Mario Benedetti
Desde
temprano habían menudeado las llamadas de felicitación. Para el ex torturador
(todavía no se sentía cómodo con esa partícula: ex) ya no había peligro. La tan
cuestionada ley de amnistía ahora tenía el aval del voto popular. A las
felicitaciones él había respondido con risas, con murmullos de aprobación, con
entusiasmo, sin escrúpulos. Sin embargo no se sentía eufórico. Desayunó a
solas, como siempre. A pesar de sus cuarenta, se mantenía soltero. Estaba
Eugenia, claro, pero en una zona siempre provisional. Recogió los diarios que
habían deslizado bajo la puerta, pero se salteó precisamente aquellas páginas,
aparatosamente tituladas, que analizaban la ahora confirmada amnistía. Sólo se
detuvo en Internacionales y en Deportes. Luego se dedicó a regar las plantas y
el césped del fondo. La recomendación oficial decía que, hasta nuevo aviso, era
imprescindible ahorrar agua corriente y prohibía especialmente el riego de
jardines. Pero él gozaba de amnistía. Todo le estaba permitido. Si le habían
perdonado torturas, violaciones y muertes, no lo iban a condenar por un gasto
excesivo de agua. Democracia es democracia. El agua salía con fuerza tal que
algunos tallitos, los más débiles, se inclinaban e incluso hubo uno que se
quebró. Lo apartó con el pie. Así estuvo dos horas. Regaba y volvía a regar,
dos o tres veces las mismas plantas, que ya no agradecían la lluvia. Cuando
sintió en los pies el frío de las zapatillas húmedas, cerró por fin la canilla,
entró en la casa y se vistió informalmente para ir al supermercado. Una vez
allí, hizo un buen surtido de bebidas y comestibles hasta llenar prácticamente
el carrito y se puso en la cola de la caja. Un signo de igualdad y fraternidad,
pensó: aunque estaba amnistiado, de todos modos se resignaba a hacer la cola.
De pronto sintió que una mano fuerte le tomaba el brazo y experimentó una
corriente eléctrica. ¿Como una picana? No. Simplemente una corriente eléctrica.
Se dio vuelta con rapidez y con cierta violencia y se encontró con un vecino de
rostro amable, un poco sorprendido por la reacción que había provocado.
Disculpe, dijo el señor, sólo quería avisarle que se le cayó la billetera. Él
sintió que las mejillas le ardían. Emitió un breve tartamudeo de excusas y
agradecimiento y recogió la billetera. Precisamente en ese momento había
llegado su turno, así que fue colocando sus compras frente a la cajera, pagó, y
metió todo en la bolsa que había traído a esos efectos. Cuando abandonaba el
supermercado, oyó que alguien le decía, al pasar, enhorabuena, nadie hizo
comentario alguno pero él comprobó que uno de los clientes, un bancario que
pasaba a diario frente a su casa haciendo jogging, levantaba inequívocamente
las cejas. Pensó en los perros de caza, cuando, al detectar la proximidad de la
presa, levantan las orejas. ¿Él sería la presa? Boludeces, muchacho, boludeces.
Estoy amnistiado. Un hombre sin deudas con la sociedad. Todo lo hice por
obediencia debida (con alguna yapa, como es natural), mi conciencia y yo
estamos en paz. Ya en la casa, fue vaciando la bolsa, metió en la heladera lo
que correspondía, y lo demás en la despensita, sin mayor orden. Mañana, cuando
viniera Antonia a hacer la limpieza, sabría a qué estante pertenecía cada cosa.
Encendió la radio pero sólo había rock, así que la apagó y se quedó un buen
rato contemplando el techo y sus crecientes manchas de humedad. Llamar al
constructor, anotó mentalmente. Después fue al dormitorio, se desnudó, se
duchó, se vistió de nuevo pero con ropa de salir, fue al garaje, encendió el
motor del Peugeot, pensó hacer todo el camino por la Rambla pero mejor no,
siempre es más seguro por Bulevar España y Maldonado. Qué tontería. ¿Más
seguro? Vamos, vamos, si estoy amnistiado. Y rumbeó hacia la Rambla. No había
muchos coches. A la altura del puertito del Buceo, lo pasó un Mercedes, que de
pronto frenó. El conductor le hizo señas para que se detuviera. Él vaciló. Sólo
por una décima de segundo. El corazón le golpeaba con fuerza. La Rambla jamás
es segura. Fue sólo un instante, pero en ese destello calculó que, si bien
había suficiente distancia como para esquivar al otro coche y huir, el motor
del otro era mucho más potente y le daría alcance sin problemas. De modo que se
resignó y frenó junto al Mercedes. El otro asomó una cara sonriente. Lleva la
valija abierta, amigo, ¿no se había dado cuenta? No, no se había dado cuenta,
así que dijo gracias, ha sido muy amable, y se bajó para cerrar la valija. Sin
embargo, la valija no estaba abierta. Todo él se llenó de sospecha y
prevención, pero el Mercedes ya había arrancado y se había perdido tras la
curva. Miró hacia atrás, hacia el costado, hacia adelante. No había otros
coches a la vista. ¿Podría ser que la valija se cerrara sola? ¿Por qué no?
Boludeces, muchacho, boludeces. Pero cuando volvió a empuñar el volante, dejó
abierta la gaveta donde estaba el revólver y por supuesto no siguió por la
Rambla. Cuando llegó al Centro, y a pesar de que en esa cuadra había dos sitios
libres, no se arriesgó a dejar el coche en la calle y lo llevó a una playa de
estacionamiento. Recordó que debía comprarse una camisa. Entró en una tienda y
le dijo al vendedor que la quería blanca, de mangas largas, para vestir. ¿Es
para usted? Sí, es para mí. ¿La quiere con el cuello flojo o más bien apretado?
¿Cómo apretado, qué quiere decir con eso? Oh, no lo tome a mal, me parece bien
que lo quiera flojo, hoy en día nadie usa una camisa que lo estrangule. Hoy en
día. Naturalmente. Hoy en día nadie. Estoy amnistiado. Nadie quiere que lo
estrangulen. Ya no se usa. Se llevó la camisa blanca, para vestir, de mangas
largas, y de cuello flojo (39 en vez de 38, que era su número). Le pareció
carísima, pero no quería llamar la atención, así que pagó con un gesto de
soberbia y a la vez de despreocupación por el dinero, y empezó a caminar por
Dieciocho. Desde un auto, detenido porque el semáforo estaba en rojo, un
desconocido le gritó: felicidades. ¿Quién será? Por las dudas saludó con la
mano y entonces el otro le mostró la lengua. Su intención fue acercarse, pero
el semáforo se había puesto verde y el auto arrancó con estruendo, entre las
risotadas de sus ocupantes. Guarangos, sólo eso, se dijo. Pero por qué lo de
felicidades. ¿Por la amnistía? ¿O simplemente había sido una palabra amable,
destinada a servir de contraste con el gesto ofensivo que la iba a seguir?
Vaya, después de todo no era la primera lengua que veía, por cierto había visto
otras, más dramáticas que la de ese idiota. Cosas del pasado. Abur. Por orden
del presidente, la buena gente había cerrado los ojos de la nuca. Ahora ya no
iban a escribir verdugos a la cárcel, verdad y justicia, y otras sandeces.
Ahora habían aprendido a decir: se le cayó la billetera, enhorabuena, amigo
lleva la valija abierta, felicidades. Almorzó solo, en un restaurante donde
nadie lo conocía. Sin embargo, cuando estaba en el churrasco a la pimienta, vio
que desde otra mesa alguien lo saludaba, pero estaba tan lejos que su miopía no
le permitió distinguir quién era. Al rato vino el mozo con una tarjetita. El
nombre era del corresponsal de una agencia internacional, y había unas líneas
recién escritas: Tengo sumo interés en hacerle una entrevista. Sobre la
amnistía, ya se lo habrá imaginado. Le pidió al mozo que le dijera a ese señor
que muchas gracias, pero que no era posible. Ya no pudo seguir comiendo a
gusto. Al concluir no pidió café sino un té de boldo, pero ni así. Salió
rápidamente, sin mirar al corresponsal, que se quedó en el fondo, haciendo
señas en vano. Iría a lo de Eugenia, era la hora. Ella le había telefoneado
bien temprano para decirle que lo esperaba con champán. Un alivio. Por lo menos
aquel apartamento, que él había financiado, era tierra conocida y no devastada.
Eugenia estaba vestida poco menos que para una fiesta. Estarás tranquilo ahora,
me imagino, fue la bienvenida. Sí, bastante. Pero no lo estaba y ella lo
advirtió. No seas estúpido, mi amor, ese asunto se acabó, ya lo dijo el
presidente, ahora hay que mirar hacia adelante. En una ocasión como ésta, y
tras el brindis de rigor (por la democracia, dijo Eugenia, y soltó una
carcajada), estaba más que cantado que irían a la cama. Y fueron. Durante todo
el trámite, él estuvo con la cabeza en otra parte, pero así y todo pudo cumplir
como un buen soldado. En un momento, ella había apretado su abrazo de forma
exagerada y él sintió que se asfixiaba. Por un momento tuvo pánico, casi se
mareó. ¿Será el abrazo, o el anís tendría algo? ¿Será posible? ¿Nada menos que
Eugenia? Afortunadamente, todo pasó, Eugenia había aflojado el abrazo, dijo que
había estado regio, él pudo respirar normalmente, y ella empezó a besarlo, como
lo hacía siempre en la etapa post coitum, de abajo hasta arriba. De pronto él
anunció que se iba. ¿Ya? Esta noche tengo una reunión y quiero estar despejado,
quiero dormir un poco. ¿Es por la amnistía? No, dijo él, receloso, es por otra
cosa. ¿Y dónde es? Él la miró, desconfiado. A esta altura del partido, no iba a
caer en trampa tan ingenua. También podía suceder que, precisamente por ser tan
ingenua, no fuese trampa. Todavía no lo sé, me avisarán esta tarde. Nublado
está mi cielo, dijo ella, sí, es mejor que te vayas, a ver si mañana estás
menos tenso. Estoy cansado, sólo eso. Bajó a la calle, caminó unas cuadras
hasta donde había dejado el auto y antes de arrancar lo examinó con cuidado.
Esta vez no tomó por la Rambla, entre otras cosas porque soplaba un viento que
auguraba tormenta. Trató de ir esquivando (antigua precaución) las esquinas con
semáforos, que obligaban siempre a detenerse y de hecho convertirse en blanco
fijo. Cuando llegó a casa, notó con asombro que la luz de la cocina estaba
encendida. ¿Y eso? ¿La habré encendido yo mismo hoy temprano, y luego, cuando
me fui, como era de día, no me di cuenta? Vaya, todo estaba en orden. Quería
descansar. Abrió la cama, se quitó la ropa (siempre dormía desnudo) y tomó un
somnífero suave, suficiente para descansar unas horas. Por supuesto, no tenía
ninguna reunión esta noche. Experimentó un cosquilleo de satisfacción cuando
advirtió que sus ojos se iban cerrando. Sólo cuando estuvo profundamente
dormido, comenzó a recorrer un corredor en tinieblas, una suerte de túnel
interminable, cuyas paredes eran sólo ojos, miles y miles de ojos que lo
miraban, sin ningún parpadeo. Y sin perdón.
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