que
esa sonrisa es mía, que me pertenece, así no me la hayan dado. Anhelo ir por ella,
allá donde ignoro que se alberga para encontrar en su rostro esa real sonrisa del
presente como el adorno magnánimo de su belleza.
Su ropaje se muestra
como un firmamento adornado de rojas estrellas que la insinúan como aquella diosa
que atavié de devociones, la misma diosa que me colmó de desilusiones; ese rostro
tierno y lozano con la dulzura del color mestizo y con sabor de anhelos escondidos,
también emana esperanzas. Una hermosa rosa de color indefinido y posada junto a
ella pasa inadvertida; y el verdor intenso de las hojas sirve de fondo a su encanto.
De nuevo repaso
su mirada y su sonrisa, busco sus horizontes para que me guíen y me hablen de resurrección
y mundos nuevos, pero no, continúo perdido. En un rápido parpadear para desahogar
las lágrimas de mis anegados ojos, la fotografía retorna al “blanco y negro”. Mi
vida vuelve al mismo recorrido, me dispongo a guardar la foto en el mismo libro,
en aquel que nunca termino, y la ubico en la última página del último capítulo.
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