Abelardo Castillo
Su historia es así: para él, para Martín Gaido, todo
comienza una noche de los carnavales de 1940, en lo peor de Parque Patricios,
frente al basural. La misma noche que Juan –su hermano– entró como borracho a
la pieza, apretándose el estómago con los dos brazos y, antes de caer hecho un
ovillo sobre el piso, alcanzó a decir “me la dieron, Martín”, y fue lo último
que dijo. Esa noche, Martín supo que tenía que arrodillarse junto a su hermano
y preguntar. Aquella pregunta fue la primera de una serie de preguntas,
precisa, irrevocable, estirada a lo largo de veinte años, que debía terminar
esta noche en un boliche de la costa de San Pedro. Como esa vez Gaido no podía
adivinar tanto, simplemente se arrodilló junto a un muerto y preguntó. Sólo se
oyó el silencio, o tal vez el sonido lejano de unos pitos de murga, de unas
matracas, y se oyó un juramento de Martín, una promesa convencional y terrible.
Más tarde se enteró de la pelea. Esto
también había sido convencional (todo, supo luego, sería convencional en su
historia). Había, por supuesto, un baile, y había una mujer disfrazada de
Colombina a la que se disputaban dos hombres. Uno de los hombres era Juan; el
otro, a juzgar por lo poco que sabían de él, no era nadie. Le contaron que esa noche
su hermano atropelló a lo loco y un resbalón fortuito mezcló las muertes;
después del resbalón, una mascarita vio a Juan levantarse del suelo con los
ojos llenos de espanto, queriendo sacarse su propio cuchillo del cuerpo, y al
otro que, sin pestañear, lo clava suciamente, dos veces más todavía.
Como digo, para él, para Martín Gaido, su
vida empieza esa noche. A partir de esos carnavales vivirá persiguiendo a un
hombre, una especie de sombra escurridiza, ese nadie que parte de los lugares a
donde él llega sin dejar más rastros que la memoria gangosa de algún borracho acerca
de un modo de mirar, el color de un traje o la manera de echarse el sombrero
gris sobre los ojos. La mujer no tenía mucha importancia en su historia y no
apareció nunca, como si hubiera estado en ese baile sólo unos minutos, para
justificar con su disfraz de Colombina la irrealidad del carnaval. La busca del
hombre, en cambio, fue un ajedrez lento, inexorable y exacto. Hubo pueblos
perdidos, almacenes de llanura, cantineros con sueño a cuyo oído, en voz baja,
Martín formuló preguntas, cantineros que sólo conocían una parte del secreto
pero lo condujeron sin remedio a lugares donde el rastro se volvía cada vez más
preciso. Hubo estaciones de ferrocarril y largas esperas debajo de largos
puentes. Hubo camas, mujeres de grandes ojos pintados y caras de tiza, quienes,
al enterarse de que Martín sólo había venido para llevarse un nombre, lo
miraban con decepción, con estupor o con miedo.
Después pasará mucho tiempo y Gaido, por
fin, apoyado en el mostrador de un boliche de la costa, estará aguardando
pacientemente que se descorra una cortina de flores desleídas; detrás de la
cortina está la puerta por la que ha de aparecer un hombre.
–Ginebra –ha dicho Martín.
En cualquier rincón hay un viejo. Tiene una
botella entre las piernas y lo mira con ojos blancos. Afuera, la noche es un
largo y distante eco de perros. Lejos, seguramente pasa un tren.
Entonces sucedió.
Sí, fue en ese momento, al levantar Martín
el vaso de ginebra y llevárselo a los labios.
No puedo asegurar, es cierto, que desde
mucho tiempo atrás Gaido no comprendiera, de algún modo, la verdad. El porqué
de que él hubiese nacido en lo peor de Parque Patricios, frente al basural, que
a su hermano lo mataran como no se olvida y que gente con aspecto de muñecos
contestara todas sus preguntas. En algún lugar del juego Martín debió sospechar
que su promesa –buscar, dar con un hombre, matarlo y vengar a otro hombre
muerto– podía ser mucho más, o mucho menos, que una promesa. Alguna vez,
incluso, sintió vértigo y pensó echarse atrás; pero yo no lo dejé tener miedo.
Yo le inventé el coraje. Y ahora cada palabra dicha, cada aparente postergación
conducían inevitablemente hasta ese boliche de la costa donde Gaido esperaba a
un hombre. Las leyes secretas de su historia quieren que otra vez sea carnaval
para que Martín haya visto algunas máscaras en el pueblo y haya pensado que ya
no van quedando Colombinas.
Martín alzó el vaso de ginebra, se lo llevó
a los labios y, en ese preciso momento lo supo. Lo supo antes de que el otro
abriera la puerta. Cuando se abrió la puerta, ya había comprendido toda la
verdad.
Por reflejo, introdujo la mano en el
bolsillo. Ese gesto y los demás gestos que seguirían estaban previstos. Gaido
tenía que sacar un puño al que le había crecido repentinamente un revólver;
tenía que nombrar al otro, pronunciar un nombre de fácil sonoridad a compadraje
y cuchillo, y cuando el otro lo mirase sorprendido (sorprendido al principio,
pero luego no; luego con resignación, comprendiendo), debía insultarlo en voz
baja con un insulto brutal, rencoroso, pacientemente elaborado durante veinte
años.
Gaido, sin embargo, no sacó la mano del
bolsillo. No hubo palabras de odio. Todo, el almacén, la cortina de flores
desleídas, el carnaval de pueblo, se desarticuló de pronto, como un espejo roto
o como un sueño. Y Martín, ya antes de ver al hombre, antes de ver su rostro
canallesco – convencional, envejecido y canallesco– supo que ese pobre infeliz tampoco
tenía la culpa de nada.
El final de la historia no es fácil de
contar.
Es probable que ahora mismo Martín ya esté
bajando por la calle Tarija, en Buenos Aires (lo imagino caminando un poco
echado hacia atrás, a causa del declive del empedrado), en el barrio de Boedo.
Dentro de un instante doblará por Maza. La cuadra es arbolada y propicia. Los carnavales
del sesenta también. El pañuelo blanco en el cuello de Martín, sus ajustados
pantalones de anchas rayas grises y negras, sus botines puntiagudos de
compadre, su sombrero anacrónico, no podían pasar más inadvertidos en una noche
como ésta. Lleva la mano en el bolsillo del saco y muerde todavía un insulto
que no dijo. Cuando Gaido doble la esquina, verá, inequívoca, una ventana con
luz: eso significa que el otro está ahí, dentro de la casa, esperando oír el
ruido de la cancel –un rechinar apenas perceptible–, esperando oír luego los pasos
de Gaido por el corredor, mientras él escribe un cuento de espaldas a la puerta
y cree escuchar ya (escucha ya) un sordo taconeo que da vuelta la esquina,
mientras yo acabo la historia de Martín Gaido, oigo el rechinar apenas
perceptible de la cancel, sus pasos por el corredor, las últimas matracas
desganadas y los pitos lejanos del corso de Boedo y siento una ráfaga de aire
en la nuca porque alguien está abriendo la puerta a mi espalda, alguien que me
nombra, que ya pronuncia mi nombre aborrecido y, con rencorosa lentitud, saca
la mano del bolsillo y me insulta en voz muy baja.
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