William Faulkner
I
Lo
despertó el teléfono. Despertó ya con prisa, tanteando a oscuras en busca de la
bata y las pantuflas, porque sin despertar aún del todo supo que la cama de al lado
estaba sin ocupar, y el aparato estaba en la planta baja, frente a la puerta tras
la cual su madre llevaba cinco años apoyada y encajada entre los almohadones, en
cama, y porque supo nada más despertar que llegaría demasiado tarde, puesto que
su madre ya lo habría oído, tal como oía todo lo que pasa en la casa, fuera la hora
que fuese.
Era
viuda, y él, su único hijo. Cuando se fue a la universidad, ella se fue con él;
tuvo casa en Charlottesville, Virginia, durante los cuatro años que pasó él de estudiante.
Era hija de un acaudalado comerciante. Se casó con un viajante de comercio que llegó
al pueblo un verano con cartas de recomendación: una, para el pastor de la iglesia,
la otra para su padre. En sólo tres meses, el viajante y la hija se habían casado.
Él se apellidaba Boyd. Dejó su empleo en menos de un año, se instaló en casa de
su esposa y se dedicó a pasar el día sentado frente al hotel, con los abogados y
los dueños de las plantaciones de algodón, un tipo oscuro, con una manera tan galante
como chulesca de quitarse el sombrero para saludar a las damas. Durante el segundo
año nació el hijo. Seis meses después Boyd se largó. Se fue como si tal cosa, dejando
a su mujer una nota en la que le dijo que ya no era capaz de soportar la sola idea
de pasar la noche tendido en cama, viéndola enrollar en carretes vacíos el cordel
que ahorraba de los paquetes comprados en las tiendas. Su mujer nunca más volvió
a saber de él, aunque se negó a que su padre tramitara la anulación matrimonial
y cambiara el apellido de su hijo.
Murió
entonces el acaudalado comerciante, legando todas sus propiedades a la hija y al
nieto que, si bien desde que tuvo siete u ocho años ya no vestía trajecitos al estilo
del pequeño Lord Fauntleroy, a los doce lucía incluso entre semana trajes que le
daban un aire no de niño, sino de enano; es probable que no hubiera podido mantener
relaciones más o menos duraderas con otros niños ni siquiera si su madre se lo hubiera
permitido. A su debido tiempo su madre encontró un colegio masculino en el que el
chiquillo pudo vestir con total impunidad chaqueta de uniforme y sombrero rígido,
de hombre, aunque para cuando ambos se mudaron a Charlottesville con la idea de
pasar allí cuatro años, el hijo no tenía ninguna pinta de enano. Parecía más bien
un personaje tomado de la Divina Comedia, un hombre algo más enclenque que su padre,
aunque en parte tenía la buena presencia, si bien oscura, que tuvo el padre, e iba
siempre con prisa, con una mirada esquiva, aun cuando su madre no estuviera con
él, al pasar por la calle, delante de las chicas, no sólo en Charlottesville, sino
también en el villorrio perdido en Misisipi al que con el tiempo regresaron, con
una expresión en la cara como la de los novicios o los ángeles en las alegorías
del siglo XV. Entonces sufrió su madre el ataque, y no tardaron sus amigas en llevarle
a la cama en que estaba postrada, casi a diario, informes detallados sobre la clase
de chica con la que habría querido o esperado la madre no sólo que el hijo se relacionara,
sino también que, llegado el día, se casara.
Se
llamaba Amy y era hija de un revisor de ferrocarriles que perdió la vida en un accidente
de tren. Vivía con una tía suya que tenía una pensión, y era una jovencita vivaracha
y desafiante, cuya reputación, con el tiempo, fue más bien imputable a las necesidades
y las desventajas de su casta, las propias de un villorrio del sur, que a la maldad
propiamente dicha, y que al final sin lugar a dudas fue más humo que fuego; su nombre,
aunque siempre recibiera invitaciones para acudir a los bailes más públicos, corría
de boca en boca y se tomaba muy a la ligera sobre todo entre las mujeres de mayor
edad, hijas de las familias de más alcurnia y ya en decadencia, como aquella en
que vino al mundo su futuro esposo.
Así
las cosas, el hijo adquirió cierta destreza en el acto de entrar en casa y pasar
por delante del dormitorio en que yacía postrada su madre, encajada entre almohadones,
y subir la escalera a oscuras hasta su habitación. Pero hubo una noche en que no
lo logró. Cuando entró en casa, el dintel de la puerta del dormitorio de su madre
estaba a oscuras, como siempre, y aunque no hubiera sido así no habría tenido forma
de saber que aquélla fue la tarde en que las amigas de la madre fueron a verla y
le hablaron de Amy, tras lo cual su madre pasó cinco horas incorporada, tiesa, encajada
entre los almohadones, a oscuras, atenta a la puerta invisible. Él entró con sigilo,
como de costumbre, con los zapatos en la mano, pero sin haber cerrado aún la puerta
de la calle la oyó llamarlo por su nombre. No levantó la voz. Lo dijo una sola vez:
–Howard.
Abrió
la puerta. En ese instante se encendió la lámpara de la mesilla de noche, junto
a la cual había un reloj de mesa con la esfera como la cara de una muerta. Detener
las manecillas del reloj fue lo primero que hizo la madre en cuanto pudo, dos años
antes, mover las manos. Se acercó a la cama desde la cual lo miraba una mujer gruesa,
con un rostro del color del sebo y los ojos negros, en apariencia sin pupilas y
sin iris, bajo el cabello perfectamente blanco.
–¿Qué
pasa? –dijo–. ¿Te encuentras mal?
–Acércate
–dijo ella, y él se acercó. Se miraron. Entonces él pareció entenderlo; tal vez
se lo esperara.
–Ya
sé quién ha venido a hablar contigo –dijo–. Esas malditas buitronas.
–Vaya,
me alegro de saber que sólo es carroña –dijo ella–. Ahora me puedo quedar tranquila,
sabiendo que no la traerás a nuestra casa.
–No
te prives. Di que es tu casa.
–No
es preciso. No la llevarás a cualquier casa en la que viva una dama –se miraron
a la luz constante de la lámpara, que poseía el rancio relumbre de las luces que
hay en los cuartos de los enfermos–. Tú eres un hombre, y no te lo reprocho. Ni
siquiera me sorprende. Sólo quiero advertírtelo antes de que hagas el ridículo.
No confundas la casa con el establo.
–¿Con
el…? ¡Ja! –dijo. Dio un paso atrás y abrió la puerta de un tirón, con un gesto que
remedó la chulería teatral de su padre–. Con tu permiso –añadió. No cerró la puerta.
Ella permaneció incorporada sobre los almohadones, mirando el vestíbulo a oscuras,
escuchándolo ir al teléfono, llamar a la muchacha y pedirle que se casara con él
al día siguiente, sin más dilación. Volvió entonces a la puerta–. Con tu permiso
–dijo otra vez con una chulería que recordaba la de su padre, y cerró la puerta.
Al cabo de un rato la madre apagó la luz. Para entonces ya era de día.
No
se casaron al día siguiente.
–Me
da miedo –dijo Amy–. Tu madre me da miedo. ¿Qué dice de mí?
–No
lo sé. Nunca he hablado de ti con ella.
–¿Ni
siquiera le has dicho que me amas?
–¿Y
eso qué más da? Casémonos.
–¿Y
vivir allí con ella? –se miraron a los ojos–. ¿Te pondrás a trabajar para que tengamos
una casa propia?
–¿Para
qué? Tengo dinero suficiente. Y la casa es grande.
–Es
su casa. Es su dinero.
–Serán
míos… serán nuestros algún día. Anda, por lo que más quieras.
–Vamos.
Hagamos otro intento, vamos a bailar –esto fue en el salón de la pensión, donde
ella intentó enseñarle a bailar, aunque sin éxito. La música no significaba nada
para él; el ruido que la envolvía, o tal vez el contacto con el cuerpo de ella,
desbarataban la poca coordinación que pudieran tener sus movimientos. Pero la llevó
a los bailes del Club de Campo; se supo que se habían prometido. Ella siguió absteniéndose
de bailar, pero salía con otros hombres a los coches aparcados en la oscuridad,
a la entrada. Él intentó hablar con ella de esa costumbre y de la bebida.
–Ven
a mi coche a beber conmigo –le dijo.
–Estamos
prometidos. Contigo no tiene gracia.
–Ya
–dijo él con la docilidad con que aceptaba todas sus negativas. De pronto se detuvo
y se encaró con ella–. ¿Qué es lo que no tiene gracia conmigo? –ella retrocedió
cuando él la sujetó por el hombro–. ¿Qué es lo que no tiene gracia conmigo?
–Ay
–dijo ella–. Me haces daño.
–Ya
lo sé. ¿Qué es lo que no tiene gracia conmigo?
Llegó
entonces otra pareja y él la soltó. Pasada una hora, durante un descanso de la orquesta,
la sacó a rastras, a pesar de sus alaridos y de su resistencia, de un coche a oscuras,
y la arrastró por la pista de baile donde sólo estaban alineadas las señoras de
compañía de las jóvenes como el público de un teatro, y tomó una silla para sentarse
y ponérsela de través en el regazo y darle unos azotes. Con la luz del alba se habían
alejado en el coche una veintena de millas, a otra localidad, donde se casaron.
Esa
misma mañana Amy llamó “madre” a la señora Boyd por primera y (con una sola excepción,
y acaso por efecto de la sorpresa, o acaso del alborozo) última vez, aunque ese
mismo día la señora Boyd hizo a Amy un obsequio: le regaló el broche, un objeto
antiguo, un incordio, pero sin embargo valioso. Amy se lo llevó a su dormitorio
y él la vio de pie mirándolo con perfecta frialdad, perfectamente impertérrito.
Lo guardó en un cajón. Lo sostuvo entre dos dedos sobre el cajón abierto y lo soltó,
y se frotó los dos dedos contra el muslo.
–Alguna
vez tendrás que ponértelo –dijo Howard.
–Descuida,
que me lo pondré. Le daré muestra de mi gratitud, no te preocupes.
No
tardó él en percibir que a ella le complacía ponérselo. Es decir, empezó a ponérselo
a menudo. Luego se dio cuenta de que no era complacencia, sino una incongruencia
vengativa; se lo puso durante toda una semana en el escote de un vestido de cuadros,
de andar por casa, poco más que un delantal. Siempre se lo ponía donde la señora
Boyd lo viera, siempre que ella y Howard se habían arreglado para salir y procedían
a dar las buenas noches a la madre.
Vivían
en el piso de arriba, donde al cabo de un año nació su hijo. Llevaron al niño abajo,
a que lo viese la señora Boyd. Volvió la cabeza sobre el almohadón y lo miró una
sola vez.
–Ah
–dijo–. Nunca llegué a conocer al padre de Amy que yo sepa. Claro que tampoco viajé
mucho en tren.
–Será…
será vieja, la vieja… –exclamó Amy con un estremecimiento, abrazándose a Howard–.
¿Por qué me odia tanto? ¿Qué le he hecho yo? Mudémonos a otra casa, ponte a trabajar.
–No.
Tampoco vivirá ella para siempre.
–Sí,
vivirá para siempre. Para siempre, sólo con tal de odiarme.
–No
–dijo Howard. Al año siguiente murió el niño. Amy intentó una vez más convencerlo
de que se mudaran.
–A
donde sea. No me importa cómo tengamos que vivir.
–No.
No puedo dejarla aquí, tirada en la cama, sin ayuda de nadie. Tú lo que tienes que
hacer es salir a divertirte de nuevo, salir a bailar. Ya verás como se arregla todo.
–Sí
–dijo ella más calmada–. Eso tendré que hacer. Esto no puedo soportarlo.
Uno
dijo “tú”, la otra dijo “yo”. Ninguno de los dos dijo “nosotros”. Así, los sábados
por la noche Amy se arreglaba y Howard se echaba por encima el abrigo y la bufanda,
a veces sobre la camisa, sin más, y bajaban la escalera para hacer un alto en la
habitación de la señora Boyd, y Howard acompañaba a Amy al coche y la veía marcharse.
Luego volvía a la casa con los zapatos en la mano, como tantas veces hizo antes
de casarse, pasando por delante del dintel iluminado. Poco antes de dar la medianoche,
de nuevo con abrigo y bufanda, bajaba las escaleras con sigilo, pasaba por delante
del dintel todavía iluminado y esperaba en el porche a que llegara Amy. Entraban
a la casa y se asomaban a la habitación de la señora Boyd para darle las buenas
noches.
Una
noche dio la una antes de que regresara. Llevaba una hora esperándola en pijama
y pantuflas, en el porche. Era noviembre. El dintel de la habitación de la señora
Boyd no estaba iluminado, y no se detuvieron.
–Es
que unos aguafiestas, unos barbajanes, atrasaron el reloj –le dijo. No le miró;
se desvistió deprisa, arrojando de cualquier manera el broche con el resto de sus
alhajas sobre la cómoda–. Tuve la esperanza de que no fueras tan tonto y no te quedaras
ahí afuera esperándome.
–Puede
que la próxima vez que atrasen el reloj no te esté esperando.
Ella
se quedó quieta de pronto, perfectamente inmóvil, mirándolo por encima del hombro.
–¿Lo
dices en serio? –dijo. Él no la estaba mirando; la oyó acercarse y luego la notó
acercarse y quedarse a su lado. Ella le tocó el hombro–. ¿Howard? –dijo. Él no movió
un músculo. En un abrir y cerrar de ojos ella se le había abrazado con todas sus
fuerzas, se había lanzado sobre su regazo, lloraba de una manera incontenible–.
¿Qué nos está pasando? –exclamó, chocando una y otra vez contra él con desenfreno–.
¿Qué nos pasa, qué nos pasa? –él la tuvo abrazada hasta que se calmó, aunque después
de acostarse cada uno en su cama (ya dormían en camas separadas) la oyó y luego
la notó cruzar el espacio de separación y lanzarse de nuevo contra él con ese pavoroso
desenfreno, con abandono, pero no de mujer, sino propio más bien de un niño a oscuras,
y lo envolvió en sus brazos susurrándole–: No tienes por qué confiar en mí, Howard.
¡Puedes confiar! ¡No estás obligado! ¡Es que puedes confiar en mí, en serio!
–Sí
–dijo él–. Lo sé. No pasa nada. No pasa nada.
Después
de aquella noche, justo antes de dar las doce él se echaba por encima el abrigo
y la bufanda, bajaba con sigilo la escalera, pasaba por delante del dintel iluminado,
abría y cerraba la puerta de la calle haciendo ruido y se asomaba a la puerta de
la habitación de su madre, donde la encontraba apoyada, encajada entre los almohadones,
con el libro abierto y boca abajo sobre las rodillas.
–¿Ya
están de vuelta? –decía la señora Boyd.
–Sí.
Amy ya subió. ¿Necesitas alguna cosa?
–No.
Buenas noches.
–Buenas
noches.
Subía
y se acostaba y al cabo de un rato (a veces) dormía. Pero antes, a veces, llevándoselo
esas veces al sueño, pensaba y se decía con el pesimismo reposado y fatalista de
los impotentes que son por añadidura inteligentes, “pero es que esto no puede seguir
así para siempre. Cualquier noche pasará algo. Ella cazará a Amy. Y sé bien lo que
hará. ¿Y yo qué le voy a hacer?”. Creía que en el fondo sí lo sabía. Es decir, una
parte de su ser, la conciencia acaso, le aseguraba que lo sabía, pero prefería no
tenerlo en cuenta: de nuevo la inteligencia: no lo entierres, no lo escondas, es
mejor que huyas de eso; prefiriendo no tenerlo en cuenta, la inteligencia hablaba
desde la impotencia: y es que no hay hombre que sepa qué hará en una situación dada,
según circunstancias precisas: los sabios acaso, tal vez los otros, extraigan conclusiones,
pero no así el implicado. A la mañana siguiente, Amy se encontraba en la cama de
al lado; a la luz del día, se había esfumado el mal presagio. Pero de vez en cuando,
e incluso con la luz del día, retornaba, y con el distanciamiento de sus cavilaciones,
con la actividad cerebral que inconsciente contemplaba su vida, esa totalidad defectuosa
un tercio de la cual habían producido los dos, si bien no eran capaces de salvar
la ausencia de ese tercio, volvía a decirse: “Sí, sé bien lo que hará ella, y sé
lo que Amy me pedirá que haga yo, y sé que eso no lo haré. Pero ¿qué he de hacer?”.
No duraba mucho; volvía a decirse que por el momento no había ocurrido, y que de
todos modos quedaban seis largos días hasta el sábado siguiente: ya sólo la impotencia,
ya ni siquiera el intelecto.
II
Así
que cuando despertó con el estridente timbrazo ya supo que la cama de al lado aún
estaba sin ocupar, tal como supo, al margen de la prisa que se diera en alcanzar
el teléfono, que ya sería demasiado tarde. Ni siquiera se paró a ponerse las pantuflas;
bajó corriendo, descalzo, las escaleras heladas, viendo el dintel de la puerta de
su madre encenderse al pasar, y fue al teléfono y descolgó.
–Ay,
Howard. Cuánto lo siento. Soy Martha Ross. Siento muchísimo molestarte, pero es
que sabía que Amy estaría muy preocupada. Lo encontré en el coche, díselo, cuando
volvimos a casa.
–Sí
–dijo él–. Entendido, en el coche.
–En
nuestro coche. Después de que ella se diera cuenta de que había perdido la llave
del coche. La llevamos nosotros a casa, hasta la esquina. La invitamos a que viniera
a la nuestra, era lo mejor, a tomarse unos huevos con jamón, pero ella… –se apagó
la voz. Howard tenía el frío receptor del teléfono pegado a la oreja y oía al otro
lado de la línea el silencio, un silencio colmado de una especie de consternación,
como una respiración contenida: algo instintivo y femenino y protector de sí mismo.
Pero la propia pausa apenas fue una pausa; casi de inmediato la voz siguió perorando,
aunque había cambiado por completo y era inexpresiva, átona, reservada–. Amy estará
en la cama, supongo.
–Sí,
está acostada.
–Ah.
Pues siento mucho haberte despertado, siento muchísimo molestarte. Pero es que sabía
que estaría muy preocupada, ya que era de tu madre, era un recuerdo de familia.
Claro que… si todavía no lo ha extrañado, no tienes por qué decírselo –la línea
zumbaba, tensa–. No le digas que he llamado ni nada –la línea zumbaba–. Eh, ¿Howard?
–No
–dijo–. Esta noche no le diré nada, mejor no molestarla. Llámala mañana por la mañana.
–Sí,
claro. Cuánto lo siento, perdona por haberte molestado. Espero no haber despertado
a tu madre.
Colgó.
Estaba helado. Notó cómo se le retraían los dedos de los pies alejándose del suelo
helado mientras permanecía inmóvil, mirando la puerta impávida tras la cual estaría
su madre apoyada, encajada entre los almohadones, recta, con la cara pálida como
el sebo y los ojos negros e inescrutables y el pelo que, según Amy, recordaba el
algodón astroso, junto al reloj cuyas manecillas había parado ella a las cuatro
menos diez aquella tarde, cinco años antes, en que por fin pudo moverse de nuevo.
Cuando abrió la puerta la imagen resultó exacta, casi hasta la posición de las manos
sobre la colcha.
–Ella
no está en esta casa –dijo la señora Boyd.
–Claro
que sí. Está acostada. Sabes muy bien cuándo llegamos. Se olvidó uno de los pendientes
en casa de Martha Ross, y es Martha quien acaba de llamar para decírselo.
Al
parecer, su madre ni siquiera lo había oído.
–Así
que juras que en este instante ella está en esta casa.
–Sí,
claro que sí. Está durmiendo, te lo aseguro.
–Pues
dile que baje ahora mismo a darme las buenas noches.
–No
digas tonterías. Eso sí que no.
Se
miraron uno a otro por encima del pie de la cama.
–¿Te
estás negando?
–Claro
que me niego.
Aún
se miraron unos instantes más. Él hizo entonces ademán de volverse; notó que ella
lo miraba con insistencia.
–Entonces
dime otra cosa. Es el broche lo que había perdido.
Tampoco
a esto le contestó. Se limitó a mirarla a la vez que cerraba la puerta: los dos
tenían una curiosa semejanza, enemigos mortales e implacables en la encarnizada
e íntima antipatía de los lazos de sangre. Salió.
Regresó
a su dormitorio y encendió las luces; encontró las pantuflas y se dirigió a la chimenea
para añadir carbón a las ascuas y atizarlas hasta que prendieran. El reloj de la
repisa indicaba la una menos veinte. Al poco tuvo un buen fuego, con llama; había
dejado de temblar. Volvió a la cama y apagó la luz, dejando sólo el titilar de las
llamas, el relumbre en los muebles, el apagado destello en los frascos y los espejos
sobre la cómoda del tocador, y en el espejo más pequeño que había sobre su propia
cómoda, junto al cual se hallaban las tres fotografías en marcos de plata, dos más
grandes, de Amy y de él, y otro marco más pequeño, en medio, vacío. Se tumbó. No
estaba pensando en nada. Una sola vez pensó, en silencio, “así que es esto. Ahora
supongo que lo sabré, ahora averiguaré qué es lo que voy a hacer”, y no volvió a
pensarlo, ni siquiera eso.
La
casa parecía estar aún colmada por el estridente timbre del teléfono, como un eco
terco. Comenzó entonces a escuchar el reloj de la repisa, reiterativo y frío y no
muy ruidoso. Encendió la luz y tomó el libro que tenía boca abajo en la mesilla,
junto a la almohada, pero descubrió que no lograba concentrarse en las palabras
por culpa del sonido del reloj, así que se levantó y fue a la repisa. Las manecillas
indicaban las dos y media. Paró el reloj y lo volvió de cara a la pared, llevándose
el libro junto a la chimenea, donde descubrió que sí era capaz de concentrarse en
las palabras, de captar el sentido, de leer sin que el paso del tiempo lo alterara.
Por eso no podría haber precisado en qué momento se dio cuenta de que había dejado
de leer, de que dio una sacudida con la cabeza. No había oído nada, si bien supo
que Amy estaba en casa. No supo cómo lo supo: permaneció sentado, conteniendo la
respiración, inmóvil, con el libro apacible en alto, quieto, a la espera. Oyó entonces
la voz de Amy.
–Soy
yo, madre.
“Ha
dicho ‘madre’ –pensó sin moverse todavía–. La ha vuelto a llamar ‘madre’”. Se movió:
dejó el libro cuidadosamente, abierto boca abajo, aunque al cruzar la habitación
lo hizo con naturalidad, sin empeñarse en amortiguar sus pasos. Llegó hasta la puerta,
la abrió y vio que Amy acababa de salir del dormitorio de la señora Boyd. Comenzó
a subir las escaleras caminando también con toda naturalidad, acompañándose con
el ruido de los tacones finos, que resonó de una manera antinatural en la casa atenazada
por la noche. Debía haberse detenido cuando su madre la llamó, con lo que seguramente
volvió a calzarse, supuso él. Ella aún no lo había visto y subía los peldaños a
buen paso, su rostro difuso, como un pétalo, a la escasa luz del vestíbulo, sobre
el cuello de su abrigo de piel, proyectando por delante de ella, hacia donde él
la esperaba, una especie de fragancia rosada, hialina, el aroma de la noche helada,
de la que acababa de surgir. Lo vio entonces en lo alto de la escalera. Durante
un solo segundo, un instante, se paró en seco, aunque había vuelto a avanzar antes
de que pudiera decirse que fue una pausa, hablando ya a la vez que pasaba por delante
de él y entraba en el dormitorio.
–¿Se
ha hecho muy tarde? He estado con los Ross. Me acaban de dejar en la esquina. Perdí
la llave del coche en el club. A lo mejor se ha despertado con el ruido del coche.
–No.
Ya estaba despierta. La despertó el teléfono.
Ella
se dirigió a la chimenea y extendió las manos al calor del fuego sin haberse quitado
el abrigo. No parecía que lo hubiera oído, sonrosado el semblante a la luz del fuego,
y de su presencia emanaba ese olor a frío, la escarchada fragancia que la precedió
al subir las escaleras.
–Ya
me lo suponía. La luz de su habitación estaba encendida. Supe en cuanto abrí la
puerta de la calle que nos hemos caído con todo el equipo. Ni siquiera entré del
todo en la casa cuando la oí decir “Amy”, a lo que dije: “Soy yo, madre”, y ella
dijo: “Entra un momento, por favor”, y estaba con esos ojos que no tienen contorno,
con ese pelo que parece que alguien se lo haya sacado a tirones de una bala de algodón
del año pasado, y dijo: “Como es natural, entenderás que tienes que marcharte de
esta casa inmediatamente. Buenas noches”.
–Sí
–dijo él–. Estaba despierta desde las doce y media más o menos. No pude hacer otra
cosa que insistir en que ya estabas acostada, y fiarme a la buena suerte.
–¿Quieres
decir que no ha dormido ni un momento?
–Eso
es. La despertó el teléfono, ya te lo he dicho. A eso de las doce y media.
Con
las manos extendidas aún ante el fuego, lo miró de reojo por encima del hombro que
le cubrían las pieles del abrigo, el rostro rosado, los ojos a la vez iluminados
y cargados, los ojos de una mujer después del placer, con una suerte de conmiseración
desatenta y conspiradora.
–¿El
teléfono? ¿Aquí? ¿A las doce y media? Qué asco de… En fin, da lo mismo –se volvió
de frente a él, como si sólo hubiera estado esperando a entrar en calor, el opulento
abrigo sobre el frágil rielar de su vestido; en esos momentos había en ella algo
de veras hermoso, no la belleza del rostro cuya réplica impecable mira desde la
portada de mil revistas todos los meses, y tampoco la de la figura, la silueta de
esa provocación intencionalmente epicena en la que kilómetros y kilómetros de celuloide
han constreñido el cuerpo femenino de toda una raza, sino una cualidad por completo
femenina, de una manera tan antigua como eterna, primitiva y confianzuda y despiadada,
según se acercó a él con los brazos ya alzados–. ¡Sí! ¡También yo digo que es suerte!
–afirmó, y lo rodeó con los brazos al tiempo que echaba hacia atrás todo el torso
para mirarlo a la cara, triunfal su semblante, con un olor cálido, femenino, en
el que la fragancia escarchada se había evaporado del todo–. Dijo que inmediatamente.
¿Lo ves? ¿No lo entiendes? Ahora podemos irnos. Déjale a ella el dinero, que se
lo quede todo. No nos ha de importar. Ya encontrarás trabajo; me da lo mismo dónde
y cómo tengamos que vivir. Ahora ya no tienes que quedarte aquí, con ella. Ella
te ha… ¿cómo se dice eso? Te ha exonerado en persona, te libera de toda obligación.
Sólo que he perdido la llave del coche. Pero eso no importa, podemos irnos a pie.
Sí, vayámonos a pie. Vayámonos con lo puesto, sin llevarnos nada suyo. Igual que
vinimos.
–¿Ahora?
¿Esta misma noche?
–¡Sí!
Ella dijo que inmediatamente. Tiene que ser esta noche.
–No
–dijo él. Eso fue todo, sin dar indicio de qué pregunta era la que había contestado,
qué era lo que negó. Pero tampoco tuvo necesidad, porque ella seguía abrazada a
él; sólo había cambiado la expresión de su rostro. No era que se hubiera apagado
aún, no era que delatara terror: sólo resultó incrédulo, con una incredulidad como
la de una niña.
–¿Me
estás diciendo que tampoco ahora te irás? ¿Que no piensas dejarla? ¿Que prefieres
llevarme a pasar la noche a un hotel y que mañana volverás? ¿O quieres decir que
ni siquiera piensas pasar la noche conmigo en un hotel? ¿Me estás diciendo que me
llevarás a un hotel y que me dejarás allí y que tú…? –lo abrazaba, lo miraba–. Espera,
espera. Tiene que haber alguna razón, algo que… –empezó a decir–. Espera –exclamó.
Seguía mirándolo con insistencia, las manos en tensión, las pupilas como dos cabezas
de alfiler, la furia pintada en el semblante–. Es eso. Ésa es la razón. ¿Quién llamó
por teléfono para hablar de mí? ¡Dímelo! Te desafío a que me lo digas. Yo te lo
explicaré. ¡Dímelo!
–Fue
Martha Ross. Dijo que te acababa de dejar en la esquina.
–¡Te
ha mentido! –vociferó al punto, sin esperar apenas a oír el nombre–. ¡Te ha mentido!
Me trajeron a casa, claro que sí, pero aún era temprano, por eso decidí ir con ellos
a su casa, a tomarme unos huevos con jamón. Llamé a Frank antes de que doblara la
esquina y fui con ellos. ¡Frank te lo podrá confirmar! ¡Ella te mintió! ¡Acaban
de dejarme en la esquina, claro que sí, pero fue ahora mismo!
Lo
miró. Se miraron durante un largo instante, un instante lleno, inmóvil.
–Entonces
–dijo él–, ¿dónde está el broche?
–¿El
broche? –repuso–. ¿Qué broche? –él ya había visto cómo alzaba la mano por debajo
del abrigo; además, le vio la cara y la vio quedarse boquiabierta, como una niña
que se queda sin resuello antes de echarse a llorar desconsolada y con desenfreno
incontenible y sin embargo inmóvil, con una incondicional entrega, de modo que habló
a despecho del llanto, y lo hizo con el jadeo sofocado de una niña, rindiéndose
del todo en su desesperación–. ¡Oh, Howard…! ¡Yo nunca te haría eso! ¡Nunca te lo
haría! ¡Nunca!
–De
acuerdo –dijo él–. Anda, calla. Calla, Amy. Que te va a oír.
–De
acuerdo, ya lo intento –pero seguía de frente a él con el rostro contraído a la
par que curiosamente rígido bajo su increíble fluir de humedad, como si no tanto
los lagrimales, sino más bien todos los poros hubiesen manado a la vez. Habló directamente
según pensaba, sin referirse al asunto ni a las circunstancias, sin más añadidos
de desafío o de negativa–. ¿Habrías venido conmigo si no lo hubieras descubierto?
–No.
Ni por ésas. Yo no la dejaré. No dejaré de estar a su lado hasta que haya muerto.
Tampoco me iré de esta casa, no. No puedo. Yo… –se miraron uno al otro, ella con
intensidad, como si en sus pupilas viera no su propio reflejo, sino el rostro apergaminado
de la planta baja, borrada su propia imagen por algo que iba más allá de la simple
ceguera: por una cualidad de determinación invencible y crucificada.
–Sí
–le dijo. De alguna parte extrajo un trozo de muselina y se secó los ojos con delicadeza,
poniendo instintivo cuidado en preservar el maquillaje que se le había corrido a
regueros–. Nos ha vencido. Ahí tumbada en la cama, sin levantarse, y nos ha vencido
–se volvió y fue al armario, de donde sacó un bolso de viaje, dentro del cual introdujo
los objetos de cristal del tocador, y abrió un cajón–. Ahora no me lo puedo llevar
todo. Tendré que…
Él
también cambió de sitio. De la cómoda en donde estaba el marco vacío tomó la cartera
y sacó los billetes, para volver y depositar el dinero en la mano de ella.
–No
creo que aquí haya mucho. Pero hasta mañana no te hará falta el dinero.
–Sí
–dijo ella–. Ya me harás llegar entonces el resto de mis cosas.
–Sí
–repuso. Dobló los billetes y los alisó entre los dedos; no le miró entonces. Él
no supo qué estaba mirando; sólo supo que no era el dinero–. ¿No tienes un bolso
de mano o algo donde llevarlo?
–Sí
–dijo ella. Pero no dejó de doblar y alisar los billetes, aun sin mirarlos, como
si no tuviera conciencia de ellos, como si no tuviesen ningún valor y los hubiera
tomado entre las manos sin ser consciente de ello–. Sí –dijo–. Nos ha vencido. Ahí
tumbada en esa cama de la que no se moverá nunca, hasta que vengan a llevársela
algún día. Tomó ese broche y nos ha vencido a los dos –se echó a llorar. Lloró con
tanto reposo como había hablado hasta entonces–. Mi pequeño –dijo–. Mi niñito querido…
Él
ya ni siquiera le dijo que callara. Aguardó hasta que se hubo secado los ojos casi
con demasiada furia, animada, con una expresión que casi era una sonrisa, su rostro,
el maquillaje, el semblante arreglado con todo detalle para la noche y hecho una
ruina, a regueros, macilento, con las secuelas fatigadas y apacibles de las lágrimas.
–En
fin –dijo ella–. Se hace tarde –se agachó, pero él se le adelantó y tomó el bolso
de viaje. Bajaron juntos las escaleras; vieron el dintel iluminado sobre la puerta
de la señora Boyd.
–Es
una pena que no tengas el coche –dijo él.
–Sí.
Perdí la llave en el club. Pero ya hablé por teléfono al garaje. Lo traerán mañana
temprano.
Se
detuvieron en el vestíbulo mientras él llamaba para pedir un taxi. Esperaron, hablando
de vez en cuando en voz queda los dos.
–La
verdad es que estoy cansada. No paré de bailar.
–¿Qué
tal la música? ¿Estuvo bien?
–Sí.
No sé. Supongo. Una cuando baila no se suele fijar si la música está o no está…
–Claro,
ya me lo imagino –llegó el taxi. Salieron al porche, él con pijama y bata; la tierra
estaba helada, dura como el hierro, el cielo glacial y brillante. La ayudó a subir.
–Anda,
vuelve corriendo a casa –dijo ella–. Ni siquiera te has puesto el abrigo.
–Sí,
será lo mejor. Te llevaré tus cosas al hotel. Mañana temprano.
–Que
no sea demasiado temprano. Anda, corre –ya se había arrellanado en el asiento, con
el abrigo bien cerrado. Él ya había reparado en que en algún momento, estando aún
en el dormitorio, su cálido olor a mujer había vuelto a desaparecer, y que de nuevo
emanaba aquella tenue y rosada fragancia, frágil, efímera, abatida; se marchó el
taxi y él no se volvió a mirar. Cuando estaba cerrando la puerta de la calle lo
llamó su madre. Pero no se detuvo, ni siquiera miró a la puerta. Subió las escaleras
como si tal cosa, alejándose de aquella voz opacada, átona, insomne, perentoria.
Se había apagado el fuego en la chimenea: un resplandor rosáceo y potente, apacible,
sosegado, cálidamente reflejado en espejos y madera encerada. El libro estaba donde
lo dejó, en la butaca. Lo tomó y fue a la mesilla que había entre ambas camas para
buscar y encontrar el envoltorio de celofán que un día contuvo limpiapipas, y que
utilizaba a modo de marcapáginas, para introducirlo en el libro antes de dejarlo.
Era Verdes mansiones en una edición de bolsillo, la de la Modern Library. Había
descubierto el libro en la adolescencia; desde entonces lo leía a menudo. En aquel
entonces sólo leyó la parte que trata del viaje de las tres personas en busca de
Riolama, que no existía; buscaba esa parte y la leía en secreto, tal como un chico
normal se hubiera dedicado al erotismo o la obscenidad normales y convencionales,
y así ascendía el monte yermo con Rima, hacia la cueva, sin saber que era el símbolo
de la cueva lo que buscaba, escapando de él en el último instante por medio del
deseo mismo, de la necesidad de huir, de fugarse, que sintió Rima, y así la seguía
más allá de la cueva, hasta el lugar en que se encontraba sin haberlo esperado siquiera,
fugitiva como la llama de un cerillo, e igual de débil, bajo la luna fría y sin
pesares. En su inocencia de entonces creía con una suerte de júbilo urgente y desesperado
que el misterio que la envolvía no era un misterio, puesto que era algo físico;
que era corpóreamente impenetrable, un ser incompleto; con apacible desesperación
justificaba y vindicaba incluso lo que había vivido él (o así lo creía), seguro
de que no había sido culpa suya, cifrándolo en lo leído en los libros, como suelen
los jóvenes. Pero después de casarse no volvió a leer el libro hasta que murió el
niño y dieron comienzo las noches de los sábados. Y entonces rehuyó el viaje a Riolama
tal como en su día lo había anhelado. Leyó entonces sólo el pasaje en que Abel (el
único hombre en toda la tierra que sabía que estaba solo) vagaba en el bosque infranqueable
y prohibido, acompañado por los trinos de las aves. Fue entonces a la cómoda y abrió
de nuevo el cajón en que guardaba la cartera y se apoyó un instante con la mano
en el borde del cajón.
–Sí
–se dijo en alto, con voz queda–, parece que con tanto cavilar nunca estuve yo muy
lejos de lo que he de hacer.
El
cuarto de baño estaba al final del pasillo, agregado a la casa con posterioridad
a su construcción. Allí dentro hacía calor, pues había dejado el calefactor eléctrico
encendido pensando en la hora a la que llegase Amy, pero lo había olvidado. Era
allí donde guardaba el whisky. Había empezado a beber poco después de que su madre
sufriera el ataque, al comienzo de lo que creyó que había de ser su libertad, y
desde la muerte del niño dio en guardar en el cuarto de baño un barril con capacidad
de dos galones, lleno de whisky de maíz. Aunque estaba separado de la casa en sí,
y a la máxima distancia del dormitorio de su madre, no obstante con todo esmero
introdujo varias toallas en la rendija del marco de la puerta, y por debajo, y luego
las recogió y volvió al dormitorio y tomó la colcha de la cama de Amy y volvió al
baño e introdujo las toallas alrededor y por debajo de la puerta y colgó la colcha
delante. Pero ni siquiera así se dio por contento. Permaneció pensativo, meditabundo,
un tanto gordezuelo (nunca había hecho ejercicio desde que desistió de aprender
a bailar, y con lo que bebía a diario poco o nada quedaba en él de aquel novicio
jovenzuelo e italianizante que fue), sin sujetar apenas la pistola en la mano. Dio
en mirar en derredor. Su mirada se posó en la alfombrilla de la bañera, doblada
sobre el borde. Se envolvió la mano con que sujetaba la pistola y la pistola misma
con la alfombrilla y apuntó a la pared del fondo y disparó, la detonación amortiguada,
seca, pero sin estrépito apenas. A pesar de todo permaneció a la escucha, como si
contase con oír algo desde tan lejos. Nada oyó tampoco cuando, tras liberar la puerta,
recorrió con sigilo el pasillo y con sigilo bajó las escaleras hacia el punto en
que con toda claridad veía el dintel a oscuras de la habitación de su madre. Tampoco
se detuvo esta vez. Volvió a las escaleras con sigilo, escuchando el frío e impotente
raciocinio, pero sin hacerle caso. Igual que tu padre, parece que no eres capaz
de vivir con ninguna de las dos; al contrario que tu padre, parece que no puedes
vivir sin ellas, y se dijo en silencio: “Sí, parece que tanto cavilar en todo momento
acertó. Parece que nos conociera a nosotros mejor que yo mismo”, y cerró la puerta
del cuarto de baño e introdujo con esmero las toallas alrededor y por debajo. Pero
esta vez no colgó la colcha. Se la echó por encima y se acurrucó, se envolvió en
ella, con el cañón de la pistola entre los dientes como si fuera una pipa, arropándose
con la colcha gruesa y suave la cabeza, presuroso, veloz, porque ya empezaba a ahogarse.
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