Ciro Alegría
No
llegué a verlo claramente esa tarde. Cuando nos acercábamos a su bohío –mi padre
jineteando una mula y yo un pequeño caballo–, dejó de atizar el fogón donde preparaba
la comida y echó a correr a campo traviesa, con los harapos flotando al aire, para
esconderse en unos matorrales. Fuimos hacia ellos. Ningún movimiento denotaba la
presencia de un ser viviente entre las ramas. Se había aquietado, para disimular
mejor, según hacen los animales salvajes. Mi padre llamó a grandes voces y nadie
respondió. Volvimos al bohío y nos pusimos a esperar, sentados en una piedra tendida
frente al corredor. En el fogón hervía, rodeada de un acre humo de boñiga, una olla
de papas.
Lo que relato ocurría hace años, en el norte
del Perú, en una hacienda de propiedad de mi familia, que linda con la ribera izquierda
del río Marañón. Un poco más al Oriente, detrás de las últimas estribaciones de
la cordillera andina, se extiende la selva amazónica.
Yo era en ese tiempo un niño, y estaba, desde
luego, más impresionado que mi padre, que ya conocía el caso.
–Se llama Guillermo Silvestre –empezó a decirme–.
Es un salvaje que hace honor a su nombre. Su padre fue también un indio cerril,
pero éste no sólo ha seguido su ejemplo sino que ha salido aumentado. Ya vendrá
la madre, que se llama Saturnina y es pastora de cabras. Esperémosla y veremos lo
que se puede hacer por él…
A poco, por la ancha falda de un cerro, apareció
Saturnina arreando su manada. No tardó en llegar. Después de encerrar las cabras,
se puso a conversar con mi padre. Éste habló primeramente del ganado y después le
demandó:
–¿Y qué le pasa a tu hijo? Cada día lo encuentro
peor. Haz que aprenda a trabajar. Llévalo donde Fidel Juárez para que le enseñe.
Da pena ver que no tienes un pedazo de tierra sembrado…
En torno a la casa de Saturnina las chacras
estaban llenas de malayerba, pues desde la muerte del marido nadie había puesto
mano en ellas. Como a veinte cuadras de allí, teñida por los vivos colores del atardecer,
se alzaba la casita de Fidel, rodeada de eucaliptos y sembrados.
Saturnina lamentóse en un castellano tartajoso:
–Patrón, ¿qué no he hecho? Lo llevé onde don
Fidel y al poquito tiempo se huyó. Estuvo po esas quebradas, como un animal remontao,
y volvió a la semana con sus trapos en pedazos, comido de garrapatas y hambriento
que daba lástima… Lo dejo pa que cuide la casa, y ni eso… Apenas ve gente, corre
como si viera al mesmo Diablo. ¿Quiere usté creer que no recoge ni leña? Cocina
juntando boñiga seca, como usté ve, y de cocinar sólo sabe hervir papas… Es lo único
que hace… ¿Por qué Dios me habrá castigao así?
–¿Nunca ha tratado de trabajar? ¿Siempre ha
sido así? –inquirió mi padre.
–Le diré, patrón. Cuando lo llevé onde don
Fidel quiso trabajar, aunque no se encontraba a gusto pue los otros muchachos le
hacían burla por ser feo y algo pesao pa el trabajo. Ya podía con alguna cosita
fácil, pero un día don Fidel lo mandó regar las coles. Guillermo, en vez de echar
poca agua, soltó toíta la acequia y el borbollón malogró los surcos y se llevó las
coles. Los muchachos se rieron y don Fidel lo regañó diciéndole que era una bestia,
que no parecía un cristiano. Desde esa vez fue peor, y ya no quiere ni dejarse ver…
Saturnina lloró un poco, secándose las lágrimas
con un extremo del rebozo. Era una india de unos cuarenta años, y se la veía muy
abatida. Mi padre le dijo:
–Aconseja a Guillermo lo mejor que puedas y
llévamelo uno de estos días. Yo trataré de que aprenda algo…
Montamos e iniciamos el retorno por un escarpado
sendero. Ya había caído la noche, y nuestras cabalgaduras descendían cuidadosamente,
tratando de no rodar. De pronto, oímos la voz de Saturnina que llamaba: “¡Guillermooo…
Guillermooo….!” Sus gritos sonaban como un aullido entre la sombra.
A los pocos días, arribó la pastora a la casa-hacienda
conduciendo a su hijo. Entonces fue cuando pudimos conocer de veras a Guillermo
Silvestre. No he visto ser más basto. De pequeña estatura, muy grueso; tenía las
piernas arqueadas; los largos brazos le llegaban casi hasta las rodillas. El poncho
rojo se deshilachaba por los extremos, y el calzón de bayeta, hecho jirones, dejaba
ver la carne morena, un tanto enrojecida por el frío de la cordillera. En el sombrero
de junco, casi negro de puro viejo, se hundía holgadamente la pequeña cabeza; los
cabellos mal recortados le tapaban las orejas y el cuello. Los grandes pies desnudos,
de dedos arqueados y callosos, pisaban firmemente el suelo. Al andar, se bamboleaba
como un oso. Su misma fealdad quizá lo impulsaba a huir de la gente. Sin embargo,
sería exagerado decir que era repelente. Su talante acusaba una gran fuerza –tendría
el muchacho alrededor de quince años– y una naturalidad animal que despertaba simpatía,
quizá compasión.
Lo primero que se hizo con él fue cambiarle
la facha. Un mayoral le cortó el pelo y mi madre le dio ropas nuevas. Después se
le dejó en libertad. Él caminó alejándose de la casa. Todos pensamos que, de pronto,
iba a echar a correr. No lo hizo, sino que se sentó en una loma; hasta allí fuimos
mis hermanos y yo. Queríamos interrogar al bárbaro aquél.
–¿Qué hacías allá arriba, en Tierra Amarilla?
Guillermo no respondió.
–¿Cómo te llamas?
El mismo silencio.
–¿Quién es tu mamá?
Guillermo continuó callado. Miraba y miraba
a su madre, que trepaba la cuesta, por un zigzagueante sendero amarillo, volviendo
a su lugar.
Al anochecer comió en la cocina, con los sirvientes,
sin cambiar palabra, y luego Máximo Tambo, uno de ellos, lo llevó al cuarto que
compartiría con el recién llegado, según orden de mi padre.
Por la mañana, para comenzar, Guillermo fue
destinado a una tarea sencilla: llevar alfalfa a los caballos del pesebre. Ataba
mal los tercios e iba regando la alfalfa por el camino. Uno de los caballerizos
tuvo que aleccionarlo pacientemente. Por la noche, mi padre fue a su cuarto, provisto
de una linterna; lo encontró en el suelo, acurrucado como un can, y tuvo que insistir
mucho para que subiera a la tarima y se cubriera con las mantas.
Quizá esa tarea no le gustaba. Lo enviaron
al jardín. Las rosas necesitaban una tierra suelta y bien removida. Guillermo barreteaba
dando un golpe aquí y otro allá, de modo que formaba grandes terrones. El jardinero
le mostró detenidamente lo que debía hacer, pero fue inútil: no podía. Para peor,
en una de ésas, dejó caer tan torpemente la barreta, que se lesionó un pie.
La curación duró varias semanas. Cuando estuvo
bien, mi padre lo envió de nuevo al jardín. Entonces el silencioso habló, casi a
gritos:
–No, patrón, no puedo… ¡quiero irme!… ¡no puedo!
Mi padre lo condujo a la pieza donde recibía
a los peones y le estuvo hablando mucho rato. Para terminar, le dijo:
–¿Piensas que debes vivir como un animal por
el campo? Tú eres un hombre como todos. Aprende a trabajar… ¡Sí puedes!… Yo no te
obligo, y ahora respóndeme: ¿quieres irte o quieres quedarte?
Guillermo no respondió ni sí ni no, y toda
su actitud era de indecisión. Mi padre no quiso forzarlo y le dijo por fin:
–Vete ahora y mañana me responderás…
Guillermo estuvo todo el día dando vueltas
por los contornos y mirando el caserón de paredes blancas y tejas rojas donde vivía
la extraña gente que le impulsaba a cambiar. El patrón le había dicho que él podía
aprender a ser como ellos. Miraba también los cerros enhiestos, el quebrado sendero
que conducía a su bohío y los lugares en que discurrió su existencia primitiva.
Indudablemente las palabras sencillas de mi padre resonaban aún en sus oídos: “¿Piensas
que debes vivir como un animal en el campo?… Tú eres un hombre como todos…” ¿Así
que él era un hombre como los demás? En la noche comió sin decir palabra y luego
se fue a su pieza. Si durmió mucho o poco aquella noche, sólo él lo supo. Mas a
la mañana siguiente sorprendió a todos cuando dijo a mi padre, quien le preguntó
por lo que había resuelto:
–Me quedo, patrón…
Guillermo comenzó a trabajar de nuevo en la
misma tarea en que fracasó. La efectuaba muy cuidadosamente, y cada vez le salía
mejor. La voluntad de aprender, de capacitarse, había nacido en ese hombre de cerebro
pequeño y miembros inhábiles. Se necesitaba remover un solo plantel y él, por su
cuenta, removió dos más. Llegado el tiempo de aporcar el maíz, pidió que lo destinaran
a esa faena. Así fue como una mañana formó, lampa en mano, en la fila de peones
diestros. Trabajó como el que más. Verdad que, a veces, debido a un lampazo torpe,
ahogaba una joven planta de maíz junto con la mala yerba; pero día a día se perfeccionaba.
Al finalizar la labor, sus surcos no eran tan diferentes de los que aporcaron los
peones veteranos.
Otros progresos fue haciendo Guillermo Silvestre.
Aprendió a torcer sogas y construyó una tarabilla para facilitar la torcedura. Llegó
a ser bastante diestro con el lazo, y a trasquilar ovejas rápidamente. Sus rudas
manazas se tornaron lo suficientemente ágiles para cumplir la ordeña. También arrojaron
el trigo de siembra, al voleo, y supieron formar las áureas gavillas de la siega.
Cuando no tenía qué hacer, pasaba largos ratos
entre los animales de la hacienda. Se convirtió en una especie de ángel guardián
de los perros. Recuerdo que uno de ellos tomó la mala costumbre de matar gallinas:
una vez, por puro deporte, dio muerte a cuatro. Lo buscaron inútilmente para castigar
su fechoría. Guillermo lo había escondido, según se supo después, en uno de los
terrados. Lo curioso es que se dio maña para contener los malos ímpetus del perro,
y éste no volvió a repetir su delito.
El carácter de Guillermo fue cambiando. Solía
reír a veces, y conversaba con cierta soltura. En la cocina, a la hora de yantar,
confiaba a los otros sirvientes:
–Ya no paro hasta ser verdadero hombre de trabajo…
–¿Qué? –le replicaba Máximo Tambo–. Todavía
te falta arar, amansar… ¿Crees que es juego uncir una yunta y guiarla? ¿Crees que
es juego sujetarse sobre un potro chúcaro?…
Guillermo se callaba, porque no sabía discutir.
Sus relaciones con Máximo no iban bien. Era
éste un mocetón fuerte y diestro, que trataba a los otros con desdén, y más a Guillermo.
Le corría bromas pesadas y lo insultaba diciéndole “indio burro”. La cosa llegó
a oídos de mi padre, quien los llamó y les dijo:
–Oye, Máximo: no tienes por qué ofender a Guillermo.
Es un hombre de mérito, que se está levantando por su voluntad y su esfuerzo; deben
respetarlo todos… Y tú, Guillermo, no te dejes faltar. Si Máximo te ofende, ajústale
la cuenta.
Días después algo debió de pasar entre ellos.
Máximo Tambo apareció con un ojo hinchado y todas las señales de haber recibido
una tunda. Guillermo Silvestre le había ajustado la cuenta. Todos creyeron que por
haber logrado vencer al agresivo Máximo, el mejor peleador, Guillermo se tornaría
agresivo a su vez. No ocurrió así. Trataba de vivir en paz con la gente y, por cierto,
con quien menos volvió a reñir fue con Máximo.
Cada vez iba logrando Guillermo mayor éxito
en su tarea de tornarse hombre capaz. Nadie discutía ya su mérito. Los niños lo
queríamos especialmente: había perdido su recelo y era muy cordial con nosotros.
Cuando le preguntábamos lo que hacía en Tierra Amarilla, ya no se quedaba callado.
Nos contaba episodios de su vida salvaje: en una de sus huidas por la Quebrada Negra
se había refugiado por la noche en la cueva de un zorro y comenzaba a quedarse dormido
cuando sintió los pasos cautelosos del animal.
–Yo le veía brillar los ojos en la escuridá
–nos refería–, y tenía un susto que ni pa qué hablar. Despacito se jue acercando
y yo grité: “Buuuú…” Y el zorro, patas pa qué las quiero, se jue de un carrerón
que quién sabe hasta onde… “Sharac, sharac”, sonaban las hojas secas a lo que corría…
Había que oír y ver a Guillermo contando sus
peripecias. Hacía tales gestos y profería tales exclamaciones y ruidos imitativos,
que nos asombraba y nos hacía reír:
–Y ¿qué comías?
–Es lo que yo mismo me pregunto, ¿qué comía?…
Lo que hallaba… moras, raíces, púrpuros… Pero no los encontraba siempre, y entonces
me daba más hambre, y cuando ya no aguantaba el hambre, me volvía pa la casa. Entonces
mi mama lloraba y yo tenía pena…
Llegó el tiempo en que debió aprender a arar.
Un buen gañán le dio la primera lección, pero al siguiente día Guillermo tuvo que
enfrentarse solo a los toros. Éstos, acaso presintiendo la inhabilidad del novato,
se pusieron a mañosear. No lograba aproximarlos el uno al otro. Cuando al fin lo
consiguió, les asentó el yugo, pero las coyundas se le hicieron un lío, y los toros,
apartándose de nuevo, dejaron caer el yugo al barro. Estuvo forcejeando mucho rato.
No podía con los animales ni con los aperos. Mi padre temió que se desmoralizara
y le gritó:
–Déjalo ahora. Esos toros son muy marrajos;
mañana tomarás otra yunta…
Pero Guillermo se plantó delante de mi padre
diciéndole:
–Patrón… déme un rato… ¡Sí puedo!
Asintió mi padre y el empecinado tornó a bregar.
Jadeó, sudó, forcejeó. Los otros peones, que ya habían comenzado a arar, querían
darle una mano y él se negaba. Viendo que los toros estaban nerviosos y no le obedecían,
los llevó a un lado del campo de labor y los dejó descansar. Pasado un rato, los
aproximó blandamente, y con más blandura aun les puso el yugo. Después, tomando
las coyundas con ambas manos, de un solo movimiento rápido y sorpresivo, logró sujetar
el yugo a una de las astas de cada res. Es una maniobra que exige destreza y que
realizan los gañanes cuando están solos frente a toros marrajos. “¡Quieto!”… ordenó
con voz segura. Los toros no se movieron más, y amarró las coyundas en forma perfecta.
Luego colocó el arado y, por fin, mancera en mano, dio un enérgico puyazo a cada
toro y avanzó abriendo un surco hondo y ancho. Mi padre lo miraba con afecto y orgullo.
Desde el momento en que Guillermo Silvestre
clamó “¡no puedo!” hasta el momento en que afirmó “¡sí puedo!”, habían
transcurrido dos años. Mi padre, que ya tenía confianza en él, le ofreció regalarle
una yegua, a condición de que la amansara. Guillermo enlazó una potranca tordilla
y la ensilló. La tordilla, desesperada y rabiosa, se encabritó y corcoveó con todas
sus fuerzas; pero Guillermo se sujetó bien. La tordilla tuvo que detenerse por fin,
empapada en sudor, temblando de cansancio, vencida. Terminó de amansarla en poco
tiempo, y le puso de nombre Buenamoza.
Guillermo estuvo en casa unos meses más. Un
día lo llamó mi padre y lo despidió con estas palabras:
–Guillermo, te has portado bien y estoy muy
contento de ti. Ya sabes todo lo que un hombre de campo debe saber. Anda ahora a
vivir con tu madre. Espero que cultives tus tierras y sigas siendo un hombre capaz
y trabajador…
Guillermo respondió sencillamente:
–Sí, patrón…
Cuando se fue, cabalgando en la Buenamoza,
todos tuvimos pena. Los pequeños lo estuvimos mirando hasta que se perdió en la
lejanía. Aún recuerdo cómo su poncho habano ondeó ampliamente al viento, antes de
perderse en uno de los últimos recodos de la cuesta.
Yo también me fui de la casa, pero a más lejanas
tierras, a aprender cosas de letras y escritura. Hace diez años –después de otros
diez de ausencia–, volví de paso por esa región del Perú y vi de nuevo a Guillermo
Silvestre. Me pareció más grueso y más pequeño, pero tenía la misma cara bonachona
de antes. Al verme llegar a su casa anduvo hacia mí con sus lentos y balanceados
pasos y, después del saludo, me dijo con cierta confianza:
–De veras que es usted el patroncito Ciro.
Ha crecido, algo…
En lugar del viejo bohío había una casa más
grande, hecha de adobe, que Guillermo –según me dijo más tarde–, había construido
con sus propias manos. Las chacras que la rodeaban hallábanse bien cultivadas. Junto
a la casa florecía un pequeño jardín de rosas –comenzado, sin duda, con pies de
los rosales de la hacienda que estuvieron a punto de acarrearle el fracaso a Guillermo.
A poco se presentó Saturnina, muy envejecida;
luego salió la mujer de Guillermo, muchacha un poco gruesa y desgarbada, con su
hijito de dos años; el chico de quien decía con orgullo que iba a ser como su padre.
Guillermo habló con gran seguridad de su condición
de agricultor próspero. Todo a nuestro alrededor denotaba bienestar y trabajo. Parecía
que Guillermo le dedicaba a ese pedazo de tierra un cuidado tan paciente y cariñoso
como el que en otro tiempo recibió él mismo de mi padre, y que la tierra florecía
agradecida.
–La finca de Fidel no se ve tan próspera como
la tuya –comenté mirando hacia la casita blanca, rodeada de eucaliptos.
–Fidel es un buen hombre –me respondió–; pero
ha llegado a viejo sin saber hacer bien las cosas. Yo tuve mejores ocasiones de
aprender.
Cuando salí, vino a acompañarme hasta el camino.
Dando unas palmadas en el anca de mi caballo, me dijo con el tono del hombre experimentado
y seguro que se dirige a un mozalbete inexperto:
–Adiós, blanquito. Manéjese bien…
Al despedirnos, Guillermo tenía terciada una
formidable escopeta de un cañón, de esas que se cargan por la boca. Un arma quizá
poco temible, pero, al menos, simbólica de su dominio sobre aquel trozo de sierra
bravía y sobre las criaturas montaraces entre las cuales se refugió en otro tiempo,
cuando huía de sus semejantes…
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