Félix J. Palma
Los
lunes, la ciudad tiene un despertar cansado de perra recién parida. Eliseo Barroso
siempre asiste al remiso advenimiento del día tenso bajo las mantas, imaginando
que su parsimonia se debe a los problemas de la luz para asirse a un mundo que la
noche abandonó húmedo, como si la claridad resbalara continuamente de las lentejuelas
de rocío derramadas sobre la hierba del jardín. A veces, consume un largo rato contemplando
a Verónica, que duerme separada de él por esa distancia que la rutina matrimonial
impone en el lecho. Y entonces siente una mezcla de piedad y envidia al oír el significativo
ronroneo con que ella anuncia la perfección de su descanso. Por su postura confiada,
Eliseo deduce que Verónica cree ocupar el espacio que le corresponde, su exacto
lugar en el mundo. Incluso se atrevería a decir que ha dejado que la vida la arrastre
sin resistirse hacia este momento de vulgar plenitud, convencida de que yacer cada
noche junto a él es lo correcto.
Eliseo, sin embargo, apenas logra adentrarse en el sueño,
como esos ancianos que no pasan de mojarse los pies en la puntita del mar. Hace
casi tres años que le atormenta la idea de habitar una madriguera errónea, de encontrarse
en el colchón equivocado. Por eso, en las honduras de la madrugada, se escurre del
lecho y se encierra en el baño. Allí, sentado sobre el inodoro, realiza siempre
el mismo ritual. Abre su cartera y, con dedos de cirujano, le extrae el corazón:
el recorte de periódico que le confirma que toda su vida es un error monumental,
un despropósito en el que nadie repara. Ajado y amarillento, el recorte muestra
la fotografía de una mujer que dedica a la cámara una mirada entre aturdida y furiosa.
En el pie de foto puede leerse: Laura Cerviño Frías, una de las víctimas del equívoco.
Sobre la crónica, hay una entradilla donde se nos informa de que, debido a un error
del hospital, una mujer tuvo que velar durante diez horas el cadáver de una desconocida.
El titular reza: Confusión macabra.
Cuando la primera cuchillada de luz hiende la cortina
del dormitorio, Eliseo dedica al despertador el alzamiento de cejas que lo hace
sonar. Verónica, como si el timbre la arrancara siempre de entre los brazos de Errol
Flynn, suelta invariablemente un gruñido hosco. Comienza entonces la torpe representación
de la higiene personal, los tropiezos en la angostura del baño y el rezongar del
niño, una coreografía doméstica con aires de danza sagrada que acaba desembocando
milagrosamente en la pastoril escena del desayuno: Verónica perfumada hasta la médula,
vestida de profesora de instituto; el niño repeinado, practicando la lectura con
las esquelas del periódico; y él amortajado en gris sucio para la oficina. Todos
alrededor del plato de tostadas que ha brotado como por arte de magia durante el
ceremonial.
Intentando que su hastío no le rebose
el alma, desbaratándole la sonrisa de estúpida complacencia que esgrime ante la
que tal vez sea su familia errónea, Eliseo da un sorbo al café. Rogad a Dios en
caridad por el alma de Doña Francisca López Grimaldi, dice Arturito, con su voz
puntiaguda de huérfano de Dickens. Por un instante, Eliseo sopesa la posibilidad
de sugerirle que practique con los pedestres titulares de la sección de deportes,
ya que no le parece saludable compartir el desayuno con los fallecidos del día anterior,
pero finalmente decide dejarlo correr. Una de sus aspiraciones de padre es explicarle
al niño en todo momento los motivos por los que le ordena tal o cual cosa, evitar
en lo posible recurrir a la denostada muletilla “porqueyolodigo”; pero considera
que Arturito es demasiado pequeño aún para ser aleccionado sobre los arcanos de
la muerte, y mucho más para explicarle los ridículos trámites que hay que seguir
para desembarazarse civilizadamente de un cadáver. En su lugar, mordisquea su tostada
y asiente como si escuchara el parloteo de Verónica, que hoy versa sobre el dilema
de plantar azucenas o begonias en el parterre situado al fondo del jardín. A Eliseo
le importa una mierda una flor u otra, pues duda de poder distinguirlas o de que
alguna vez se detenga ante el arriate con el único propósito de contemplarlas. Escoge
las begonias rezando no tener que justificar su elección. Descansó en la paz del
Señor Don Pedro Vega Bermúdez, continúa el niño, pasando revista a la tropa de los
difuntos con su dicción trabajosa.
Tras el episodio del desayuno, la familia se dispersa.
Madre e hijo suben al coche, y tras despedirlos agitando la mano maquinalmente,
Eliseo camina hacia la parada del autobús, ubicada a sólo unos metros de su adosado.
Una vez en su asiento, con el maletín sobre las rodillas, se dispone a consumir
la media hora de trayecto hasta la oficina pensando en Laura Cerviño Frías, la mujer
a la que cree que debería amar. Sólo la ha visto una vez, y ni siquiera le pareció
hermosa. A lo sumo se imagina que podría resultar atractiva con un maquillaje acertado
que potenciara sus ojos color miel, el rasgo más destacable de su persona. Tampoco
se le antojó simpática, más bien todo lo contrario, aunque eso lo achaca a la situación
en que se conocieron. Aun así, Eliseo está cada vez más convencido de que su destino
es amarla. Amarla con desesperación. Amarla como nunca ha amado a nadie.
La conoció hace ya casi tres años, el mismo día en que
falleció su madre. Ambos sucesos ocurrieron la tarde de un miércoles invernizo,
con el mundo entoldado por un emplasto de nubes negras. Eliseo acudió después del
trabajo al Hospital Clínico, donde la noche antes había ingresado a Sagrario, su
madre, en estado de seminconsciencia. Por la mañana le habían comunicado a través
del teléfono que se encontraba estabilizada, pero esa tarde, cuando la enfermera
lo condujo hasta la cama donde se hallaba, Eliseo se encontró ante el cuerpo entubado
de una anciana que no conocía. La examinó con denuedo, no fuera a negarla por despiste.
Lo que yacía en aquella cama también consistía en un montoncito de arcilla al que
se le transparentaba la osamenta, pero no era su madre. Cuando advirtió a la enfermera
del error, ésta le dedicó una mirada escéptica. Tuvo que insistir varias veces para
que la empleada se decidiera a inclinarse sobre aquel cuerpo acartonado para preguntar:
¿cómo te llamas, guapa? Con un hilito de voz, la interpelada contestó: Matilde Frías
Romero, para servirla. Dedicó Eliseo a la descreída enfermera una sonrisa de triunfo
que enseguida se le congeló en los labios, pues aquel equívoco aparentemente tonto
podía tener consecuencias nefastas. Lo comprendió cuando el personal sanitario comenzó
a buscar a su madre con cierta alarma. Primero barrieron la estancia donde se hallaban,
una amplia habitación que, debido al concierto de tantas respiraciones agónicas,
parecía encontrarse junto al mar. Luego continuaron con el resto de la planta. Eliseo
colaboró en aquella batida entre la incredulidad y la zozobra. Rastrearon los quirófanos,
la UVI e incluso la cafetería, como si su madre fuese una niña traviesa que podía
esconderse en cualquier parte del edificio, pero Sagrario no aparecía por ningún
lado. Entonces, a un paso de mirar en los armarios de la limpieza, Eliseo sintió
un presagio funesto. Agarró del brazo a la enfermera que capitaneaba la hueste de
celadores y le preguntó si durante la noche había habido alguna defunción. Con el
alboroto de una turba de linchamiento, todos se dirigieron al mostrador de recepción.
Allí les informaron de que durante la noche había fallecido una mujer, que respondía
al nombre de Matilde Frías Romero. Eliseo y la enfermera cruzaron una mirada significativa.
Corrieron al cementerio, pero llegaron demasiado tarde: la supuesta Matilde Frías
acababa de ser incinerada. Un grupo de personas cabeceaba junto al horno entre la
consternación y la modorra. Todas recibieron con espanto la irrupción en la sala
de Eliseo y su séquito de curiosos. Una mujer delgada, de unos cuarenta años de
edad, que tenía los ojos color miel enrojecidos por el llanto, se desgajó del grupo
con una zancada bizarra y plantó cara a los intrusos identificándose como la hija
de la finada. Eliseo la sacó de su equivocación: tu madre está viva, acabo de verla
en el hospital. Ésa era mi madre.
Poco sospechaba Eliseo que fuese a encontrar el amor
de su vida en un tanatorio, ante las cenizas presentes de su madre. Pero eso lo
sabía ahora; en ese momento, ante el rostro atónito de la mujer que había invertido
casi diez horas en velar a una desconocida, no pudo considerar que aquella situación
mereciera otro adjetivo que el de “macabra”, como certificarían los periódicos del
día siguiente. Dado que la hija no había querido identificar el cadáver, prefiriendo
recordar a su madre viva, y que ahora ya era demasiado tarde para hacerlo, a Eliseo
le costó que lo creyeran. La mujer atendía a sus explicaciones entre aturdida y
recelosa, como quien asiste al discurso de un charlatán de feria. Por un momento,
sus reiteradas negaciones de cabeza hicieron pensar a Eliseo que aquella desconocida
había vertido tantas lágrimas que ahora no querría reconocer que las había malgastado.
Incluso temió que prefiriese dejar las cosas así, fingir que su madre había muerto
realmente y traspasarle a él la anciana del hospital, aquella pieza de más que arruinaba
el sentido de la escena. Pero finalmente, gracias a la intervención de la enfermera,
el desconcertado velorio acabó por aceptar que aquellas cenizas pertenecían exclusivamente
a Eliseo. Se escucharon aquí y allá murmullos de alivio, y luego se hizo un silencio
expectante. Enjugándose las lágrimas, todos miraban a Eliseo, el único que al parecer
tenía derecho a llorar allí. Más por complacerles que por propia voluntad, Eliseo
se acercó al horno, pero le resultó imposible derramar lágrimas, de la misma forma
que no podía vaciar la vejiga en un urinario abarrotado. Ahora estaba obligado a
manifestar un dolor superior al que la desconocida había mostrado, y no creía poder
lograrlo sin resultar cómico. Se limitó a ejecutar un par de ademanes consternados;
y luego se volvió hacia los presentes encogiéndose de hombros, como disculpándose
por su falta de pasión.
Juntos como hermanos, marcharon al hospital a formular
las denuncias pertinentes, pero antes fueron a la planta donde había empezado todo.
Laura Cerviño abrazó el cuerpo de su madre con tanto ímpetu que Eliseo temió que
lo desmigara sobre las sábanas. Pegado al marido de la mujer, un hombre pálido con
aspecto de pasarse los días clasificando legajos en algún sótano olvidado, asistió
a un reencuentro que ni le iba ni le venía, sintiendo un ligero desagrado ante la
sonrisa floja con que la anciana se dejaba hacer. Parecía comportarse como si realmente
hubiese obrado el milagro de la resurrección y volviese de verle las enaguas a la
muerte, cuando la realidad era que ni siquiera había tenido vista para abandonar
el lecho y emular a Tom Sawyer en el sueño de todo hombre: asistir a su propio funeral.
Luego, llegó el siguiente acto de aquel tétrico sainete, la hora de pedir cuentas.
Ella quería que la clínica pagara por las lágrimas que había derramado, y él por
las que no había vertido. El hospital, naturalmente, descartó toda negligencia o
error médico, amparándose en una serie de coincidencias entre las dos pacientes:
ambas ingresaron la misma noche con apenas diez minutos de diferencia, eran octogenarias
y padecían falta de conciencia. La confusión se había producido porque la familia
de Matilde no identificó el cadáver. Aun así, Laura Cerviño siguió adelante con
la denuncia y Eliseo, por inercia, también realizó los trámites. Después llegaron
los periodistas, y se encontraron cercados de micrófonos como una pareja de amantes
famosos. Cuando aquella pesadilla acabó y Eliseo pudo recalar al fin en el plácido
regazo de Verónica, lo hizo demudado y absorto, como si fuese él el resucitado.
Y no fue hasta el día siguiente, al encarar la crónica del periódico, cuando comprendió
que no lo había soñado. Todo aquel delirio había sido real. Y su madre había muerto
sin esperarle, abandonando el mundo de los vivos con una discreción ejemplar. Su
único consuelo era que al menos alguien la había acompañado en su desembarco en
las tinieblas, llorando su muerte con una sinceridad que tal vez él no hubiese podido
manifestar. Aunque no quisiera reconocerlo, eran muchos años ya lidiando con los
arrebatos seniles de su madre como para sentir ante su marcha un dolor limpio, incontaminado
de alivio.
Al principio, guardó en su cartera el recorte del periódico
–donde aparecía una indignada Laura Cerviño– sin saber exactamente por qué. No era
un recorte apropiado para enseñarlo a los amigos ni a los nietos, pero era la crónica
de algo que le había ocurrido a él, de un suceso que, lo quisiera o no, le había
sucedido. Y conservar el recorte equivalía a aceptarlo sin rencor. Ahora aquel hecho
formaba parte de su existencia, se sumaba al rosario de incidentes que era su vida,
y debía darle la bienvenida como a todos los demás. A partir de ese momento, él
sería el hombre que una vez perdió a su madre en los insondables intestinos del
Hospital Clínico. Esa sería su cruz, la referencia exótica de su vida, como para
otros era el haber sido agraciados por la fortuna en un sorteo o sodomizados por
un amigo en una borrachera.
Un mes después, asumido tanto el fallecimiento de su
madre como los desgraciados acontecimientos que lo habían rodeado, Eliseo Barroso
pudo estudiar lo sucedido con frialdad. Y pese al inevitable aire grotesco del entuerto,
no logró evitar sentirse maravillado por el hecho de que una desconocida hubiese
velado a su madre. ¿Qué sentido tenía aquel dolor sin dueño? ¿Y qué sucedería cuando
muriese la auténtica madre de Laura Cerviño? ¿Le atormentaría no llorarla con el
mismo énfasis que había dedicado a la desconocida? Aquellas preguntas siempre acababan
anegándole de una tristeza infinita hacia la mujer de la fotografía, que tendría
que vivir la muerte de su madre dos veces.
Pero, con el paso de los días, empezó a examinar el
recorte con otros ojos. Pronto dejaron de preocuparle las consecuencias trágicas
del equívoco, y a intrigarle el hecho mismo de que éste se hubiese producido. ¿Por
qué habría querido el azar que su existencia se cruzara con la de la mujer de la
fotografía? Eliseo siempre había mostrado una morbosa fascinación por las casualidades
de la vida, desde las más idiotas a aquellas que rigen veladamente el destino de
los hombres. Y estaba claro que Laura Cerviño y él aún conservaban en la piel la
tibieza de esa mano invisible que movía las piezas furtivamente, a escondidas del
creador. Olvidarlo, encogerse de hombros, equivalía a no ver en aquel enredo más
que un malentendido sin ningún sentido, y era precisamente esa falta de sentido
lo que lo volvía desagradable y absurdo. Pero, ¿por qué no habría de tenerlo? Por
encima de todo, aquel suceso había propiciado que la mujer y él se conocieran, y
ese podría ser su loable propósito, la aspiración final de aquel rebuscado cambalache
de cuerpos. Fue así como Eliseo empezó a considerar que el azar, al que no podía
evitar adjudicarle el rostro de su madre, trataba de unirlo a Laura Cerviño Frías.
Y que aquel celestineo fantasmagórico formaba parte de un ambicioso proyecto de
restauración del mundo, porque el azar bien podía consistir en una fuerza benefactora
cuyo objetivo era ordenar el caos primigenio, una fuerza que el hombre despreciaba
porque éste sólo veía pinceladas aisladas, pues se necesitaba una mente abierta
para distanciarse del lienzo lo suficiente y ver el cuadro en su totalidad.
Las casualidades estaban tan presentes en el mundo que
era idiota no reconocer que formaban parte de un plan conjunto. Hasta Fabián y Julia,
la insufrible pareja con la que Verónica se empeñaba en cenar todos los sábados,
se habían conocido debido a una confusión de maletas. Eliseo lo sabía porque Fabián
se apresuraba a contarlo a la menor oportunidad, nada más la conversación le daba
pie para filosofar sobre el sinsentido de la vida. Antes del suceso del hospital,
a Eliseo le parecía que lo único absurdo de su existencia eran precisamente aquellas
cenas, pero luego, cuando empezó a caminar por la vida con la fotografía de una
desconocida en la cartera, vislumbró en la tonta anécdota de las maletas la misma
mano atenta que había tratado de enhebrar su existencia con la de Laura Cerviño.
Se le escapaban los motivos que tendría el destino para unir a aquel par de botarates,
pero resultaba evidente que, a pesar de que habían ido construyendo su vida como
dándose la espalda, cada uno se dirigía sin saberlo hacia la maleta del otro, presa
de una sutil fuerza magnética que rubricaría su labor en el aeropuerto de la ciudad.
Su relación con Verónica, sin embargo, había crecido ajena a los volatines del azar.
Ahora, Eliseo le ponía los cuadros, le fregaba los platos o le hacía el amor maldiciéndola
en secreto, reprochándole que hubiese tenido la desfachatez de nacer en su mismo
rellano. Aquella falta de suspense le irritaba, y se mortificaba pensando que debía
haber convencido a sus padres para mudarse de casa en vez de jugar con la hija de
los vecinos a lanzar escupitajos por el hueco de la escalera, enroscados ambos en
los hierros de aquella barandilla que los vería crecer, explorarse las diferencias,
hacerse novios, mudarse juntos. Por eso, asqueado del sencillo hilado de sus vidas,
muchas veces se imaginaba viviendo con la mujer del recorte. ¿Queréis saber cómo
conocí a Laura?, preguntaría a los amigos durante las cenas de los sábados y, sin
esperar respuesta, relataría con voz de trovador el trapicheo de progenitoras que
los había arrojado al uno en brazos del otro, mientras imaginaba a su madre sonriendo
con complicidad desde alguna tronera de la ultratumba.
Cuando el autobús llega a su parada, Eliseo sacude la
cabeza con brusquedad, como si necesitara de ese gesto físico para ahuyentar sus
ensoñaciones, y se apea sin ganas, la fotografía de Laura Cerviño quemándole el
corazón a través de la cartera. ¿Hasta cuándo durará este suplicio? De hoy no pasa,
se dice una vez más, sabiendo que, a pesar de que Verónica y Arturito tienen ensayo
de la obra de Navidad, al llegar a casa no hará nada. Como mucho buscará el número
de teléfono que hace algún tiempo copió de la guía, y se acercará al aparato aclarándose
la garganta, pero una vez más no realizará la llamada que cambiará su vida.
–¿Dígame?
–Buenas tardes, ¿hablo con Laura Cerviño?
–Sí, ¿quién es?
–Soy Eliseo. Eliseo Barroso.
–…
–¿No me recuerda?
–No, lo siento, pero…
–Nos conocimos hace hoy 1.019 días. El miércoles 20
de octubre de 1999.
–…
–Soy el hijo de la mujer a la que usted confundió con
su madre en el tanatorio.
–¿El hijo de…? Ahora le recuerdo, sí. Hace tanto tiempo,
que no…
–Lo sé, no se preocupe. Yo, sin embargo, lo recuerdo
perfectamente. Conservo incluso un recorte del suceso, ¿sabe?
–Ya.
–Y su madre, ¿cómo está?
–Mi madre murió, dos meses después de aquello.
–Lo siento mucho.
–Se lo agradezco. Y, dígame, ¿qué es lo que quiere?
–Yo… Verá, necesito hablar con usted.
–¿Hablar? ¿Quiere hablar de lo que ocurrió? Yo ya lo
he olvidado, ¿sabe? Cursé la denuncia, pero…
–No se trata de eso. Es mucho más importante. ¿Podríamos
vernos mañana?
–¿Mañana?
–¿Le parece muy precipitado?
–No, no es eso. Es que me resulta raro… Perdone, pero
no se me ocurre de qué podríamos hablar usted y yo.
–Tenemos mucho de qué hablar, se lo aseguro. ¿Conoce
la cafetería Céfiro, la que se encuentra enfrente de la iglesia de Santa Catalina?
–Sí, la conozco, pero…
–La espero allí a las seis. Por favor, Laura, no falte.
–Pero, oiga, yo…
Click.
Cafetería
Céfiro. Interior. Día.
Eliseo ocupa desde hace tiempo la mesa del fondo, la
que se encuentra junto al ventanal, desde donde puede contemplarse, al otro lado
de la calle, la fachada airosa de la iglesia de Santa Catalina. Ha llegado media
hora antes, con el objeto de poder preparar el discurso con el que tratará de formar
una nueva familia sin tener a su hijo revoloteando a su alrededor, a su mujer trasteando
en la cocina. Pero faltan menos de cinco minutos para las seis y aún no sabe cómo
iniciar la conversación. El hecho de que la mujer no se acordase de él lo ha inquietado
enormemente. Por un lado, lo encuentra lógico, ya que es consciente de que no dispone
de uno de esos físicos imponentes que se graban a fuego en las retinas femeninas,
pero una parte de su alma albergaba la romántica ilusión de que Laura Cerviño hubiese
consumido las noches de todos estos años meditando sobre lo sucedido, aprendiendo
a amar a aquel hombre larguirucho y apocado que había ingresado a su madre diez
minutos después que ella. Ahora, sin embargo, está casi seguro de que la mujer no
ha visto en la confusión del tanatorio ninguna señal del destino, por lo que deberá
empezar desde cero. Sin embargo, hablarle de las casualidades de la vida y de su
función organizadora no se le antoja prudente. Quizá lo único que consiga soltándole
sus teorías sea espantarla, mostrarse como un loco que no superó que al hospital
se le traspapelara su madre. Tras un nuevo sorbo de café, considera la posibilidad
de revelarle el misterio que no se ve, la poesía oculta en los quiebros del azar.
Aquello sólo fue el final, Laura, podría decirle. Yo era el muchacho que aguardaba
detrás de ti en la cola de correos cuando enviaste aquel enorme paquete a tu primer
novio, el causante de la quemadura de cigarrillo que descubriste en tu vestido al
regresar de aquella fiesta, la silueta sin rostro que se levantó de su asiento para
dejarte pasar en la penumbra de un cine. Fui la sombra que aquella noche te hizo
acelerar el paso, el paraguas olvidado en el café. Compré la última entrada del
ballet porque tú ocupaste el único hueco del parking. ¿Y no recuerdas mi voz? ¿Acaso
nunca he respondido al teléfono para decirte que te equivocabas de número?
El tañido de la iglesia le impulsa a consultar su reloj:
las seis. Eliseo se retrepa en el asiento, traga saliva, y clava su mirada en la
entrada del local. Tal y como esperaba, la cafetería se encuentra medio vacía, por
lo que el rincón escogido resulta lo suficientemente íntimo. El pulso se le acelera
cada vez que entra alguien. Las mejillas le arden. Mira la fachada de la iglesia,
el destello del rosetón, las palomas dispuestas en su cornisa con un orden de bibliotecario.
Le sudan las manos. Siente impulsos de huir. Mejor regresar a casa, se dice, olvidarse
del asunto. Pero algo le retiene en el asiento, aguardando a aquella mujer antipática
con el nerviosismo de los adúlteros. El tiempo se extiende, diez minutos, quince,
veinte, y llega un momento, pasada la media hora, en el que comprende que ella no
vendrá. Aun así, continúa esperando, como si su presencia allí fuese lo único capaz
de conjurarla.
A
la mañana siguiente, Eliseo cabecea apesadumbrado ante las tostadas, mientras Arturito,
el niño nigromante, convoca a los espíritus de los muertos. Hoy más que nunca se
encuentra demasiado cansado como para ejercer de padre, y deja que su hijo enumere
las bajas del día anterior sin ni siquiera reprenderlo con la mirada. Ha pasado
la noche en vela, asimilando el plantón de Laura Cerviño, de esa mujer antipática
a la que aprendió a amar con la disposición de un novicio. Pero su indiferencia
le ha abierto los ojos, haciéndolo consciente de la estúpida cruzada en la que andaba
embarcado. Después de todo, ahora lo ve con claridad, aquella confusión que les
hizo conocerse no fue más que un episodio grotesco sin finalidad alguna, un patético
incidente del que es mejor olvidarse. El azar, reconsidera, es una fuerza sin tino,
una chispa que brota inevitablemente de ese entrechocar de gente que componen la
humanidad. No hay nada más, como no hay calculo en el viento que dibuja las dunas.
Descansó en la paz del señor Hilario Cid Martínez, que falleció a los 83 años de
edad, después de recibir los Santos Sacramentos. Mientras sorbe el café, casi siente
posarse sobre sus maltrechos hombros todas aquellas almas difuntas, como esos pajaritos
que ejercen de pisapapeles en el lomo rugoso de los rinocerontes. Verónica le propone
entonces la disyuntiva matinal: ¿qué quieres que prepare para Navidad, pavo o cordero?
Eliseo escoge las begonias, rezando no tener que justificar su elección. Con ganas
de echarse a morir en un rincón, acaba su café de un trago urgente. Rogad a Dios
en caridad por el alma de Laura Cerviño Frías. A Eliseo se le estanca en la boca
el buche de café. Sus familiares ruegan que asistan a la misa de córpore insepulto
hoy miércoles, en la iglesia de Santa Catalina, avisa Arturito, como si se dirigiese
a él. ¿Laura Cerviño, muerta? Con un esfuerzo supremo, Eliseo consigue componer
una mueca de absoluta indiferencia, y espía a su mujer de soslayo. Pero Verónica
no ha percibido su sobresalto, y tampoco parece acordarse del nombre de la mujer
que veló el cadáver de su madre, si es que alguna vez se preocupó de retenerlo.
El desayuno se convierte en un suplicio interminable.
Y sólo cuando su mujer y su hijo parten hacia el colegio, Eliseo puede manifestar
su incredulidad ante esa carta inesperada que el azar ha deslizado sobre el tapete.
¿Ha sido Laura Cerviño una de esas víctimas silenciosas de los malos tratos? ¿Acarreaba
acaso alguna enfermedad incurable? Sea como fuere, él debe ser una de las últimas
personas con las que habló, reflexiona mientras sube al autobús, tropezando más
de lo habitual con los otros pasajeros. La conmoción tampoco lo abandona en la oficina,
donde contempla los informes de siempre como si hoy revelasen los escondrijos de
los terroristas más buscados. Y cuando concluye su jornada, Eliseo se dirige hacia
la iglesia de Santa Catalina, movido por el difuso convencimiento de que debe estar
allí, ejecutar al menos una consternada genuflexión ante el féretro de la mujer
a la que ha amado en secreto estos últimos años.
La parroquia parece haberlo estado aguardando desde
hace siglos. Tras detenerse ante su fachada, para recomponerse el peinado con los
dedos, Eliseo se aventura con determinación en su nebuloso interior. La misa ha
acabado, y ante el ataúd sólo permanecen un puñado de familiares compungidos. Eliseo
se dirige hacia allí intentando pasar desapercibido, como si hubiese francotiradores
apostados en los rincones, entre la sillería del coro y detrás de los confesionarios.
Cuando llega al féretro no puede disimular cierta decepción al encontrarlo cerrado.
De alguna manera esperaba volver a contemplar a Laura Cerviño, observar cómo había
cambiado en estos años. Pero al parecer su destino era verse una única vez. Sólo
una. Sin saber qué hacer, y sintiéndose espiado por el corrillo de familiares más
próximo, Eliseo contempla el ataúd durante un rato, hasta reparar en que está poniendo
en el cajón una atención ridícula, como si pensara adquirir un modelo igual. Aprovecha
entonces que una mujer regordeta, probablemente la hermana de la difunta, se separa
del grupo para abordarla. ¿De qué ha muerto?, le pregunta con la mayor delicadeza
posible. La mujer lo mira sorprendida, y durante unos segundos estudia su rostro
con concentración, tratando de ubicarlo en la genealogía familiar. Mientras aguarda
su respuesta, Eliseo descubre al marido de Laura Cerviño observándole con atención
desde el banco donde está sentado. ¿Se acordará de él?, se pregunta. Incómodo por
el escrutinio del hombre, al que durante los últimos años consideró su rival, el
pálido guardián de la dama, con el que tal vez hubiese de batirse, Eliseo vuelve
a clavar sus ojos en la supuesta hermana de la finada. Laura sufrió un accidente
con el coche, responde al fin la mujer. Salió ayer por la tarde de su casa, sin
decir a nadie dónde iba, y ya no volvió. Otro coche la embistió en un cruce. Eliseo
no puede evitar componer una mueca de perplejidad. ¿Quién es usted?, pregunta entonces
la mujer con cierta suspicacia. Pero Eliseo apenas atina a balbucear: nadie, un
amigo, antes de despedirse de ella y buscar la salida con paso inseguro.
La luz de la tarde le hace parpadear. ¿Se dirigía Laura
Cerviño a verle?, se pregunta lleno de asombro, ¿tenía intención de acudir a la
cita que él le había propuesto? Eliseo no sabe cómo tomarse aquello. Necesita pensar,
determinar hasta qué punto puede considerarse responsable de su muerte y qué lección
puede extraerse de todo ello. Confundido y algo mareado, cruza la calle hacia la
cafetería Céfiro, con la intención de calmarse con una copa. Pero casi no ha alcanzado
la acera cuando alguien lo agarra del brazo. Se vuelve distraído, para recibir en
pleno rostro el impacto de un puño. El golpe lo hace trastabillar, y apenas tiene
tiempo de reaccionar cuando un par de manos increíblemente pálidas lo aferran por
las solapas de su chaqueta. Eres tú, ¿verdad, hijo de puta?, le grita el rostro
desencajado del marido de Laura Cerviño. Eliseo trata de zafarse, pero las manos
del hombre son dos tenazas poderosas que no cesan de agitarlo. Varios peatones intentan
separarlos. ¡Sabía que ella tenía un amante!, le grita el hombre pálido mientras
un par de individuos se esfuerzan por apartarlo de él, ¿iba a verte, hijo de puta?
¿Ha muerto por acudir a tu cama? Eliseo contempla desconcertado la agitación del
hombre, que por fin logra calmarse y regresa a la iglesia, todavía dedicándole insultos.
El individuo que tiene a su lado, sosteniéndole del brazo para que no se derrumbe,
le tiende un pañuelo al tiempo que se señala la nariz. Mareado, Eliseo se tapona
la hemorragia y se deja conducir por el samaritano al interior de la cafetería.
Allí se desploma en la mesa del rincón, la que se encuentra
junto a la cristalera, mientras oye a su acompañante pedir un par de cafés. ¿Se
encuentra bien, amigo? Eliseo responde con un gruñido ininteligible, y observa el
revuelo que se ha formado en la entrada de la iglesia. Le resulta inconcebible que
Laura Cerviño pudiese tener un amante, pero en el fondo, el hecho de que su marido
lo haya identificado como tal, no deja de resultarle irónico. Cuando finalmente
la multitud se disipa, Eliseo se vuelve hacia el hombre que tiene enfrente y lo
contempla sin demasiado interés. Es un individuo flaco, de unos cuarenta años, que
luce una barba recortada quizá para otorgar un poco de seriedad a su rostro aniñado.
Eliseo le sonríe flojamente, agradeciéndole la ayuda y la invitación, y clava los
ojos en su taza de café, esperando que no tarde mucho en marcharse. Tiene buena
pegada el marido de Laura, ¿eh?, oye comentar al hombre. Sorprendido, Eliseo levanta
la cabeza hacia el desconocido. ¿Quién es usted?, pregunta desconcertado. El hombre
traza una sonrisa casi afectuosa, como si se sintiera francamente satisfecho de
haber llamado la atención de Eliseo. Soy la persona con quien acaban de confundirlo,
responde. Siento que se haya llevado un golpe que estaba destinado a mí. Eliseo
lo contempla perplejo. ¿Es usted el amante de…? El hombre asiente con la cabeza.
Estaba esperando fuera, sin atreverme a entrar, añade con timidez.
Eliseo se reclina en el asiento, y contempla al desconocido
entre el desprecio y la estupefacción. Piensa en la mujer del recorte, que ha muerto
dejando a tres hombres solos. Dos de ellos nos encontramos ahora sentados el uno
frente al otro, piensa, mirándonos en silencio. Nos conocimos hace casi cuatro años,
¿sabe?, dice al fin el amante de la mujer, en el tono suave y reconcentrado de las
confesiones. Soy abogado, y ella solicitó mis servicios para un asunto de negligencia
hospitalaria, un asunto tan absurdo que no lo creería. Pero eso hizo que nos viéramos
con frecuencia, y no pudimos evitar enamorarnos, admite con cierta vergüenza. Laura
solía decir que yo era el hombre que le estaba destinado, haberme conocido era lo
único que le daba sentido a la confusión médica de la que había sido víctima. Eliseo
se le queda mirando con los ojos muy abiertos durante unos instantes. Luego baja
la cabeza y asiente despacio, sintiendo un amago de llanto. Sin embargo, no era
a mí a quien se dirigía a ver cuando ocurrió el accidente, le aclara el hombre,
tal vez invitándole a confesar a su vez qué papel juega él en todo esto. Eliseo
le sostiene la mirada unos segundos, antes de posarla de nuevo sobre su café. Su
papel en este sainete macabro es demasiado difícil de explicar, piensa. Y se encuentra
tan cansado. Al desconocido, de todas maneras, tampoco parece resultarle una información
imprescindible. Sonríe ligeramente ante su gesto, como si existiese entre ellos
una complicidad que no sabría definir, y se levanta para marcharse. ¿Cómo fue el
accidente?, lo retiene Eliseo. El desconocido lo mira con curiosidad. Parece que
el otro coche se saltó un semáforo, responde poniéndose el abrigo. La mujer que
conducía está ingresada en el Hospital Clínico, en observación, aunque apenas ha
sufrido daños. Eliseo asiente, y remueve el café con movimientos absortos y circulares,
mientras piensa que tal vez haya confundido su lugar de destino con un eslabón más
de la cadena. Nunca hay un final que no sea, a su vez, una continuación, murmura
para sí, contemplando al amante de Laura Cerviño desaparecer al cabo de la calle.
Soledad
Atienza Vera sólo recuerda que el estúpido guerrero intergaláctico estaba agotado.
Había visitado ya tres jugueterías sin ningún éxito, y sabía que no podría pedir
otra tarde libre en el trabajo hasta después de Navidades, por lo que debía encontrar
uno antes de que cerrasen las tiendas o no dispondría de otra oportunidad. Sospechaba
que Santiago, su exmarido, ya lo habría adquirido. A Santiago le gustaba hacer las
cosas con antelación, apuntarlo todo en aquella libretita con la que siempre cargaba,
por eso le había resultado tan difícil convivir con ella, que desde adolescente
había asumido que era una persona incapaz de organizarse. Casi podía verlo: el día
de Navidad, Santiago aparecería en su casa con la odiosa sonrisa de felicidad que
gastaba desde que salía con aquella alumna suya, y uno de esos malditos guerreros
estelares envuelto en papel de regalo, dispuesto a anotarse otro tanto ante Jorge,
a quien ella habría tenido que regalar cualquier idiotez comprada a última hora.
En eso pensaba cuando aquel coche se le cruzó por delante.
Ha vuelto en sí cuatro o cinco horas antes, para descubrirse
en una cama de hospital, alimentada por suero. Los médicos le han dicho que está
en observación, pero que no tiene nada de lo que preocuparse. La mujer que conducía
el otro coche, según ha oído, falleció en el acto. Soledad piensa en ella con lástima,
y siente un vago desconcierto. ¿Por qué ha sobrevivido ella, a cuya desastrosa existencia
le hubiese venido como un guante un final así?
En ese momento, la puerta de la habitación se abre y
entra alguien portando un enorme ramo de rosas. Antes de que las flores le permitan
ver su rostro, Soledad da por sentado que sólo puede tratarse de su exmarido, más
atento que nunca desde que se separaron, como si quisiera revelarse a cada momento
como un diamante en bruto que ella no supo tallar. Pero el hombre que deposita cuidadosamente
las rosas en la mesilla no es Santiago. Es un individuo al que jamás ha visto, cuarentón,
de aspecto algo desgarbado, que sin embargo le sonríe como si la conociera desde
siempre. Hola, Soledad, la saluda. Ella responde a su saludo con cautela. El desconocido
la contempla con avidez unos instantes, y luego, ampliando su sonrisa hasta que
logra resultar macabra, pregunta: ¿recuerdas mi voz, crees que alguna vez te dije
por teléfono que te habías equivocado de número?
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