Félix J. Palma
Lo
cierto era que en la vida de Damián Ortega no había excesivas alegrías. Cada
mañana ejecutaba el mismo ritual sonámbulo y anodino: se abrillantaba con Agua
Brava la quijada afeitada medio a ciegas, se calzaba su gastado traje gris, se
estrangulaba el pescuezo con la corbata, empuñaba la cartera y, con ese atavío,
lo más parecido a un uniforme de camuflaje con el que pasar desapercibido en la
trama del universo, bajaba a la calle dispuesto a encarar con indiferencia una
jornada predecible y cansina donde la única sorpresa solía ser la nueva
publicidad de la parada del autobús, que cuando no lo decepcionaba con la
prosaica estampa de una lavadora, lo tentaba con playas remotas o con una
Maribel Verdú apretada en encajes, como un merengue donde ejercitar la lengua.
Esa mañana, sin embargo, ocurrió algo
extraordinario. Con miraditas de soslayo estudiaba Damián las excelsas ubres de
la Verdú como si hubiera de practicarle una mamografía, cuando el autobús de
las ocho despuntó en el horizonte. Se aproximó renqueante, hasta los topes de
congéneres belicosos y amodorrados. A ese emplaste de humanidad azocada se sumó
Damián, ocupó el hueco que le correspondía en la argamasa con algo de
contorsionista, pinzó la barra pringosa con la derecha, apretó el asa del
maletín con la izquierda, y se preparó para abstraerse de todo cuanto lo
rodeaba durante la media hora larga que duraba su trayecto.
En el transcurso de tantas
mañanas repetidas, Damián había aprendido a elevarse sobre lo mundano con
tibetana habilidad, a arrancar su espíritu de la aplastada materia que lo
contenía y echarlo a volar. Hoy, en los oscuros reservados de su mente, la Verdú
se desprendía del sostén con calculada demora, mientras ensalivaba sus labios
con una lengua rosada que a Damián se le antojaba experta y comprensiva. A
punto estaba de caer el encaje, desvelándole en exclusividad los dos pechos más
vistos del cine patrio, cuando una mano vino a posarse sobre su entrepierna. Lo
hizo con una naturalidad sorprendente y un cuidado de mariposa, a pesar de lo
cual Damián no pudo contener un respingo. Se le incendiaron de súbito las
mejillas y a punto estuvo de perder el maletín, pero logró mantener la
compostura. Experimentó una cierta alarma cuando comprobó que no se trataba de
un roce fortuito ni de una travesura de jaez adolescente, como a primera vista
parecía, sino de algo más ambicioso, ya que la mano no mostró intención alguna
de retirarse. Incapacitado para ver más abajo de su cuello en aquel
apelotonamiento de personas, y sin saber a quién dirigir su queja por tal
invasión de intimidad, Damián aguardó a que aquella mano anónima, que se
mantenía quieta, adherida a su miembro como un escaramujo, hiciera algún
movimiento que revelara sus propósitos. La mano, sin embargo, siguió
descansando sobre sus cojones unos minutos más, como si sólo buscara
calentarse. Damián entendió aquello como un gesto apaciguador. Dedujo que ella
no iniciaría ningún movimiento más hasta que él se relajara, cosa que no
parecía especialmente complicada, constató con asombro, pues una vez superado
el susto y digerido el temerario ademán, no resultaba difícil acostumbrarse a
su caprichosa presencia allí, al igual que les ocurre a los carpinteros con los
lápices en las orejas.
Tomó una bocanada de aire y lo expulsó con
lentitud, al tiempo que distendía casi todos sus miembros. Tal y como
sospechaba, su postura confiada pareció reavivar a la mano, que se entregó a la
pausada y meticulosa exploración de sus genitales. Era un reconocimiento sin
lujuria, respetuoso a pesar de las circunstancias, pero de una ternura que lo
alejaba del desabrido manoseo del urólogo. Damián estudió los rostros de
quienes le rodeaban, buscando responsables. Una adolescente cabeceaba al ritmo
de la música que un walkman escanciaba en sus oídos; un jubilado con aspecto de
campeón de julepe permanecía concentrado en la sección deportiva de su
periódico; una cuarentona de mirada perdida apretaba contra su pecho el
sobretón de una radiografía que quizá anunciara un cáncer incurable; un tipo
enorme, probablemente obrero de la construcción, lo miraba fijamente, no
dilucidaba Damián si en actitud retadora o aburrida. Cualquiera de las
compañeras de aquellas cuatro manos asidas a la barra podía ser la empeñada en
decorarle la bragueta, lo que imposibilitaba la formulación de una acusación
fundamentada. Así que bajó los ojos y se esforzó, qué remedio, en componer la
expresión entre impasible y contrariada del asiduo al autobús mientras, allá
abajo, en el permisivo subsuelo, unos dedos desconocidos parecían calibrarle
los avíos reproductores con un proyecto de futuro, como calculando el juego que
aquello podía darle. A esa tasación dedicó la mano el resto del camino, hasta
que el autobús arribó a la parada en la que Damián solía apearse. Entonces,
como si ya lo supiera, se retiró sin brusquedad, en una especie de despedida
melancólica. Una mañana más, Damián fue el único pasajero en abandonar aquella
incubadora rodante y viciada. Esta vez, sin embargo, antes de echar a andar
hacia su oficina, se molestó en dedicarle una mirada por encima del hombro, con
la esperanza de encontrar una mueca burlona o una sonrisa disoluta adherida a
los cristales, algo que otorgara un sentido a la inspección genital a la que
había sido sometido. Pero sólo encontró un rebujo de rostros ensimismados a los
que no parecía importarle lo más mínimo su deserción.
Descubrió entonces que el minucioso palpamiento lo
había dejado sudoroso y arrobado, y antes de entrar de esa guisa en las
oficinas en las que trabajaba, decidió rebajarse el sofoco recorriendo el
pasillo de los congelados del supermercado de la esquina. Allí, envuelto en una
temperatura de tundra mientras manoseaba los yogures con fingida indecisión,
logró borrar de su rostro todo cuanto anunciara que había tenido una mano
intrusa curioseando en su entrepierna durante aproximadamente media hora. Ya en
la oficina, sentado en su rincón, intentó reflexionar sobre el asunto. El
peculiar incidente había concluido sin que de él pudiera extraer ninguna
enseñanza vital, como se empeñaba en hacer con las tres o cuatro eventualidades
que le ocurrían al año, por lo que enseguida lo contempló como algo
absolutamente gratuito y absurdo, un episodio insólito en su vida que ni
siquiera podría contar a sus nietos, de tenerlos algún día. Aunque en la espina
dorsal de su existencia aquel suceso descollaba como una vértebra suelta, a lo
largo de la jornada fue perdiendo dramatismo e incluso verosimilitud, de manera
que para la cena ante los desvaríos del televisor ya casi se le mostraba como
una anécdota divertida que parecía haberle sucedido a otro.
Cuando Damián tomó el autobús a la mañana siguiente
lo hizo sin aprensión alguna, disgustado porque una promoción de telefonía
móvil le había arrebatado sin miramientos la silueta curvilínea de la Verdú.
Aferró su pizca de barra y dejó que lo emparedaran mientras rumiaba su venganza
contra ese dios de segunda división que lo pastoreaba con desgana: acudiría al
videoclub al salir de la oficina y esa misma noche se regalaría un atracón de
sus últimas películas. Barruntaba Damián si tendría arrestos para alquilar ésa
en la que había oído que hacía de tuerta, y en la que con toda seguridad
mostraría de nuevo sus eminentes senos, cuando una mano volvió a descansarle
sobre las ingles con voluntad de pisapapeles. Ocurrió a la altura de la
Biblioteca, más o menos a la mitad de su recorrido, al igual que la mañana
anterior. Y como si fuera nuevo en esto, Damián volvió a dar un brinco. Aunque
esta vez no lo sobrecogió tanto la osadía del gesto como su constancia, la
regularidad a la que apuntaba todo aquello. ¿Tendrían sus cojones algún valor
sagrado para el dueño de aquella mano?, se preguntó lleno de pavor mientras los
dedos iniciaban un cachazudo escrutinio testicular. ¿Poseían sus genitales
propiedades medicinales que él desconocía? Nuevamente no sabía a quién dirigir
sus preguntas. Ninguno de los desconocidos que esa mañana se encontraban en el
perímetro de acción coincidía con los del día anterior, por lo que Damián
tampoco se atrevió ahora a formular acusación alguna. No pudo hacer otra cosa
sino dejarse acariciar mansamente los bajorrelieves hasta que el autobús llegó
a su parada, instante en el que la mano se esfumó como si nunca hubiese estado
sobre su bragueta.
Caminó Damián hacia el supermercado con un miedo
raro metido en el cuerpo. ¿Iba a ser a partir de ahora aquel sobo impúdico una
práctica habitual, una forma de empezar el día como otra cualquiera? Y, ¿cuál
debía ser su actitud, de ser así? ¿Estaban aprovechándose de él? ¿Podían
considerarse aquellos afectuosos tocamientos como un abuso? Le costaba verlo
así, pues no atinaba a comprender qué provecho podía sacar nadie de la
ceremoniosa frotación de un kit de apareamiento tan insignificante como el
suyo. Envuelto en esas cábalas dejó transcurrir la jornada laboral. Y esa noche
se fue a la cama temprano, como si con ello pudiera acelerar la amanecida, cual
niño en noche de reyes, aunque, a causa de la comezón que lo embargaba, no
logró pegar ojo, y cuando lo hizo fue para hilar unas pesadillas de inevitable
imaginería fálica.
A la mañana siguiente, Damián aguardaba la llegada
del autobús con una mezcla de temor y curiosidad, como un reo que espera su
fusilamiento preguntándose cómo será eso de sentir las balas horadándole en el
pecho sus túneles calientes. Ojeroso y atribulado, lo observó aparecer a lo
lejos, rebosante de individuos ceñudos entre los que sin duda se encontraba el
dueño de la mano que lo atormentaba. Subió a él con la intención de ganar
alguna esquina recoleta, donde la responsable de su insomnio no pudiera alcanzarlo,
pero enseguida quedó empotrado en mitad del autobús, fatalmente expuesto a sus
manejos. Resignado a lo inevitable, Damián esperó. Aunque trató de mantenerse
entero, comenzó a sudar cada vez más copiosamente a medida que el transporte
iba aproximándose a la Biblioteca Municipal, punto del trayecto donde ella
solía hacer su aparición. Tragó saliva al divisar la fachada de Correos, el
edificio vecino, y para cuando alcanzaron la altura de la Biblioteca, estaba al
borde del infarto. Justo entonces, con una puntualidad irreprochable, la mano
volvió a asaltar su entrepierna. Fue un abordaje delicado y reconfortante como
una caricia maternal. Pero esta vez la mano traía otras intenciones. Apenas
llevaba unos minutos entregada al gozoso cacheo de su sexo, cuando Damián
sintió cómo le bajaba la cremallera con un movimiento resuelto. Aquello eran ya
palabras mayores. Damián se encogió todo lo que pudo, que no fue mucho, en un
gesto de disconformidad que no pareció conmover a la mano. A pesar del pánico
que le dominaba, aún tuvo tiempo para considerarse estafado, pues juzgó que con
aquellos masajes precedentes ella no había hecho otra cosa sino ganarse su
confianza, para ahora traicionarlo con una maniobra inesperada e
inequívocamente perversa. Pero, ¿qué podía hacer? Un grito de protesta sin duda
desconcertaría a la platea y le haría acreedor de un surtido de miradas
curiosas que no le ayudarían a superar su trance. Sin posibilidad de defensa,
agachó la cabeza para esconder al resto de pasajeros la horrorizada mueca, el
espantado rictus que le cuajaba en el rostro a medida que notaba cómo aquellos
dedos ajenos se introducían con naturalidad bajo el elástico de su slip. El
perturbador encuentro de las yemas desconocidas con su carne desnuda le trenzó
las vísceras. La mano aguardó unos segundos, como dándole tiempo a
sobreponerse, para luego resbalar lánguida y amistosa a lo largo de su miembro,
desde el rizado nubarrón del pubis hasta la graciosa redondez del glande. Fue
un descenso perezoso y suave, que a pesar de la indignación de Damián, no tardó
en convertirse en escalada. Él fue el primer sorprendido de la altivez de
espolón que enseguida adoptó su verga, pero por mucho que lo intentó no pudo
hacer nada por rebajar aquella bravura inédita. Y no tardaron aquellos dedos en
empuñar con brío el resultado de sus caricias e imponerle a golpe de muñeca un
ritmo gradual y jubiloso que le obligó a apretar los dientes para no entonar en
mitad del autobús el brindis de La Traviata. No eran sus dedos, evidentemente,
ni se encontraba en la paz de su baño, pero poco importaba, aquella mano
parecía haberse criado entre cocteleras y cubiletes, y Damián sintió despeñarse
su conciencia como un carruaje envuelto en llamas, flotar a la deriva lo mismo
que un navío tocado por la malaria. Era inútil resistirse, era inútil entender:
un placer inmenso le llegaba en violentas oleadas, una dicha indescriptible lo
atravesaba de par en par. Y como todo onanista que se precie, Damián comprendió
que en breve sobrevendría el derrame, esos diez segundos mal contados en los
que una lluvia de polen parecía caer sobre el mundo y cualquier cosa que se
encontrara en su ángulo de visión se le revelaba maravillosa, hermosísima y
resoluble. Resignado a lo inevitable, clavó sus ojos en la mujer más atractiva
de las que tenía a mano, para que el momento de la detonación le sorprendiera
con su efigie en la retina. Pero apenas logró fijarla, se le interpuso el
rostro aberenjenado de un individuo repelente, por lo que se vio obligado a
buscar un nuevo blanco. Apremiado por la inminencia de la salva que barruntaba
su rijo, auscultó la calle por un resquicio de ventanilla en busca de alguna
silueta femenina. Con un resto de moral que lo sorprendió, descartó a una
colegiala que podía ser su sobrina, a una mendiga sin piernas, a unas
carmelitas que pedían en una esquina, y, desesperado, optó finalmente por
cerrar los ojos y dejar que los inefables senos de la Verdú lo velaran durante
la deliciosa conmoción de la descarga. Se derramó Damián con apuro, en el
instante exacto en el que el autobús arribaba a su parada. Las puertas se
abrieron y sintió cómo la mano, acabada con encomiable sincronía la faena,
abandonaba discretamente sus maceradas ingles. Mientras se apeaba del autobús
cubriéndose la entrepierna con el maletín, la imaginó regresando al refugio de
algún bolsillo, o tal vez recalando en otra bragueta perpleja, los dedos
embadurnados con su esperma.
Recorrió la calle a largas zancadas sin querer
pensar en nada, y lo primero que hizo al llegar a la oficina, fue atrincherarse
en los lavabos. Allí, con la puerta atrancada, mucho papel higiénico y jabón
líquido, logró adecentarse el desaguisado de los bajos. Una vez restaurado su
aspecto en lo posible, se permitió un momento de reflexión ante el espejo, que
le devolvía la imagen de un tipo que sonreía flojamente, no se sabía si de
gusto o impotencia. Dejó para otro momento el estudio de las emociones encontradas
que los juegos de la mano habían despertado en él, y analizó con frialdad la
actitud de ésta. Descartó la posibilidad de que perteneciera a un pervertido
que usaba los transportes públicos para perpetrar sus fechorías, pues le
parecía entrever en su disposición más servilismo que goce. Podía decirse que
la mano no buscaba obtener placer, sino más bien ofrecerlo. Damián descubrió
entonces que a pesar de la íntima relación que mantenían, era muy poco lo que
sabía de ella, y se reprochó no saber aún a estas alturas si se trataba de una
mano de mujer o de hombre. Debía haberse fijado al menos en el tamaño de su
palma o la longitud de sus falanges, y no rendirse a aquel placer intempestivo
con la misma indulgencia con que lo haría una viuda que se resiste a
marchitarse entre crespones.
Durante el resto de la jornada se mostró más
taciturno de lo habitual, y hubo de alegar no sé qué malestar en la espalda
cuando uno de los pocos compañeros que lo apreciaban quiso conocer la causa de
su invencible silencio. Abandonó Damián la oficina en esa hora dramática de los
crepúsculos otoñales, con la recomendación de una pomada infalible para el
lumbago y la sospecha de que todo el mundo en la oficina estaba al tanto de la
existencia de una mano que cada mañana le removía la herramienta con la
displicencia de quien agita un jarabe. Ya en la cama, a cobijo de la ojeriza
del universo entre las mantas, Damián se acordó de Socorro. Hacía años que no
pensaba en aquella muchacha delgaducha y antipática con la que había mantenido
un noviazgo largo y tedioso que habría desembocado en boda de no ser por la
irrupción en el último acto de un pretendiente con un futuro más halagüeño que
el suyo, amén de una enorme habilidad para aparecer a cualquier hora con un
ramo de rosas o una caja de bombones. La llegada de aquel conquistador de
manual supuso en cierto modo un alivio para Damián, pues lo liberó de una existencia
conyugal que adivinaba fatigosa y cargante. Fue aquella partida perdida lo que
lo movió a trasladarse a la capital con la esperanza de que el curso de
contabilidad por correspondencia que había hecho para matar el aburrimiento de
sus relaciones le valiera al menos una mesa arrinconada en una oficina
cualquiera, lejos del escozor de los chismes del pueblo. Pero si le vino a las
mientes el recuerdo de Socorro, no fue por una nostalgia mal cicatrizada o un
anhelo de su compañía, sino porque esa mañana una mano desconocida le había
regalado aquello que tantas veces le había demandado a ella en la triste
pensión donde recalaban todos los sábados para ejecutar unas fornicaciones
patosas y remilgadas que dejaban en su alma un poso de decepción. Con la esperanza
de que el sexo fuera algo más que aquello, de que fuera algo íntimamente
relacionado con los gemidos que escapaban de los coches aparcados a la vera del
lago, Damián empezó a implorar la intervención de sus finos dedos de señorita
bien, propuesta que a ella se le antojaba algo así como una aberración capaz de
abrir poco menos que las puertas del infierno. No, ya hacía bastante ella con
traicionar todas las enseñanzas inculcadas por su madre transigiendo a aquellas
cohabitaciones sabatinas que únicamente toleraba como una puesta a punto de la
máquina de procreación, de manera que siempre quedaba la figura de Damián
meditabunda junto a la ventana, el sexo repentinamente silencioso y cubierto de
polvo, esperando inútilmente, como el arpa de Bécquer, una mano de nieve que le
arrancara las notas dormidas de sus cuerdas.
El amanecer sorprendió a Damián torturándose sobre
el género de la mano. Se enjabonó el aparato minuciosamente, y subió al autobús
de las ocho decidido a despejar sus dudas. Encajonado entre los pasajeros,
esperó su puntual arribo con cierta inquietud, preguntándose cuál sería su
reacción si finalmente la mano se revelaba como masculina. Hasta ese momento,
el no saberlo con seguridad le había hecho contemplarla casi como una criatura
neutra, una especie de ser vertebrado empecinado en anidarle en la bragueta.
Pero era evidente que el descubrimiento de su sexo, cualquiera que fuese,
arrojaría una luz nueva sobre el caso. Apareció a la altura de la Biblioteca,
retozona y metódica, y Damián trató de concentrarse lo suficiente como para
convertir el concienzudo tanteo de su miembro en un examen recíproco. Quería
conocer su tamaño, sus peculiaridades, sus aficiones, quería averiguarle
incluso el destino repasándole con el glande las líneas de la palma. Esa mañana
la encontró vagamente femenina, pero de poco le sirvió su suposición, ya que al
día siguiente se le antojó inequívocamente masculina. ¿Cómo podía resultarle
tan distinta de un día para otro? Forzó Damián al máximo las dotes sensitivas
de su verga, y descubrió perplejo, en un cotejo de mañanas, que la mano que la
arrullaba nunca era la misma. Siempre hacía gala de una actitud solícita y
recta, pero a veces notaba en sus dedos un polvillo acumulado que le hacía
pensar en un empleado de archivos, y otras adivinaba en sus movimientos una
alegría saltarina que lo llevaba a imaginar un quehacer de modistilla; a veces
la percibía ruda como la de un albañil, y otras fina como la de un pianista; a
veces le detectaba unas durezas de limpiadora de escaleras, y otras unas uñas
de secretaria de administración; a veces lo inundaba el morbo al descubrir el
delicado adorno de una alianza, y otras lo vencía el asco al notar la falta de
un dedo. Cada mañana, estaba claro, le masturbaba una mano diferente, tal vez
fuese la mano de un carnicero o la de una profesora, pero era una mano que
luchaba en el día a día como lo hacían las suyas, una mano con sus
particularidades e infortunios, una mano que, antes de seguir con su
existencia, hacía un alto en su miembro para tomar aliento. Así, entre los
gozosos temblores que jalonaban sus trayectos hacia el clímax y la oficina,
Damián iba descifrando tras cada mano, merced al ente increíblemente sensitivo
en que se le había transformado el carajo, una historia amarga y conmovedora,
como son siempre las historias, cuya deliciosa intranscendencia festejaba
invariablemente con un descorche de champán que le pringaba los muslos.
El hecho de que la mano cambiara cada mañana no
supo Damián muy bien cómo tomárselo. Atravesó varias épocas. Durante un tiempo
imaginó que sus genitales emitían un aura magnética, un canto de sirena que
hipnotizaba a las manos de las proximidades, abocándolas a aquellas
masturbaciones litúrgicas, y se sintió algo canalla por portar entre las
piernas un sexo de talante vampírico y déspota. Vivió también un invierno de
gran angustia durante el cual creyó que aquellas gayolas matinales constituían
un castigo, extravagante pero un castigo a la larga, y se dedicó a desenterrar
las pequeñas mezquindades que había perpetrado a lo largo de su vida, buscando
alguna maldad con la suficiente entidad como para desencadenar el rosario de
masturbaciones en el que se encontraba enredado. Pero finalmente, coincidiendo
con la llegada de la primavera, decidió olvidarse de ancestrales culpabilidades
y aceptar la vida tal y como venía. ¿Qué podía hacer él, de todas formas, salvo
aguardar a que todo acabara o cobrara un sentido por sí sólo? Una vez resolvió
dejarse de agotadoras cábalas, empezó a disfrutar sin reticencias ni preguntas
del placer matinal que el destino había decidido proporcionarle. Era indudable
que se trataba de un gozo que, al margen de quien se lo administrase, le
relajaba y satisfacía, preparándole para encarar una jornada desabrida e
insulsa. Aceptó aquellos pajotes anónimos como un regalo de la providencia, y
su forma de mirar el mundo comenzó a cambiar, sufría inéditos raptos de un
optimismo salvaje, atesoraba folletos de viajes movido por el deseo de verle
las vergüenzas al mundo, se agitaba en la cama como si necesitara pareja.
Pronto su sonrisa empezó a despuntar entre las muecas malhumoradas de sus
compañeros de oficina, llamando la atención de varias de las secretarias de su
planta, que entreveían en su expresión luminosa el espíritu irresistible de un
hombre capacitado para disfrutar de las bagatelas de la vida, un individuo al
que imaginaban recolectando flores silvestres en ensimismados paseos por el campo
o capaz de localizar una constelación una noche estrellada con la misma
naturalidad con que ellas se detectaban una carrera en las medias. Pilar fue la
primera en fingir un encontronazo en mitad del pasillo que le valió a Damián un
moretón en el costado, pero también una cena en su pisito a la que siguieron
varios moretones más, éstos producidos por la mesilla del dormitorio. Luego fue
Sonia quien le derramó el café sobre la corbata, ansiosa por arrastrar hasta su
cama a aquel contable cuya fogosidad era aplaudida en los cónclaves de los
aseos. Y así supo Damián que el sexo sí era algo íntimamente relacionado con
los gemidos que escapaban de los coches aparcados a la vera del lago de su
pueblo. Pero nunca dejó que aquellas manos conocidas, aquellas manos con dueña
le aferraran el miembro, pues tales confianzas las reservaba únicamente para la
mano amiga que cada mañana, infatigable y obsequiosa, batía su virilidad en el
autobús.
Así transcurrieron las semanas hasta que, una noche
en la que contemplaba desde el balcón la ciudad rendida a sus pies con
satisfacción de emperador, echó la vista atrás y reparó en que la deliciosa
plenitud de aquel instante, a la que contribuían desde el cuerpo de secretaria
que roncaba suavemente en su lecho hasta su nueva forma de entender la vida, se
la debía por entero a aquella mano anónima. Fue esa noche cuando Damián
descubrió que, como todo hombre, él también desconfiaba de la felicidad. Estaba
allí, saboreando un vermut, y entonces, no supo por qué, le ganó la idea de que
aquello no podía continuar así. Y no podía por cientos de razones. Una de ellas
era que en este mundo nadie hacía nada por nada, y él llevaba meses siendo
masturbado en una especie de ritual cuyo significado le era negado, obteniendo
un bien indiscutible, una satisfacción inmensa y productiva que imaginaba
gratuita. Pero, ¿y si no era así? ¿y si aquella horda de obreros de la
masturbación esperaba cobrarse algún día sus favores? ¿cuál sería el precio de
tanto semen derramado? Al preguntarse aquello, Damián sintió en el pecho esa
punzada incómoda que sobreviene a quienes realizan pactos con el Diablo. Pero
aunque finalmente fuese un gesto altruista existían más razones para el desasosiego.
Cuánto iba a durar aquello, por ejemplo. Y si no acababa nunca, y si seguía por
los siglos de los siglos. Se imaginó Damián con bastón y pensión y el carajo
encallecido y desecho, el corazón temiendo cada vez más la llegada de una mano
imperecedera cuyos crueles propósitos el tiempo habría finalmente desvelado: el
infarto, el colapso, la muerte repentina derrumbándolo en mitad del autobús,
componiendo el sepelio del Greco entre un puñado de pasajeros inexpresivos, uno
de ellos con semblante grave y la mano manchada de esperma en el pecho. Sí,
reflexionó, existían en aquel rito matutino demasiados puntos oscuros como para
continuar aceptándolo con esa especie de epicureísmo irresponsable del que
hacía gala. Debía de ponerle fin cuanto antes, pero, cómo. La mano llegaba,
sacudía y vencía, y Damián nada podía hacer para impedirlo. Se le ocurrió
entonces que si bien no podía abortar la diaria misión de la mano, tampoco
frenarla ni obstaculizarla, tal vez pudiera comunicarse con ella.
La idea de entablar un dialogo con aquella mano
enigmática le llenó de excitación. Meditó un rato sobre cómo hacerlo, y
finalmente resolvió que sólo había una forma. Buscó su bic y el taquito de
Post-It. En uno de aquellos papelitos adherentes podía garabatear un mensaje
dirigido a la mano, que luego se pegaría al rijo, con infinito cuidado de no
pillarse el vello, de manera que ella se lo tropezara nada más abordarlo. Era
un sistema algo rudimentario, pero se adivinaba de una eficacia indiscutible.
Una vez escogido el soporte, sólo le restaba a Damián escribir el mensaje que
quería transmitirle a la mano. ¿Cómo dirigirse a un interlocutor tan peculiar?
¿Qué preguntarle? Estuvo un largo rato mordisqueando el bic, ensayando posibles
salutaciones y preguntas que no llegaban a convencerle. Rechazó un “Mi nombre
es Damián” por antojársele escasamente imaginativo y excesivamente bíblico; un “¿Quién
eres?” por encontrarlo poco práctico, ya que de nada iba a servirle saber el
nombre del sujeto a quién le correspondía masturbarlo mañana. Descartó también
un “Más despacio al principio” porque con ello rompía su actitud pasiva y
dejaba entrever un intento de supervisión que quizá la mano se tomara como una
crítica a su profesionalidad, y un “¿Lo encuentras aceptable?” que revelaba una
vieja inseguridad acuñada en vestuarios deportivos, chapuzones comunales en la
alberca e inevitables meadas a dúo en algún urinario público. Finalmente,
resolvió escribir un escueto “¿Por qué?” que compilaba todos sus interrogantes,
esperando que a la mano no le pareciera demasiado impreciso.
Con aquella pregunta adherida al miembro aguardó
Damián el autobús de las ocho. Subió al transporte y se colocó justo en su
centro, invitador y risueño. Por primera vez iba a ser él quién sorprendiera a
la mano, por primera vez iba a realizar un movimiento en aquella partida cuyo
final se adivinaba lejanísimo. A la altura de la Biblioteca, como todos los
meses anteriores, ella hizo su aparición. Le desabrochó con eficacia la
bragueta y hurgó confiada bajo su slip. Damián supo que había tropezado con el mensaje
cuando la sintió detenerse. Notó entonces cómo los dedos se removían
confundidos, produciéndole un cosquilleo enojoso. Cuando al parecer la mano
identificó el extraño objeto que se alojaba allí, lo despegó sin excesivos
miramientos. Damián se apeó en su parada con el slip impoluto pero con la
satisfacción de la misión cumplida. Durante toda la jornada anduvo
preguntándose si la mano respondería o no, y qué vía escogería para hacerlo en
caso de que su mensaje no hubiese caído en saco roto. ¿Se le presentaría algún
tipo de forma inesperada, tendiéndole la misma mano donde tantas veces él se
había derramado, o aprovecharía el anonimato del tumulto para susurrarle al
oído el demandado por qué, la ansiada clave que dotaría de sentido tanto
sinsentido onanista?
A la mañana siguiente, la mano volvió a
desabrocharle la bragueta. Se resignó Damián a otra de aquellas masturbaciones
absurdas e ignotas, cuando notó como los dedos del desconocido le pegaban algo
en el miembro. El corazón le dio un brinco. ¡La mano había aceptado su
propuesta! Después de tantos meses de tácito entendimiento, de sobrentendidos y
complicidades, Damián descubría que la comunicación entre él y la mano que le
zamarreaba el rijo a diario era posible. ¿Sería aquel tonto intercambio de
papelitos el comienzo de una larga y enriquecedora tertulia? Hizo Damián el
resto del trayecto presa de un mareo de impaciencia, deseando poder leer la
nota que le habían escondido bajo el slip, y tras apearse, caminó hacia su
oficina casi al trote.
Enfilaba el vestíbulo con la intención de
refugiarse en la alicatada soledad de los lavabos cuando una mano cayó sobre su
hombro, firme y pesada como un saco de harina. Tras reponerse del sobresalto,
Damián se encontró prisionero entre los brazos de Don Gillén, su jefe, un
cincuentón enérgico que gustaba de protagonizar con sus empleados sorpresivos
episodios de camaradería lo más lejos posible del recinto de trabajo. Se decía
que practicaba aquellos acercamientos furtivos porque algún moderno manual de
empresa señalaba que favorecerían el clima laboral, pero lo cierto era que
llevados a la práctica por un sujeto de las características de Don Gillén no
hacían sino encresparlo, obligando a los empleados a realizar sus idas a los
aseos con el ojo avizor. Así, entre aspavientos y risotadas que atronaban el
vestíbulo, Damián fue informado de la proximidad de un ascenso que no recordaba
haber solicitado. Asentía a las palabras de su patrón, que ensalzaba sus muchos
años de profesional en las sombras y su falta de ambición, preguntándose qué
pensaría si supiera que en ese momento no existía para él nada más importante
en el mundo que aquel mensaje de los cojones. Trató de seguir su soliloquio,
pero los atropellados ditirambos de su jefe debían tener algún tipo de poder
hipnótico, pues se descubrió imaginando, en una especie de trance alucinatorio,
que cada uno de los empleados que pasaba a su lado llevaba adherido al carajo
un papelito amarillo donde le era revelado el significado de su existencia.
Damián sacudió la cabeza, intentando aguantar el chaparrón, pero aquella oda a
los seres sin codicia no parecía tener fin. Barruntó alguna forma de zafarse
que no resultara descortés. Respiró hondo y, pretextando una urgencia urinaria
que tomó por sorpresa a su jefe, huyó hacia los lavabos.
Ingresó en la primera cabina que encontró libre,
corrió el cerrojo y procedió a bajarse los pantalones, el slip, y allí lo
tenía, pegado a los testículos, un papelito amarillo surcado por una escritura
que no le resultó ni femenina ni masculina. Conteniendo la excitación que lo
embargaba, se lo arrancó cuidadosamente, a pesar de lo cual no pudo evitar
soltar un par de gemidos de escaso temple varonil que interrumpieron la labor
evacuadora de su vecino de retrete. Damián aguardó la reanudación de los gruñidos
con el papelito entre los dedos, y sólo cuando ésta al fin se produjo, se
acercó la nota a los ojos y leyó lo que allí había escrito: “Porque creemos que
debe comenzarse el día con alegría”. Damián leyó el lacónico pero emotivo
mensaje varias veces, sintiendo cómo los ojos se le llenaban de lágrimas. Allí
tenía la respuesta a sus interrogantes, el por qué de aquellas masturbaciones
enérgicas y amorosas. Y lo cierto era que, hasta el día que la mano rompió la
paz de su bragueta, en su vida no había excesivas alegrías. Se imaginó a un
corrillo de filántropos de la polla sentados en torno a una gran mesa cubierta
por las fotos de todos los desgraciados que como él iban esparciendo por las calles
de la ciudad una tristeza indescifrable y amarga, un pesar orgánico que quizá
resultara contagioso, una pena hondísima que había que extirpar del paisaje
urbano antes de que se extendiera como un cáncer. Muchos eran, al parecer, los
consagrados a aquella hermosa misión, héroes anónimos que ejecutaban en los
tumultos de los transportes públicos sus obras de caridad antes de continuar
con sus vidas.
El cartel de la parada mostraba a la mañana
siguiente la prosaica estampa de una lavadora, a pesar de lo cual Damián lucía
una sonrisa radiante. Que se ensanchó aún más al ver llegar el autobús, con sus
pasajeros ceñudos y su misteriosa carga de cruzados masturbadores. Subió
esparciendo sonrisas por doquier, y ocupó el centro exacto como el heredero
ocupa el trono que le corresponde por derecho. En cuanto el autobús reanudó la
marcha, su mano izquierda, la que nadie podía ver, dejó caer el maletín. Flexionó
los dedos un par de veces, como un pianista sentado frente a las teclas, antes
de asaltar la bragueta vecina. El no encontrar ningún tipo de resistencia, le
animó a seguir con el plan que había trazado durante la noche. Él ya estaba
curado, ya no sentía el alma combarse bajo el peso de la tristeza, era un
hombre renacido. Y ahora quería ayudar. Bajó la cremallera del desconocido con
todo el cuidado del que fue capaz, e introdujo la mano bajo el elástico del
slip resuelto a administrarle la preceptiva dosis de fantasía que lo animaría
durante la insípida jornada que sin duda se disponía a enfrentar. Pero antes de
poder apresarle el miembro, sus dedos tropezaron con el papelito que portaba
entre los huevos. ¿Se trataba de un mensaje dirigido a él? Dudó unos instantes,
sin saber cómo debía proceder. Finalmente, extrajo el papelito y se lo guardó
en la chaqueta, con la intención de leerlo en la intimidad de los lavabos.
Con aquella nueva intriga en el bolsillo, el
trayecto hasta su parada se le antojó interminable. ¿Qué pondría en la nota?,
se preguntaba mientras la manoseaba con impaciencia. Cuando el autobús recaló
finalmente en su parada, Damián se apeó y corrió hacia su oficina. Examinó el
vestíbulo desde la entrada, y al comprobar que su jefe no se encontraba
merodeando por allí, lo cruzó con rapidez hasta ganar los aseos. Se ocultó en
una cabina y sacó el papelito del bolsillo. Desconcertado, observó que se trataba
del carné de ingreso que debía cumplimentar para formar parte de Los
Desprendidos, aquellos románticos masturbadores de autobús que velaban por la
felicidad del mundo. Sus labios dibujaron una sonrisa de infinito
agradecimiento. Entre el Gran Masturbador de Dalí, que ejercía de logotipo, y
su número de socio, se apretaban las líneas discontinuas que solicitaban sus
datos. Damián los anotó con letra de palo, mientras se imaginaba ingresando en
aquella extraña cofradía, ejercitándose tal vez con penes y vaginas de goma
hasta adquirir la destreza suficiente para trabajar in situ. Cuando acabó
volvió a guardarse el carné en el bolsillo, con la intención de depositarlo con
solemnidad a la mañana siguiente en la bragueta de su vecino de autobús.
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